CAPÍTULO 12

Gabriel se había comenzado a sentir un poco idiota mientras se acercaba a la tranquila casa solariega. Había olvidado que en el campo todos los palurdos se iban a la cama a una hora impía. Ciertamente no ofendía sus reglas de comportamiento el visitar a una señorita sin anunciarse, usando la despensa desabastecida de su ama de llaves como excusa. Sin embargo, él no podía recordar cuándo, o si alguna vez, había visitado a una bella mujer para mendigar un tazón de harina para su cena.

Era una situación ridícula. Él no podría mantenerse serio cuando se presentara allí, y Alethea viera directamente a través de él, como sospechaba que ella siempre hacía. Era un pensamiento agradable, compartir una risa con ella a costa suya. Pero cuando alcanzó el final del camino, su diversión desapareció. Había un carruaje estacionado delante de los escalones de la entrada, aunque sólo una o dos trémulas luces resplandecían detrás de las ventanas. Alethea aparentemente todavía no se había retirado. Y, aparentemente, ella no estaba sola. Él no debería haber estado sorprendido, pero lo estaba.

Pero él no era ingenuo. Negar la implicación de una visita nocturna sería la ingenuidad extrema. Alethea era una mujer sola, invitadora, bella. No era difícil imaginar que otros hombres la desearan o quisieran atraerla con engaños mientras él estaba en su puerta.

Desmontó y ató a su caballo en el poste de la curva del camino. Los dos lacayos apoyados en contra del carruaje asintieron con la cabeza cuando pasó. Los ignoró.

Un caballero, por supuesto, no se entrometería en un amorío. Pero él era curioso. Era un jugador. Un mendigo sin principios con un tazón vacío.

Subió corriendo los escalones frontales. Golpeó suavemente, esperó algunos segundos, luego entró por sí mismo.

Voces moderadas llegaban desde el final del vestíbulo que conducía a la escalera principal. Él se aclaró la garganta.

– ¿Hay alguien en casa? ¿El mayordomo, el panadero… Alethea? Lady Alethea, ¿está aquí?

Él hizo una pausa. Oyó la profunda y refinada voz de ella. Por el sonido de ésta, ella no estaba en medio de una conversación agradable.

– Ese debe ser uno de tus lacayos llamándote, mi lord -ella estaba diciendo. -. Te daré las buenas noches.

– ¿Reconsiderarás mi oferta?

Los pelos del cuello de Gabriel se erizaron. Caminó hacia las dos figuras iluminadas por las velas. ¿Qué clase de oferta hacía un hombre a esta hora?

– Bueno, allí está -dijo él cordialmente-, he estado golpeando mucho tiempo.

– No oí a alguien golpear -dijo el otro hombre.

– Yo sí -dijo ella rápidamente.

Él estudió su evidentemente nervioso rostro en busca de señales de que él estaba siendo inoportuno y decidió que ella se sentía aliviada por la intrusión. El hecho avivó sus instintos agresivos. Su visita no había sido invitada. Miró más allá de ella evaluando abiertamente a un hombre alto con una chaqueta floreada de brocado que estaba parado a su lado. No era un hacendado local, por su mirada, pero no completamente desconocido, tampoco. ¿Era un pretendiente?

No uno cuya compañía ella había buscado, a juzgar por el entusiasmo con el cual ella se apresuró a adelantarse para conducirlo por el vestíbulo.

– Sir Gabriel -ella lo anunció con tal jocosidad forzada que él se preguntó rápidamente si ella se había convertido en una de esas amantes de la bebida de medianoche-. ¡Qué bueno que haya venido! Había perdido las esperanzas.

Él podría haber jurado que cuando se habían encontrado por última vez en el bosque, se habían separado en términos más inestables.

– Bien, realmente…

Ella lo asió por debajo del brazo y lo arrastró entre ella y el otro hombre. -Llega una hora tarde, señor.

– Así soy yo -dijo él suavemente, deliberadamente empujándola detrás de él.

– Más vale tarde que nunca, sin embargo -dijo con una risa nerviosa.

El otro hombre se enderezó.

– Entonces debe ser más tarde de lo que creí, y debería estar en camino si quiero tener una comida antes de irme a la cama.

Gabriel afirmó su cadera en contra del aparador como si no tuviera intención de ser el primero en salir. De hecho, él no se iría hasta que estuviera seguro de que ella estaba libre de su invitado no deseado. Alethea no se había movido, excepto por un involuntario pequeño temblor cuando la visita la recorrió con la mirada.

– Lo que te he propuso aún sigue en pie -el caballero le dijo a Alethea, al mismo tiempo que le volvía la espalda a Gabriel-. No me gusta pensar que estás soportando tu pena en soledad.

– He tenido un año para apenarme -Alethea le replicó.

Gabriel bufó ligeramente. A él le gustaría encontrar a este hombre solo en un callejón oscuro y proporcionarle alguna pena. No llegaría ese momento demasiado pronto por lo que parecía.

– Mejor apresúrese -le dijo él-. Los puentes en esta área pueden ser homicidas. Hay fantasmas, también. Y murciélagos.

El hombre más grande miró alrededor para dirigirle una prolongada y dura mirada.

– Usted no es alguien que reconozca, señor. ¿Nos hemos conocido?

– No a menos que usted frecuente los infiernos de los juegos de azar.

El labio superior del hombre se curvó en una mueca.

– Afortunadamente, no lo hago. Pero lo he visto… ¿Boscastle?

Gabriel miró detrás de él. Ahora él sabía quién era este idiota pomposo. El Mayor Hazelnuts. El heredero. Los hermanos mayores de Gabriel habían robado el caballo de Guy y se lo habían dado a los gitanos cuando lo habían atrapado azotándolo en una rabieta.

– Usted tiene ventaja. Yo no conozco su nombre.

– Mayor Lord Guy Hazlett.

– Ah. -Gabriel respondió con una sonrisa despectiva, dando a entender que el nombre no significaba nada para él-. ¿Y usted es… el tío de Lady Alethea? -Le preguntó, como si remarcar la diferencia de edad entre los dos fuera una señal de respeto y no un insulto patente.

Hazlett frunció el ceño.

– Habría sido su cuñado si no hubiese ocurrido la desgracia en mi familia. -Con lo cual él claramente quiso decir que eso le daba el derecho de visitarla sin avisar a avanzadas horas de la noche.

Su cuñado, su culo. Gabriel se rió interiormente. Él conocía una intención más oscura cuando veía una.

Hazlett alzó su hombro.

– ¿Y su relación con ella, señor?

Él se desplomó pesadamente en la dura silla de roble del vestíbulo. No había sido invitado a sentarse. Era maleducado. Sin embargo, mientras Alethea no expresara ninguna objeción, él decidió que era responsabilidad suya despachar a Hazelnuts. Ella podría sermonearlo por su conducta más tarde.

– Somos vecinos -le dijo sucintamente-. De hecho, tengo algo para ella.-Apoyó su tazón en el piso y sacó de debajo de su brazo la fusta que a ella se le había caído más temprano durante el día-. Se dejó esto en la paja cuando me despertó hoy -le dijo cándidamente.

Las cejas de Alethea se levantaron.

– Qué considerado de su parte.

– Bueno, dado que estaba viniendo de cualquier manera…

– Todo ese camino para entregar un látigo -Hazlett masculló-. Como si no podría haber esperado hasta que sea de mañana o pudiese haber sido traído por un criado.

Gabriel sonrió abiertamente cuando ella tomó la fusta de su mano.

– Uno nunca sabe cuándo una pequeña disciplina será muy útil -le dijo-. Entiendo que uno no puede abrirle la puerta por la noche a cualquier persona que no sea segura, incluso aquí en el campo. ¿Quién sabe lo que las personas repugnantes podrían estar buscando?

Hazlett sonrió sin humor.

– De hecho. ¿Puedo llevarlo a su casa, ahora que su buena obra ha sido finalizada? Mi carruaje está justo afuera.

– No hay necesidad -Gabriel dijo frívolamente-. Tengo a mi caballo, gracias, y de hecho, he sido enviado por otra persona para un asunto diferente. Uno privado, debería agregar.

– ¿Un asunto privado? -Alethea y Hazlett dijeron a coro.

Gabriel hizo una solemne inclinación de cabeza. -Es más bien embarazoso. No tengo la libertad de revelarlo a nadie que no sea Lady Alethea.

Alethea presionó los labios y no hizo comentarios. Hazlett sacudió la cabeza rendido.

– Debería ponerme en camino antes de que la posada se llene para la noche -dijo-. Me encargaré personalmente de saber cómo estás de vez en cuando, Alethea.

Gabriel saltó sobre sus pies.

– Pienso que entre el hermano de ella y la parroquia, podremos preservarla de las malas influencias… ¿no lo cree, Alethea?

Ella murmuró algo por lo bajo. Él volvió a sonreír con brillante inocencia. Tenía la sensación de que estaba metiéndose en problemas con ella por juguetear. Quizá a ella en realidad le gustara este Lord Hazelnuts. Sin embargo, cuando finalmente el hombre se fue, Gabriel no sintió ni la más mínima culpa. Ninguna en absoluto.

Ni siquiera cuando Alethea lo miró y le preguntó, -¿qué hace usted aquí a estas horas de la noche, Gabriel?

– Vi una luz en la ventana…

– ¿Y una luz lo atrajo hasta mi casa? Mentiroso.

– Pensé que acababa de decir que había sido invitado.

– Oh, honestamente.

– ¡Qué bueno que haya venido! -Él citó-. Había perdido las esperanzas.

– Eso fue… -Ella se mordió los labios-. Una excusa.

Él se rió silenciosamente. -¿Entonces no soy realmente bienvenido?

– Gabriel, usualmente estoy acostada a esta hora.

El poderoso sentido de protección que él ya sentía ahora se mezcló con la lujuria.

– ¿Mejor tarde que nunca?

– ¿Es ese el asunto privado por el que ha venido?

Él vaciló.

– Mi ama de llaves me envió por un tazón de harina.

Ella sacudió la cabeza con resignación.

– Debería haberlo sabido. La Señora Miniver es la peor ama de llaves en el mundo. Sígame.

– Mi tazón…

– No importa. Le enviaré una bolsa.

Fue una larga caminata hasta las cocinas. Por una vez Gabriel bendijo la antigua arquitectura de épocas pasadas que separaba a un edificio de otro. Causaba ciertas incomodidades, pero le daba algunos momentos a solas con Alethea, aunque ella no pareciera inclinada para apreciar la oportunidad por sí misma.

Entraron en un oscuro vestíbulo con vigas de madera, al final del cual la luz del fuego resplandecía a través de la puerta arqueada de la chimenea de la cocina. Él le puso una mano en su hombro.

– No le gustaba ese hombre -le dijo suavemente.

Ella se dio vuelta, sus oscuros ojos evadiendo los de él.

– No. Gracias.

– ¿Por…?

– Su intervención fue bienvenida.

– ¿La molestó? -Le preguntó, su cólera encendiéndose-. Por Dios, ¿llegué demasiado tarde o justo a tiempo?

Ella sacudió la cabeza.

– Llegó en el momento perfecto.

– ¿Estaba afligida porque le trajo recuerdos de su hermano? -Él presagió, repentinamente sintiéndose torpe y no queriendo que este momento terminara. Sospechaba que ella no tenía muchas ganas de contestar, que probablemente esperaba que él se fuera.

Su voz fue apenas audible. -Fue desconcertante verlo, eso es todo.

Él frunció el ceño, dándose cuenta de que ella se había escapado de una respuesta sincera.

– ¿La estoy molestando?

Ella se rió inesperadamente.

– Sí. . Desde el preciso momento en que posé mi vista sobre usted, usted ha sido un desconcierto. Siempre había esperado…

– Alethea.

Él la agarró por la cintura, sus ojos fijos en los de ella, y lentamente la moldeó contra su longitud. Por un momento ninguno de ellos se movió. Él pensó que era mejor actuar como si estuviera contemplando la situación en la que estaban, que confesar que su deseo por ella lo estaba atormentando.

– Gabriel -ella susurró-, esto es…

– No me hagas ir todavía. Por favor, por favor.

Ella se movió indecisamente, luego se apaciguó con beneplácito, elevando la mano para apoyarla ligeramente sobre su brazo. El cuerpo de él se endureció con desvergonzada anticipación. Necesitaba besarla tan desesperadamente como necesitaba el aire. Pero esta vez se preparó para lo que ella le haría sentir, y decidió que ella sentiría una agitación similar.

Él la contempló en silencio meditando, esperando, hasta que sus labios se abrieron en el más puro de los suspiros. Su invitación. Él deslizó su mano hacia arriba de su espalda, entre sus omoplatos, hacia su nuca, para sostener su cabeza. Ella no dijo nada, sus ojos oscuros deshaciéndolo, cuestionando cuál sería su siguiente maniobra.

Él inclinó su cabeza en respuesta. Ella se tensó. Él ubicó su otra mano firmemente en su cadera mientras sus labios tentaban a los de ella. Ella cerró los ojos. Su guardia se cayó, y el corazón de él golpeó con excitación hasta que cada pulso de su cuerpo hacía eco con la despiadada contención de su deseo.

Ella era suya por este momento. Él sabía eso mientras la besaba. Ella fue suya hasta que hizo un sonido confuso que le devolvió los sentidos. Incluso entonces él no pudo moverse, su boca todavía tocando la suya de manera que saboreaba su exhalación de aliento, el dulce sabor que deja el jerez.

– Lo siento. Creo que he perdido el hilo de nuestra conversación.

Ella sonrió, mirándolo a los ojos, y suavemente lo abofeteó en la parte trasera de su muslo con su fusta.

– Y yo creo que usted fue el que mencionó el momento oportuno para otorgar una disciplina.

Él cerró los ojos, permitiéndose un delicioso momento de auto-tortura. -Yo pedí eso.

– Y yo le pregunté qué está haciendo aquí a estas horas -dijo ella suavemente. -Podría haber enviado a un criado por harina.

Él abrió los ojos. -La estaba rescatando, ¿verdad?

Ella le arrastró la fusta hacia arriba de su pecho, delicadamente acariciándole la cicatriz de su garganta.

– A menos que usted haya estado espiando a través de las ventanas, no puedo imaginarme cómo habría sabido que necesitaba ser rescatada.

Ella giró, sólo para encontrarse a sí misma arrastrada hacia atrás y atrapada otra vez dentro de sus brazos. Su corazón revoloteó con una inesperada excitación cuando la miró directamente a los ojos. Ella no lo hizo, no podía, encontrar la fuerza para apartar la mirada. Él sonrió, entonces la apretó contra su pecho. Sin una palabra, bajó la cabeza y la besó otra vez.

Ella tomó una respiración e intentó contar hasta diez para aclarar sus pensamientos. Perdió la cuenta de los números en el tres. Su beso lograba que cualquier esfuerzo para ignorarlo fuera inútil. El calor palpitaba abajo de sus hombros, sus brazos, su columna vertebral. Repentinamente se sentía desinhibida, prendiéndose fuego. Liviana como una llama, capaz de abrasar cualquier cosa que tocara. Gabriel. El único hombre de quien ella debería alejarse cueste lo que cueste. Pero él había llegado para rescatarla, su caballero andante. Sólo por ese único acto ella podría convencerse a sí misma que él merecía un beso, incluso aunque ella no tuviera idea de quien la rescataría de él.

Se apartó de él. Él continuó, sus manos expertamente rozando la forma de sus pechos, su espalda, luego abandonó ese malvado saqueo antes de que ella pudiera protestar.

¿Quién habría sabido que sus gruesos dedos llenos de callos podrían evocar este anhelo de entregarse?

– ¿Por qué? -susurró con desconcierto-. ¿Por qué le permití besarme?

Él se rió.

– No tengo ni idea. Mi consejo, la regla que sigo, es gozar ahora y arrepentirme más tarde.

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