12. Devuélvase al remitente

Del piso bajo llegaron dos nuevas explosiones, seguidas por otra cerrada ráfaga de disparos. El segundo equipo de dos hombres estaba despejando la planta. Bond oyó las pisadas del primer equipo, resonando en la escalera. En cuestión de segundos se escenificaría en el rellano la danza de la muerte. Por la puerta que se abría a su derecha arrojarían un par de granadas aturdidoras o dos botes de humo, y a continuación el fuego de las armas barrería el corredor, con lo que él emprendería el corto viaje hacia la eternidad.

La voz de Simon le resonaba en el interior de la cabeza, como surgida de un disco rayado: «Usa tu iniciativa… Usa tu iniciativa…». ¿Qué era aquello? ¿Una pista, una clave? Porque estaba claro que lo había dicho con intención…

«Muévete.» Y Bond echó a correr pasillo adelante, hacia la habitación situada a su izquierda. Pensaba de forma vaga en la posibilidad de saltar la ventana. Cualquier expediente le parecía válido con tal de escapar a la mortífera granizada de balas.

Entró velozmente en el cuarto y, tratando de hacer el menor ruido posible, cerró la puerta y pasó el pequeño pestillo. Cruzaba ya la pieza, en dirección a las ventanas, cuando, al rodear una silla, los vio: dos cargadores para ASP, negros rectángulos de metal mate y cantos redondeados, abandonados en la desvencijada mesa que separaba los dos altos ventanales. Los retiró de un manotazo, y vio al momento que se trataba de sus propios repuestos, con todo su contenido de balas Glaser.

Existe un método específico para cargar una ASP, mediante un rápido movimiento que, desalojando el peine gastado, permite sustituirlo por otro nuevo. Bond realizó esa operación en no más de cinco segundos, y ese espacio de tiempo le alcanzó además para comprobar que la primera bala había entrado en la recámara.

Pero cargó el arma en movimiento, camino de la puerta, junto a la cual se apostó, pegado a la pared de la izquierda. El equipo avanzaría disparando, una vez las granadas hubieran surtido su efecto desorientador: un hombre por la derecha y el otro por la izquierda. Bond contaba, sin embargo, con que los primeros tiros se perderían en la habitación.

Pegado a la pared, empuñó con ambas manos la pequeña y poderosa arma, sujetando al mismo tiempo el cargador de reserva como si fuese una extensión de la propia culata, y tendió ante si los brazos.

Los asaltantes se encaminaban directamente hacia aquella habitación. Bond había seguido, por el estruendo y las explosiones, las etapas de su rudimentaria ofensiva a partir de la puerta del rellano. Una rociada de balas astilló a su derecha la carpintería de la puerta. Una bota destrozó la cerradura e hizo saltar el endeble pestillo. Simultáneamente arrojaron dos granadas al interior del cuarto, una de las cuales rodó por el desnudo entarimado una fracción de segundo. Y luego se produjo el estallido.

Ladeó la cabeza y cerró los ojos a fin de evitar el peor efecto de las granadas aturdidoras -la ceguera temporal que causa el fogonazo-, pero nada pudo hacer por sustraerse a la detonación que, como si ocurriese en el interior de su cráneo, le hizo retumbar la cabeza y desató en sus oídos timbrazos ensordecedores. Tanto, que no percibió ningún otro ruido: ni el de su pistola, al disparar, ni el mortífero tableteo de las metralletas que accionaron los dos hombres del primer equipo mientras avanzaban por entre la humareda.

Bond actuó por puro reflejo. Localizadas en el visor de la pistola las dos minúsculas siluetas que trasponían la puerta, oprimió dos veces el gatillo, verificó de nuevo la puntería y volvió a disparar. Cuatro balas salieron de la recámara en menos de tres segundos… y, sin embargo, fue como si el tiempo se hubiese paralizado y todo ello ocurriese por efecto de un truco cinematográfico, con una enorme lentitud, torpe y brutal.

El agresor más próximo a Bond saltó a la izquierda, sujeta la letal arma automática entre el brazo y la caja torácica, y apenas identificado su objetivo, volvió hacia él el cañón de la metralleta, que ya había empezado a vomitar fuego. El primer impacto de Bond le alcanzó en el cuello y le proyectó hacia un lado, y destrozadas carne, arterias, tendones y hueso, la cabeza se le bamboleó como a punto de separársele del tronco. El segundo proyectil le dio de pleno en ella y, haciéndola estallar, sembró el aire de una fina lluvia de partículas rosadas y grises. Las balas tercera y cuarta le dieron al otro hombre en el pecho, a unos pocos centímetros de la tráquea. Se tambaleó, primero hacia la salida y Juego hacia la derecha, rociando de balas la ventana antes de comprender, demasiado tarde ya, dónde estaba situado el blanco.

Fue tal la violencia del impacto, que al saltar hacia atrás se quedó suspendido por un momento en el aire, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto del suelo, la metralleta todavía en acción, acribillando el cielo raso, mientras del desgarrado pecho brotaba un hongo de carne y sangre.

A causa de su sordera temporal, Bond tenía la impresión de encontrarse fuera de la escena, como si la contemplara en una película muda. Su experiencia, sin embargo, le ayudó a reaccionar: había abatido a dos, pero quedaban otros tantos. El segundo equipo, casi con toda seguridad, debía de encontrarse abajo, en el recibidor, e incluso era posible que en ese momento acudiese en ayuda de sus camaradas.

Saltó sobre el decapitado cadáver del primer intruso, y con ello estuvo a punto de resbalar en el charco de sangre. A Bond siempre le había causado pasmo comprobar en qué cantidad la poseía el cuerpo humano -un detalle que nunca mostraban las películas y ni siquiera los noticiarios-: más de cuatro litros que manaban como de una fuente al ser roto violentamente su receptáculo.

Se detuvo un instante en el umbral y tendió en vano el oído, pues el interior del cráneo seguía zumbándole como si vibrase en él un centenar de timbres.

Con una ojeada hacia su segunda víctima, advirtió que todavía llevaba en el cinto, sujetas por las palancas de seguridad, dos granadas. Desprendió una, le quitó la horquilla y, con ella en la mano izquierda, siguió el corredor hacia la puerta del rellano, calculando mientras tanto con qué fuerza habría de arrojarla en la escalera. No podía equivocarse, porque no se le ofrecería una segunda oportunidad.

A sólo un paso de la puerta del rellano, algo le hizo detenerse: aquel sexto sentido que, desarrollado a lo largo de los años, ahora le alertaba de forma sutil ante casi cualquier emergencia. Se volvió a tiempo de discernir una silueta que salía del cuarto cautelosamente, abriéndose paso entre la sangre que encharcaba el suelo y los destrozados cuerpos tendidos en el extremo opuesto al umbral. Sin duda, al oír sus disparos -reflexionó más tarde-, el segundo equipo había organizado una especie de maniobra de tenaza: uno de sus componentes acababa de escalar la fachada a fin de irrumpir por la ventana, mientras el otro atacaba desde la escalera.

Bond lanzó por la puerta del rellano, en dirección a la escalera, la granada que sostenía en la mano izquierda, y con la contraria disparó dos veces al hombre que había surgido de la habitación, el cual rodó sobre sí mismo como atrapado en un torbellino.

Del primer cargador le quedaban sólo dos proyectiles. En cinco segundos lo reemplazó por el de reserva. Se adentró entonces un par de pasos en el rellano y disparó dos veces, al azar, mientras localizaba el blanco.

El último de sus agresores, a quien la granada había pillado desprevenido, se agitaba al pie de la escalera. Al ver las chamuscaduras y los desesperados tirones que daba a sus ropas a la altura del bajo vientre, Bond comprendió que la granada le había estallado en las ingles cuando subía la escalera.

Sordo todavía, Bond le vio abrir y cerrar la boca, deformado el rostro por una mueca. Disparando desde lo alto de la escalera, le voló limpiamente la bóveda del cráneo, con lo cual el otro cayó de espaldas, desplazado un par de palmos por el impacto, y los sesos se le derramaron en el sucio suelo del zaguán.

Volviendo silenciosamente sobre sus pasos, y después de salvar la acrecentada masa de cadáveres, Bond se acercó a la ventana de la habitación. Abajo, a unos veinte metros de distancia, vio a Tamil Rahani en compañía de Simon y de media docena de los demás inquilinos permanentes de Erewhon. Todos permanecían muy quietos, en pie, inclinada la cabeza como en actitud de escuchar. No había a la vista armas desenfundadas, ni Bond divisó ninguna apuntada hacia la casa desde puntos estratégicos.

Se apartó de la ventana. No quería que le viesen, pero al mismo tiempo titubeaba en cuanto a la mejor manera de abandonar la casa. La solución se la ofreció parcialmente, cuando apenas había avanzado dos pasos, la voz de Rahani desde el exterior:

– ¿Sigue usted entre nosotros, comandante Bond?

Simon añadió sin transición:

– ¿Lo comprendiste, James?

Volvió a la ventana, pero se mantuvo a un lado, evitando asomarse en lo posible. Todos seguían donde antes. Y tampoco en ese momento había armas a la vista. Retrocediendo, gritó:

– ¡Queríais matarme, hijos de perra! Ahora vamos a lugar limpio. Os liquidaré, uno tras otro.

Se arrojó al suelo y, reptando bajo el marco, alcanzó la siguiente ventana. El grupo tenía fija la vista en la primera cuando disparó él. La bala hirió el suelo a unos diez pasos de donde estaban, levantando una gran polvareda.

– ¡Tranquilo, Bond! -voceó Tamil Rahani-. Nadie quiso hacerle el menor daño. Era una prueba, nada más que eso. Destinada a comprobar su eficacia. Salga ya. El examen ha terminado.

– Antes quiero que venga aquí uno de ustedes… Simon, si le parece. Sin armas. Inmediatamente. Y por la puerta principal. De lo contrario, empezaré a ocuparme de ustedes, y muy deprisa.

Lanzó una ojeada por la ventana. Simon se había desabrochado ya el cinturón y, arrojándolo a un lado, echaba a andar hacia la casa.

Unos segundos más tarde, Bond se encontraba en la parte superior de la escalera, y Simon abajo, en el zaguán, con las manos enlazadas sobre la cabeza y mirándole no sin admiración.

– ¿Puede saberse qué ocurre aquí? -le interpeló Bond.

– Nada. Has actuado como esperábamos. Como todo el mundo nos aseguraba que eres muy hábil, te enviamos cuatro hombres de los no imprescindibles. Dos de ellos eran los alemanes que me señalaste. Tenemos otros de ese estilo. Para ejercicios como éste, que consideramos rutinario.

– ¿Rutinario? ¿Consideráis rutinario decirle a la víctima que sólo se empleará munición de fogueo?

– Bien, no tardaste en descubrir que también tú tenías balas auténticas. A los otros se les dijo lo mismo: que los proyectiles eran simulados.

– Yo tenía munición sólo si la encontraba, cosa que hice en parte por casualidad.

– No digas bobadas, James: disponías de balas auténticas desde el mismo comienzo, y había cargadores diseminados por toda la casa. ¿Puedo subir?

Con las manos todavía sobre la cabeza, Simon inició el ascenso. Bond, entretanto, empezaba a reflexionar. «¡Imbécil! -se increpó a sí mismo-. Te dijo que eran de fogueo y tú te fiaste de su palabra… ¿Por qué?»

Cinco minutos más tarde, Simon había demostrado la veracidad de sus palabras, primero recuperando el cargador desechado inicialmente por Bond, que contenía todas sus balas Glaser, y a continuación señalándole otros peines completos, situados en el suelo del pasillo, en la segunda habitación del piso alto e incluso en el descansillo. Sin embargo, y aun disponiendo de munición auténtica, había sido aquella una empresa peligrosa en extremo: un hombre contra cuatro, armados con lo que resultaron ser metralletas MP 5K.

– Me hubieran podido borrar del mapa en cuestión de segundos.

– Pero no lo hicieron, ¿verdad, James? Según nuestros informes, tú sabes salir con bien de esta clase de situaciones. Lo cual demuestra, sencillamente, que nuestros informadores acertaban.

Bajaron la escalera y salieron al cálido exterior, que resultaba muy grato. Bond sentía, en efecto, que era mucha su suerte al estar vivo. Y al mismo tiempo se preguntó si esa suerte no sería un simple aplazamiento de su ejecución.


– ¿Y si hubiese muerto allí dentro?

Rahani no sonrió ante esa pregunta.

– En tal caso, comandante Bond, en lugar de cuatro cadáveres, sólo habríamos tenido que enterrar uno. Pero sobrevivió usted; demostró que tiene bien merecida su fama. Aquí vida y muerte valen lo mismo; sólo la supervivencia importa.

– ¿Y fue lo que dijo Simon? ¿Un reto, una prueba?

– Más bien una prueba.

Habían cenado a solas los tres, y en ese momento se encontraban en el despacho de Tamil Rahani.

– Le ruego que me crea -el oficial de mando de Erewhon desplegó las manos en amplio ademán-. Si hubiese dependido de mí, no le habría sometido a esa ordalía.

– Esta organización es suya. Y el empleo me lo ofreció usted.

– Verá -dijo en voz más baja-, quiero ser enteramente franco con usted… Es cierto, sí, que la idea de fundar una organización que ofreciese en alquiler los servicios de terroristas mercenarios fue mía, en principio. Pero, lamentablemente, y como ocurre muy a menudo en estos casos, necesitaba el asesoramiento de especialistas. Eso significó aceptar socios. De resultas de ello, y si bien obtengo cuantiosos beneficios…, tengo que acatar órdenes.

– ¿Y qué se le ordenó en esta ocasión?

– Comprobar si era usted digno de confianza y podía empleársele, o si nos encontrábamos ante un falsario. También se me encargó obtener de usted información que pudiésemos verificar fácilmente, y más tarde, suponiendo que esa prueba resultara satisfactoria, plantearle un auténtico desafío, para ver si era capaz de salir con vida de un trance potencialmente mortal.

– ¿Y he salido airoso de todas las pruebas?

– Sí. Estamos muy satisfechos. Ahora podemos devolverle a los encargados de nuestra planificación. No le mentí al decirle que teníamos un trabajo para usted. Ha estado esperándole desde el mismo principio. Por eso le enviaron aquí, donde disponemos de instalaciones. Verá, si después del traslado hubiésemos descubierto que era… ¿cómo le llaman ustedes?… ¿Un agente doble…?

Bond asintió.

– Si se hubiese probado que era usted eso, aquí disponíamos de instalaciones para retirarle de la circulación… de forma permanente.

– Y ese empleo que me ofrece, ¿en qué consiste?

– Es una operación tan vasta como compleja. Pero puedo anticiparle algo -Rahani miró a Bond con ojos tan vacíos, que se hubieran dicho de cristal-. Lo que proyectamos en este momento, será el golpe terrorista de la década, por no decir del siglo. Si todo se desarrolla conforme a lo previsto, será la chispa que haga estallar la revolución final: un cambio total y sin precedentes del mundo y sus acontecimientos. El inicio de una nueva era. Y los que intervengamos en él ocuparemos lugares de privilegio en la sociedad resultante.

– Ya vi esa película.

Simon se puso en pie y se acercó al archivador, donde se guardaban unas cuantas botellas. Después de servirse un generoso vaso de vino, desapareció de la vista.

– Mófese cuanto quiera, comandante Bond. Sin embargo, creo que incluso usted verá en esta operación algo sin paralelo en la historia.

– ¿Y para qué es necesaria mi intervención?

Bond arqueó una ceja, dando a su semblante una expresión satírica.

– Yo no he dicho que sea necesaria, pero la operación podría fracasar sin la intervención de alguien como usted.

– Muy bien -el agente especial se retrepó en la silla-. Pues hábleme de ese asunto.

– Sintiéndolo mucho, no puedo hacerlo.

Los ojos de Rahani se clavaron en él de tal forma por espacio de, quizá, dos segundos, que Bond dio en pensar que estaba ensayando alguna especie de hipnosis.

– ¿Y en resumidas cuentas?

– En resumidas cuentas, que hemos de devolverle a usted. Ha de regresar.

– ¿Regresar? ¿Adónde?

Demasiado tarde ya, Bond notó a su espalda la presencia de Simon.

– Al lugar de donde viniste.

Sintió el pequeño, incisivo pinchazo a través del tejido de la camisa, en la parte alta del brazo, a unos centímetros del hombro derecho.

Tamil Rahani siguió con su perorata.

– No estamos hablando de historias inventadas por novelistas baratos. De ninguna extorsión basada en el poder de ingenios nucleares ocultos en el corazón de las grandes metrópolis occidentales; de ninguna conjura para secuestrar al presidente, o para someter al mundo reduciendo a cero el valor de las principales divisas. No estamos hablando del empleo de amenazas ni… tampoco… hablamos…

Su voz se fue alejando lentamente, diluyéndose, y por fin se desvaneció.

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