CAPÍTULO 03

El sentido común, así como la experiencia pasada con sus anteriores vecinos, advirtió a Alethea que no se podía confiar en cualquier hombre que hubiera ganado Helbourne Hall en un juego de cartas. Aun así, uno tenía que conceder incluso a un jugador, el beneficio de la duda, sin extender la mano de la amistad.

Podía no tener más esperanzas de casarse y ser la señora de su propia finca. Podía haber renunciado a su creencia en hombres apuestos y finales felices en el último año. Pero sin duda el destino podría al menos considerar enviar a Helbourne a un hombre decente que sacase provecho de su suerte y se estableciese ahí.

Parecía un pequeño favor el que pedía. Que por una vez, Helbourne desafiase su lóbrega historia y reclamara a un propietario de buena reputación para que Alethea pudiera seguir aislándose del mundo y de sus cosas desagradables.

El guardabosque de su hermano, Yates, llegó corriendo entre los árboles con tres mastines enlazados, ladrando furiosamente al puente. Su gorro verde estaba corrido por encima de su oreja izquierda. Su antiguo trabuco, cuyo rugido ensordecedor demostraba que todavía funcionaba, se apoyaba en su hombro. -Averiguamos su nombre, milady. Su cochero fue a parar a nuestra casa por error. Es un Boscastle.

Alethea volvió la cabeza. El asombro le disparó los nervios. -Un…

– Los Boscastles son una familia muy conocida -añadió Cooper, el lacayo que le había acompañado-. Cada sirviente en Londres sueña con trabajar para el marqués, y ahora una de las hermanas acaba de casarse con un duque. Siempre están en los periódicos.

Alethea estudió la robusta figura que parecía estar conversando con su enorme caballo. Un caballero oscuro, pensó de nuevo. La aprensión se mezcló con un recuerdo conmovedor del pasado. Así que él había vuelto a casa, y al parecer sin más decoro que el que había tenido cuando se fue.

El lacayo se aclaró la garganta.

– ¿Ha oído lo que dije, milady? No es un diablo ordinario.

– ¿Uno especial, entonces?

– Es un Boscastle de Londres.

– Hay más ramas de la familia Boscastle que la notoria línea de Londres -murmuró ella, dando otra mirada furtiva a la figura de hombros anchos en el puente. El corazón le empezó a latir con un ritmo irracional.

– ¿Conoce personalmente a alguno de los Boscastles? -preguntó cuidadosamente el guardabosque. No llevaba mucho tiempo al servicio de su hermano y por lo tanto sabía poco de la historia de Helbourne.

– Hace mucho tiempo conocí a tres de los jóvenes caballeros. -Sonrió a su pesar-. No nos relacionábamos. Cuando era más joven, su familia residía no muy lejos de aquí. Pero este hombre…

– Sir Gabriel Boscastle -irrumpió el guardabosque, su mirada ahora también fija en el hombre del puente-. Ese fue el nombre que su cochero nos dio.

– Gabriel. Sir Gabriel ahora, ¿verdad?

– Sí -dijo el guardabosque-. Era un coronel de caballería.

– Eso parece apropiado. Siempre tuvo pasión por los caballos.

– He oído que ahora tiene otras pasiones.

– ¿De verdad, Yates?

– Perdone, Lady Alethea.

Ella se acercó un poco más al puente. Su caballero oscuro ahora también la estaba mirando. Dudaba que la pudiese reconocer. En los viejos tiempos, había realizado grandes esfuerzos con su apariencia. Ahora su cabello había crecido y era rebelde. Se vestía de un gris opaco por comodidad y raramente se acordaba de usar guantes. No es que le importara impresionar a un granuja, que era en lo que Gabriel se había convertido, sin gran sorpresa de nadie.

Por lo que había oído, su chico malo había sido un soldado en España. Un libertino entre los regimientos, y un jugador despiadado que ganaba las propiedades de imprudentes jóvenes caballeros.

Siempre había rezado para que no acabara mal. Mamá había tenido razón, excepto… que todavía no había llegado realmente el final ¿verdad? Sus primeros años de vida no habían sido fáciles. Tal vez se las había arreglado lo mejor que pudo. Su padrastro había tenido una reputación de ser cruel.

Ahora sabía lo que no supo entonces. Que otras personas, incluso aquellas que dicen preocuparse por ti, pueden causarte un profundo dolor. Pueden herirte de una manera indescriptible.

– ¿Qué hacemos, milady? -preguntó el lacayo-, parece un tipo formidable.

– Creo que lo es.

No estaba segura de qué hacer. Podía estallar en un ataque de risa por la ironía, o más sabiamente cabalgar a la iglesia del pueblo y pedir santuario al vicario. Sir Gabriel sin duda exudaba un aire diabólico que desafiaba su deseo de ver, para variar, a un hombre decente tomar posesión de Helbourne.

De todas maneras, ella no era responsable de sus costumbres.

Caminó lentamente hacia él.

– ¿Gabriel Boscastle? No lo puedo creer. ¿Es realmente usted, después de todos estos años?

Él se rió un poco incómodo, sin moverse pero observándola tan atentamente que supo que los rumores acerca de él debían ser ciertos.

– Si admito esa identidad, ¿me van a disparar por un crimen del cual no tengo conocimiento de haber cometido?

– ¿Ha cometido muchos crímenes? -preguntó burlona.

Él sonrió, produciéndole un rubor involuntario en las mejillas.

– ¿Me va a castigar si los admito?

– No.

– Qué lástima.

Ella se había acercado lo suficiente para examinarlo a la luz de la luna salpicada de árboles. Ah, qué rostro tan imponente. Esos mismos rasgos esculpidos, los intensos ojos azules que quemaban con fuego interior, pero ahora estaba más adulto, más tenso, todo rastro de dolor y humillación de la niñez enterrado, si no muerto. La cicatriz púrpura que dividía en dos su mandíbula inferior para terminar en un profundo corte arrugado a través de la garganta se veía espantosa, pero no lo desfiguraba. Podría haberse asustado si no lo hubiese conocido antes.

Gabriel siempre había tenido una actitud que hacía que aquellos que se le acercaban, hiciesen una pausa. Ahora tenía una marca física para desanimar a cualquiera cuya presencia no hubiese sido invitada. Ella supuso que eso no le importaba en lo más mínimo. Sin embargo todavía la tentaba, según las palabras de su difunto padre, a aventurarse donde no debía.

Ella no llegó a pisar el puente.

– No creo que debiera cruzar hasta aquí -le remarcó él calmadamente, evaluando su cuerpo cubierto con la capa-. Puede caerse y me vería obligado a salvarla.

Ella dejó escapar el aire. Su voz era más áspera de lo que recordaba, tal vez más cínica, baja, controlada.

– Tampoco usted debería cruzarlo, ¿No vio el cartel?

Se encogió de hombros. Ahora también era más alto, sus hombros anchos, su torso bien formado.

– Creí que era para mantener alejados a los intrusos. De todos modos, ¿de quién es el puente?

– Es suyo. -Ella hizo una pausa.

Se había convertido en un hombre extraordinariamente atractivo, y parecía darse cuenta. Ciertamente, no hizo ningún intento de ocultar su evidente interés en su apariencia femenina, examinando lentamente su rostro y figura hasta que el calor le subió por los hombros y el cuello.

– Dígame que sólo es un intruso -dijo en voz baja-. O que es un visitante de la persona a quien ahora le pertenece el lugar. Oh, por Dios, Gabriel… ¿No me recuerda?

Él sonrió, los ojos fijos en los de ella.

– Lady Alethea. -E hizo una reverencia burlona. El puente donde él estaba parado crujió, otra advertencia no tomada en cuenta-. El placer de volver a verla es sin duda todo mío.

Chico malvado.

Ella luchó contra una sonrisa hasta que rompió en carcajadas.

– Sólo puedo esperar que sea más agradable que la última vez que hablé con usted. ¿Se acuerda? Me ofenderé si se ha olvidado.

Era difícil de creer que una vez hubiese sentido lástima por Gabriel. Se había estado metiendo en problemas, cada vez más profundamente, en los meses que siguieron a la muerte de su padre. Siempre había parecido más maduro que su edad. Hasta esa noche, todavía podía sentir los fieros ojos azules, evaluándola cuando ella pasó por delante de él con su delicado y pequeño poni. Había sido grosero por su parte que continuara mirándola fijamente. Su mozo de cuadra había incluso regañado a Gabriel una vez por hacerlo.

Pero eso no lo detuvo.

Chico desgraciado.

Hombre seductor.

Él la seguía mirando de esa manera que la hacía sentir avergonzada y acalorada.

Sin embargo, parecía haber algo diferente en sus ojos ahora. Conocimiento. Una consciencia cautelosa, que ella reconocía de sus propias experiencias.

– No creería que alguna vez la olvidaría, ¿verdad, mi bella campeona? -preguntó con los brazos apoyados en la endeble baranda.

Ella miró a su séquito avergonzada.

– Apenas nos conocíamos. Creo que sólo hablamos en algunas ocasiones, la última fue cuando estuvo confinado en la plaza del pueblo.

– Recuerdo nuestra conversación. -Levantó su mano y se la llevó al corazón-. Las palabras estarán para siempre grabadas en esta cavidad vacía. Me temo que ese no fue uno de mis mejores recuerdos. No por culpa suya.

– ¿Por qué ha vuelto? -preguntó en voz baja.

– He venido a reclamar mi propiedad… Helbourne Hall. ¿Me podría indicar dónde está?

Sacudió la cabeza decepcionada. -Está cruzando el puente, justo detrás de usted. No se puede perder. -Señaló más allá de él-. Allá.

Sus blancos dientes brillaron en una sonrisa triste. -La casa del cuidador querrá decir… -miró a su alrededor dando un resoplido de burla-. ¿O eso es el granero?

Ella sonrió lentamente, pensando que de todos los usurpadores anteriores de la mansión, Gabriel parecía el más adecuado para la finca.

– Voy a darle otra advertencia… acerca del personal que ha heredado. Me han dicho que son propensos a dar problemas y a dejar de lado sus deberes.

Ella oyó la risita de su lacayo, y le lanzó una mirada para silenciarlo.

– Los sirvientes son inestables por la rápida sucesión de los dueños -continuó-. Sin estabilidad y una correcta orientación, han aprendido a aprovecharse. -Lo que era una manera educada de informarle que su personal estaba compuesto de borrachos, ex delincuentes y marginados sociales.

Por un momento satisfactorio, pensó que había tocado sus principios más elevados. Entonces levantó una ceja como un demonio empeñado, y preguntó: -¿Supongo que usted no viene con la casa?

Ella le dirigió una media sonrisa desdeñosa y retrocedió un paso.

– Dulces sueños, sir Gabriel. Si el río se lo lleva lejos, no diga que nadie lo advirtió.

– Alethea…

Ella vaciló.

– ¿Sí?

– Nada. No importa.

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