6. El Código del Terror

El adiestramiento de Bond, que llevó algo menos de un mes, resultó un homenaje a las dotes de Persephone Proud como docente. En cuanto a las aptitudes de su discípulo, se vieron presionadas hasta el límite. La tarea resultó equivalente al aprendizaje de un idioma nuevo, amén de varios complicados dialectos. Bond, a decir verdad, no recordaba haberse visto obligado en ningún otro momento a exigir tanto de sus reservas mentales, ni a concentrar así su mente, como si se tratara de un espejo ustorio enfocado en el tema que le ocupaba.

Establecieron inmediatamente un horario de trabajo casi inamovible. Al principio lo iniciaban a las ocho y media todos los días; pero pronto, conforme las jornadas iban prolongándose en horas nocturnas, retrasaron el comienzo hasta las diez de la mañana. Trabajaban entonces hasta la una, se interrumpían para almorzar en un bar cercano y, tonificados por el doble paseo de la ida y del regreso, reemprendían el trabajo hasta las cinco.

Todas las tardes, a las siete, bajaban a Le Bar, famoso lugar de encuentro del hotel de París, donde, al decir de la gente, las muñecas y las gargantas de las damas constituían un oprobio para los escaparates de Cartier.

Cuando habían decidido pasar la velada en Mónaco, cenaban en el hotel; pero si les apetecía visitar el casino de Cannes, podía vérseles en L'Oasis de La Napoule, degustando los últimos platos inventados por Louis Outhier, su maestro de cocineros. En ocasiones tomaban una colación más austera en el Negresco de Niza, en La Réserve de Beaulieu o incluso, llegado el caso, en el más modesto Le Galion del puerto de Garavan, en Menton. Las cenas eran siempre preludio de una noche de juego. «No desaparezca de la circulación -le había advertido «M»-. Es usted un cebo, y olvidarlo constituiría un error. Si han tendido allí sus redes, déjese atrapar en ellas.»

De modo que el Bentley Mulsanne Turbo se lanzaba silenciosamente, noche tras noche, a las carreteras de la costa, y el curtido, aplomado inglés y su elegante y grácil compañera norteamericana pasaron a convertirse en caras conocidas en el ambiente del juego.

Bond sólo se dedicaba a la ruleta y, aun así, con moderación, si bien continuaba con su táctica de doblar apuestas. Si unas noches sufrían sus ganancias mermas considerables, otras les añadía el equivalente de varios miles de libras. Solía atenerse a su sistema de las chanzas, con importantes apuestas al par, alterándolo sólo muy rara vez con los carrés [12], que reportaban premios de ocho por uno. Al término de la primera semana, sus beneficios ascendían a unos cuantos miles de libras, con lo cual no se le ocultaba que era objeto del interés de los casinos. Los establecimientos de juego, incluso cuando tienen la reputación de los de aquella costa antaño dorada, ven con buenos ojos a los asiduos que ganan sistemáticamente.

Bond y Percy regresaban al hotel casi siempre entre las tres y las cuatro de la madrugada, si bien a veces se retiraban más temprano -a la una-, lo cual les daba ocasión de conceder una hora más al trabajo, antes de irse a dormir.

De forma más esporádica, prolongaban la noche hasta el amanecer. Recorriendo las rutas costeras, bajas las ventanillas, inhalaban el aire matinal, mientras se ofrecían a los ojos el festín de la vegetación de palmeras y plátanos complementada por los cactos y las trepadoras que crecían en las mansiones de los ricos, de piscinas alimentadas por porgoteantes delfines de mármol. De esas escapadas volvían al hotel a tiempo de oler el primer café del día, para Bond uno de los más gratos aromas del mundo.

El personal del hotel veía en aquello -el acaudalado inglés y la atractiva norteamericana, afortunados en el juego y en el amor- algo muy romántico. A nadie se le hubiera ocurrido turbar la paz de los tortolitos.

La verdad de lo que ocurría en las habitaciones de Percy distaba mucho de lo que, en su fantasía, imaginaban doncellas y porteros. Al menos así fue durante las dos primeras semanas.

Empezó ella por enseñarle la forma de diseñar un programa, componiendo una especie de gráfico que especificara exactamente los objetivos apetecidos. Terminado ese aprendizaje, en el que Bond invirtió no más de cuarenta y ocho horas, atacaron la etapa inmediata, y más seria, representada por el estudio del lenguaje Basic. Se dedicaron lecciones complementarias al uso de los gráficos y del sonido. Hacia finales de la segunda semana, Bond emprendió la investigación de varios dialectos, más especializados, del Basic, como el Código de Máquina, el Pascal y el Forth, de muy alto nivel, cuyos rudimentos fue asimilando gradualmente.

Sus charlas, aun en las horas libres, apenas se referían a otra cosa que al trabajo, aunque solía derivar hacia Jay Autem Holy. Bond no tardó en comprender que Holy utilizaba su propio lenguaje de programación. Percy lo había bautizado con el nombre de Código del Terror.

– Con él consigue proteger sus programas -le explicó durante una cena-. Sigue ateniéndose a ese sistema en los juegos que produce la Gunfire Simulations, inaccesibles para otros programadores. Siempre sostuvo que en materia de seguridad (y Dios sabe cuánta importancia da él a ese asunto), las técnicas más sencillas son las más eficaces. Introduce en el comienzo de todos sus programas un pequeño código casi perfecto, que resulta de todo punto indescifrable para quien se proponga manipular sus discos. Se trata exactamente del mismo código que aplicaba a sus trabajos para el Pentágono. Cualquier intento de copiarlo o reproducirlo convierte el contenido en un ciempiés.

Interesado en acumular conocimientos sobre los puntos fuertes y las debilidades de aquel hombre antes de enfrentarse a él, Bond insistía en hablar sobre el profesor Holy siempre que se le presentaba la oportunidad. Y acerca de ese tema no podía existir instructora más competente que Percy.

– Su aspecto es el de un gran halcón airado. En fin; ya has visto las fotos -cenaban esta vez en el hotel-. Pero no hay que fiarse de las apariencias. A no ser porque tenía encomendada una misión específica, me hubiera resultado fácil enamorarme de é1, y en cierto sentido me enamoré. Con frecuencia deseé que su honradez quedase probada.

Pensativa de pronto, por un momento dio la impresión de no reparar en la presencia de Bond ni en la suntuosidad del salón en que se encontraban, cuya arquitectura se remontaba al Segundo Imperio y acogía el que sin duda era uno de los mejores restaurantes del Principado.

– Posee extraordinarios poderes de concentración. Tiene la facultad de aislarse de cuanto ocurre a su alrededor y convertir su trabajo en única realidad sensible. Ya sabes lo peligroso que puede resultar eso.

Bond evocó pasados encuentros con hombres a quienes la posesión de tales potencias convertía en auténticos diablos.

Fue concretamente después de esa cena, hacia finales de la segunda semana, cuando ocurrió algo que habría de alterar en lo sucesivo la moderación de las emociones de Bond.

– Bien -había preguntado Percy-, ¿qué toca esta noche? ¿Salle privées o paseo?

Bond optó por una excursión costera hasta el pequeño casino de Menton. Se pusieron en camino poco después.

No fue el juego en sí lo que hizo memorable la noche, por mucho que Bond la concluyera con la cartera abultada por unos cuantos miles de francos. Pero luego, y cuando el coche dejaba atrás el casino, para enfilar la carretera que les llevaría de regreso a Mónaco por la ruta de Roquebrune y Cap Martin, captó Bond en el retrovisor los faros de un coche que circulaba inmediatamente detrás del suyo. Había reparado en su presencia ya al arrancar, si bien no vio subir a nadie al vehículo. Su primera medida fue pedir a Percy que se ciñera el cinturón de seguridad.

– ¿Problemas? -preguntó ella, aunque sin revelar nerviosismo alguno.

– Es lo que trato de averiguar -respondió Bond mientras pisaba el acelerador.

El coche aumentó paulatinamente su velocidad hasta alcanzar los ciento cuarenta kilómetros por hora. Bond, que lo mantenía pegado al arcén de la estrecha carretera, rogó para sus adentros que no hubiese patrullas de la policía al acecho, aunque, según se mirase, tal vez hubiera sido lo deseable.

Los faros del otro coche no desaparecían del retrovisor. Cuando Bond se vio obligado a reducir en las cerradas curvas que formaba la carretera antes de entrar en un largo tramo con dos carriles en ambos sentidos, el vehículo perseguidor acortó más la distancia. ¿Ocurría algo anormal? No era fácil decirlo: pese a lo avanzado de la hora, y aunque no hubiese empezado aún la temporada, eran muchos los vehículos que utilizaban aquella ruta.

El coche que llevaban detrás era un Citroën blanco, caracterizado por su morro redondeado, claramente visible sobre los faros, en posición de cruce. Aunque se mantenía a discreta distancia, lo cierto era que se les había pegado como una lapa. Se preguntó Bond si se trataría de algún joven francés o italiano, buscando carrera, o deseoso de lucirse ante la novia. Algo, sin embargo -una extraña comezón en la nuca-, le decía que el desafío que le planteaban era de carácter más siniestro.

Salieron del trecho recto como centellas, Bond pisando el freno para aminorar rápidamente. A partir de aquel punto, la carretera discurría hacia Mónaco por una ruta no sólo angosta, sino además flanqueada por casas a ambos lados, con lo cual el margen de maniobra era escaso. Tomó la siguiente curva a unos cien kilómetros por hora. Percy inhaló breve pero audiblemente. Bond percibió su sobresalto y, simultáneamente, el obstáculo: un coche que circulaba en dirección contraria se había arrimado a la derecha, conectados los intermitentes de emergencia, cuyos guiños hacían pensar en los ojos de un dragón, pero aun así invadiendo el camino del Bentley. A la izquierda, y casi inmóvil, obstruyendo casi por entero el espacio restante, un viejo y destartalado camión resoplaba como en sus últimas boqueadas. Bond gritó a Percy que se afianzase, pisó impetuosamente el freno y viró, primero a la izquierda y luego a la derecha, en un intento de colarse en zigzag entre ambos vehículos. Pero culminado el primer viraje, se hizo evidente que no lo iban a conseguir. El motor del Bentley rugió al reducir Bond, pasando de embrague automático a manual, a primera velocidad.

Los dos sintieron la viva presión de los cinturones al inmovilizarse el pesado automóvil: su velocidad se redujo, en un abrir y cerrar de ojos, de noventa kilómetros a poco menos de cero. Habían quedado atravesados en la carretera, bloqueada la derecha por el coche que ocupaba la dirección contraria, y el costado izquierdo por el camión, que en ese momento retrocedía lentamente. De él saltaron dos hombres, y otros dos surgieron como por ensalmo junto al coche estacionado. A todo eso, el Citroën blanco les acorralaba netamente por detrás.

– ¡La portezuela! -exclamó Bond, al tiempo que bajaba de un manotazo el seguro de la suya, sabiendo que la advertencia no pasaba de ser una precaución, puesto que el sistema centralizado de cierre tenía que funcionar.

Por lo menos tres de los hombres que en ese momento se acercaban al Bentley iban armados con hachas. Mientras abría el compartimento secreto destinado a las armas, Bond se dio cuenta de que estaba actuando por puro reflejo, puesto que si bajaba el cristal de la ventanilla para utilizar la pistola, esa misma operación proporcionaría una vía de acceso a los agresores. En realidad, el acceso lo tenían garantizado de todas formas, pues ni siquiera un coche de la robustez del Bentley podría resistir el ataque de hachas manejadas con eficacia.

El Mulsanne Turbo tiene algo menos de dos metros de anchura. El de Bond no se encontraba enteramente en perpendicular a la carretera. Estimó que el Citroën no distaba más de treinta centímetros del parachoques trasero. El peso del Bentley, sin embargo, compensaría esa circunstancia. El coche que le cerraba el paso por delante, sus luces de emergencia todavía en parpadeo, quedaba a uno cinco centímetros de la portezuela, y el camión, a no más de medio palmo del morro. Al frente, a una distancia de unos dos metros, la cuneta terminaba en una pared de roca. Lejos de haberse calado, el motor del Bentley seguía ronroneando suavemente.

Bond pisó con fuerza el freno, enderezó el volante y, cuando uno de los agresores se situaba junto a su ventanilla con los brazos en alto, dispuesto a descargar un hachazo, metió la marcha atrás y soltó bruscamente el freno.

El Bentley retrocedió a gran velocidad y se oyó un sordo topetazo al chocar con el Citroën, acompañado del grito de dolor del que se disponía a golpear con el hacha: despedido él lateralmente, el coche le había atrapado entre su masa y la del automóvil estacionado.

Con un rápido movimiento, Bond puso la palanca de cambio en posición de avance. Disponía de quizás unos veinte centímetros de espacio para maniobrar. Pisó ligeramente el acelerador. El Bentley avanzó un poco, aplastando de nuevo al que antes había gritado. Al modificarse la dirección, el coche cobraba velocidad y partía hacia el angosto espacio libre.

La dirección del Mulsanne Turbo es tan ligera y precisa, que Bond apenas necesitaba trabajar con el volante: una pequeña maniobra bastó para introducirlo en la angosta brecha que separaba al camión del automóvil contrario. Nueva maniobra a la izquierda. Al frente. Brusco giro a la izquierda. Un pelo hacia la derecha. Pisó el acelerador y se escabulleron frente al morro del coche que invadía la calzada contraria, pero apenas a un centímetro entre el camión y la roca del lateral.

Repentinamente volvían a tener vía libre: la carretera descendía desierta ante ellos, en dirección a Mónaco.

– ¿Gente del oficio?

Aunque la voz de Percy no denotaba temor alguno, Bond se dio cuenta de que estaba temblando.

– ¿Del nuestro, quieres decir?

Asintiendo con la cabeza, Percy añadió un «Sí» casi imperceptible.

– Lo dudo. Por las trazas, buscaban robarnos y llevarse lo que pudieran. En esta costa siempre han abundado pandillas de ésas. Ya sabes: a un panal de rica miel… La miel siempre ha atraído a las moscas.

Mentía a sabiendas: no podía excluirse que los de las hachas fuesen gángsters, pero la trampa que les habían tendido era, por su precisión y refinamiento, trabajo de profesionales de más categoría. En cuanto dispusiera de una línea de comunicación segura, lo pondría en conocimiento de Londres. Así se lo dijo a Percy.

– Y yo haré lo mismo -respondió ella.

No volvieron a decir palabra hasta llegar a la habitación de ella. Su relación ya no iba a ser en adelante la misma.

– Eran profesionales -dijo Percy.

– Sí.

– No me gusta esto, James. Pese a toda mi experiencia, todavía soy sensible al miedo.

Se le acercó, y un minuto más tarde estaba en sus brazos. Se unieron las bocas como si el uno buscase nuevo aliento en la del otro. Ella le recorrió la mejilla con los labios, y luego el cuello, susurrándole su nombre al oído.

Y de esa forma, unidos en el sentimiento y en la necesidad, se convirtieron en amantes. Todos los momentos de los días sucesivos, a partir de ése, quedaron marcados por la premura de aquella nueva interdependencia, a un tiempo mental y física, y con ella llegó una nueva inquietud, a cuyo dictado se entregaron todavía con más ahínco a la tarea de preparar a Bond para su encuentro con el que había sido esposo de Percy.


Hacia principios de la tercera semana, y conforme Bond empezaba a dominar los entresijos de la programación de microordenadores, Percy decretó una inesperada pausa.

– Quiero enseñarte la clase de trabajo a que muy probablemente se dedica Jay Autem en estos momentos -anunció, en tanto desconectaba el Terror Doce y retiraba los lectores de discos que Bond había estado utilizando entretanto.

Los sustituyó por un voluminoso aparato lector de placas duras que funcionaba por láser. Conectada la instalación, introdujo un programa, a fin de que las memorias del ordenador lo «leyeran».

Si los TEWT le habían parecido fascinantes a Bond, el programa que estaba a punto de conocer los convertiría en un simple juego de niños. Lo que apareció seguidamente en la pantalla no era el habitual gráfico de ordenador a que había terminado por habituarse, sino auténticas fotografías, «vivas» y con sus colores naturales, como de una película que pudiese uno dirigir a su antojo.

– Vídeo -explicó Percy-. Una cámara que opera mediante un disco duro de lectura por láser. Fíjate.

Accionó el mando, y fue como si se encontraran en el interior de un coche, viajando por una calle de intenso tráfico. Aunque desde luego las personas que aparecían por intervención de Percy eran menos reales que el fondo sobre el cual evolucionaban, corrían y actuaban, el simulacro tenía una autenticidad nueva y casi sobrecogedora. Más que un juego, se hubiera dicho una escena de la vida cotidiana.

– Lo he titulado «Atraco al banco» -comentó.

La eficacia del simulacro resultaba indudable: combinadas hábilmente, película y gráfico permitían escenificar un auténtico asalto con todas sus posibles incidencias. Bond quedó más que impresionado.

– Una vez te haya enseñado a tratar y reproducir el trabajo de Jay Autem, tendrás a tu disposición el Terror Doce y tres cintas con que complementarlo. Que no se diga que no te he proporcionado cuanto puedas necesitar.

Bond estuvo aplicado al trabajo hasta última hora de la tarde. Permanecía, sin embargo, silencioso, divididos sus pensamientos entre la labor que tenía por delante y las terribles posibilidades que aquel instrumento ponía a disposición de Jay Autem, o de cualquier otra persona dueña del necesario conocimiento y determinada a hacer el mal.

La cosa, bien mirada, no tenía nada de sorprendente: si existían programas capaces de adiestrar a los militares en táctica y estrategia, su misma existencia ponía al alcance de los desaprensivos los medios necesarios para robar, estafar o incluso matar.

– ¿Y de veras crees -le preguntó a Percy mucho más tarde, acostados ya- que hay malhechores que se sirven de programas de adiestramiento como el que me has enseñado hoy?

– Lo contrario me sorprendería -el semblante de ella había adquirido una expresión grave-. Como me sorprendería que Jay Autem no se dedicase a adiestrar delincuentes, o incluso terroristas, en su bonita casa del Oxfordshire -lo dijo con una risita exenta de alegría-. Dudo que le pusiera Endor, el nombre de una bruja, por casualidad. El del Santo Terror es un humor negro.

Bond comprendió que ella acertaba casi sin duda alguna. Cada dos días venía recibiendo de Inglaterra, por mediación de Bill Tanner, un informe condensado de las noticias procedentes de Nun's Cross, donde se había montado un servicio de vigilancia sobremanera discreto, cuyos agentes eran relevados cada cuarenta y ocho horas.

Le preguntó a Percy qué había ocurrido realmente, según ella, la noche de la desaparición del profesor Holy.

– Bien; es casi seguro que no desapareció solo. Debía de acompañarle el bueno de Zwingli, Joe Vueltas, y ese tipo estaba como una cabra. La ficha que tiene en Langley es de un metro de largo.

– Supongo que se cargarían al pobre del piloto y luego saltarían en paracaídas, ¿no?

Bond lo dijo como hablando para sí. Percy asintió, y encogiéndose de hombros, repuso:

– Y más tarde, cuando le conviniese, se desharía de Zwingli.

Los últimos días de su formación los dedicó Bond a reproducir en todas sus modalidades los programas posibles mediante los métodos que Percy sabía al alcance del profesor Holy. Las dos jornadas finales las reservaron para sí mismos.

– Eres un prodigio -le aseguró Bond a Percy-. No conozco a nadie que hubiera sido capaz de enseñarme tanto en tan poco tiempo.

– La verdad es que tú me has facilitado las cosas -repuso ella mientras posaba de nuevo la cabeza en la almohada-. Anda, James, cariño, un último número, como dice la gente del jazz… Y luego salimos, cenamos opíparamente y me enseñas a jugar en serio en las mesas de las salles privées.

Era media tarde, y a las nueve de la noche estaban ya sentados ante la primera mesa de lo que se considera el sanctasanctórum de los casinos. Aunque a esas alturas jugaba ya con precaución, a Bond seguía viniéndole de cara la suerte. Cuidó de no arriesgar en ningún momento más de lo que llevaba ganado, y que era cuatro veces lo que tenía al entrar, ni de embarcarse por impulso en las apuestas más remunerativas, pero también comprometedoras.

Durante las tres horas que jugaron aquella noche, vio reducidos sus beneficios, en determinado momento, a cuarenta mil francos. Pero luego la rueda empezó a girar a su favor, y hacia el fin de la velada sus ganancias alcanzaban ya los trescientos mil francos. Dejó pasar dos jugadas, decidido a que la siguiente fuera la última de la noche, y en ese instante notó que a Percy se le cortaba el aliento. Vio que se había quedado lívida, y que tenía clavados los ojos en la entrada. Más que de temor, la suya era una mirada de completo asombro.

– ¿Qué ocurre?

– Marchémonos. De prisa -urgió en un susurro-. Es él. Acaba de entrar.

– ¿Quién?

Bond reparó en un hombre de elevada estatura, cabello entrecano y espalda muy derecha, cuyos ojos recorrieron la sala como quien examina un campo de batalla. La respuesta de ella, cuando llegó, era superflua:

– Ese viejo diabólico. Y yo, convencida de que Jay Autem le había quitado de en medio… Es Joe Zwingli en persona. Joe Vueltas está aquí, y por la cara que trae, viene por lo menos con dos divisiones de infantería…

Zwingli entró en la sala flanqueado por otros cuatro hombres de aspecto tan impecable como el de oficiales en un desfile, pero, al mismo tiempo, peligrosos como una brigada de asalto a punto de abatirse sobre un campamento de boy scouts.

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