Aunque un furgón de seguridad puede sufrir un asalto en cualquier momento del día, la policía metropolitana londinense no suele enfrentarse a atracadores que elijan para sus golpes las llamadas horas punta. Ni espera dificultades en lo referente a valores que viajan en vehículos tan inviolables. En el caso de la colección Kruxator, sólo unos cuantos privilegiados conocían la hora exacta de su llegada al país, si bien era del dominio público que el Victoria and Albert Museum iba a exponer durante dos semanas aquel fabuloso conjunto de joyas y obras de arte, y una ojeada a cualquier periódico bastaba para enterarse de que la fecha prevista para la inauguración de la muestra era el 15 de marzo.
La colección Kruxator lleva el nombre de su creador, Niko Kruxator, dueño de una incalculable fortuna cuyos orígenes se desconocían, puesto que a su llegada a los Estados Unidos, poco más o menos coincidente con la caída de la Bolsa de Wall Street en octubre de 1929, aquel hombre no llevaba un céntimo en el bolsillo. Aunque a su muerte, en 1977, el conjunto de la opinión pública le relacionaba con sus empresas navieras, lo cierto es que el magnate griego seguía teniendo participaciones en los restaurantes Kruxator y en la cadena de hoteles Krux-Lux. Era además único propietario de la colección Kruxator -que había legado íntegramente a su patria de adopción-, compuesta por trescientos famosos lienzos y otras setecientas obras de arte valiosísimas, entre ellas tres iconos del siglo quince, sacados clandestinamente de Rusia durante la Revolución, y nada menos que dieciséis piezas que habían pertenecido a los Borgia. Una colección de valor inestimable, pero, pese a todo, asegurada en miles de millones de dólares.
La exhibición londinense de la colección Kruxator iba a ser la última de las ofrecidas en varias capitales europeas, antes de su regreso a Nueva York. Niko, que deseaba ser recordado, y veía la mejor forma de conseguirlo haciendo que su nombre se relacionase con los de Van Gogh, Brueghel, El Greco, Matisse, Pisasso y otros maestros, había tenido la astucia de dejar en su testamento una manda que permitiese exhibir las obras en una galería. Y pese a carecer de conocimientos artísticos, le había sobrado olfato para formar una colección a base de obras que, adquiridas como inversión y a buen precio, iban a apreciarse con el paso de los años.
Si bien la seguridad de las pinturas, dibujos y joyas de la fabulosa colección estaba encomendada a una empresa especialista, los países que pedían exponer el legado Kruxator se obligaban a reforzar su custodia. A nadie se le ocultaba que los dos furgones blindados en que viajaban aquellos tesoros estaban expuestos a riesgos constantes. Y durante las exposiciones, un complejo sistema electrónico protegía todas y cada una de las piezas.
El legado llegó al aeropuerto londinense de Heathrow a las cuatro y seis minutos de la tarde, a bordo de un Boeing 747 cuyo aterrizaje no se había anunciado. El aparato fue dirigido a una zona de descarga distante de las terminales de pasajeros, en las inmediaciones de los antiguos hangares de la Hunting Clan, que seguían ostentando en grandes letras blancas el nombre de dicha compañía.
Los furgones blindados se encontraban ya esperando. Habían llegado por vía marítima procedentes de París, tras proceder a la entrega de la carga la noche anterior, en el aeropuerto Charles de Gaulle. Dos coches policiales camuflados les daban escolta en Londres.
Los cargadores, empleados de confianza de la agencia Kruxator, conocían tan bien su trabajo que la totalidad de la expedición pasó del avión a los furgones en menos de una hora. El discreto convoy, precedido por uno de los coches de la policía y con otro en cola, rodeó el perímetro del aeropuerto antes de unirse al tráfico normal del paso subterráneo comunicante con la autopista M4. Eran poco más de las cinco y cuarto y, con la caída de la tarde, comenzaba a intensificarse el tránsito tanto de salida de la capital como de entrada a ella. Aun así, la caravana no tardaría más de media hora en alcanzar el fin de la autopista, donde esta, reducida a dos carriles, desemboca en el paso elevado de Hammersmith y allí canaliza la circulación hacia Cromwell Road.
Informes posteriores de los coches policiales -que permanecían en contacto radiofónico con los furgones blindados- dieron cuenta de que durante la primera etapa del trayecto se había producido cierta confusión. Una llamativa muchacha de raza negra, que conducía un coche deportivo de color violeta, consiguió situarse entre el automóvil de cabeza y el primer furgón en el momento en que el convoy acometía la rampa del paso elevado; a todo eso, una segunda joven no menos vistosa, ésta de raza blanca, vestida de color violeta y al volante de un automóvil deportivo de color negro, se interponía entre el otro furgón y el coche policial que marchaba al final de la caravana.
Las radios no transmitieron en un principio señal alguna de alarma, por mucho que furgones y vehículos policiales se veían cada vez más separados entre sí por las maniobras del Lancia violeta y el Ferrari negro que con tanta habilidad habían introducido las dos jóvenes en la formación. El coche policial de cola hizo dos intentos de adelantar al Ferrari negro y situarse en su anterior posición, pero ambos fracasaron, porque en la primera ocasión el intruso le cerró el paso invadiendo el carril, y en la segunda, reduciendo la marcha, permitió que se interpusieran otros vehículos. El Lancia, entretanto, maniobraba de idéntica forma en la cabecera del convoy. Al llegar a la Cromwell Road, no solamente había aumentado la separación entre los coches policiales y los furgones, sino que éstos se encontraban a su vez distanciados entre sí.
El itinerario elegido respondía a criterios de máxima seguridad. El convoy tenía que abandonar la Cromwell Road torciendo por Kensington High Street, luego doblar a la derecha antes de Knighsbridge y desde allí, siguiendo calles de sentido único, alcanzar el Victoria and Albert Museum por Exhibition Road, con lo cual se evitaría la vulnerable entrada principal del edificio.
El primer coche de la policía se encontraba a la altura del hotel Royal Garden, a un lado de los jardines de Kensington, y el otro apenas había entrado en la High Street, cuando las comunicaciones de radio se interrumpieron.
El primer automóvil quebrantó todas las normas de seguridad al poner en marcha su sirena y efectuar un giro en U, a fin de evitar un atasco y retroceder por la Kensington High Street. El de cola, un tanto alarmado también, maniobró de forma agresiva. El resultante estruendo de bocinas se vio súbitamente acallado por una espesa nube de asfixiante humo color violeta. Consumados los hechos, los conductores de ambos furgones y los centinelas armados que en ellos viajaban coincidieron en su versión de lo ocurrido: «El humo apareció sin previo aviso. No hubo explosiones ni ningún otro indicio. Sólo aquella cortina violeta, salida como de la nada. Y entonces todos los sistemas eléctricos de la cabina entraron en funcionamiento, como si se hubiese producido alguna formidable avería. Lo que uno hace en esos casos es apagar el motor, pero partían descargas por todas partes, y vimos que estabamos en peligro de electrocutamos. Abandonamos el vehículo por puro instinto de conservación…».
Ninguno de los cuatro testigos recordaba nada de lo sucedido después de evacuar los furgones. Más tarde les encontraron tendidos ordenadamente en la acera, todavía con los cascos de seguridad y los chalecos antibalas puestos. Al igual que a numerosas otras personas que se encontraban en los alrededores, hubo que administrarles cuidados médicos especiales, pues el humo les había producido trastornos respiratorios.
Los dos furgones habían desaparecido, sin más. Como tragados por la tierra.
En su aparición en el telenoticias de las diez, el jefe de policía encargado de la investigación aseguró que el asalto había sido calculado al segundo, sin duda precedido por una larga serie de ensayos. En realidad, y según el mismo representante de la policía confiara previamente a sus colegas, la sincronización había sido tan exacta, que llevaba a pensar en un robo planeado por medio de ordenadores. Las únicas pistas eran los dos coches deportivos y la descripción de sus respectivas conductoras. Sin embargo, el registro central no tardó en comunicar que ninguna de ambas matrículas -anotadas con toda exactitud por los policías- habían sido asignadas a vehículo alguno.
El robo de la colección Kruxator fue audaz, minucioso, brillante y costosísimo. El estancamiento de la investigación policiaca subsiguiente ocupó los titulares de la prensa por espacio de casi un mes. Incluso los malintencionados comentarios sobre filtraciones en los sistemas británicos de seguridad, y la súbita dimisión de un veterano agente de los Servicios Secretos -el comandante James Bond-, se vieron relegados a un rincón de la segunda página, y pronto desaparecieron enteramente de la vista del público.