15. El juego del Globo

– No; esta visita es por mi cuenta -respondió Cindy, y siguió la mirada de Bond que, súbitamente silencioso, escudriñaba centímetro por centímetro el contorno del cuarto-. No hay nada que temer, James -agregó por lo bajo-. Esta gente dispone de medios de vigilancia visual y de todos los dispositivos de detección militares, pero por lo visto no han descubierto todavía la temible técnica de los micrófonos escondidos.

– ¿Estás segura? -bisbiseó él.

– Inspeccioné la casa personalmente durante mi primera semana aquí. Y desde entonces he venido observando todas las medidas de seguridad que adoptaban. Si han puesto escuchas en la casa, yo vuelvo a mi estado virginal.

Por la boca amarga de la muchacha no pasó ni la sombra de una sonrisa: la situación no tenía nada de divertida. Él, por su parte, y pese a darse por satisfecho, habló en murmullos todo el tiempo que permanecieron en el cuarto. Una bobada, pensó, pues si resultaba que Cindy se había equivocado, sería como si llevasen a voz en cuello su conversación.

– El juego del Globo -dijo la muchacha, tendiéndole una caja pequeña, cuadrada y plana, que contenía un disco duro.

De modo que se había hecho con la prueba -o, mejor, con el indicio- de lo que ESPECTRO tenía encomendado a Rahani y a Holy. Aquella delgada placa magnética contenía las respuestas a todas las preguntas de Bond. Y aun así, no hizo ademán de alcanzarla.

– Bien; no te quedes ahí, parado. Dame las gracias, por lo menos.

Deseoso de hacerla hablar, Bond guardó silencio. Era una argucia tan antigua como su misma profesión, y la practicaban todos los reclutadores de agentes, al igual que los oficiales de seguimiento de datos. Guardar silencio y dejar que el informador diga cuanto tenga que decir. Y entonces, sólo entonces, aportar comentarios que puedan dar cohesión al informe.

– Tienen cuatro copias del trabajo -dijo por fin la mulata-, y pido al cielo que a la Vieja Águila Calva no se le ocurra echar mano de la cuarta… porque está aquí.

Bond ni interrumpió su silencio ni sonrió.

– Pensé que tendrían el programa bajo siete llaves, en la cámara acorazada, que aparte de arañas antropófagas, dispone de toda clase de defensas -continuó, fija la mirada en Bond, que permanecía inmóvil, y de nuevo le tendió el disco-. Pero hoy tenemos entrenamiento general, de modo que se utilizarán los cinco ejemplares continuamente. Como suele ocurrir en estos casos, a Peter y a mí nos han prohibido la entrada en el laboratorio. Menos mal que los vigilantes están acostumbrados a vernos entrar y salir. Parece que derrotaste a nuestro hombre en su propio terreno…

– Sí -respondió Bond secamente, como si la victoria no le hubiera procurado placer alguno.

– Me han llegado rumores en ese sentido. Quizá te convenzas ahora de que está loco. También tengo entendido que le dio una de sus pataletas…

– ¿Cómo hiciste para bajar?

– Aparentando que atendía a mis obligaciones. Me puse bajo el brazo una tablilla con su pinza y su papel de notas y pasé como si tal cosa frente al tipo que montaba guardia en la puerta. Están hartos de verme. Tú estabas con Holy. Como ocurre con tantos maníacos de la seguridad, nuestro hombre incurre en errores garrafales. Se había dejado abierta la caja fuerte. Aproveché para mangarle esto y escondérmelo debajo de la camisa.

Percatado de que la chica no le diría más, preguntó:

– Entonces, ¿no has visto funcionar el programa?

Ella negó con la cabeza. Bond había advertido que siempre lo hacía ladeándola un poco a la derecha: un amaneramiento como el de quien florea su firma para realzar la importancia del nombre. Pero también un hábito de los que los psiquiatras suelen detectar -y eliminar- durante el entrenamiento de los agentes, que deben evitar las reacciones estereotipadas. De nuevo se mantuvo a la expectativa.

– No hubo forma, James. Sólo los elegidos lo han visto funcionar y han jugado con él… si en este caso se puede hablar de juego.

Bond tomó por fin el disco.

– Yo diría que se han entrenado en su uso. Por lo demás, veo pocas posibilidades de echarle un vistazo. ¿Dónde quedó mi equipo?

– En un rincón del garaje, debajo de una montaña de desechos: neumáticos, latas vacías, herramientas, trastos. Tuve que improvisar. Era mejor ponerlo allí que dejarlo en el coche, donde lo habrían encontrado. Desde luego no está seguro, de modo que habrá que confiar en que nadie se ponga a revolver por allí.

Bond parecía reflexionar detenidamente sobre la situación.

– Bien; no me seduce la idea de averiguar qué contiene esto. En todo caso es importante, y sospecho que peligroso. Confiemos en que aciertes en suponer que no lo echarán en falta, y que no se pondrán a revolver en el garaje y darán con todos mis chismes electrónicos…

– Entonces, ¿de qué nos va a servir el equipo? ¿Quieres que intente sacarlo de allí?

Bond se acercó a la ventana, que tenía echadas sus cortinas de cretona. En una mesa cercana estaba la prometida bandeja de la cena. Advirtió que contenía dos servicios, y constaba de cóctel de gambas, pollo y lengua fríos, ensaladillas varías, panecillos y una botella de vino. ¿Cuándo comían caliente en Endor?, se preguntó. ¿En verano?

Todavía tenía el disco en la mano. Mejor no apartarse de él. Sin embargo, los posibles escondrijos eran pocos. Confiando en que no se producirían registros, se acercó al armario y metió la grabación entre su ropa. Con todo eso, el silencio se prolongó varios minutos mas.

– Tenemos amigos en el exterior -le confió por fin a la muchacha-. Cerca. Y debí haberlo pensado antes… No; tú no vas a ninguna parte. Nadie, excepto yo, debe tratar de salir de la casa -se dio la vuelta y, dejándose caer en un sillón, le invitó a ella, con un ademán, a tornar asiento a su vez. Indicando el armario con un movimiento de cabeza, prosiguió-: No podemos permitirnos riesgos con eso. Es como una bomba de relojería.

– Entonces, ¿qué? ¿Cruzarnos de brazos y esperar a que venga en nuestra ayuda la caballería?

Sentada en el borde de la cama, se le había subido la falda, que dejaba al descubierto una fascinante porción de suave muslo.

– Mas o menos.

Trataba Bond de calcular de cuánto tiempo disponían. Suponiendo que el equipo de vigilancia, con sus cámaras, sus aparatos de escucha y sus micrófonos direccionales, hubiera descubierto que algo importante se estaba cociendo en Endor y dado parte de ello a «M» ¿qué haría el jefe del Servicio? ¿Dejar que se las compusiera buenamente? Quizá. No era la primera vez que aquel viejo ladino, diplomático e intrigante, esperaba hasta el último momento para intervenir.

– Quiero que me des una opinión bien meditada, Cindy, teniendo en cuenta que tú estabas ya aquí cuando planearon los golpes anteriores.

Respondió la muchacha que en esas ocasiones recibían la visita de los hombres duros, que se reunían en los sótanos y pasaban allí horas adiestrándose.

– Y la reunión de ahora, ¿es la más concurrida que recuerdas?

Lo era, en efecto.

– Queda la cuestión del plazo, Cindy. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos antes de que pongan en marcha la operación?

Lo que Bond estaba pensando realmente era: «¿Cuánto tardarán en pedirme que birle la frecuencia COPE?»

– Es sólo una conjetura, pero yo diría que no más de cuarenta y ocho horas.

– ¿Y qué ocurre con tu amiguito, el tal Peter?

Cindy salió en su defensa como la chica que, a menudo indispuesta con un hermano, no vacila en sacar la cara por él cuando la ocasión lo requiere.

– De Peter no hay nada que decir. Es brillante, trabajador, esforzado…

– Pero ¿confiarías en él, confiarías de veras en él en un momento decisivo?

Cindy se mordió el labio superior.

– Sólo en caso de verdadera emergencia. No es que tenga nada en contra de él. No puede ver ni en pintura a St. John-Finnes ni a Dazzle. Lleva tiempo buscando otro empleo. Dice que esta casa le da claustrofobia.

– Pues creo que dentro de poco se le va a agudizar esa sensación. Algo me dice que tú, Peter y yo estamos destinados al olvido…, en particular vosotros dos. Lo está cualquiera que no les inspire ciega confianza.

De nuevo guardó silencio. Repasaba mentalmente toda la información de que disponía. Según Autem Holy, la conjura de ESPECTRO tenía por objeto cambiar la historia. Conseguido su propósito, aquella gente no querría a su alrededor testigos que pudieran dar nombres o describir rostros. Y mucho menos en la etapa inmediatamente posterior a la consumación de lo que estuvieran planeando.

– ¡Mi coche! -exclamó súbitamente.

– ¿El Bentley? ¿Qué pasa con él?

– ¿Cómo conseguiste sacar mi equipo del maletero?

– Fue antes de que llegase la pandilla que tenemos ahora por aquí. Encontrándome en las cocinas advertí que estaban almacenando montañas de comida en los congeladores. También sorprendí conversaciones telefónicas del Aguila Calva. Me di cuenta de que te iban a traer de regreso… Por cierto, ¿qué te ocurrió? Dijeron que estabas en el hospital.

Impaciente, Bond le pidió que siguiese con su relato.

Sabiendo que habían depositado el coche en el garaje, Cindy se preguntó qué habría sido del microordenador y el testo del equipo que utilizara Bond en el hotel. Las llaves del Bentley se encontraban en un armario de seguridad, junto con las del testo de los coches. Como no era la primera vez que trasteaba en el armario en cuestión, se limitó a esperar el momento oportuno…

– Era peligroso, pero no retuve las llaves más de cinco minutos. Aprovechando el trajín general, vacié el portamaletas y escondí en el garaje lo que contenía. El lugar no era seguro, pero no había alternativa. Ya corrí bastante riesgo con eso; no era cuestión de tentar la suerte tratando de llevar más lejos el equipo.

– ¿Y el coche? ¿Lo han registrado? ¿Le han hecho algo?

Negó, como siempre, ladeando la cabeza.

– No han tenido tiempo. Ni gente para hacerlo. Andan locos de trabajo.

– ¿Dónde están las llaves?

– Las tendrá Jason.

– Pero el Bentley ¿sigue allí, en el garaje?

– Que yo sepa, sí. ¿Por qué?

– ¿No podríamos…?

– Ni se te ocurra, James. ¿Salir de aquí en coche y en una pieza? Imposible.

– Me propongo hacerlo con permiso oficial. Pero si no han estado husmeando en el Bentley, no me importaría pasar un cuarto de hora en su interior. ¿Se te ocurre algún medio?

– ¿De conseguir las llaves? Cielo santo, no…

– Olvida las llaves. Lo que quieto saber es si podríamos entrar en el garaje.

– Bueno, yo sí -le explicó que una de las ventanas de su cuarto daba al tejado del garaje-. No hay más que saltar. Existe allí una claraboya que se abre hacia arriba. La cosa es fácil.

– ¿Lo tienen vigilado?

– ¡Maldita sea, sí! Hay un par de tipos jóvenes de guardia en la puerta.

Pasó a explicarle la disposición del local. El garaje propiamente dicho, con capacidad para cuatro coches, era de hecho una prolongación del ala norte de la casa. La habitación de ella formaba ángulo, con una ventana por el lado del cobertizo y otras dos por el de la fachada.

– Que es donde montan guardia los vigilantes, ¿no? Su única tarea ¿consiste en vigilar el garaje?

– Tienen otras. En general, custodiar la parte norte del recinto. Podríamos… Espera. Si dejo descorridas las cortinas ven todo lo que ocurre en mi habitación. Anoche les sorprendí en eso. Se alejan un poco camino abajo y tienen vista panorámica. ¿Y si les alegrara las pajaritas…?

Bond sonrió entonces por primera vez.

– Vaya… Me harías un verdadero favor.

Cindy se dejó caer en la cama.

– Eres un cerdo machista, James. Tienes mis favores a tu disposición en cualquier momento que los desees. Y hablo en serio.

– Me encantará tomarte la palabra, Cindy. Pero ahora tenemos quehacer. Veamos lo agudos que han sido con mi equipaje.

Tomó su maleta de fin de semana y la dejó caer en la cama, junto a la chica. Arrodillándose entonces, examinó de cerca los cierres. Unos segundos más tarde movió afirmativamente la cabeza, echó mano de la estilográfica de metal pavonado que llevaba prendida detrás del jersey y, desenroscando el extremo opuesto al plumín, extrajo de él un juego de minúsculos destornilladores cuyo fileteado se adaptaba al capuchón, de esta forma convertido en mango.

– Instrumento indispensable para todo viajero -comentó, antes de elegir una de las herramientas y ajustarla debidamente.

Se aplicó a retirar cuidadosamente los tornillos del cierre derecho de la maleta. Cedieron con facilidad, y desprendida la cerradura en una sola pieza, apareció una cavidad rectangular que contenía un juego de recambio de las llaves del Mulsanne Turbo. Bond se las guardó en el bolsillo, repuso el cierre y recogió el equipo de herramientas en miniatura.

Planearon rápidamente la maniobra de divertimento de Cindy y la forma en que se deslizaría Bond por la ventana.

– Mi papel no ofrece dificultades -aseguró ella con una caída de ojos-. Tengo debajo de la falda argumentos pero que muy convincentes -dijo. Y haciendo un puchero, agregó-: Pensé que podría excitarte incluso a ti…

Habiéndole descrito la disposición del cuarto, propuso entrar ella a oscuras, abrir la ventana lateral y descorrer las cortinas antes de encender la luz.

– Desde allí puedo ver en qué lugar exacto se han situado los vigilantes. Tú no tendrás más que reptar hasta la otra ventana.

– ¿Cuánto tiempo crees que podrás tenerlos… encandilados?

Si ejecutaba el número completo, repuso Cindy con voz gutural, una media hora.

– Pero para curarnos en salud, reduzcámoslo a la mitad, con un margen de cinco minutos en más o en menos.

Bond le dedicó la clase de mirada que solía reservar a cierta descarada joven de vestido sin mangas y collar de perlas destacada en el cuartel general de Regent's Park. Comprobó que estuviese en orden la ASP y señaló la conveniencia de poner manos a la obra cuanto antes. Se percataba de que, si no lo habían hecho aún, los hombres de Holy no dejarían de ocuparse del Bentley antes de que le permitiesen a él utilizarlo…, suponiendo que se lo permitieran.

La casa parecía en calma. Cuando cruzaban de puntillas el descansillo, vieron que aún había hombres en el vestíbulo, pero por lo demás no se advertía movimiento, y el largo corredor que llevaba a la habitación de Cindy, situada al otro extremo de la casa, estaba a oscuras. La suave mano de la muchacha rozó la de él, y entrelazaron un instante los dedos mientras ella le guiaba hacia su puerta.

Cindy era joven, juncal, muy atractiva y manifiestamente accesible…, al menos para él. Se preguntó por un momento hasta qué punto era digna de confianza. Pero la oportunidad de dudar había quedado ya muy atrás. Y a nadie más podía recurrir.

La muchacha abrió la puerta y susurró:

– Listo. Al suelo, muchacho.

Bond se echó a tierra y se dispuso a cruzar el cuarto serpeando. Ella, que había empezado a canturrear una tonadilla interrumpía sus melódicos compases con sabor a blues, para insertar susurrados comentarios.

– Por este lado no hay nadie… Voy a correr las cortinas… Hecho; me dirijo a las ventanas de la fachada… Sí, allí están… Rápido, James; voy a encender la luz…

Su vivo resplandor sorprendió a Bond a mitad del recorrido, en rápido avance hacia la ventana lateral, cuyos visillos ondeaban ahuecados como velas romanas.

Al alcanzar su punto de destino, Bond vio a Cindy en pie junto a la ventana más distante, con las manos en la camisa y cimbreándose suavemente mientras cantaba en voz queda:


Me atiza el fuego, me corta el hielo,

me pinta el techo, me mulle el lecho…

¡Mi hombre es un «manitas»…!

Me hace la masa, me limpia la casa,

me pone el brasero, me toca el pandero…

¡Mi hombre es un «manitas»…!


Las últimas palabras apenas le resultaron audibles a Bond que, salvando ya el antepecho de la ventana, se había dejado caer en el tejado del garaje. Pero como tenía un disco de El manitas, grabado en 1920 por la que llamaron la Reina Victoria Spivey, sabía de qué iba la letra.

Tendido de bruces en la techumbre como para formar un solo cuerpo con ella, esperó en silencio a que los ojos se le habituasen a la oscuridad. Y entonces, al oír primero pasos en la gravilla y luego voces, se paralizó. Los guardianes eran dos, como había dicho Cindy, y hablaban con marcado acento extranjero. Uno de ellos pidió silencio con un susurro sibilante.

– ¿Qué pasa?

– ¿El tejado? ¿No has oído?

– ¿El qué?

– Un ruido, como si hubiese alguien en el techo del garaje.

Bond se apretó aún más contra la plancha de la superficie, vuelta la cabeza y sintiendo latir la sangre en los oídos.

– ¿En el techo? No.

– Desanda unos pasos y echa un vistazo. Ya sabes lo que dijo el jefe: que era nuestra última oportunidad.

Nuevo crujir de pisadas en la gravilla.

– Yo no veo nada…

– ¿No tendríamos que acercarnos y…?

Bond deslizó sigilosamente una mano hacia la pequeña pero terrible ASP.

– Ahí no hay nadie. Sería un gato… Eh, Hans, mira eso…

Audible zigzagueo de pasos en el engravillado.

Vuelta la cabeza, Bond distinguió netamente las siluetas de los dos guardias frente a la casa. Muy cerca el uno del otro, miraban hacia lo alto, como astrónomos que estudiasen un planeta nuevo, fijos los ojos en la invisible ventana de la derecha.

Emprendió un cauteloso avance hacia la parte central de la techumbre, donde sabía que se encontraba la claraboya. Y entonces, de improviso, bajó de nuevo el cuerpo, pues los vigilantes se habían movido a su vez. Su propia respiración le parecía tan estruendosa, que no podía sino alertar a los centinelas. Pero éstos se apartaban en ese momento de la casa, ladeada la cabeza a fin de ver mejor lo que ocurría en la iluminada ventana de Cindy.

El agente especial reemprendió su avance con toda la rapidez que permitía la prudencia, consciente del rápido transcurso de los minutos.

Aunque probablemente no invirtió más allá de uno en alcanzar la claraboya, le pareció que se le había ido en ello una eternidad. El batiente cedió al primer intento. Lo levantó con gran cuidado, escrutando la oscuridad que rodeaba a los guardianes.

Para simplificarle las cosas, le habían estacionado el Mercedes blanco debajo mismo de la abertura. Con un solo movimiento se situó en el techo del automóvil, la cabeza a menos de palmo y medio de la claraboya.

Agachado ya, desenfundó la ASP. Si habían puesto un tercer guardián en el interior del garaje, no habría más remedio que modificar los planes. De nuevo esperó en perfecta inmovilidad, a que la visión se le adaptase a las tinieblas del recinto. Sólo alcanzaba a oír los latidos de su corazón. Por fin distinguió la larga silueta del Mulsanne, estacionado a su derecha.

Saltó a tierra, con la ASP en una mano, y en la otra las llaves del Bentley, y rodeó la cola del Mercedes.

La portezuela del Mulsanne cedió a la presión del pulgar en la cerradura y retrocedió con la agradable sensación de seguridad que confería su peso. El interior del coche se iluminó simultáneamente, y Bond se deslizó en el asiento del conductor, dejando abierta la portezuela a fin de inspeccionar las conexiones del teléfono Super 1000 de largo alcance que la Communications Control Systems (CCS) había confiado para su instalación a los magos electrónicos de la Rolls-Royce. Cerrando por fin, descolgó el auricular. Suspiró aliviado al ver que se encendía la roja luz indicadora de que el teléfono estaba en funcionamiento. Su mayor preocupación era que los hombres de Holy hubiesen cortado los cables. Lo único que le restaba ya era confiar en que no hubiese escuchas en la banda de ondas.

Pulsó rápidamente el número, y antes de que al lejano extremo de la línea pudieran responderle «Exportaciones Intermundiales», se anunció a sí mismo con un «¡Depredador! ¡Confundan!», y apretando al mismo tiempo el botón que ponía en marcha la defensa de interferencias, contó a veinte y esperó a que la distante voz hablase de nuevo.

– ¡Confundimos! -sonó clara la voz del oficial de guardia de las oficinas centrales de Regent's Park.

– No repetiré este aviso. Depredador, emergencia…

Y Bond añadió un rápido mensaje de dos minutos de duración que esperaba fuese perfectamente inteligible en caso de que Jay Autem Holy se propusiera enviarle en los próximos días en busca de la frecuencia COPE de los norteamericanos.

Devuelto el auricular al soporte instalado entre los asientos, recuperó la ASP, que había dejado encima del salpicadero de pulida madera, al inmediato alcance de la mano, y la enfundó.

A continuación debía regresar, y cuanto antes, al cuarto de Cindy. En su estado de exaltación mental, pensar en la mulata entregada a la tarea de desnudarse lentamente mientras canturreaba en voz baja, le producía viva excitación y, con eso, le devolvía al punto el recuerdo de Percy Proud, como si ésta se encontrara muy cerca. Jugarretas del subconsciente, dijo para sí mientras cerraba la portezuela del Bentley, con toda la suavidad que permitía su peso, y echaba la llave.

La luz del interior tardó unos segundos en apagarse y devolver el garaje a su anterior oscuridad. Ya se había dado la vuelta, dispuesto a encaminarse al Mercedes, cuando un doble chasquido metálico, netamente audible, le hizo pararse en seco.

Recordaba, de sus jornadas de entrenamiento, allá por los días de la segunda guerra mundial, un ejercicio que la Academia seguía practicando. Consistía éste en escuchar en la oscuridad una serie de ruidos grabados en una cinta magnetofónica. El propósito era determinar la naturaleza de ese repertorio de sonidos, que solía incluir el inconfundible «clic» que produce un arma automática al ser amartillada y que se ofrecía mezclado con otros: de picaportes, de juguetes, incluso de cierres metálicos. El agudo chasquido que acababa de oír Bond había sonado detrás del Mercedes, y el agente especial lo hubiera reconocido entre mil: procedía de una pistola automática.

La ASP volvió a su mano con la presteza con que un maestro del ilusionismo materializa en la suya, surgida de la nada, una varita mágica. Pero apenas empuñada la pistola, brilló el haz luminoso de una linterna de bolsillo, y una voz harto conocida dijo quedamente:

– Suelte ese chisme espantoso, querido. No vale la pena, y los dos queremos salir con bien de esto, ¿no es así?

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