20. El fin de la aventura

Primero se dirigieron en avión a Roma, donde pasaron una semana en la Villa Medici. Era la primera visita de Percy a la Ciudad Eterna, y Bond encontró placer en mostrársela en la medida que lo permitían siete cortas jornadas.

De Roma se trasladaron a Grecia, donde emprendieron un crucero por las islas del Egeo, con una primera escala en Naxos, donde permanecieron dos noches. En Rodas limitaron a una sola noche su estancia, a causa de las hordas de turistas, y a partir de ahí invirtieron el rumbo, deteniéndose un día en un lugar y un par de ellos en otro.

En una semana posterior visitaron el mar Jónico, en cuyas orillas consiguieron encontrar algunas playas y tabernas apartadas de las rutas turísticas.

Fueron días dedicados a evocar lejanas voces del pasado. Bond y Percy intercambiaron recuerdos, largos relatos de juventud y confesiones, y se entregaron en cuerpo y alma el uno al otro. El mundo volvía a ser joven para ellos, y el tiempo se detuvo a su alrededor como sólo puede hacerlo en medio del oscuro misterio de las islas griegas.

Comían langosta recién pescada y saciaban su sed con retsina. Algunas veladas concluían con danzas interpretadas, a brazos desplegados, golpeándose las pantorrillas, por los camareros de algún mesón de carretera en patios emparrados. Descubrieron, al igual que tantas otras parejas antes que ellos, que los taberneros de las islas reconocen los indicios del amor y se encariñan con los enamorados.

Pero en medio de toda aquella alegría compartida, Bond permanecía atento a la presencia de desconocidos, seguro de que Percy, como compañera de profesión, haría otro tanto.

No vieron dos veces un mismo rostro. Ni siquiera -cosa que puede ser más importante- alhajas que ya habían llamado su atención. Los vehículos que observaron a su alrededor, incluso las motocicletas, nunca se repetían. Estaban libres.

Pero los efectivos de ESPECTRO eran numerosos y taimados. Ni Bond ni Percy hubieran podido reparar en los perseguidores que se emboscaban en las sombras.

Por lo regular integrados por cinco personas, los equipos variaban a diario; jamás utilizaban dos veces el mismo coche; y siempre había alguien pronto a seguirles hacia la isla inmediata. En un lugar sería una chica; en otro, un despreocupado muchacho griego; primero un estudiante; luego, un matrimonio inglés de edad ya avanzada; viejos Volkswagen, Hondas flamantes y discretos Peugeot. Cualquier medio les parecía válido. Las órdenes del jefe eran concretas y, llegado el momento, también él apareció en escena.

Aunque Bond y Percy hablaron mucho del porvenir, ni siquiera en la última semana, camino ya de Corfú, desde donde tenían previsto regresar a Londres en vuelo directo, habían conseguido decidir algo sobre el muy debatido tema del matrimonio.

Cuando el viaje tocaba ya a su fin, dieron con un pequeño hotel de bungalows bien retirado de las modernas y palaciegas colmenas de hormigón y cristal. Se levantaba el establecimiento junto a una escondida playita accesible sólo a través de las rocas. Su habitación daba a una ladera sembrada de polvorientos olivos y de arbustos de curioso aspecto victoriano.

A esa habitación regresaban diariamente a la caída de la tarde, y conforme avanzaba el crepúsculo e iniciaban las cigarras su canto incesante, la pareja se entregaba a la práctica del amor, larga, tiernamente, obteniendo de ella una sensación de plenitud como ninguno de ambos recordaba haberla experimentado.

La última noche, con el equipaje todavía por hacer, y habiendo encargado en la taberna una cena especial, cruzaron como solían, unidas las manos, la ladera que conducía a la playa, y penetraron en su aposento atravesando el bosquecillo de olivos. Dejaron abiertos los postigos y echaron las persianas.

Pronto se encontraron entregados el uno al otro, musitando ternezas adolescentes, y gozándose en la intimidad de su pequeño mundo de placer.

Apenas repararon en la oscuridad ni en el canto nocturno de las cigarras. Ninguno de ambos oyó el coche de Tamil Rahani, que se había detenido silenciosamente en la carretera que discurría al pie del hotel. Ni percibieron el acercamiento de su sicario que, calzado con alpargatas, ascendió con pie seguro e inaudibles pasos desde la carretera y, salvado el olivar, se apostó junto a las ventanas.

Tamil Rahani, el heredero de los Blofeld, había decretado que ambos debían morir, y que él asistiría a su muerte. Sólo lamentaba que ésta tuviera que ser rápida.

Cetrino y de corta estatura, el hombre, que era el más sigiloso y certero asesino con que contaba ESPECTRO, escudriñó el interior por el enrejillado de la persiana y, sonriente, retiró de entre sus ropas una cerbatana de marfil, de quince centímetros de longitud. Con cuidado aún mayor introdujo el minúsculo dardo de cera impregnada de letal nicotina pura, y deslizó el extremo de la boquilla a través de la celosía. Percy, tendida en el lecho y con los ojos entornados, ocupaba el lugar más próximo a la ventana.

Su reacción fue producto del largo entrenamiento que le había conferido un instinto casi animal frente al peligro. Con un súbito movimiento, se deshizo del abrazo del sobresaltado Bond y alcanzó el pequeño revólver que siempre dejaba en el suelo, junto a la cama.

Disparó dos veces, volteando desnuda sobre el suelo, según un procedimiento de manual. El hombre, cuya silueta se perfilaba claramente detrás de las persianas, saltó hacia atrás, como a cámara lenta, mientras su último aliento proyectaba el mortífero dardo al vacío.

Bond, ASP en mano, no tardó más de un segundo en situarse junto a ella. Al salir al aire de la noche, oyeron, procedente de la carretera, el rugido de un motor. Sabían, sin que nadie se lo dijera, quién era el dueño de aquel coche.

Más tarde, retirado ya el cadáver, cursadas las oportunas llamadas a Londres y a Washington, y satisfechas por fin la policía y demás autoridades, Bond y Percy se dirigieron en coche a la ciudad de Corfú, donde se alojaron por una noche en uno de sus hoteles importantes.

– Bien; por lo menos esto aclara la situación -dijo Percy-. Ahora sabemos los dos a qué atenernos.

– No te entiendo.

Habían conseguido que les sirviesen una improvisada cena en la habitación. Bond, pese a todo, no conseguía sosegarse.

– Hablo del futuro, James. Después de este desagradable incidente, sabemos lo que nos reserva.

– ¿Quieres decir que ninguno de los dos conoceremos la paz mientras siga vivo el sucesor de los Blofeld?

– Esa es una parte de la cuestión. Pero hay más -hizo una pausa y tomó un sorbo de vino-. He matado, James. He matado de forma mecánica y…

– Eficiente en extremo, cariño.

– Sí, a eso me refería. No somos como la demás gente, ¿verdad? Estamos disciplinados, reglamentados y… obedecemos órdenes. Tenemos que meternos en situaciones peligrosas como quien dice sin previo aviso…

Bond lo meditó un instante.

– Desde luego tienes razón, cariño. Comprendo lo que quieres decir: la gente de nuestra especie no puede interrumpir la marcha y entregarse a una vida normal.

– Exactamente, James. Han sido unos días maravillosos. Los mejores que recuerdo. Pero…

– Pero hemos de darlos por terminados.

Percy asintió. él se inclinó hacia ella, la mesa de por medio, y la besó.

A la mañana siguiente cambiaron sus billetes de avión. Bond fue a despedirla al aeropuerto, y siguió con la mirada el vuelo del avión que, tras recorrer la pista, se remontó en el aire describiendo un círculo en dirección a Atenas, donde Percy transbordaría rumbo a París.

Él saldría una hora más tarde rumbo a Londres, hacia una de sus otras vidas, a desempeñar alguna nueva misión por la patria.

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