8. El Toro

La Cruz de Banbury no es lo que podríamos llamar una antigüedad: la construyeron a finales del decenio de 1850, para conmemorar la boda de la princesa real con el príncipe heredero de la corona de Prusia. Aunque existió allí una cruz muy anterior -mejor dicho, tres-, la monstruosidad del «gótico» victoriano se eleva en su actual emplazamiento porque cierto historiador estimó que correspondía al de la antigua Alta Cruz. A cinco kilómetros de Banbury, en dirección norte, se acurruca junto a una colina boscosa el pueblo de Nun's Cross, que no exhibe cruz alguna.

Bond cruzó el pueblo por su estrecha calle principal y metió el Bentley en el patio de la posada que fuera en otro tiempo casa de postas, y que sigue ufanándose de su nombre: El Toro de la Cruz (The Bull at the Cross). Mientras sacaba del maletero su saco de viaje, llegó a la conclusión de que la posada era probablemente el único negocio próspero de la localidad. Hermoso edificio de estilo georgiano, restaurado con pulcritud y conservado amorosamente, el Toro ofrecía incluso «fines de semana gastronómicos para los exigentes».

El mozo que cargó su maleta le hizo saber que el fin de semana se presentaba muy tranquilo para el hotel, que en cambio había estado al completo el anterior.

Bond deshizo el equipaje y se cambió de ropa, sustituyendo la del viaje por unos pantalones grises, una camisa de cuello abierto y, sobre éste, un jersey azul marino, y se calzó sus mocasines más cómodos. Prescindió de las armas. Había dejado la ASP 9 mm en el compartimento oculto del Bentley, bien sujeta por las abrazaderas. Aun así, extremó la atención mientras descendía a la planta baja y, cruzando el patio que antiguamente usaran las diligencias, salía a la calle. Buscaba su mirada un Jaguar XJ6 o un gran turismo Mercedes Benz de color gris cuyas matrículas llevaba grabadas en la memoria desde la mañana, cuando aparecieron en su retrovisor apenas haberse puesto él en carretera. Turnándose con monótona regularidad, no dejaron ya de seguirlo.

No eran imaginaciones suyas: por vez primera desde que adoptara su supuesta identidad de ex agente secreto suspendido del Servicio, le pisaban los talones y de forma casi manifiesta, como si el perseguidor quisiera hacerse ver.

Era demasiado temprano para tomar el aperitivo, y James Bond decidió dar una vuelta por el pueblo, que si todos los indicios se veían confirmados, albergaba a un maleante muy fuera de lo común, el cual, además, podía ser un traidor.

El Toro de la Cruz estaba situado casi en la encrucijada que constituía el antiguo centro de la población, formado por una mezcolanza de edificios de estilo georgiano, con unas cuantas casas de época anterior, que formando hileras y apoyadas unas en otras, como prestándose auxilio, habían pasado a convertirse en los comercios del pueblo. Pequeños grupos de antiguas cabañas de braceros servían ahora de vivienda a gente que, empleada en distintas actividades en Banbury o en Oxford, abandonaba a diario la población para acudir al trabajo.

Casi delante mismo del antiguo patio de diligencias se encontraba la iglesia. Desde allí, la calle principal serpeaba hasta las afueras del pueblo, salpicadas de bosquecillos y con casas de mayor tamaño, como silos más acaudalados de la localidad hubieran querido crear con sus propiedades una zona sur de amenas vistas. Amplias cancelas y caminillos orlados de redodendros permitían divisar sosegadas mansiones victorianas o edificios de estilo georgiano, de roja piedra de Hornton.

El tercer acceso para coches que se encontraba después de la iglesia, se abría paso entre altas tapias, tras un moderno portón de doble hoja, encastrado en el marco original, de piedra del siglo dieciocho. En la columna de la derecha destacaba una pequeña placa de latón en la que podía leerse, en letras grabadas. GUNFIRE SIMULATIONS LTD. Y en piedra tallada, más nueva pero pulcramente unida a la primitiva, una única palabra: ENDOR.

El caminillo, que describiendo una cerrada curva desaparecía tras una espesura de árboles y plantas de jardín, estaba muy bien cuidado. Al fondo, a unos doscientos metros de distancia, se distinguía vagamente una franja de pizarra gris. Estimó Bond que la propiedad tendría una superficie de algo menos de dos kilómetros cuadrados. La alta tapia, que se prolongaba hacia la izquierda, iba a morir junto a un camino de tierra apisonada y con un poste indicador que señalaba, en letras muy legibles: Los Matorrales.

Recorridos unos ochocientos metros, torció por la calle del pueblo y la siguió hasta su extremo norte, donde una sucesión de viejas casas flanqueaba una elevación 1boscosa y cubierta de maleza. Obra de especuladores con olfato comercial, había surgido ya allí una moderna urbanización que casi se metía en el propio bosque.

Pasadas ya las doce, Bond regresó despacio a la posada. En el patio, no lejos del Bentley, había un Jaguar azul oscuro, pero exceptuado el personal de la hospedería, no vio a nadie por los alrededores. En el bar de la casa no encontró más que al encargado de la barra y a un único cliente.

– ¡James, cariño, qué sorpresa! ¿Qué haces tú aquí, en estas soledades?

Sentada junto a una de las ventanas descubrió a Freddie Fortune, que lucía una camisa verde esmeralda y ajustados tejanos.

– La sorpresa es mutua, Freddie. ¿Qué quieres tomar?

– Un vodka con tónica, cariño.

Preparadas las bebidas por el afable camarero, salió con ellas al encuentro de Freddie, diciendo en voz alta por el camino:

– Y a ti, ¿qué te trae por estos parajes?

– Verás, es que me encanta esto. Vengo aquí a menudo, para establecer contacto con la naturaleza… y con los amigos. A ti, en cambio, me cuesta imaginarte en un lugar como éste, James -comentó. Y en voz baja-: ¡Qué bien que hayas podido venir!

Bond repuso que también él lo celebraba.

– Estoy un poco bajo de moral. Y perdóname, Freddie, lo de la otra noche. Te debí de dar una auténtica paliza con mis lamentaciones…

– Ni mucho menos, cariño -murmuró ella-. La verdad es que quedé terriblemente conmovida. Créeme que siento horrores lo que estás pasando, mi pobre corderito.

– Estuve ridículo. Olvida las tonterías que dije, ¿quieres? -se sentía un perfecto necio, imitando el estilo de las amistades londinenses de Freddie.

– No fueron tonterías, tesoro, pero ya están olvidadas -tomó un rápido sorbo del combinado-. O sea que has querido alejarte del mundanal ruido, ¿acierto?

– Aciertas -respondió él, casi con la misma afectación de su interlocutora.

– ¿O has venido porque te lo pedí?

– Mmmm -contestó él, para no comprometerse.

– ¿Y quizá también por la posibilidad del trabajo?

– Un poco por las tres cosas, Freddie.

– Tres cosas son ya muchas cosas.

Y se apretujó contra él. Por un instante, Bond tuvo la extraña sensación de encontrarse junto a Percy.

Almorzaron juntos, a base de un menú que no habría sido motivo de vergüenza para el propio Connaught. A continuación dieron un paseo de unos ocho kilómetros por el campo y bosques, y regresaron alrededor de las tres y media.

– La hora indicada para una siestecita -comentó Freddie, dirigiéndole una mirada de clara invitación, ante la cual Bond, tonificado por el paseo, no quiso en forma alguna desilusionarla.

Previamente, sin embargo, inventó una excusa y salió a retirar del Bentley la ASP 9 mm y dos cargadores de repuesto, todo lo cual ocultó cuidadosamente antes de reunirse con Freddie en la acogedora habitación de ella.

La encontró tendida en la cama, vestida sólo con lo indispensable para no estar desnuda.

– Ven y dame ahora una de tus auténticas palizas -le dijo, sonriendo con dulzura.

– ¿Cenaremos juntos? -le preguntó Bond más tarde, mientras tomaban el té en el salón de huéspedes.

El hotel estaba repleto. Tres camareros españoles se afanaban de un lado a otro, distribuyendo teteras y pequeñas fuentes de emparedados y repostería fina. «Igual que el Brown's de Londres en una tarde de domingo -pensó Bond-, pero sin el atildamiento de allí.»

– ¡Jesús, cariño…! -exclamó Freddie con la expresión que componía cuando deseaba mostrarse «desolada»-. Tengo ya un compromiso -explicó. Y acto seguido, con una sonrisa-: Y a poco bien que juguemos nuestras cartas, la invitación te incluirá a ti. ¿Sabes?, tengo aquí unos viejos amigos -agregó. Y en tono repentinamente confidencial-: Podrían ser los que andas buscando, James. Cuando dijiste que querías entrar en el terreno de los ordenadores, ¿hablabas en serio?

– Totalmente en serio.

– Magnífico. Al bueno de Jason le encantará.

– ¿Quién es ése?

– Un amigo mío. O, mejor dicho, unos amigos míos, porque también lo es su mujer: Jason y Dazzle St. John-Finnes.

– ¿Ella se llama Dazzle?

Freddie hizo un ademán de impaciencia.

– Su verdadero nombre es Davide o algo por el estilo, pero todo el mundo la llama Dazzle. Gente estupenda. Se dedican al negocio de los juegos electrónicos, y en gran escala. Son inteligentísimos; inventan una especie de simulacros bélicos terriblemente complicados.

«M» le había dado ya referencias de los restantes miembros del equipo de Jay Autem Holy: la «esposa», Dazzle; un joven profesional llamado Peter Amadeus («austríaco, me parece») y Cindy Chalmers, todavía más joven, y graduada en Cambridge.

– Ella es una viciosa perdida -le confió Freddie-. La gente de aquí la llama Cindy la Pecadora, y es de lo más popular, sobre todo entre los hombres. Es negra, ¿sabes?

Bond dijo que no, que no lo sabía, pero que le gustaría comprobarlo. ¿Qué tal se llevaba Cindy la Pecadora con Peter Amadeus?

– Oh, cariño, el tal Amadeus es la clase de chico del que una mujer no tiene nada que temer ni esperar…, ya me entiendes. ¿Sabes qué? Voy a darle un telefonazo a Jason -como mucha gente de su mundo, Freddie utilizaba el habla particular de Londres, sobre todo cuando estaba fuera de la capital-. Más que nada, por asegurar me de que no le importa que me presente acompañada.

Se ausentó cinco minutos. Bond sabía, sin embargo, cuál iba a ser el resultado de la consulta. Freddie era -tenía que reconocerlo- tan agradable como buena actriz.

– Resultado positivo, James -anunció al volver-. Estarán absolutamente encantados de que vayas a cenar.

Como él daba por descontado, pensó Bond, y también ella.

A pesar de su afectación, de su forma de hacer, algo boba, y de su indiscutible ligereza moral, Freddie Fortune era una amiga leal y, aunque ingenua en sus juicios, se mostraba inconmovible cuando se entregaba a una causa o a una persona. Bond tenía la seguridad de que en aquella ocasión concreta la estaban utilizando, y posiblemente no sospechaba Freddie tan siquiera los peligros a que le estaba exponiendo y, posiblemente, se exponía ella misma.

Mediante un discreto interrogatorio trató de averiguar desde cuándo «el bueno de Jason» y su «esposa» eran tan amigos suyos. Si bien con algunos rodeos, acabó por reconocer que les trataba hacía exactamente dos meses.

Se trasladaron a Endor en el Bentley.

– Me entusiasma el olor del cuero en un coche. Es tan decididamente sexual… -comentó Freddie al acomodarse en el asiento del acompañante, espacioso como una butaca.

Bond tuvo buen cuidado de pedir que le indicase el camino.

– Lo más probable es que el portón esté cerrado. De todas formas, sitúate delante y espera. Jason es un maníaco en cuestiones de seguridad. Tiene montones de artilugios electrónicos, todos ellos increíbles.

– Apuesto a que sí -replicó Bond por lo bajo, pese a lo cual, y obedeciendo las instrucciones de Freddie, torció a la derecha y detuvo el auto a un par de centímetros de la alta cancela de doble hoja.

Se hubiera jugado cualquier cosa a que el hierro forjado de su exterior ornamental era en realidad acero. La barrera tenía tres macizas cerraduras, y sus goznes quedaban ocultos por los sólidos pilares de piedra. Y debía de existir en alguna parte una cámara de televisión de circuito cerrado, pues apenas llevaban unos segundos esperando, cuando sonaron audibles chasquidos en las cerraduras y las hojas de la cancela retrocedieron automáticamente.

Tal y como Bond imaginaba, Endor era una vasta mansión de quizá veinte habitaciones. De estilo georgiano clásico, había sido construida con dorada piedra de Cotswold y tenía un atrio con columnas y ventanas de guillotina distribuidas simétricamente.

El crujir de la gravilla bajo las ruedas del Bentley le devolvió a la memoria una serie de recuerdos: de los coches que había tenido anteriormente y -eso le pareció curioso- de sus días de internado, cuando devoraba las novelas de Dornford Yates, cuyos héroes partían al volante de Bentleys y Rolls-Royces en aventuras relacionadas con el rescate de damas de suprema belleza y minúsculos pies.

Jason St. John-Finnes -porque a partir de aquel momento debía darle exclusivamente ese nombre- les estaba esperando en el umbral. No había hecho nada por alterar su aspecto. Y según todos los indicios, los años que llevaba «muerto» habían sido misericordiosos con él, pues presentaba exactamente el mismo aspecto que en las numerosas fotos existentes en los archivos del cuartel general de Regent's Park. Esbelto y de elevada estatura, se encontraba a todas luces en buena forma física, pues sus movimientos tenían la gracia y seguridad de un atleta. En cuanto a sus famosos ojos verdes, eran tan impresionantes como aseguraban cuantos le conocían. Alternativamente cálidos y fríos, su efecto resultaba casi hipnótico: vivos y penetrantes, daban la impresión de calar en la propia alma de las personas. La nariz, ciertamente, voluminosa y ganchuda, era como un gran pico, de modo que, combinada con la lucidez escrutadora de los ojos, hacía pensar en un ave de presa. Bond se estremeció en su interior: había algo sobremanera siniestro en el profesor Jay Autem Holy. Y, sin embargo, esa sensación desapareció en cuanto aquel hombre abrió la boca.

– ¡Freddie! -exclamó al acercarse para besarla-. Es maravilloso verte. Y también celebro conocer a tu amigo -le tendió la mano-. Se llama usted Bond, ¿verdad?

Hablaba con voz modulada, agradable, vibrante de humor y casi sin acento, como un americano de Boston. Le estrechó la mano con firmeza y efusión, amistosamente: su contacto transmitía una oleada de buena disposición y afabilidad.

– Vaya, ahí llega Dazzle. Cariño, te presento a mister Bond.

– James -aclaró el interesado, en peligro ya de caer bajo el hipnótico encanto de su anfitrión-. James Bond.

Los latidos del corazón se le aceleraron por un instante al mirar a la mujer alta, esbelta, de melena rubio ceniza, que acababa de salir de la casa. Aunque luego comprendió que la impresión había sido un efecto de la luz, a aquella distancia, y en particular con el resplandor del crepúsculo, Dazzle podría haber pasado por Percy Proud: el mismo pelo, igual tipo y estructura ósea e incluso semejante a ella en la forma de moverse.

Dazzle se mostró tan afable y acogedora como su esposo. Juntos creaban un extraño efecto, como si, envolviéndole a uno, le arrastraran al interior de una especie de círculo mágico. Mientras se alejaban del coche, camino del espacioso recibidor, a Bond le asaltó el deseo absurdo de mandar a paseo todas las precauciones, sentarse frente a Jason y preguntarle abiertamente qué pasó en realidad la noche ya tan lejana en que partió en aquel malhadado vuelo. ¿Qué perseguía con su desaparición? ¿Cuáles eran sus propósitos actuales? ¿Y qué lugar ocupaba Zwingli en aquel esquema?

Aquella noche tuvo Bond que ejercer un firme dominio sobre sí mismo a fin de no traicionarse. Jason y la perspicaz Dazzle formaban en verdad una pareja temible. Unos minutos en su compañía bastaban para considerarles amigos de siempre. Jason era, en la versión que daba de sí mismo, canadiense de origen, mientras que Dazzle procedía de Nueva York, cosa que no resultaba evidente por su acento, más londinense que neoyorquino.

Aunque el único tema que «M» no había tratado en su informe verbal era el económico, el interior de la casa y su decoración de discreta elegancia («Es cosa de Dazzle -había comentado Jason, echándose a reír-; tiene lo que los interioristas llaman instinto») daban prueba de opulencia. En el espacioso salón, los elementos del primitivo estilo georgiano se mezclaban hábilmente con lo moderno y cómodo, realzadas las antigüedades por un empapelado a sobrias rayas, y sin chocar con los cuadros, de época más reciente, ni con los sofás y butacas, mullidos y confortables. ¿De dónde procedía, se preguntó Bond, el dinero que había hecho posible todo aquello? ¿Verdaderamente daba para tanto la Gunfire Simulations?

Mientras el criado filipino servía los aperitivos, la conversación giró de forma casi exclusiva en torno a la espléndida labor de restauración de que había sido objeto la casa, y a lo que de escandaloso y divertido se comentaba en la localidad.

– Es lo que me gusta de vivir en un pueblo -comentó Jason con una risita ahogada-. Aunque mi trabajo me impide llevar lo que llamaríamos una vida social activa, no me pierdo los chismorreos, porque van de boca en boca.

– Excluidos los que se refieren a nosotros, cariño -le recordó Dazzle con una amplia sonrisa.

Bond se dio cuenta entonces de que también su nariz era muy parecida a la de Percy antes de la operación. Le intrigaba aquello. Era, en efecto, muy semejante a la verdadera Percy Proud. ¿Lo sabría Jay Autem?, se preguntó. ¿Habría sabido siempre cómo era Percy en realidad? ¿La había visto después de su transformación?

– No creas; también me entero de lo que se dice de nosotros -replicó Jason en tono humorístico-. Cindy y yo vivimos una apasionada aventura amorosa, mientras que tú te pasas la mayor parte del tiempo en la cama, con Félix…

– ¡Apañada iba a estar! -exclamó Dazzle, llevándose burlonamente una mano a la boca-. Por cierto, ¿dónde están los chicos, querido? Me refiero a Peter y a Cindy.

– Subirán dentro de un instante. Querían jugar una última partida a la Revolución. Todavía tenemos pendiente mucho trabajo preliminar… Nos dedicamos al negocio de juegos para ordenadores… -añadió volviéndose hacia Bond.

– Eso me dijo Freddie.

Bond había conseguido romper por fin el encanto, y puso en su tono una pizca de altanera censura. Jason lo captó al vuelo.

– ¡Vaya! Pero usted también es programador de ordenadores, ¿no es así? Al menos, eso aseguró nuestra amiga.

– Conozco algo esa actividad. Pero no en el aspecto de los juegos. Eso desde luego.

Lo de «juegos» lo dijo con el énfasis necesario para dar a entender que consideraba un sacrilegio utilizar la informática con fines semejantes.

– ¡Ajá! -replicó Jason blandiendo un dedo-. Pero es que hay juegos y juegos, míster Bond. Yo le hablo de simulacros en extremo intelectuales y complejos, no de esas estrepitosas bobadas que se ven en los salones recreativos. ¿Dónde trabaja usted?

Bond reconoció que en ese momento estaba sin empleo.

– Aprendí programación cuando estuve en el Foreign Office -dijo en un tono que debía parecer apocado.

– ¿Es usted ese James Bond? -exclamó Dazzle, al parecer emocionada de veras.

Él asintió.

– Sí; el famoso James Bond. Y también el inocente James Bond.

– Es verdad… Leí el caso en los periódicos.

Por vez primera vibró cierto recelo en la voz de Jason.

– ¿Se dedicaba verdaderamente al espionaje? -indagó Dazzle, que solía quedarse poco menos que sin aliento cuando algo le interesaba profundamente.

– Bien… -balbució Bond estudiadamente, de modo que Jason acudió en su ayuda.

– No creo que esas preguntas sean apropiadas, cariño.

En ese momento entraron en la habitación Peter Amadeus y Cindy Chalmer. Jason se puso en pie.

– Vaya, el extraordinario profesor Amadeus…

– Y Cindy la Pecadora -añadió Dazzle, y se echó a reír.

– A mí me halagaría que me llamasen Freddie la Pecadora -dijo Freddie Fortune, al tiempo que saludaba a los recién llegados.

– ¡Nada menos que pecadora! -se mofó Cindy-. No sobran aquí oportunidades para eso.

No era negra, como le había dicho Freddie, sino de un suave color café con leche. «Mi padre era antillano y mi madre, judía», le confió ella más tarde a Bond, añadiendo que esa mezcla de sangres había inspirado un millar de chistes raciales a sus expensas. Vestía una sencilla falda gris, complementada por una blusa de seda blanca. Tenía la figura y las piernas de una bailarina y una cara que le recordó a Bond una jovencísima Ella Fitzgerald.

Unos pocos años mayor que Cindy, Peter rondaría los treinta. De frágil constitución, vestido con impecable pulcritud y prematuramente calvo, su amaneramiento y su ingenio vivo dejaban traslucir sus preferencias sexuales. Enlazando con la observación de Cindy, y mientras se servía una copa, comentó:

– Pues oportunidades no faltan aquí, querida. Hay en el pueblo unos cuantos mocetones de granja que te disputarían gustosos…

– ¡Basta ya, Peter!

Por vez primera en la velada, Jason mostraba su puño de hierro.

Terminadas las presentaciones (a Bond le pareció, aunque no estaba muy seguro, que Cindy Chalmer le dirigía una viva mirada de complicidad al estrecharle la mano), Dazzle propuso pasar al comedor.

– Como se le eche a perder la cena, Félix se pondrá furioso.

Se refería al callado cocinero filipino, que por deferencia de Jason St. John-Finnes, se había instruido en su arte junto a los mejores maestros de Europa.

La cena fue casi un banquete: sopa lombarda, consistente en huevos crudos, espolvoreados con queso de Parma sobre una base de pan sofrito y escaldados con un consomé en punto de ebullición; una mousse de salmón ahumado; asado de ciervo, macerado con bayas de junípero, vino, limones y picadillo de jamón; y un soufflé au Grand Marnier… en honor de Lady Freddie.

Al principio, la conversación se centró en el trabajo que Cindy y Peter acababan de interrumpir.

– Hemos descubierto dos nuevas variantes que podría usted introducir en la primera fase del juego -anunció Peter con una maliciosa sonrisa-. Haga que el general se subleve, y a continuación introduzca refuerzos de las patrullas británicas, y se encontrará con resultados muy interesantes.

– Y para compensarlo -intervino Cindy-, hemos dado con otra variante para las etapas finales. Una tarjeta opcional que proporciona a las Milicias Coloniales cañones suplementarios. Si el jugador se decanta por esa opción, los británicos no descubren la fuerza numérica del enemigo hasta emprender el asalto de la colina.

Freddie y Dazzle habían iniciado un aparte, para hablar de modas. Bond, en cambio, asistía con interés a la conversación principal, y Jason reparó en ello. Volviéndose hacia sus colaboradores, dijo:

– Nuestro invitado no aprueba que una tecnología tan avanzada se emplee en simples pasatiempos.

Para indicar que no había censura en su comentario, sonrió.

– ¿Es posible, míster Bond?

– ¡Pero si esos juegos estimulan el intelecto!

Cindy y Peter habían salido simultáneamente en defensa de Holy. El joven agregó:

– ¿Ve usted en el ajedrez un empleo frívolo de la madera y el marfil?

– En ningún momento he dicho yo eso -respondió el agente especial, echándose a reír. Se dio cuenta de que se iba aproximando el momento en que le pusieran a prueba-. Lo que ocurre es que a mí me formaron exclusivamente para la programación de Cobol, bases de datos y empleo de gráficos… con fines oficiales.

– ¿Y militares no, míster Bond?

– Las Fuerzas Armadas también utilizan esos sistemas, claro está. Pero cuando yo serví en la Marina, no disponíamos de esa tecnología -hizo una pausa-. La verdad es que me intriga el trabajo de ustedes. Esos juegos… ¿son juegos, en realidad?

– En cierto sentido lo son -repuso Peter-. Pero también podrían considerarse pedagógicos. Son muchos los militares que encargan nuestros productos.

– Enseñan, desde luego -terció Jason, inclinándose hacia Bond-. No puede uno practicar eficazmente nuestros juegos a menos que posea ciertos conocimientos de táctica, estrategia e historia militar. Además de esfuerzo, exigen inteligencia. Pero es un mercado en auge, James -se interrumpió, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea-. Desde su punto de vista personal, ¿cuál es el más notable avance que ha registrado la técnica de los ordenadores?

Bond respondió resueltamente:

– Sin duda alguna, los progresos que se realizan, como quien dice todos los meses, en el almacenamiento de datos cada vez más numerosos en espacios reducidos.

– Así es -asintió Jason-. Mayor memoria en menor espacio. Millones de datos acumulados por los siglos de los siglos en una superficie inferior a la de un sello de correos. Y como bien dice usted, a un ritmo de avance que se mide por meses, incluso por días. Dentro de aproximadamente un ano, los pequeños ordenadores domésticos serán capaces de almacenar casi tantos datos como las grandes instalaciones de los bancos y de los centros oficiales. A eso hay que añadir la incorporación del disco de videoláser que, mediante consignas del ordenador, proporciona movimiento, acción, escala y reacciones. En Endor tenemos equipos avanzadísimos. Quizá le apetecería verlos después de la cena.

– Preséntele la Revolución -propuso Cindy-. A ver si, como Jugador novel, se le ocurre alguna novedad.

– ¿Por qué no?

Los ojos intensamente verdes relumbraron, como si aquella perspectiva incluyese algún reto.

– ¿Un juego que se llama la Revolución? ¿Tiene algo que ver con la Revolución rusa de Octubre?

Jason se echó a reír.

– No, James, no es eso exactamente. Verá, nuestros juegos son de gran envergadura; excesiva, en cierto modo, para los ordenadores domésticos. A causa de su abundancia de detalles, exigen aparatos de memoria superior. Nos preciamos de construir juegos a un tiempo muy recreativos y de alto valor intelectual. A decir verdad, no nos gusta llamarlos juegos. La palabra «simulacros» nos parece más adecuada. Pero, volviendo a su pregunta: no, no hemos creado nada que tenga que ver con ninguna revolución histórica. De momento, sólo tenemos seis variedades en el mercado: Crécy, Blenheim, la batalla de las Pirámides (inspirada en la expedición egipcia de Napoleón), Austerlitz, Cambrai (ésta es apasionante, porque la batalla se habría podido saldar de forma muy distinta) y Stalingrado. También tenemos en avanzada fase de ejecución un simulacro inspirado en la Guerra Relámpago de 1940, y preparamos otro, muy interesante, sobre la Revolución Norteamericana; ya sabe: los sucesos de 1774 que condujeron a la Guerra de Independencia…

– Freddie y yo nos vamos a dar una vuelta por el invernadero -le interrumpió Dazzle en tono algo incisivo-. No sabéis hablar más que del trabajo, y resulta tedioso. Confío en que nos veamos luego, James. Y encantada de haberle conocido.

Lejos de pedir disculpas, Jason se limitó a encogerse de hombros y añadir una sonrisa. Mientras se retiraba con su acompañante, Freddie le hizo a Bond un significativo guiño. Al volverse de nuevo hacia la mesa, el agente especial captó también la mirada que le dirigía Cindy, casi de complicidad, como antes, pero de pronto también con un trasfondo de celos. ¿O serían otra vez imaginaciones suyas?

Apenas sin transición, le preguntó Jason:

– Supongo que estará usted al tanto del diseño de programas para ordenadores, ¿no, James?

Bond asintió. No había olvidado las horas dedicadas en Mónaco a la construcción de complicados organigramas con la exacta especificación de lo que pretendía uno de la máquina. Y con ese recuerdo le llegó de nuevo aquella curiosa sensación de que Percy estaba presente allí, en cierto modo. Se forzó para volver a la realidad, pues Jason continuaba con sus explicaciones.

– Antes de construir un diseño de programación, hay que determinar lo que deseamos incluir en él. De modo que, inicialmente, planteamos los simulacros en una mesa de grandes dimensiones. Es como una guía gráfica, en la que utilizamos fichas para indicar las unidades, los soldados, los barcos, los cañones, complementadas con cartas que representan variantes: condiciones climatológicas, epidemias, avances o retrocesos inesperados, y otros factores fortuitos que pueden intervenir en una guerra.

– Eso nos da la medida del programa que tenemos por delante -intervino Peter-. De modo que, después de haber desarrollado la batalla…

– …como un millón de veces… -completó Cindy-. O al menos acaba uno con la impresión de haberla repetido un millón de veces…

Peter asintió, para añadir enseguida:

– Estamos en condiciones de diseñar las distintas etapas. Es un trabajo que requiere dedicación.

– Venga al laboratorio -invitó Jason en tono súbitamente imperativo-. Quiero enseñarle el tablero que estamos empleando como referencia. Es posible que le interese y se decida a volver y librar la batalla conmigo. Si lo hace -añadió, mirando a Bond con fijeza-, venga sin apuros de tiempo. No se puede desarrollar una campaña en cinco minutos.

Bond percibió detrás de esas palabras, en apariencia amables, un dejo de inquietante obsesión.

Al salir de la estancia, notó que Cindy le rozaba a la altura de la cadera izquierda, donde tenía alojada la pistolera con la ASP 9 mm. ¿Había sido accidental, o estaba cacheándole discretamente? En cualquier caso, Cindy Chalmer sabía ahora que llevaba un arma.

Cruzaron el vestíbulo. Jason sacó un llavero sujeto a una gruesa cadena de oro y abrió una puerta que había sido, explicó, el antiguo acceso a las bodegas.

– Como es natural, se han hecho algunos cambios.

– Eso supongo -repuso Bond, que no podía imaginar el alcance de esas modificaciones.

Los sótanos de la casa albergaban tres amplias y bien equipadas salas de ordenadores, varios de ellos de los llamados personales, todos con sus correspondientes pantallas. Pero había una cuarta estancia, correspondiente al despacho de Jason. Bond sufrió una sacudida al descubrir allí una máquina de características casi idénticas al Terror Doce que tenía a seguro en el maletero del Bentley.

Jason le condujo a continuación a una espaciosa cámara rectangular iluminada por no menos de treinta focos. Los muros aparecían cubiertos de gráficos y mapas, y una enorme mesa ocupaba el centro de la estancia. Cubría casi toda la superficie de esa mesa un detallado mapa de la costa oriental de Norteamérica, centrado en torno al Boston del decenio de 1770. Vías de comunicación y características topográficas estaban indicadas en vivos colores. En conjunto se encontraba protegido por una plancha de plástico transparente que tenía en su centro un marco rectangular, éste de plástico negro y de la forma y dimensiones de una pantalla de televisión grande. Dos pequeños caballetes se alzaban en los extremos opuestos de la mesa, y a ambos lados de ésta se habían dispuesto otras tantas bandejas con mazos de tarjetas blancas de doce por ocho centímetros. Frente a cada bandeja, una silla destinada al jugador y, a la derecha de aquélla, un casillero bien provisto de papel, mapas y formularios impresos.

Peter y Cindy pasaron a explicar el concepto del juego y la forma en que se utilizaba para elaborar todos los detalles del simulacro antes de proceder a la programación del ordenador. El marco de plástico negro podía desplazarse vertical y horizontalmente a través del mapa.

– El recuadro -explicó Jason- corresponde a la zona que el jugador verá en su pantalla una vez hayamos ultimado el juego.

Se le notaba menos cordial, como si la afabilidad de su carácter hubiera sucumbido repentinamente a las exigencias de su profesión. Expuso entonces a Bond el método que utilizaban para ampliar en el rectángulo el perfil del terreno.

– Una vez pasado el juego al ordenador, se puede recorrer todo el mapa en la pantalla, pero sólo por zonas localizadas. Existe, sin embargo, la posibilidad de ampliarlas mediante un zoom, para lo cual se pulsa la tecla de la Z.

Refiriéndose a los pequeños caballetes, Cindy dijo que contenían un calendario y cartas correspondientes al tiempo, que se barajaban antes de iniciar el juego.

– Las condiciones meteorológicas favorecen o dificultan el movimiento.

Le hizo una demostración práctica: las mismas patrullas británicas que habían avanzado cinco espacios en días claros, no adelantaban más que tres con lluvia intensa, y sólo dos si nevaba.

Jason pasó a explicar el desarrollo del juego. Los participantes se alternaban en dictar consignas al ordenador y proceder al avance de sus efectivos. Ciertas jugadas podían ser secretas, pero tenían que anotarse. En la etapa inmediata se emprendían desafíos y, a ser posible, escaramuzas.

– Lo interesante, a mi modo de ver, es la posibilidad de alterar la historia. Eso es una idea que siempre me ha atraído -observó Jason, de nuevo en un tono que revelaba obsesión, casi de locura peligrosa-. Es posible que un día cambie yo la historia -dijo en un susurro amenazador-. ¿Un sueno? Quizá, pero los sueños pueden realizarse si su ejecución se confía a un hombre de mente genial. ¿Cree usted que lo que hay en mí de genio se aprovecha debidamente? ¡No! -exclamó sin esperar respuesta. Y el tono de sus siguientes palabras resultó apasionado en exceso, para tratar de algo tan trivial como un juego: -A lo mejor podríamos considerar todo esto con más detalle, e incluso jugar unas cuantas partidas. ¿Le va bien mañana?

Consciente de que la oferta encerraba un desafío fuera de lo común, Bond respondió que aceptaba con mucho gusto. St. John-Finnes siguió hablando de revolución y cambio, y de la complejidad de los juegos bélicos. Cindy echó mano de una excusa para retirarse, saludó a Bond con un cabeceo y expresó su esperanza de que volverían a verse.

– Estoy convencido de que así será -dijo Jason, que parecía muy seguro de sí mismo-. He invitado a James a darse otra vuelta por aquí. ¿Le parece bien a las seis de la tarde?

Bond aceptó, advirtiendo que su interlocutor no había sonreído tan siquiera.

Como Jason les precediera al abandonar la estancia, Peter aprovechó para rezagarse y susurrarle al agente especial:

– Si juega usted con él, tenga en cuenta que no sabe perder. Y que juega ateniéndose a la historia. Siempre da por supuesto que su adversario la reseguirá en todos sus acontecimientos. Es un tipo paradójico -concluyó con un guiño que patentizaba la escasa afición que sentía por su jefe.

Arriba les esperaba Dazzle, que regresaba de acompañar a Freddie al hotel en coche.

– Me pareció que estaba muy cansada. Dijo que esta tarde la hizo trotar usted todos estos campos. No debe imponerle tanto ejercicio físico, míster Bond. Ya sabe que es una criatura de ciudad.

Bond tenía opiniones propias a ese respecto. Y por más que también él necesitaba una noche de sueño reparador, aceptó la copa de despedida que le ofrecía su anfitrión. Cindy se había retirado ya a su habitación, y Peter y Dazzle pidieron que les disculparan e hicieron otro tanto, dejando a solas a los dos hombres.

Después de un corto silencio, Jason alzó su copa y dijo:

– Por nuestro reencuentro de mañana -sus verdes ojos habían cobrado el aspecto del cristal-. Quizá no juguemos a nada, James, pero de todas formas me gustaría medirme con usted. ¿En el campo de los ordenadores? Quién sabe… -de nuevo se evadía hacia un mundo propio, hacia un tiempo y un espacio distintos, regidos por otra escala de valores-. Los ordenadores son… o bien el instrumento más prodigioso que ha inventado el hombre, su más espléndida magia, capaz de inaugurar una nueva era -soltó una risa aguda-, o bien el mejor juguete que ha puesto Dios a su disposición.

Siguió otro breve silencio. Unos pocos segundos bastaron para que reapareciese el otro Jason, más benigno y accesible.

– ¿Me permite expresar una opinión que le concierne, James? -dijo. Y sin esperar ni su respuesta ni su consentimiento, añadió-: Creo que es usted un pequeño impostor. Que es muy poco lo que sabe acerca del arte de programar ordenadores. Posee, sí, algunos conocimientos, pero no tantos como pretende. ¿Me equivoco?

– Sí -respondió Bond con firmeza-. Se equivoca usted. Recibí la formación que suele impartirse en mi campo de actividades. Y la considero suficiente. Quizá no esté yo a su altura, pero ¿lo está alguien?

– Mucha gente -replicó Jason en tono reposado-. Cindy y Peter, por mencionar sólo dos nombres. La programática es una profesión de jóvenes, James; un porvenir que les pertenece a ellos. Es verdad que yo poseo amplios conocimientos y cierto instinto estratégico. Pero la juventud formada en el mundo de los ordenadores adquiere muy rápidamente ese instinto. ¿Sabe qué edad tiene el mas eminente y acaudalado magnate de la programática estadounidense?

– Veintiocho años.

– Así es. Veintiocho. Y algunos de los programadores de nivel verdaderamente superior son todavía más jóvenes. Yo lo sé todo, pero la realización de mis ideas está en manos de gente como Cindy y Peter. La genialidad, las dotes creativas, exigen alimento. Es posible que mis dos programadores no se den cuenta de que proporcionan nutrición a mis ideas. De ahí que usted, con una formación tan exigua, no pueda serme de utilidad alguna. No tiene usted nada que hacer en este campo.

Bond se encogió de hombros. Ignorando hasta qué punto esas afirmaciones entrañaban una tortuosa estratagema, una trampa psicológica, respondió:

– Frente a un adversario como usted, reconozco que es así.

Ya en la puerta, Jason dijo que esperaba con vivo interés su próximo encuentro.

– Si considera que puede competir conmigo, en un juego, se entiende, me pondré gustoso a su disposición. Aunque es posible que descubramos alternativas más interesantes, ¿no le parece? Le espero a las seis.

Bond ignoraba que el propio juego de la vida habría cambiado antes de su siguiente entrevista con Jay Autem Holy. Y también desconocía los riesgos que llevaban aparejados los juegos predilectos de aquel hombre extrañamente mudable. Le constaba, eso sí, que Holy era un poseído. Su afabilidad y su encanto eran disfraces de una mente dispuesta a jugar a Dios con el mundo, y Bond encontraba eso inquietante en extremo.

De regreso en el hotel, y habiendo recibido su llave de un adormilado conserje, subió a su habitación. Pero al introducir la llave en la cerradura, notó que la puerta cedía. «Freddie», pensó un tanto molesto, pues lo que le apetecía era estar solo y reflexionar.

Cauteloso, desenfundó la automática y, ocultándola detrás de la cadera, hizo girar el pomo y empujó suavemente la puerta con el pie.

– Buenas noches, míster Bond -dijo Cindy Chalmer con una sonrisa.

Sentada en una butaca, tenía extendidas ante sí las largas piernas en una postura como de invitación.

Bond cerró silenciosamente.

– Le traigo saludos de Percy -añadió la muchacha, confiriendo a su sonrisa una expresión hechicera.

Bond recordó entonces las miradas que le había dirigido durante la velada.

– ¿Y quién es Percy? -preguntó en tono neutro, clavados los ojos en los de ella, al acecho de sus ocultas intenciones.

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