18. La alfombra mágica

El reactor particular exhibía repetidamente en su superficie la bota alada que la marca Goodyear usaba como distintivo comercial. Podía apreciarse también su matrícula, que era británica.

Bond contuvo el impulso de echar a correr hacia el aparato, llamar la atención o causar un alboroto. Se lo desaconsejó el darse cuenta de que, en inferioridad numérica y de armas, su situación era desventajosa en extremo. Quienquiera que hubiese organizado aquella fase de la operación -Holy, Rahani o el propio consejo interno de ESPECTRO-, lo había hecho cuidando admirablemente los detalles. No le hubiese extrañado en absoluto que todos los tripulantes del avión dispusieran de auténticas credenciales de la Goodyear. Por otra parte, ni tan siquiera le constaba que la ASP estuviese cargada. De momento, existía aún cierto grado de confianza entre él y los protagonistas de aquella aventura. «Explota a fondo esa confianza -se recomendó a sí mismo- y limítate a seguirles en el viaje.»

Terminada la operación de despegue, una agraciada azafata sirvió café y licores. Bond, que no deseaba embotarse con el alcohol, sólo tomó café. Luego, y tras pedir que le disculpasen, se dirigió al minúsculo lavabo en la parte trasera del aparato.

Siempre vigilante, Simon se instaló junto a la puerta, y aunque le dirigió una mirada de recelo, nada hizo por limitar sus movimientos.

Una vez en el interior del cubículo, Bond sacó la ASP y extrajo el cargador alojado en la culata. Como imaginara, estaba vacío. Prescindiendo de todo lo demás, le urgía hacerse con municiones o con otra arma.

De regreso a su asiento, Bond examinó la situación. La toma de la base aérea de la Goodyear y de su dirigible se había producido horas antes de que Bill Tanner efectuara su comprobación. Y aunque era cierto que la policía suiza estaba ahora sobre aviso, lo único que conseguiría manteniendo alejados a los posibles intrusos, era simplificarle a ESPECTRO el trabajo. Su sola esperanza de que el Servicio cobrara conciencia de lo ocurrido, estaba en que los coches de seguimiento descubriesen que les habían burlado; pero era imposible decir cuánto tardarían en percatarse de ello. La gente que le acompañaba no había dejado nada al azar. Obligándolo a entregarles su ropa, conjuraban toda posibilidad de ser seguidos. El equipo de vigilancia podía recorrer todo el país tras las señales acústicas de unos detectores metidos en un revoltijo de ropas en un camión o en un coche.

Aunque no era la primera vez que le ocurría a lo largo de su carrera, Bond se encontraba realmente solo y sin medio alguno de advertir a sus superiores. Así las cosas, era bien poco lo que podía hacer para impedir que el dirigible efectuase su previsto vuelo sobre Ginebra y que, durante su transcurso, se empleara el código de emergencia norteamericano o su equivalente ruso. El propio carácter extraordinariamente secreto de aquellas consignas era un nuevo factor en contra. Si «M» acertaba en su suposición de que ESPECTRO se proponía utilizar la opción Reja de Arado estadounidense o su contrapartida soviética, lo peor habría ocurrido sin que se produjese alerta mundial alguna y mientras los líderes rusos y norteamericanos seguían encerrados en su sala de conferencias, ignorantes de la crítica situación.

Instalado en su asiento, junto a Jay Autem Holy, Bond reflexionaba sobre la sutileza de aquel plan, por cuya intervención ambas superpotencias iban a verse privadas de las armas en que descansaba realmente su equilibrio de poder. El aparente resultado respondía sin duda a lo que durante años había sido el objeto de los sueños, las protestas y las discusiones de muchos. Así lo había señalado «M» durante la reunión celebrada en el edificio de Northumberland Avenue. Pero si bien el superior jerárquico de Bond estaba convencido de que un desmantelamiento escalonado de los arsenales atómicos ofrecería una solución razonable a aquel problema, también se daba cuenta de que proceder drásticamente a esa iniciativa, daría al traste con la tenue estabilidad que mantenían las dos superpotencias desde el fin de la segunda guerra mundial. El nombre de Operación Desescalador, tomado en préstamo de la idea de la «desescalada» nuclear por la cual venían abogando por igual políticos y manifestantes pacifistas, se había elegido, pensó Bond, con mucho acierto.

El agente especial, aunque evitando ceder al sueño, se entregó a un estado de duermevela que le permitiese conservar energía y facultades para cuando hubiera de recurrir a ellas. Aun así, por su mente seguían desfilando imágenes de lo que, según la descripción de «M» podían ser las consecuencias de la Operación Desescalador. Perdida toda confianza en ambas superpotencias, el mundo entraría en una crisis económica global seguida por un formidable desmoronamiento de los mercados. Cualquier economista o sociólogo podía presentar un esbozo de los acontecimientos que traería aparejados un desplome de la estabilidad financiera. Los Estados Unidos y la Unión Soviética quedarían a merced de cualquier país, por más pequeño que fuese, que dispusiera de armas nucleares propias. Conforme iba absorbiendo las imágenes expuestas por «M» más determinado se sentía Bond a frustrar la Operación Desescalador, sin importarle las consecuencias que ello pudiera tener para su persona. «Se impondrá la anarquía -había dicho «M»-. El mundo se fragmentará en dudosas alianzas, y el ciudadano común, prescindiendo de cuáles sean sus derechos de nacimiento, su nacionalidad y sus opiniones políticas, se verá sometido a condiciones de vida que le sumirán en un negro pozo de amargo infortunio. La libertad, incluso la libertad negociada de que ahora disfrutamos, desaparecerá de nuestra existencia», concluyó el jefe del Servicio, en un arranque de oratoria quasi churchilliana.

– El cinturón, James -Bond abrió los ojos. Jay Autem Holy le estaba sacudiendo por un hombro-. Vamos a aterrizar.

Bond le sonrió confuso, como si de veras se hubiese quedado profundamente dormido.

– ¿Aterrizar? ¿Dónde?

Quizás en el aeropuerto de Ginebra se le ofreciese la oportunidad de escapar y dar la alarma.

– En Berna. ¿Ha olvidado que nos dirigíamos a Suiza?

Estaba claro: de ningún modo se les habría ocurrido acercarse a Ginebra, donde las medidas de seguridad serían rigurosísimas ¡Berna! Bond sonrió para sus adentros. Aquella gente lo había previsto todo. Un aeropuerto en otro cantón, coches, un rápido desplazamiento hacia el lago Léman y, de ahí, a la pista de aterrizaje de la Goodyear. Todas las formalidades se habrían tramitado ya bajo los auspicios de la gigantesca compañía internacional que pasaban por representar.

Echó una ojeada a su reloj. Las cuatro de la madrugada. Según el aparato se ladeaba sobre un costado, para emprender la maniobra de acercamiento, Bond vio por la ventanilla el resplandor que comenzaba a colorear el cielo, convirtiéndolo en una acuarela de tonos grises oscuros moteados de luz.

No; tenía que jugar la partida hasta el final, y tratar de desbaratar el plan desde el interior, a medida que lo ponían en práctica.

– Bonito lugar, Berna -observó con naturalidad. Holy asintió, y a continuación dijo:

– Seguiremos viaje en coche. Nos llevará entre una hora y una hora y media. Tenemos tiempo sobrado. Nuestra actuación no comienza hasta las once.

El piloto redujo el régimen de los motores al acometer el aterrizaje, y tras una breve aceleración al enfilar la pista, las ruedas se posaron en ella con un choque casi imperceptible. El aparato emprendió su carrera final, rugiendo al entrar en acción los aerofrenos.

Tal como Bond había imaginado, el desembarco fue rápido, interviniendo en él, combinadas, la eficacia de la burocracia suiza y la astucia de ESPECTRO. El avión se detuvo a buena distancia de la terminal de viajeros. Dos Audi Quattro y un coche de la policía lo flanquearon.

Bond asistió por la ventanilla a los trámites de inmigración. El pequeño montón de pasaportes fue entregado, examinado y devuelto, con un saludo. Supuso que no habría inspección aduanera. El reactor de la Goodyear debía de llevar cosa de un mes aterrizando y despegando continuamente de los aeropuertos de Ginebra y Berna: a esas alturas, las formalidades se reducirían al sencillo ejercicio de la confianza mutua.

El general Zwingli fue el primero en abandonar su asiento y enfilar el pasillo. Al cruzar junto a Bond, le saludó con un cabeceo. Abandonaron el avión en fila india, Bond encajonado entre Simon y el asistente árabe. Aunque ninguno de ambos le amenazó, sus miradas daban a entender claramente que cualquier falso movimiento suyo encontraría enérgica respuesta. El coche de la policía se alejaba ya hacia la terminal con su dotación de guardias de frontera.

Los dos Audi exhibían en el parabrisas y en la luneta posterior distintivos que acreditaban a sus ocupantes como altos empleados de la Goodyear. Bond reconoció en ambos chóferes, uniformados de gris, a hombres que había visto en Erewhon.

Minutos más tarde, el agente especial se encontraba acomodado junto a Holy, en la trasera del segundo coche, y abandonaban el aeropuerto en la penumbra del amanecer. Las casas de las afueras de Berna dormían aún; sólo en unas pocas la luz de las ventanas y los verdes postigos abiertos ofrecían los primeros indicios del despertar. Pensó Bond que uno tenía conciencia de encontrarse en Suiza, en un país pequeño y rico, por el hecho de que todos los edificios, incluidos sus jardines y sus flores, daban la impresión de agruparse en un espacio esterilizado, como surgidos de una caja de construcciones de plástico.

Siguieron la ruta más directa: primero en línea recta hacia Lausana y luego por la orilla del lago, flanqueando el tendido del ferrocarril, que se hubiera dicho de juguete. Holy guardó silencio casi todo el trayecto, pero Simon, que viajaba en el asiento delantero, se volvía a trechos, para hablar de naderías.

– ¿Conocías este rincón del mundo, James? Un país de cuento de hadas, ¿verdad?

Sin saber exactamente por qué razón, Bond recordó que había visitado por primera vez el lago Léman a sus dieciséis años, en ocasión de unas vacaciones de una semana en casa de unos amigos que vivían en Montreux. Allí tuvo una aventura juvenil con la camarera de un café ribereño y se aficionó al Campari con soda.

Los coches se detuvieron, entre Lausana y Morges, ante un iluminado restaurante próximo al lago. Simon y el asistente árabe se turnaron en acercar café y panecillos a los coches. La total normalidad con que llevaron a cabo esa operación le crispaba a Bond los nervios como si le hurgasen con un torno de dentista una muela cariada. La mitad de su cerebro y de su cuerpo le instaban a actuar drásticamente en ese instante; la otra, en cambio, más profesional, le recomendaba esperar y servirse del momento más propicio, cuando se presentara.

– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó a Holy poco después de la pausa dedicada al desayuno.

– A un lugar situado a pocos kilómetros de aquí, en la zona de Ginebra -respondió su interlocutor, sereno y confiado-. Tomaremos por una bifurcación de la carretera del lago, hacia un pequeño valle que tiene una pista de aterrizaje. El equipo de Erewhon nos estará esperando. ¿Ha volado alguna vez en dirigible, James?

– No.

– Entonces, va a ser una novedad para ambos. Tengo entendido que es algo fantástico -oteó por las ventanillas-. Y al parecer, el tiempo nos acompaña. Con un día claro, la vista será maravillosa.

Atravesaron Nyon, cuyas casas se apoyaban unas en otras junto al lago, como para ayudarse a no caer a sus aguas. Poco más tarde avistaron, hacia el extremo occidental del Léman, los primeros borrosos edificios de Ginebra, en un panorama surcado por un vaporcito como de juguete, que dejaba tras de sí una solitaria estela de espuma en su perezosa travesía del lago. Todo tenía su apacible aspecto de siempre.

Divisaron también el primer control de policía, donde los dos coches aminoraron la marcha basta casi detenerse, momento en que los agentes uniformados, alerta la mirada, les franquearon el paso con una seña.

Encontraron un segundo puesto de vigilancia poco antes de abandonar hacia el interior la carretera ribereña. Lo atendían un coche policial y dos motoristas que les hicieron señal de parar, hasta que, reparando en los distintivos de la Goodyear, les invitaron, sonrientes, a seguir su camino. Al volverse, Bond vio a uno de los hombres hablar por un transmisor. Tal como habla supuesto, la policía secundaba, ignorante de ello, los acontecimientos que al cabo de unas pocas horas iban a tener efecto en el espacio aéreo próximo al lago.

La gran brecha abierta entre las montañas parecía ensancharse a medida que se alejaban de ella. El sol estaba alto ya y se divisaban, minúsculas, las alquerías de las laderas. Y entonces, de improviso, apareció ante ellos el fondo del valle y la pista de aterrizaje, su torre de control, el hangar y un tercer edificio, todo ello diminuto y rodeado de hierba de un verde como esmaltado, y tan pulcro e irreal como si formase parte de un plató cinematográfico. En mitad del césped descansaban, semejantes a pájaros exhaustos, dos aeroplanos del servicio de rescate montañero. Al extremo de la pista, la masa fusiforme del Europa, el dirigible de la Goodyear, se mecía perezosamente, fijada en su corto mástil de amarre.

A continuación la carretera empezó a descender, el campo de aterrizaje se perdió de vista y enfilaron la sucesión de sinuosas curvas que habían de conducirlos a su punto de destino.

Antes de alcanzar el fondo del valle y la pista de aterrizaje, los dos Audi tuvieron que cruzar dos nuevos puestos de control. Desde luego, la policía suiza había entrado rápidamente en acción. Bond reconoció que Londres se sentiría muy satisfecho, en su idea errónea de que ninguna irregularidad iba a producirse en las apacibles orillas del lago Léman.

Nada menos que tres coches policiales aguardaban en la entrada del campo, que era poco más que una verja abierta en una alambrada de dos metros y medio de altura tendida en torno al recinto. Un cuarto vehículo de la policía patrullaba a lo lejos el perímetro del campo con la minuciosidad que sólo los suizos ponen en el desempeño de sus tareas oficiales.

Conforme los Audi se acercaban a la entrada, Bond reconoció otras dos caras vistas en Erewhon. En este caso, sin embargo, los hombres vestían trajes elegantes, y al detenerse los coches recién llegados, exhibieron anchas sonrisas poco menos que obsequiosas. Cambiaron unas palabras con el más veterano de los policías de la puerta, tras lo cual los Audi recibieron señal de proseguir. Los dos hombres de paisano subieron cada uno a un coche.

El que se había introducido en el automóvil de Holy era un alemán rubio, de aspecto sospechoso y facciones que parecían talladas en un bloque de piedra por pulimentar. Aparentaba alrededor de veinticinco años, y la chaqueta del elegante traje le formaba un bulto a la altura del bolsillo superior. A Bond no le gustó aquel tipo. Y la aversión que le inspiraba se hizo mayor todavía después de oírle hablar con Jay Autem.

Holy ciñó su interrogatorio a las preguntas estrictamente del caso, y el otro respondió en conciso tono militar y en un inglés con acento americano.

Haciéndose pasar por jefe de relaciones públicas de la Goodyear, Rudi, el alemán, había atendido la llamada telefónica de Bill Tanner, que pasó a referir con detalle, precisando que su interlocutor era sin duda alguna inglés y formaba parte de uno de los principales servicios de seguridad británicos. La policía, finalizó, había empezado a aparecer una hora después de recibirse esa llamada.

Jay Autem le pidió precisiones de horario. Su expresión revelaba claramente que ya se había percatado de que las pesquisas coincidían con la visita de Bond al edificio que tenía el Foreign Office en Northumberland Avenue.

– James, ¿no cometió usted ninguna indiscreción mientras se encontraba en compañía de su amigo Anthony Denton?

Los dos vehículos se dirigían no al pequeño edificio de oficinas, sino hacia el hangar, en cuyas inmediaciones reposaban los dos aviones Pilatus de observación y rescate.

¿Yo? -replicó Bond, tan sobresaltado y confuso como si hubiera permanecido ajeno a la conversación-. ¿Qué clase de indiscreción? ¿Y por qué?

Holy le contempló con semblante ensombrecido por la inquietud.

– Verá, James, la gente de Tamil se apoderó ayer, a primera hora de la mañana, de estas instalaciones y de toda su organización. Nadie sospechó nada ni se produjo contratiempo alguno. Todo marchó bien hasta anoche, cuando se reunió usted con Denton para conseguirnos la frecuencia COPE. Y me pregunto yo: ¿por qué motivo habrían de ponerse a indagar las autoridades a semejante hora de la noche?

Bond se encogió de hombros, como para dar a entender que ni lo sabía ni, en cualquier caso, estimaba que aquello le concerniera en forma alguna.

Los coches se detuvieron.

– Confío en que me haya dado usted la frecuencia correcta, James. De no ser así… En fin, ya le advertí de las consecuencias que esto tendría… para el mundo entero, amigo mío.

– Es la frecuencia COPE vigente; no le quepa ninguna duda al respecto, profesor Holy -fue la tajante respuesta de Bond.

Holy compuso una mueca al oír su nombre verdadero; pero luego asintió, y se adelantó en el asiento, para abrir la portezuela.

Bond se quedó a solas con el asistente árabe, que le vigilaba con ojos brillantes de recelo, empuñando una pequeña Walther en la diestra. El agente especial advirtió que la pistola tenía quitado el seguro.

Rahani y el general Zwingli se reunieron con Holy, Simon y el alemán Rudi, y la pequeña procesión partió con paso vivo hacia el hangar. Los hombres de Rahani, observó Bond en ese momento, lo ocupaban todo: armados tras las defensas que ofrecía el contorno, ocupaban posiciones estratégicas. Hasta en la poterna de las grandes puertas corredizas del hangar montaban guardia dos centinelas.

Franqueado el paso, el grupo penetró en la edificación. Simon salió al cabo de dos minutos y se encaminó rápidamente al auto.

– El coronel Rahani te llama.

Lo dijo en tono frío, con la indiferencia de quien no quiere verse mezclado con persona alguna ajena al restringido círculo de sus camaradas. A Bond, que había estudiado a fondo la psicología de los terroristas, no le pasó inadvertida esa actitud. Se daba cuenta de que estaban al filo de un momento decisivo, y de que a partir de ese punto, Simon no quería ninguna clase de cuentas con él. Bien podría ser, reflexionó mientras caminaban hacia el hangar, que esto fuera verdaderamente el final. «Que estén convencidos de que hablé y, con eso, me hayan retirado toda confianza. Va a caer el telón; ficción y realidad están a punto de confluir.»

El pequeño grupo de los hombres con mando estaba congregado en la misma entrada. Fue Rahani quien se dirigió a él.

– Ah, comandante Bond… Hemos creído conveniente que viera usted eso -e indicó con un ademán el centro del hangar.

Alrededor de cuarenta hombres permanecían sentados en el suelo, aglutinados en prieto corro por la presencia de tres ametralladoras que, montadas en trípodes, apuntaban hacia ellos, cada una atendida por un grupo de cuatro mercenarios.

– Le presento a la buena gente de Goodyear, que permanecerá aquí hasta que finalice nuestra misión. Serán sumariamente ejecutados, del primero al último, si alguno de ellos intenta escapar. Ese otro equipo -indicó a cuatro hombres situados entre las ametralladoras- atiende a su alimentación y demás cuidados. Su situación es incómoda, pero si todo se desarrolla satisfactoriamente, serán puestos en libertad sanos y salvos. Observará que hay una señora entre los rehenes.

Cindy Chalmer, que se encontraba en mitad del apiñamiento, dirigió a Bond una descolorida sonrisa. En voz baja, Tamil Rahani añadió:

– Quede esto entre nosotros, comandante Bond: no creo que la encantadora miss Chalmer tenga grandes posibilidades de sobrevivir. Sin embargo, no queremos derramar sangre; ni siquiera la de usted. Verá: era propósito de ESPECTRO que, una vez desempeñada su misión, pasara usted a engrosar el grupo de los prisioneros. El representante de ESPECTRO desconfió de usted desde el mismo principio, y sigue muy descontento de su persona. Ello no obstante… -comprimió los labios en lo que no era una sonrisa, sino un tajo que le cruzaba la parte inferior de la cara-, ello no obstante, yo considero que puede sernos usted útil en el dirigible. Sabe usted pilotar, ¿verdad? ¿Posee una licencia de vuelo?

Bond asintió, pero precisando que nunca había guiado un dirigible.

– Sólo ocupará usted el puesto de copiloto. Un copiloto encargado de que el capitán de vuelo cumpla con sus instrucciones. Si por casualidad nos ha traicionado usted, la cosa no dejará de tener su lado irónico, comandante Bond. ¡Andando!

Regresaron a los coches, y cubrieron rápidamente los pocos centenares de metros que les separaban del edificio de oficinas. En su interior, unos cuarenta reclutas entrenados por Rahani en Erewhon aguardaban tomando café y fumando.

– Nuestro equipo operativo, comandante Bond. Adiestrado mediante simulacro. En Erewhon. Eso no se lo mostramos a usted durante su estancia allí; sin embargo, van a sernos muy necesarios durante la maniobra de despegue y, en cierta medida, también al regreso de nuestra excursión.

Un solo hombre permanecía apartado de los demás, sentado a una mesa junto a la misma entrada. Vestía el uniforme azul marino de los pilotos, complementado por una gorra de plato, visible sobre la mesa, frente a él. Uno de los hombres de Rahani ocupaba una silla, al otro lado del mueble, pero a cierta distancia, armado con una metralleta Uzi lista para volarle al otro las entrañas, en caso de que buscara problemas.

– Es usted nuestro piloto, según creo -le dijo Tamil con una sonrisa cortés.

El hombre respondió fríamente que era piloto, en efecto, pero que no volaría coaccionado.

– Yo opino lo contrario -respondió Rahani, seguro de si-. ¿Cómo quiere que le llamemos?

– Llámeme capitán.

– Nada de títulos. Aquí todos somos amigos -replicó, cortante, su interlocutor-. Su nombre de pila.

Percatado de que obstinarse en exceso sería una temeridad, el piloto ladeó la cabeza y respondió:

– Como quiera. Me llamo Nick.

– Muy bien, Nick…

Y Tamil Rahani procedió a explicar con detalle lo que estaba por suceder. Nick pilotaría el aparato como lo hubiera hecho en circunstancias ordinarias. Primero hasta Ginebra y luego bordeando el lago. Posteriormente, y cambiando de rumbo, iría a situarse en la misma vertical del hotel Le Richemond.

– Donde se está celebrando la conferencia en la cumbre. Permanecerá usted sobre el hotel por espacio de unos cuatro minutos -Rahani hablaba en el tono del militar habituado a que le obedezcan-. Cuatro minutos como máximo. No más. Y no tiene nada que temer. Nadie recibirá daño, siempre y cuando haga usted lo que le manden. Luego, traerá de vuelta el dirigible y quedará amarrado aquí. Entonces podrá marcharse sano y salvo.

– Que me cuelguen si voy a pasar por eso.

– Creo que le conviene hacerlo, Nick. Si se niega, otro ocupará su lugar. El caballero que ve aquí, por ejemplo -y posó una mano en el hombro de Bond-. Es piloto, aunque sin experiencia de dirigibles. Pero llevará el nuestro si le animamos a ello como es debido. En el caso de usted, el incentivo es salvar la vida, que perderá aquí y ahora si se opone a mis órdenes.

– Habla en serio, Nick -intervino Bond-. Dentro de un par de minutos será usted una masa de carne inerte y sin utilidad para nadie. Es preferible obedecer.

– Muy bien; de acuerdo. Me haré cargo del vuelo.

– Estupendo, Nick. Y muchas gracias, comandante Bond -dijo Rahani. Y prosiguió, en tono ya normal-: Pasemos ahora al papel que le reservamos al comandante Bond. Será su ayudante de vuelo. Le indicará usted en qué se diferencia el manejo de un dirigible del de un avión. Vamos a entregarle una bala para su pistola automática. Una sola. Con ella puede herir o matar únicamente a una persona, y descontados usted y él, seremos cinco los tripulantes. El amigo Bond cumplirá mis órdenes al pie de la letra. Si intenta usted pasarse de listo, le mandaré que le mate. Si él se negara a ello, otro lo hará, y muerto usted, él tomará el mando. Si persistiese en su negativa, le mataremos también a él y saldremos del paso como mejor sepamos. Según tengo entendido, este dirigible utiliza helio y, debidamente lastrado, puede permanecer cierto tiempo en el aire, sin gobierno, y es difícil que se estrelle. ¿Acierto en eso?

– Digamos que sí.

– Total, que el comandante Bond cuidará de usted y tendremos un feliz viaje. ¿Qué duración le calcula? ¿Media hora?

– Más o menos. Probablemente cuarenta y cinco minutos.

– Asesórese con el piloto, comandante Bond. Aprenda de él. Nosotros tenemos cosas que cargar en la barquilla -dijo. Y golpeándole con fuerza en el hombro, concluyó-: Instrúyase y cumpla con sus órdenes, ¿estamos?

Mientras se sentaba, Bond acercó su cabeza a la del piloto y, sin apenas mover los labios, dijo:

– También a mi me tienen coaccionado. Ayúdeme. Hay que pararles los pies -señaló. Y ya en voz alta-: Muy bien, Nick. Hábleme de ese dirigible.

El piloto le miró con cierta perplejidad por un instante; pero, como Bond le animase con un cabeceo, inició sus instrucciones.

Los hombres de Rahani se dedicaban entretanto a transportar el equipo al exterior. Entre otros aparatos, un potente transmisor de onda corta y un microordenador. Bond escuchaba atento las explicaciones de Nick, según el cual manejar un dirigible era básicamente como pilotar un avión.

– Palanca de mando, timón, pedales, idénticos instrumentos de vuelo y válvulas de admisión para los dos pequeños motores. La única diferencia está en el equilibrado -y señaló que los dos pequeños globos encerrados, a proa y popa, en la envoltura de helio, podían hincharse por medio de aire, o deshincharse soltándolo-. Responde más o menos al mismo sistema de los aerostatos, salvo que el empleo de globos de aire en el dirigible evita el desperdicio de gas valioso. Los globos regulan la presión del gas, proporcionan flotabilidad cuando se precisa, y permiten equilibrar en el ascenso y en la bajada. El quid del asunto es saber liberar presión en el momento del aterrizaje, de modo que el dirigible quede al alcance del equipo de tierra, que lo sujeta por medio de cabos.

El funcionamiento no ofrecía dificultades técnicas, y Nick complementó sus explicaciones indicándole a Bond en un gráfico la localización de las válvulas, situadas por encima del parabrisas delantero, y la alimentación de los pequeños globos, que se efectuaba mediante inyectores situados debajo de cada motor. Apenas había concluido su exposición, cuando apareció Simon, consultando su reloj. Al levantar la vista, se dieron cuenta de que el local se había quedado casi vacío.

– Os necesitan a bordo -dijo el lugarteniente de Rahani. Y mostrando en alto un proyectil de 9 mm, en el que Bond reconoció uno de sus Glaser, agregó-: Esto te lo daré cuando hayamos embarcado -no había cordialidad alguna en su mirada-. Ea, andando. Tenemos pendiente nuestra exhibición. Un vuelo de placer alrededor del lago.

En la pista, los hombres de Rahani estaban ya preparados para sujetar los cabos de proa del dirigible, que continuaba fijo en su mástil de amarre, pendientes bajo la masa en forma de salchicha de la aeronave.

Al acercarse a ésta, advirtieron que los demás habían embarcado ya en la barquilla, suspendida bajo el reluciente casco.

Nick subió el primero por la ancha escotilla que ocupaba un tercio del costado derecho de la barquilla. Bond iba detrás de él, seguido por Simon, que cerró a su espalda.

Tamil Rahani se encontraba sentado junto a Holy, a popa. Frente a ellos estaban los transmisores, conectados al ordenador. El asistente árabe se había instalado de cara a Holy, con el general Zwingli a su izquierda, en el otro asiento que daba al angosto pasillo. Bond se dirigió hacia la proa y ocupó su puesto a la derecha de Nick. Simon se quedó en pie, detrás, entre ambos.

En cuanto se hubo acomodado en su asiento, Nick, competente profesional, mostró a Bond los instrumentos de vuelo, destacando las importantísimas válvulas de los globos.

– ¡Cuando usted diga! -voceó Rahani desde su emplazamiento; pero el piloto, absorto en las comprobaciones preliminares, no le contestó.

Por fin, abierta la ventanilla corrediza, y dirigiéndose al jefe del equipo de tierra, gritó:

– ¡Listo! Diga a sus muchachos que se preparen. Voy a poner en marcha los motores. Cuando necesite que sujeten los cabos, le haré una señal con el pulgar.

Vuelto hacia Bond, explicó que primero activaría el motor de babor, tras lo cual el de estribor entraría inmediatamente en funcionamiento.

– Vamos a inflar enseguida los globos, y mientras se llenan, soltaré los amarres del mástil. El equipo de tierra, si lo han entrenado debidamente, dominará la presión de ascenso y soltará el lastre de la barquilla. A continuación, yo equilibraré, levantará el morro y -se volvió hacia Bond con una sonrisa- veremos si esos chicos tienen el buen juicio de soltar los cabos.

Nick se adelantó hacia el cuadro de mandos, encendió ambos motores en rápida sucesión y activó las válvulas de hinchado. Mientras Bond observaba la maniobra, Simon se inclinó hacia adelante, le hundió la mano bajo la chaqueta y le tomó la ASP. Un doble chasquido indicó la entrada de la bala en la recámara. Devolviéndole entonces el arma, dijo:

– Si el coronel te lo ordena, le matas. Y como intentes engañarme, te liquido yo a ti.

Bond ni siquiera dio muestras de haberle oído. Toda su atención estaba fija en las operaciones que llevaba a cabo el piloto: abrir las válvulas de admisión, soltar la palanca del mástil de amarre, vigilar la presión…

Cuando el morro del dirigible apuntó hacia arriba, Nick hizo a los de tierra la señal convenida y aceleró a tope los motores. El morro se empinó más todavía, y a eso siguió una leve sensación de flotar; luego, con mucha lentitud, se desplazaron al frente y hacia lo alto, con total firmeza, sin temblor ni vibración alguna conforme ganaban altitud y se alejaban del campo de aterrizaje. Era como viajar en una alfombra mágica.

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