El general Zwingli, que no era ningún pollito cuando desapareció, debía de tener ya sus buenos setenta y cinco años. Ello no obstante, y visto desde donde se encontraba Bond, parecía un sesentón bien conservado. Sus cuatro acompañantes, más jóvenes y también más corpulentos, no eran la clase de hombres que suele uno encontrar en las fiestas parroquiales.
Por un instante, y aunque tranquilo, Bond, convencido de que Zwingli y sus hombres le buscaban a él, o probablemente a Percy, se quedó esperando lo peor. Su aparición tenía que ver forzosamente con ellos: no hacía falta una bola de cristal para darse cuenta de eso. Si Zwingli le había servido de instrumento al profesor Holy cuando su fingida desaparición y el accidente aéreo, estaba claro que ambos se encontraban ya unidos de por vida mediante lazos más fuertes que los de un matrimonio. Dos conspiradores no pueden divorciarse sin infligir el uno graves daños al otro.
El agente especial compuso una sonrisa afable.
– No les mires con tanta fijeza, Percy -recomendó, sin apenas mover los labios, observando a Zwingli y a su séquito por el rabillo del ojo-. Es descortés, y además puede hacer que el bueno del general se fije en nosotros… si es a nosotros a quienes anda buscando.
Pero para alivio suyo, vio que una ancha sonrisa dilataba el duro semblante del general: no miraba en dirección a Bond y a Percy, sino que avanzaba al encuentro de un hombre moreno y musculoso, quizá de unos treinta y cinco años de edad, sentado junto a la barra. Se estrecharon efusivamente la mano, y a eso siguió una serie de presentaciones en ronda.
– Creo -susurró Bond- que la prudencia aconseja levantar el campo ahora mismo. Actúa como si nada ocurriese, con naturalidad.
Y por su parte procedió a gratificar al croupier y a recoger, al levantarse, las fichas que tenía en la mesa. Se encaminaron a la caja, donde Bond las cambió por efectivo, en lugar del cheque que podía haber solicitado. Una vez en la calle, tomó a Percy del brazo y marchó hacia el hotel.
– Podría tratarse de una coincidencia, pero aunque no creo ni por un instante que te haya reconocido, prefiero no correr riesgos. ¿Tú le hablas tratado mucho, Percy?
– Sólo en un par de cenas, en Washington, en actos oficiales. Nos conocíamos, pero siempre me dio la impresión de que no le interesaba lo más mínimo. No yo, sino todas las mujeres. Pero tengo la seguridad de no equivocarme, James: era él.
Durante sus sesiones de trabajo con «M», Bond había examinado una serie de fotografías del general Zwingli, entre ellas dos series aparecidas en la revista Time, que le habla presentado en portada.
– Para llevar muerto tantos años, se encuentra en una forma imponente -comentó Bond. Y añadió-: Sólo podría haberte reconocido de estar sobre aviso. Si supiera, quiero decir, que hablas cambiado tu… llamémosle aspecto exterior.
Percy rió por lo bajo.
– Mi aspecto era ya entonces el que ahora ves, James. Me «disfracé» de señora de Jay Autem. Gané peso, me puse gafas de gruesas lentes sin graduar y añadí a eso todos los atributos de la científica desaliñada que sólo piensa en sus ordenadores.
– ¿Y la nariz?
– Una vez desaparecido Jay Autem, me la hice arreglar. Nadie es perfecto. Pero tienes razón: a menos que me señalaran diciéndole quien era yo, Joe Vueltas seria incapaz de reconocerme.
– Siempre queda la posibilidad de que le hayan dicho quién soy yo -apuntó Bond mientras apartaba con la mano el mechón en forma de coma que le caía sobre el ojo derecho. Habían llegado a la entrada del hotel-. ¿Reconociste al hombre a quien saludó? Aquel tipo cetrino, que parecía estar esperándole.
– La cara me resulta familiar. Le he visto en alguna otra parte. Quizás en una foto de los archivos. ¿Te dice algo a ti?
– Lo mismo. Me da la impresión de conocerle. En cualquier caso, tendremos que abandonar Montecarlo. Lo mejor sería que viajásemos juntos en el Bentley. Podríamos estar en París mañana, a la hora del almuerzo.
Terminémoslo de hablar arriba -propuso ella. Y ya en la habitación, se mostró inexorable-. Las instrucciones que recibí me obligan a marcharme sola. Dispongo de un coche, y debemos viajar separadamente. Se me ordenó que por ningún motivo fuésemos juntos, y no pienso desobedecer ese mandato.
– ¿En resumen?
– En resumen, que te doy la razón, James: ha sido una simple coincidencia. Pero también es una información útil saber que Zwingli vive. Y creo que deberíamos marcharnos. Cuanto antes, mejor.
Pasó un rato aleteando alrededor de Bond, como una gallina clueca en torno a su pollito, dedicada a examinarle sobre lo que le había enseñado.
Trasladó a su habitación las cajas del Terror Doce junto con los lectores de discos y los programas grabados que habrían de permitirle copiar o reproducir los de Holy, suponiendo que lograse acceso a alguno de ellos. Luego se separaron, para preparar cada uno su equipaje personal, habiendo convenido reunirse más tarde, con vistas a una breve despedida, antes de que Percy se pusiera en camino. Ella saldría media hora antes que Bond. Ambos seguirían aproximadamente la misma ruta, puesto que Percy había de regresar a la agencia parisiense de la CIA, mientras él acometía el largo recorrido hasta Calais para tomar el transbordador de Dover.
Conforme a lo acordado, se encontraron en el garaje. Percy tenía ya cargado el equipaje en el maletero de su pequeño y deportivo Dodge 6OOES azul.
– ¿Crees que volveremos a vernos?
Bond se sentía, cosa extraña en él, sin recursos. Ella le apoyó las manos en los hombros y miró de lleno sus impresionantes ojos azules.
– Es necesario, ¿no, James?
Bond asintió, sabiendo que había reciprocidad en sus pensamientos íntimos.
– ¿Sabrás localizarme? -preguntó.
Esta vez fue ella quien cabeceó brevemente.
– También puedes llamarme tú… cuando esto haya terminado, suponiendo que termine -recitó un número telefónico de Washington-. Si no estoy allí, me pasarán el recado. ¿De acuerdo?
Y, abrazándole, le besó larga, amorosamente en la boca. Luego, cuando ponía ya en marcha el Dodge, se asomó a la ventanilla y dijo:
– Cuídate, James. Te echaré de menos.
Aceleró entonces de forma suave, medida, y partió flanqueando la hilera de coches estacionados, hacia la rampa de salida, hacia las calles de Mónaco, hacia las carreteras de Francia, sumergidas en la noche.
Media hora más tarde Bond salía del mismo garaje en el Mulsanne Turbo. En cuestión de minutos había dejado atrás el Principado y recorrido la Moyenne Corniche camino de la autopista A8, que le llevaría directamente a París.
Durante la primera etapa del viaje -alrededor de las cuatro de la madrugada-, recordó súbitamente la identidad del hombre con quien se había reunido Zwingli. Se llamaba Tamil Rahani y estaba, en efecto, fichado. Él había tenido su expediente encima del escritorio en varias ocasiones, y existían órdenes de vigilancia concernientes a su persona. Mitad norteamericano y mitad libanés, Rahani viajaba con un mínimo de dos pasaportes y tenía su domicilio habitual en Nueva York, donde era presidente y accionista mayoritario de la Rahani Electronics.
Repetidamente había intentado conseguir contratos de los Ministerios de Defensa de los Estados Unidos y de Inglaterra, por lo general referentes a electrónica aplicada a navegación aérea, y asimismo material informático.
Su primera oferta de colaboración con el Servicio, auspiciada por los norteamericanos y que databa de cinco años atrás, había sido desestimada a causa de los numerosos contactos que Rahani mantenía con ciertas agencias y gobiernos hostiles. Era un hombre rico, refinado, agudo, inteligente y… escurridizo como una anguila. Recordaba Bond que su expediente contenía dos notas destacadas: Sospechoso de actividades clandestinas y posibles operaciones subversivas.
Identificado su personaje, Bond llevó al Mulsanne al limite de sus posibilidades. Le urgía llegar a Inglaterra, informar a «M» y tratar de acercarse a Jay Autem Holy. La tarea se presentaba atractiva como nunca: conocía ya en cierta medida el trabajo del profesor, y le constaba que Zwingli vivía y que, salvo error, mantenía estrecha colaboración con un personaje internacional de lo más sospechoso.
Ya en la autopista A26, camino de Calais, Bond descubrió que estaba cantando en voz alta. ¿Sería que, después de los meses de impuesta inactividad y de falta de emociones, y tal vez de resultas de las trapisondas de «M» para convertirle en cebo, volvía a sentir en las entrañas el fuego de la acción?
De vuelta a casa, cantaba, recordando verdaderos regresos al hogar, en días ya lejanos, junto con otros oficiales, compañeros suyos:
«De vuelta a casa,
a la luz de la plateada luna,
con unas perras en el bolsillo,
para prestar, para gastar,
para enviar al hogar…
Se interrumpió en el último verso, el que hacía alusión al hogar, porque con él evocaba a Tracy, su difunta esposa, cuyo recuerdo seguía obsesionándole, por mucho que en ese momento echara de menos a Percy Proud, su mente clara y despierta y su hermoso cuerpo. «Flaquezas», se reprendió a si mismo. Le habían adiestrado para subsistir solo, sin depender de nadie, contando únicamente con su persona. Y aun así, añoraba a Percy. En determinados momentos -eso era un hecho-, le parecía oler todavía su perfume, sentir el tacto de su piel. «Serénate», dijo para sí.
Entre las facturas y circulares que le esperaban en su apartamento, encontró Bond una carta que, remitida por una sociedad de asesores financieros, atrajo su atención. Disimulados en su texto aparentemente inocuo, contenía una serie de números de teléfono -uno para cada día de la semana- donde localizar a «M» con miras a un encuentro en el piso franco de St. Martin's Lane.
La fecha establecida para la entrevista coincidió con una noche auténticamente espléndida. El verano estaba a la vuelta de la esquina, y eso se podía percibir incluso en el corazón de la capital.
– Y bien, cero cero siete, ¿le ha enseñado su maestra los trucos de la profesión?
– En buena parte, señor. Pero, en realidad, quería hablarle de un nuevo giro que ha tomado la situación.
Y pasó a informar a «M», economizando tiempo y palabras, de lo referente a sus últimas horas en Montecarlo, incluido el encuentro de Zwingli con Tamil Rahani. Apenas pronunciar él ese último nombre, «M» pidió a su jefe de personal datos sobre el caso.
– Pesa sobre ese tipo una orden de localización y vigilancia -le advirtió.
Bill Tanner compareció diez minutos más tarde.
– El último informe habla de una visita a Milán, donde fue visto por nuestro agente local, que le siguió de cerca -el jefe de personal se encogió de hombros con cierto aire de desaliento-. Al parecer, Rahani se encontraba allí en una de sus habituales giras de negocios. Por desgracia, nadie le vio abandonar la ciudad, aunque ayer tenía reservada una plaza en el vuelo de Nueva York. No tomó ese avión.
– Y supongo que desde entonces nadie, excluido cero cero siete que se lo encontró en Mónaco, ha vuelto a verle el pelo -replicó «M», cabeceando como podría haberlo hecho un buda.
– Bien -terció Bond-, en el casino le acompañaban Zwingli y otros cuatro sujetos.
«M» le observó largo rato en silencio.
– Es increíble -dijo por fin, reaccionando como si le hubieran dado un bofetón-. Es increíble que Zwingli siga vivo y, lo que es más, que esté en tratos con Rahani. Daría algo por saber qué parte tiene en todo esto. Conviene, cero cero siete, que mantenga usted abiertos los ojos respecto a una posible intervención de Rahani. Ese hombre ha sido siempre una incógnita para nosotros, de forma que informaremos a quien procede. Pero volviendo a lo nuestro, se ha decidido ya que entre usted en acción. Le voy a decir qué pretendo de usted. Empezaremos por Freddie Fortune, su antigua conocida…
James Bond profirió un audible gemido.
En los días sucesivos se dejó ver en sus antiguos lugares predilectos de Londres. Confió a una o dos personas que su desilusión iba en aumento. Acababa de regresar de Montecarlo, donde había visto confirmado el viejo refrán: afortunado en el juego, desdichado en amores. Con la particularidad de que el juego había sido el de la ruleta…
Sembró cuidadosas pistas entre personas propensas a irse de la lengua, o entre aquellas que contaban con relaciones a quienes podía interesar cierta clase de noticias. Y luego, un jueves por la noche, y como por casualidad, tropezó, en el bar de uno de los elegantes clubes de Mayfair, con la mundana, extravagante y folletinesca Lady Freddie Fortune, a quien él había llamado siempre su «comunista bañada en champán». Freddie la Roja , como algunos otros la apodaban, era una pelirroja menuda y vivaracha que, totalmente indigna de confianza, aparecía de continuo en los ecos de sociedad, o bien por sus campañas en favor de causas disparatadas, o por verse envuelta en algún escándalo sexual. Sabiendo que sólo se mostraba discreta cuando le convenía, Bond le dejó entender aquella noche que andaba en busca de trabajo en el campo de los ordenadores. Y a eso añadió todo el cúmulo de sus pesares: una aventura en Montecarlo cuyo desastroso final le había dejado sumido en el abatimiento.
Acicateada por la riqueza de emociones de que daba prueba aquel hombre, antaño modelo de sobriedad, Lady Freddie dirigió a Bond prontamente a su cama y le dejó llorar en su hombro… en sentido, claro está, figurado. En el transcurso de esa noche, y mientras fingía haber bebido demasiado, pero sin perder por eso la facultad de divertirse, Bond evocó anhelante a Percy, su peculiar perfume y las sensaciones que le despertaba.
A la mañana siguiente, simulando los efectos de la resaca, se mostró taciturno y hasta irritable. Nada de eso, sin embargo, bastó para desalentar a Freddie Fortune, quien, al despedirse Bond, dijo tener unos amigos que podían resultarle útiles en caso de que estuviera resuelto a situarse en el terreno de los ordenadores.
– Guárdate esto -dijo, deslizándole en el bolsillo superior de la chaqueta una tarjeta comercial-. Son las señas de un pequeño hotel donde, si puedes escaparte, me encontrarás el sábado. Lo único que te pido, por el amor de Dios, es que no le digas a nadie quién te ha puesto sobre esa pista. Lo demás lo dejo a tu discreción, James, pero si decides aparecer el sábado, muéstrate muy sorprendido de verme allí. ¿De acuerdo?
El sábado siguiente, por la mañana, Bond cargó en el Bentley el ordenador y todo su material complementario, amén de una maleta con lo necesario para un fin de semana, y abandonó Londres por la carretera de Oxford. Una hora más tarde, la dejaba y, siguiendo la red de carreteras comarcales, ponía rumbo al pueblo de Nun's Cross, situado cerca de Banbury.