16. COPE

Bond discernía netamente su silueta, perfilada ante el fondo de la pared, más claro. Calcular la situación y determinar lo que debía hacer no le llevó más que una fracción de segundo.

En otras circunstancias, y dados su entrenamiento y la rapidez de sus reflejos, podría haberle abatido de un solo tiro disparado desde la misma cintura. Pero varios factores, considerados en un solo instante, le retuvieron la mano.

El tono de voz, que no era agresivo, dejaba lugar a la negociación, y así lo confirmaban las mismas palabras, simples y concretas: «… los dos queremos salir con bien de esto, ¿no es así?». Pero la consideración más importante era que la ASP no tenía silenciador: un disparo, partiese de ésta o del arma contraria, atraería al garaje a la gente de Holy. Y estimó Bond que Peter deseaba tanto como él mantener alejados a los lobos.

– Muy bien, Peter, ¿qué se propone?

Al acercarse Peter Amadeus, Bond percibió, más que vio, que el pequeño revólver que blandía casi junto al cuerpo, bailaba en su mano como una hoja en medio de un huracán. Saltaba a la vista que el amanerado joven estaba muy nervioso.

– Me propongo, míster Bond, largarme de aquí. Y hacerlo tan deprisa como me sea posible. Por lo que oído de su conversación, parece que también usted marcharse.

– Yo lo haré cuando reciba esa orden… de su jefe. Por cierto, ¿sabe él que está aquí?

– A poco favorables que me sean los hados, nadie reparará en mi ausencia. Y si dan la voz de alarma confío en que no vengan a buscarme aquí.

– Peter, de ningún modo saldrá usted de esta casa a menos que pueda yo volverme por donde he venido, y que lo haga rapidito ¿No sería más inteligente desistir de su propósito?

La pistola osciló en la mano de Amadeus, cuya voz derivó un poco más hacia la histeria.

– ¡No puedo, Bond! No lo soporto. Este lugar, esa gente, y Finnes en particular, me aterran. No puedo permanecer ni un día más en esta casa.

– Está bien -repuso Bond en tono apaciguador, confiando en que el joven no levantase mucho la voz-. Si discurrimos alguna manera de salir, ¿estaría dispuesto a colaborar? ¿A prestar testimonio, en caso necesario?

– Tengo el mejor testimonio que quepa imaginar -dijo el otro, en tono más sosegado-. He visto el juego del Globo. Lo he visto funcionar, sé de qué va, y lo que contiene bastaría para dejar sin pulsos a un sargento de granaderos; de modo que ya imaginará el efecto que me produce a mí.

– ¿Y qué contiene? Cuéntemelo.

– Ese es el único triunfo que tengo en la mano. Sáqueme de aquí y le prestaré cuanta ayuda pueda necesitar. ¿Trato hecho?

– No puedo prometerle nada -Bond tenía clara conciencia del paso de los minutos. Cindy no podría mantener entretenidos mucho más tiempo a los dos guardianes-. Si me dejan salir para que les haga parte del trabajo sucio que tienen pendiente, dé por seguro que antes revisarán con lupa el Bentley. Y tenga presente también que la ausencia de usted pone en peligro la vida de muchas personas.

– Lo sé, pero…

– Está bien; ya no tiene remedio. Pero ahora escúcheme, y hágalo atentamente…

Y pasó a explicarle a Amadeus, tan rápidamente como pudo, la mejor manera de ocultarse debajo de los coches estacionados en el garaje. Poniéndole en la mano las llaves del Bentley, concluyó:

– No se sirva de ellas hasta que hayan terminado de enredar con mi coche. El riesgo es grande, porque podría ocurrir cualquier cosa y porque nada me asegura que me permitirán marchar en el Bentley. Otra cosa: si le descubren aquí, no cuente con ayuda alguna. Yo desmentiré rotundamente tener ningún trato con usted. ¿Estamos?

Y habiéndole señalado que después de que revisaran el automóvil debía esconderse en el maletero, añadió:

– Todo me hace pensar que me pondrán de escolta a uno de los suyos, armado hasta los dientes.

Y después de explicarle lo que debía hacer en caso de que todo aquello fallara, o le impidiesen a él salir de la casa, le dio al delicado programador una palmadita en el hombro, le deseó buena suerte, se encaramó de nuevo en el techo del Mercedes y se izó por el hueco de la claraboya.

Pegado a la plancha de la techumbre en el frío aire de la noche, comprendió que Cindy tenía que haber agotado su repertorio. Los guardianes estaban muy cerca: al mismo pie del garaje. Distinguió sus mascullados comentarios de lo que acababan de ver; todas las típicas patochadas de la soldadesca.

Permaneció otros cinco minutos en la misma tensa posición, atento a las voces, hasta que por fin se alejaron, siguiendo su ronda habitual a fin de vigilar la fachada desde todos los ángulos.

Tardó diez minutos más en alcanzar reptando la ventana. Tras cada etapa se detenía, inmóvil, tendiendo el oído por si regresaban los guardianes, que pasaron dos veces junto al garaje en lo que duró su fatigoso culebrear por el tejado. Alcanzado por fin el alféizar, se metió de un salto en el cuarto de la mulata.

– Te lo has tomado con calma…

Estaba tendida en la cama, completamente desnuda, satinado el oscuro cuerpo, trémulas las espléndidas y largas piernas mientras frotaba uno con otro los muslos. Liberada la tensión, el agente especial fue hacia ella.

– Perdona. No quería tardar tanto…

Iba a mencionar su encuentro con Amadeus, pero cambió de propósito: el día había tenido ya bastantes emociones. Cindy le echó los brazos al cuello, y Bond no se supo resistir. Por un instante, en el momento en que la tomaba, se le representaron como en un relámpago el rostro y el cuerpo de Percy Proud, y fue tan vívida la imagen, que le pareció descubrir el perfume de ella en el cuerpo de la mulata.

Estaba a punto de amanecer cuando retornó sigiloso a su habitación. La casa continuaba en silencio, como si apurase el sueño con vistas a la acción inminente. Bond consumió parte de la comida de la bandeja, arrojó al sanitario la que quedaba y tiró tres veces de la cadena 1 fin de evacuar los restos. Concluida esa operación, se tendió por fin en el lecho, sin desvestirse, y se entregó a un sueño reparador.


Un rumor bastó para despertarle y hacer que su mano derecha volase hacia la ASP.

Era Cindy. Su aspecto autorizaba a pensar que las propias piedras se habrían disuelto al contacto de su lengua. Llevaba una bandeja con el desayuno, y la seguía Tigerbalm, que anunció, con su habitual sonrisa necia, que el profesor St. John-Finnes deseaba verle a mediodía.

– Entiéndase las doce en punto -precisó-. Vendré yo a buscarle.

– Muy amable.

Bond hizo ademán de levantarse, pero Cindy se retiraba ya hacia la puerta.

– Cindy…

– Que pase usted un buen día -le soltó ella, sin tan siquiera volver la cabeza.

Bond se encogió de hombros, algo desconcertado, pero seguidamente atacó al café y a las tostadas. Su reloj indicaba las diez y media. Al toque de las doce menos cuarto, estaba ya duchado, afeitado y vestido, en mejor forma que la víspera y pensando que, con ser «M» todo lo que era, no podía retrasar mucho más el asalto de Endor.

Tigerbalm reapareció a las doce menos tres minutos. Se dirigieron a la planta baja, a la parte trasera de la casa, donde Jay Autem Holy le esperaba en una habitación pequeña que Bond veía por primera vez.

Tenía el cuarto una mesa, dos sillas y un teléfono; ni ventanas ni cuadros ni decoración alguna. La iluminación partía de dos tubos fluorescentes, y Bond advirtió de inmediato que sillas y mesa estaban ancladas en el suelo. El ambiente le era familiar: una sala de interrogatorios.

– Adelante, amigo Bond.

Holy había alzado la cabeza con un respingo de rapaz. Sus verdes, penetrantes ojos destacaban hostiles como miras de una pistola de rayos láser. Despachó a Tigerbalm y, con una seña, invitó a Bond a sentarse. Holy no malgastaba el tiempo.

– Volviendo al proyecto que me esbozó, sobre la manera de hacerse con la frecuencia COPE…

– Usted dirá.

– Es indispensable que consigamos el código de la que regirá, a partir de la medianoche de hoy, para los próximos dos días.

– No veo inconveniente, pero…

– Si le parece, prescindamos de peros, James. ESPECTRO, que sigue contemplando con el mayor reparo su reclutamiento, me ha encomendado un mensaje que debo transmitirle a solas.

Bond permaneció expectante. Siguió un silencio de unos segundos.

– Según los portavoces de ESPECTRO, usted sabe ya que sus miembros no son gente a quien frenen los escrúpulos. Añaden que no nos molestemos en amenazarle a usted con la muerte, ni nada por el estilo, en caso de que no cumpla al pie de la letra nuestras instrucciones -compuso un vestigio de sonrisa-. Por mi parte, creo que está usted de nuestro lado, y si resultase que nos traiciona, tendría que reconocer que me ha engañado muy bien. Aun así, y para que todos sepamos qué terreno pisamos, debo indicarle qué consecuencias ha de temer.

Bond no interrumpió su silencio ni dejó que su semblante trasluciera cambio alguno.

– La operación a que nos hemos consagrado todos nosotros tiene fines pacíficos; eso es algo que quiero destacar. Bien es cierto que alterará el curso de la historia, y que con eso puede crear algún caos. Hay que dar por descontada la resistencia de los reaccionarios. Pero llegará el cambio, y de su mano la Paz.

Por el tono se notaba que concedía una mayúscula a la palabra.

– Entonces…

– Entonces la frecuencia COPE es un requisito indispensable para que ESPECTRO pueda llevar a término su solución pacífica. Si todo sale bien, el derramamiento de sangre será poco o ninguno. De las lesiones o bajas que puedan producirse tendrán la culpa quienes se obstinan en oponerse a lo inevitable.

Holy enlazó lentamente las manos y las descansó en la mesa en ademán inequívoco de consejo paternal.

– Lo que me han ordenado decirle es que si nos fallase usted, o intentara cualquier estratagema para frustrar lo que no puede ser frustrado, la operación se llevará adelante de todos modos, pero la solución pacífica tendrá que ser abandonada. A falta de la frecuencia COPE, sólo queda un camino abierto: el del terror, la atrocidad y el holocausto final.

– Mire… -quiso protestar Bond, pero Holy le atajó con una mirada fulminante.

– Me han pedido que lleve a su ánimo la certeza de que si sucumbiera usted a la tentación de sustraerse a su compromiso de entregarnos la frecuencia o, lo que es mucho peor, si se le ocurriera alterarla, sobre su conciencia y sólo sobre su conciencia pesará la muerte de millones de personas. No crea, James, que fanfarronean. Hemos trabajado antes para ellos, y esa gente me aterroriza.

– ¿Y al general Zwingli también le aterroriza?

– Zwingli es un tipo duro -repuso Holy, ya con más sosiego-, un tipo duro, viejo y desilusionado. Pero, sí; también a él le asustan -desplegó las manos sobre la mesa, cerca del teléfono, con las palmas hacia abajo-. Joe Zwingli perdió toda la fe en su país allá por la época en que también yo llegué a la conclusión de que los Estados Unidos habían pasado a convertirse en una nación degenerada y esclava de sí misma, conducida por hombres corruptos. Comprendí que Norteamérica, al igual que Inglaterra, jamás podría ser cambiada desde dentro. Tendría que hacerse desde el exterior. Juntos forjamos la idea de desaparecer, para trabajar en pro de una sociedad auténticamente democrática, de la paz mundial, desde el anónimo de… ¿cómo diría yo…?, desde el anónimo de la tumba.

– ¿Por qué no desde el anónimo de un sepulcro blanqueado?

Bond no pudo contener a tiempo el impulso de mostrarse algo menos que amable con su retorcido interlocutor. Los ojos verdes cobraron la dureza de diamantes que reflejaran la luz.

– Muy poco atinado, James. Si es usted de los nuestros.

– Pensaba en lo que podría decir el mundo…

– El mundo será muy distinto dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Pocos pensarán en lo que hice. Muchos contemplarán con esperanza lo que me he impuesto hacer.

Bond volvió rápidamente al asunto que tenían entre manos.

– Así pues, si considera usted que mi idea es la mejor, salgo esta noche…

– Sale usted esta noche, pero antes de hacerlo pone en marcha el proyecto. El oficial de guardia del departamento de seguridad es Denton… Anthony Denton.

– Estupendo.

– ¿Le conoce?

Bond conocía bien a Tony Denton. Habían cursado estudios juntos en su juventud, y en años aún recientes compartido una misión de rescate relacionada con un desertor que se había encerrado en la embajada británica de Helsinki. Sí; conocía al bueno de Tony Denton, aunque ese hecho en nada alteraba las cosas, siempre y cuando en las oficinas centrales del Regent's Park hubiesen dado la debida importancia a su mensaje.

– Según tengo entendido, entra de servicio a las seis de la tarde -le presionó Holy.

Bond repuso que, en efecto, ésa solía ser antes hora del cambio de guardia. El Amo de Endor propuso que hiciese su llamada telefónica alrededor de las seis y media.

– Entretanto haría bien en descansar un poco. Si desempeña debidamente su misión, como así le conviene por su paz de espíritu, para no hablar de los millones de seres humanos que sin saberlo le han confiado la vida, todos podemos contar con un porvenir risueño…, con el espectáculo de aquellas anchas, soleadas tierras altas de que habló en cierta ocasión un gran estadista.

– Iré en mi coche -no lo dijo en tono de propuesta, sino de determinación.

– Si se empeña… Tendré que hacer que le desconecten el teléfono, peto usted no pondrá reparos a eso.

– Me basta con que me deje el motor y las cuatro ruedas.

Holy se permitió un asomo de sonrisa. Luego, volvió a endurecerse su semblante.

– James…

Bond comprendió al instante que se disponía a decir algo desagradable.

– James, quiero concederle a usted el beneficio de la duda. Tengo entendido que la virginal miss Chalmer estuvo anoche en la habitación de usted. Y para decirlo todo, que visitó usted la de ella hasta el amanecer. Me veo en la necesidad de preguntarle si le dio algo Cindy Chalmer. O trató de hacerlo.

– Bien, a decir verdad… -pero decidió que no era momento de observaciones jocosas-. No. Nada. ¿Le habían pedido que lo hiciera?

Holy fijó la mirada en el escritorio.

– Ella lo ha negado. ¡Pequeña idiota! Ayer, en algún momento del día, se llevó del laboratorio lo que creía un programa de cierta importancia. Como no era la primera vez que daba muestras de rebeldía, le tendí una pequeña trampa. El disco que sustrajo carecía de todo valor; era una bobada. Ella asegura que usted no sabe nada de su iniciativa, y yo me inclino a creerla. Pero el hecho es que escondió el programa entre las ropas de usted… y allí lo han encontrado, James. Cindy nos dio toda una perorata sobre el particular. Por lo visto cree, y repetiré las palabras de ella, que no nos proponemos nada bueno. De modo que se apoderó del disco, a modo de prueba, y lo escondió en su habitación hasta que discurriese la manera de emplearlo en contra mía -su tono se hizo vacilante-. No hemos permitido que esto saliera del seno de la familia, y con eso me refiero a Dazzle y a mí. Si Rahani y Zwingli, mis socios, llegaran a saberlo, podrían alarmarse, e incluso llevarlo a conocimiento de los representantes de ESPECTRO. Creo yo que hay que evitar eso. Es una cuestión doméstica. No les concierne.

Así pues, reflexionó Bond, el robar un programa del archivo -aunque se tratase de material sin valor, probablemente el «borrador» utilizado para elaborar el juego del Globo, base de toda la operación de ESPECTRO-, una transgresión sin duda grave, se pasaba por alto y se mantenía «en el seno de la familia». Curioso fenómeno. Sólo podía indicar que Jay Autem Holy vivía aterrado por ESPECTRO. Y ésa era una información que más adelante podía resultar muy valiosa.

– ¿Eso ha hecho Cindy? -Bond se quedó pensativo-. ¿Y qué…?

– ¿Qué le pasará? La considero un miembro de mi familia. Se le impondrá un correctivo, como a una niña, y se la encerrará bajo llave. Dazzle está disponiendo lo necesario.

– Hace tiempo que no veo a su esposa.

– Es que prefiere permanecer en segundo término. Sin embargo, tiene confiadas ciertas tareas, tareas indispensables para conseguir el éxito. Lo que sí quiero pedirle, James, es que este asunto de miss Chalmer quede entre nosotros, como algo personal. Quiero decir que no se lo digamos a nadie. Entre nosotros… Personal… ¿eh?

– Personal ya lo es, y bastante.

Bond puso punto en boca. ¿Qué más podía decir?


Tigerbalm subió a buscarle poco después de las seis. No le habían encerrado, pero la comida se la subió en una bandeja un árabe joven. Tigerbalm se mostró muy cortés.

Se dirigieron a la habitación de antes, la de la mesa y las sillas atornilladas al suelo. El único cambio era la aparición de un magnetófono, provisto de auriculares independientes, que habían conectado al teléfono.

– Bien, ha llegado la hora.

Holy no se encontraba solo. A su lado, de pie, estaban Tamil Rahani, y por detrás de ambos asomaba el ancho, ajado rostro del general Zwingli.

– No puedo garantizarles que esta parte de la gestión- vaya a salir bien -dijo Bond con voz átona, serena; tan serena, que cual si hubiera disparado un resorte en el fuero íntimo del general Zwingli, éste se abrió paso entre sus socios y le tendió una curtida mano.

– No nos han presentado, comandante Bond -hablaba con un leve dejo tejano-. Soy Joe Zwingli, y sólo quería desearle suerte, hijo. Introdúzcase en ese bastión y consíganos lo que necesitamos. Es una causa magna: lograr que su país y el mío vuelvan a ser lo que fueron; dar a nuestros pueblos un orden nuevo frente al caos actual.

Aunque Bond no quiso desilusionarle, se daba cuenta de que ESPECTRO no podía tener a la vista ninguna operación que no redundase en su exclusivo beneficio. Pero desempeñó a conciencia su papel.

– Haré lo que pueda, general.

Seguidamente tomó asiento y esperó a que Holy hubiera puesto en marcha la grabadora y, calándose los auriculares, le hiciese seña de que podía proceder.

Descolgó el teléfono y marcó el número del pequeño local donde el oficial de guardia del Departamento de Seguridad del SIS atendía a su turno de doce horas en compañía de los especialistas a cargo de los teletipos, la codificación y los ordenadores. Las guardias diarias constaban de dos turnos de doce horas.

El número que Bond acababa de componer, y que sólo los agentes especiales del Servicio conocían, era el de una centralita, asimismo de guardia durante las veinticuatro horas del día, camuflada tras identidades diversas, de acuerdo con la operación de que se tratase. Aquella noche el supuesto abonado era una lavandería china domiciliada en el Soho londinense; pero otras podía ser un servicio de radiotaxis o un restaurante francés, aunque siempre, cuando el caso lo requería, en línea directa con el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office, que en aquel caso concreto permanecía alerta desde que Bond cursara la víspera su mensaje por el tadioteléfono del Bentley. La llamada, de producirse, sería atendida por una única persona.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que descolgaran. Por razones de seguridad, la respuesta era un simple «¿Diga?».

– Póngame con Anthony Denton, el oficial de guardia, tenga la bondad.

– ¿De parte de quién?

– Depredador.

– Un momento, por favor.

Bond reparó en la torcida sonrisa que componía Holy, a quien se había negado a facilitar, cuando le expuso a grandes rasgos su plan, el que había sido su nombre cifrado en el Servicio. Y estaba claro que Depredador le parecía apropiado por demás.

Permanecieron en espera. La llamada, entretanto, era transmitida a Bill Tanner, y fue la voz del viejo amigo de Bond la que sonó seguidamente al otro extremo de la línea.

– Denton al habla. Creía que ya no formaba usted parte del Servicio, Predador. Esto es muy irregular. Lo siento, pero voy a tener que cortar.

– ¡Espera, Tony! -Bond inclinó el cuerpo sobre el escritorio-. Se trata de algo especial. Sí, es cierto que ya no formo parte del Servicio…, pero siempre se sigue perteneciendo a él para algo de vital importancia. Y esto lo es.

– Continúa -dijo en tono suspicaz la voz de su interlocutor.

– Por teléfono, imposible. No ofrece seguridad… Necesito verte. He pensado en ti como único recurso. Es preciso que te vea, Tony. El caso es imperioso. Cónsul.

Bond había utilizado la clave reservada a las situaciones de extrema emergencia. Siguió un brevísimo silencio.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. Antes de las doce. Creo que podré llegar hasta ahí. Por favor, Tony, dame luz verde.

Nuevo silencio, esa vez largo.

– Como esto encierre algo turbio, me encargaré de que antes de la mañana estés en la central del West End y se te procese aplicándote la ley de secretos oficiales. Ven lo antes posible. Autorizaré tu entrada. ¿De acuerdo?

– Estaré ahí antes de medianoche.

Bond lo dijo con voz que denotaba alivio. Sin embargo, mucho después de cortada la comunicación, mantenía aún el auricular junto al oído.

– Salvado el primer obstáculo -dijo Holy mientras pulsaba el botón de paro de la grabadora-. Lo que ahora conviene es que se muestre persuasivo en su visita.

– La cosa, de momento, va sobre ruedas -intervino Tamil Rahani en tono satisfecho- ¿A qué hora llega el motorista de la base nuclear de Cheltenham con los datos de la frecuencia? ¿A las doce menos cuarto?

– Cuando el presidente de los Estados Unidos viaja por el extranjero, sí.

Sostuvo la mirada de Rahani en un intento de discernir lo que ocurría en su mente. El otro se echó a reír.

– Entonces no hay cuidado, comandante. El presidente está viajando por el extranjero. Eso es un hecho.

– Si sale usted de aquí a las diez menos cuarto -terció Holy mientras se quitaba los auriculares-, llegará con tiempo sobrado. Nosotros le acompañaremos durante todo el trayecto, James. Durante todo el trayecto.

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