CAPÍTULO 43

Sir Gabriel contestó todas las preguntas que le hicieron los detectives tan honestamente como pudo.

¿Conocía al intruso?

No. No conocía a su hermano. Era un extraño para él, y dijo eso, exactamente.

¿Podría reconocerlo en un grupo?

Improbable. Y si lo reconocía, no se detendría a renovar la relación. Tampoco se molestó en mencionar a la mujer que parecía estar siguiendo a Sebastián.

Sin embargo, todavía tenía su pistola, pero como no le preguntaron, no ofreció esa información. De todas maneras, estaba vacía.

– Caballeros -dijo finalmente Gabriel a sus interrogadores-, les he dado toda la información que pude, y… ¿les mencioné que me voy a casar pasado mañana? Tenía la esperanza de pasar mis dos últimas noches de soltero en actividades más estimulantes.

Los dos detectives le ofrecieron abundantes disculpas. Explicaron que sólo detenían a los ladrones, y que el oficial regular había sido llamado a un asesinato en la calle Old Bond.

Una hora después, la excitación de la aventura del enmascarado de Mayfair se había desparramado por todo Londres. No se había robado nada. Probablemente se trataba de un bromista. Y el testigo más confiable hasta ahora, la única persona que había hablado con el hombre, Sir Gabriel Boscastle, no podía entregar ninguna información útil para identificarlo.

Desgraciadamente hubieron algunas almas sospechosas que cuestionaron la afirmación de Sir Gabriel de haber confrontado a una persona que se decía era muy parecida a él.

¿Se trataba de un complot ingenioso para desviar a las autoridades de la pista? Algunos se habrían convencido de esta posibilidad, si el cochero de un viejo carruaje no hubiese declarado que esa noche casi había chocado con un carro que llevaba a un hombre disfrazado.

Cuando el interrogatorio estaba terminando, Lord Drake y Lord Devon Boscastle aparecieron a buscar a Gabriel para llevarlo por la ciudad. Les contó lo que pasó, dejando fuera los detalles.

Era su última noche de soltero. Mañana en la noche llevaría a Alethea al teatro a ver una obra. Sus primos no se habían decidido si llevarlo a Covent Garden, el antro de juego con la peor fama, o si dejarlo donde Audrey Watson para una buena charla.

Al final ganó el juego. Alethea sólo se enojaría si volvía con otra hipoteca. Nunca le volvería a hablar otra vez si ponía un pie en lo de Audrey, a pesar del mutuo aprecio que ambos sentían por la mujer.

Así que partieron en tres coches diferentes, Gabriel y sus primos en uno, otros amigos de la fiesta de Timothy en el segundo y, el tercero, transportaba a los seguidores que iban donde los Boscastles iban, por el privilegio de poder contar que el grupo infame los habían invitado.

Los clubs les daban la bienvenida. Los antiguos amigos se quedaban un rato, a compartir una broma, un trago, recuerdos de cuando eran solteros. Pero para la mayoría, la vida había cambiado en Londres. La guerra había acabado y la expansión mundial consumía la mente de los políticos. Aquellos que eran suficientemente sensatos para darse cuenta del esfuerzo que se requería para sanar los problemas en casa, no tenían ningún interés en empujar los límites territoriales hacia reinos lejanos. Otros, buscaban nuevas riquezas y tierras para saquear.

El resto parecía contento de volver a sus vidas en casa. Gabriel tenía mucho en la mente para disfrutar. Ya estaba aburrido con el juego del faro [7] que estaba ganando. Sus primos, Drake y Devon, no estaban jugando, hablaban de política con un miembro del gabinete.

Los jugadores consagrados iban apareciendo a medida que la noche avanzaba. Ese era el momento en que Gabriel, típicamente, hacía su aparición.

Pero ahora solamente jugaba, y dividió las tres mil libras que ganó, entre sus amigos. El bribón al que le había ganado quedó en silencio, mirando a Gabriel sin expresión, bajo el sombrero alón de paja. Gabriel nunca había jugado con él antes. Pero un amigo dijo que había estado ganado continuadamente, y que era un tramposo. Se trataba de un ex cirujano del ejército de Yorkshire que andaba con un grupo violento de soldados descontentos.

– Voy a Brooks a tomar un café -le dijo Gabriel a Drake-. Terminé aquí.

– Espera, iremos todos.

– Encontrarme allá -dijo estirando los brazos sobre la cabeza-. Necesito caminar.

En realidad necesitaba tiempo para pensar acerca de lo que había pasado esta noche.

Seguramente sería la última vez que caminaría por las calles de Londres, al menos camino a algún entretenimiento. El impulso de buscar una distracción había sufrido una muerte tan natural, que no se había dado cuenta que ya se había ido. En el pasado, habría jugado media noche, comido carne y pescado en Covent Garden, y enseguida pasaría una hora en Ranelagh o Vauxhall. Habían habido clubs, apuestas de caballo, cenas gastronómicas y mujeres bonitas deseosas de compartir sus dormitorios con un bribón Boscastle. Había gozado tomando riesgos.

Pero ninguno de estos ex lugares favoritos, lo tentaba. Incluso cuando cruzó la calle y un grupo de oficiales amigos lo llamaron e invitaron a ir en coche para ir a comer langosta a la calle Bond, sólo se rió y los despidió con una mano. No sería una buena compañía con el ánimo que tenía.

Se había convencido que le daba lo mismo que sus hermanos lo hubiesen abandonado. Había sentido rabia cuando era más joven, cuando su padrastro le quebró una mano porque había llevado un perro callejero a casa, cuando el hombre le magulló la cara a su madre por defenderlo. Había crecido, peleado en una guerra, se hizo jugador, viviendo de las pérdidas de otros hombres. Nunca le había hecho daño a nadie sin razón. Incluso su mundo tenía reglas que seguir.

Porque Alethea lo había escogido, él había escogido dejar esta vida que tarde o temprano lo hubiese matado. Con su dama criarían hijos y caballos purasangre, juntos, llevarían perros callejeros y niños perdidos a casa, siempre que pudiesen. Y si muriese joven, como le había pasado a su padre, sabía que sus parientes Boscastles, protegerían a su esposa y familia, cuando ya no estuviese más.

Era un hombre. Sus días de rabia e irresponsabilidad, quedaban atrás. Había tenido la oportunidad de realizar los sueños que sus padres habían tenido para él. Todos los pensamientos de venganza que lo habían impulsado, ya no tenían ningún valor.

Esto era lo que había creído hasta unas pocas horas atrás, cuando su hermano había reaparecido en su vida.

Súbitamente sintió rabia otra vez, sus demonios habían despertado, y los recuerdos que creía enterrados se levantaron de sus tumbas para atormentarlo. Su padrastro tirándole agua sucia a la cara cuando se quedaba dormido, o cortándole con un cuchillo el pelo negro lustroso a su madre porque un aldeano le había hecho un cumplido en el mercado. Los libros que Gabriel llevaba a casa de la escuela para leer, ardiendo en la chimenea. Las pullas crueles acerca de la muerte de su padre, y Gabriel aguantando las lágrimas.

Solo. Sus tres hermanos se habían ido. El mayor se había escapado antes que muriera su padre, pero Sebastián y Colin podrían haberse quedado. ¿Por qué tenía que proteger a Sebastián? ¿Por qué no entregaba a ese bastardo podrido a las autoridades?

Y no quería nada de él.

Dio vuelta una esquina y se dio cuenta que no estaba en la calle St. James, sino en un callejón angosto hacia Piccadilly.

Y no estaba solo.

Tres hombres vestidos de oscuro estaban parados frente a dos coches, demasiado bien vestidos para ser carteristas, pretendiendo obviamente, que no habían notado que él se aproximaba.

Lanzó una mirada al otro lado de la calle. La tienda de chocolate hacía rato que estaba cerrada; un borracho iba en la otra dirección.

Respiró profundo y continuó caminando. Uno de los hombres levantó la vista. Y Gabriel los reconoció. El cirujano de Yorkshire al que le había ganado en el antro. Con él había dos jóvenes altos, paseándose agitados. Su mirada bajó al palo que uno de ellos tenía tapado con la capa.

Susurró una palabrota, sacó el cuchillo de la bota sin perder el paso. No había ningún otro vehículo en la calle. Excepto un carro maltrecho tirado por un burro cargado con trapos y diarios, diablos, sería el mismo carro que…

Miró al borracho desplomado contra una rueda, con una botella colgando de la mano.

¿Se imaginó que sus ojos se encontraron?

Este no era… sí era. Sebastián.

¿Era un arreglo? ¿Una emboscada?

¿Podía el último juego ser una trampa desde un comienzo? ¿Algún tipo de intriga política? ¿Una deuda personal que envolvía a una mujer?

Iba a tener que figurarse los detalles más tarde.

Por el momento tenía que reaccionar. Agarró bien el cuchillo.

Tal vez le podría agradecer después a su hermano por someter a Gabriel al ataque de una banda callejera, justo cuando tenía que presentarse intacto a su boda pasado mañana.

Sin embargo sabía que tenía que correr, incluso podía volverse. Sus instintos le dijeron que lo perseguirían, pero él era malditamente rápido con sus pies.

No había pasado la calle del nochero con su cartel de advertencia de “Cuidado con las Casas Malas”. Lo más probable era que el raspador de huesos de Yorkshire y sus dos demonios fuesen extraños en Londres. Gabriel podría lanzarse a toda carrera a través de la calle Half Moon y perderlos en Piccadilly. Pero estaba empezando a lloviznar. Prefería pelear en vez de correr como un cobarde bajo la lluvia.

Sentía curiosidad acerca de qué tenía que ver su hermano en este asunto desagradable.

Examinó la calle; sus pasos hacían eco en la bruma que bajaba. La figura echada sobre la rueda no se movió, inerte al mundo, despeinado, y la cara ensombrecida con la mugre.

Buen disfraz, pensó Gabriel divertido. Los tres hombres se apresuraron contra él, mientras un pequeño carruaje traqueteó por la esquina y desapareció en la niebla. Gabriel arrojó a la alcantarilla al primer hombre que lo atacó, antes que los otros dos lo inmovilizaran por el cuello y hombros y lo arrastraran a un callejón atrás de la taberna. Un gato pasó como una flecha. Un postigo se cerró en la ventana de arriba iluminada con una vela.

– ¿Dónde está mi dinero? -preguntó el cirujano con una sonrisa, poniéndole un bisturí en el cuello mientras su compañero forcejeaba por restringirlo.

Gabriel se quedó inmóvil un momento, apoyándose con una sumisión engañosa en el pecho del otro hombre para usarlo como palanca. Con una sonrisa sin humor, sacó una pierna hacia adentro y con una patada en dos tiempos, mandó al hombre más alto hacia atrás unos cuantos peldaños más abajo.

– Lo di para caridad -dijo limpiándose los puños-. Si quieres más, hay una iglesia a la vuelta que admite mendigos.

El cirujano se puso de pie de un salto.

– No quiero sólo dinero. -La saliva marcaba sus palabras y una hoja larga y curva brilló en la llovizna-. Quiero que tu sangre corra por la alcantarilla. Quiero destriparte y alimentar a las ratas de la ciudad con tu cuerpo.

Gabriel suspiró. Dios sabía que disfrutaba una buena pelea como cualquier oficial de caballería desocupado, pero ya tenía un ojo morado, y sería feo si le prometía fidelidad a su esposa con una sonrisa sin dientes.

– Eres un maldito mal jugador. No tengo ninguna razón para creer que serás mejor peleando. Y en nombre de todos esos pobres bastardos que murieron bajo tu cuchillo en nombre de la medicina, voy a igualar el marcador.

El cuchillo de Gabriel brilló, e inmediatamente puso al estúpido contra la pared, con la punta de la hoja presionando delicadamente la yugular.

– Realmente debiera matarte. Pero la visión de la sangre fresca…

Dejó la frase a medias mientras oía pasos corriendo detrás de él, en seguida sintió el palo golpearle el hombro. El primer bastardo se había recuperado lo suficiente como para vengarse. Y lo golpeó duro, balanceando el palo en la parte de atrás de la cabeza de Gabriel esta vez.

Se agachó, giró y le dio un cabezazo en el estómago.

– Mantenlo firme -dijo el cirujano y Gabriel tiró el codo hacia atrás mientras el bisturí le cortaba la manga de la chaqueta. La piel le escoció. Nada fatal, una cicatriz más.

– ¡Gabriel!

Vio movimiento a su derecha, dobló la cabeza lo suficiente para ver al infeliz de la calle que había estado tirado a un lado del carro. Sus dos asaltantes también lo notaron, y con la distracción momentánea, se pudo soltar mientras su hermano avanzaba.

– ¿Quién te pidió ayuda? -dijo, mientras agarraba la espada que Sebastián le tiró.

– Nuestra madre. -La cara sucia de Sebastián rompió en una sonrisa atractiva-. Parece que descuidé mis deberes fraternales contigo, y ahora tengo que compensarlo.

Gabriel probó el peso de la espada en su brazo, y gruñó.

– No he tenido necesidad de mi familia por… ni siquiera creo que tengo una familia, excepto unos cuantos primos en Londres.

Sebastián retrocedió hacia Gabriel hasta que quedaron hombro con hombro, las espadas levantadas, los cuerpos haciendo un círculo al unísono, para defenderse del ataque que viniese de cualquier parte.

– ¿Todavía quieres renegar de mí? -Sebastián preguntó a la ligera.

Gabriel se rió.

– Tú renegaste de mí hace mucho tiempo. No quiero saber nada de ti. ¿Qué quieres de mí, en todo caso, aparte de hacerte pasar por mí para robar a las mujeres?

– ¿Creíste que iba a faltar a darle los mejores deseos a mi hermano menor el día de su boda?

Gabriel entrecerró los ojos. El cirujano había sacado una pistola del cinturón.

– Faltaste para despedirte cuando te fuiste, para qué molestarse ahora, tiene una pistola, sabes.

– ¿No eres el héroe que confiscó cuatro cañones enemigos y jugó cartas sobre el quinto? Te manejaste muy bien sin mí.

Empujó a Gabriel detrás suyo cuando la pistola brilló en la llovizna.

– El arma funciona, también.

Gabriel empezó a maldecir. Una quemadura que empezó a extenderse desde sus costillas inferiores izquierdas, apagó las palabras en su garganta. Miró hacia abajo esperando ver una mancha oscura de sangre. Y la vio… sangre que fluía de su propia carne así como del brazo de su hermano que lo había pasado a su alrededor para absorber el balazo.

Sangre de hermanos. Diablos, no se iba a dejar llevar por el sentimentalismo.

– No voy a olvidar tan fácilmente, Sebastián, bastardo -murmuró, agachándose en una posición protectora para lanzar el cuchillo, con la espada en alto en la otra mano.

Sebastián se dejó caer a su lado, sonriendo sombríamente.

– Me da lo mismo si no olvidas. Es nuestra madre la que me preocupa.

Los otros tres hombres se acercaron alrededor de los dos hermanos, que tiempo atrás habían atacado a los niños del pueblo por deporte.

– Ella no va a volver a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó Gabriel preocupado.

– Eso depende de su nuevo esposo. Si lo hace, tendremos mucho que explicar.

Gabriel saltó hacia arriba atacando con la espada a uno de los asaltantes y dándole una patada en la ingle al otro. El sable de Sebastien centelleó. El cirujano cayó con un gemido en un charco de inmundicia.

– Le he escrito regularmente – dijo Gabriel distraído-. Aunque no estoy orgulloso de todo lo que he hecho, no tengo nada que esconder.

– Aunque no es ninguna sorpresa, yo sí tengo -dijo Sebastián en una respuesta impecable.

– Lo último que supe -Gabriel hizo una pausa y continuó-, habías dejado la infantería y estabas desaparecido.

– Bueno, todavía lo estoy -contestó-. Oficialmente hablando, eso sí. No dejes que mamá me llore, si viene a Inglaterra. Después te contaré todo.

Gabriel hizo retroceder a su oponente hasta una pared, con el sable apuntándole al cuello, pero cambió de parecer y se movió para dejarlo escapar, lo que éste hizo sin ni una mirada de pesar hacia atrás por sus cómplices.

– ¿Debería preguntar por mis otros hermanos?

Gabriel se volvió bajando la espada. Arrastrando al cirujano con él, el otro atacante desapareció. Y al parecer eso mismo había hecho Sebastián. Sin contar el daño sufrido por el cuerpo de Gabriel, sólo la delgada espada francesa que tenía en la mano, era prueba que el ataque había ocurrido.

Cuando salió del callejón, ya había parado de lloviznar.

El carro en la esquina también se había ido, como si nunca hubiese estado ahí, y una precesión de coches de una fiesta que estaba terminando en la calle Curzon, iluminaba el camino con sus faroles.

Le dolía el brazo, la cabeza le zumbaba. Parecía un mujeriego poco respetable buscando problemas.

En dos días, si Dios quería, tendría una esposa, a menos que lo viera en estos momentos y desistiera de la boda. Tendría su propia familia que no incluía a los tres hermanos que lo abandonaron.

– Oh, Dios mío -dijo una profunda voz varonil, en una esquina donde había llegado caminando -. Te dejamos solo una hora, y mira cómo estás.

– ¿Supongo que no tienes una botella de brandy y un pañuelo contigo, Drake?

Drake se enderezó consternado.

– Métete en el coche. ¿Dónde estás herido?

Devon y Heath saltaron a la calzada, echándose hacia atrás ante la ola de molestia de Gabriel.

– ¿Cuántos hombres eran? -exigió Heath-. ¿Se fueron?

– ¿Dónde conseguiste esa elegante espada? -dijo Devon mirando la espada que Gabriel casi había olvidado-. No la tenías cuando te fuiste del antro.

– La… la encontré.

– ¿La encontraste? -dijo Heath en esa voz calmada que había desarmado y engañado a incontables enemigos que los llevaba a creer que era lo que parecía ser: un aristócrata inglés que hablaba suave, interesado más en lo académico que en ninguna otra cosa.

Pero Gabriel sabía.

Heath había sufrido torturas horribles y no se había quebrado.

Y Gabriel tampoco se iba a quebrar.

– Uno de los hombres que me atacó, puede haberla dejado caer -dijo encogiéndose de hombros-. O tal vez le pertenece a ese personaje tosco del carro parado frente a la tienda de muñecas cuando pasé. Tal vez se la robó. Todo lo que sé es que la recogí y me sirvió muy bien.

– ¿Te importa si me la llevo a casa? -preguntó Heath.

Gabriel vaciló.

– Ya que lo mencionas, me gustaría dejármela como un talismán. La examinaré más tarde. Si noto algo sospechoso o alguna pista que indique la identidad de su dueño, volveré corriendo donde ti.

– ¿Así que no le preguntaste el nombre? -Heath preguntó abriendo la puerta del coche.

Gabriel movió la cabeza.

– No. Tampoco le pedí un certificado de antecedentes.

– Lo encuentro un poco desconcertante.

– Sabes cómo es Londres. La mayoría de la gente que anda tan tarde en la noche, anda buscando el peligro o son desequilibrados.

– Bien, confío en que hayas recompensado al misterioso Galahad.

– Lo habría hecho si la guardia Boscastle no hubiese llegado a espantarlo. -Empujó la mano contra la puerta-. No quise ser maleducado, pero ya es tarde para una conversación, y me estoy reformando.

– Tienes la camisa rota, un ojo morado, y se te está empezando a hinchar el labio. Alethea está con Julia y las damas. Les vas a dar un buen susto.

Gabriel se frotó la cara.

– Nunca va a creer que no fui yo el que empezó la pelea.

Haeth le dio una sonrisa irónica.

– Entonces somos dos los que pensamos igual.

– Te confieso, Heath, que estoy demasiado cansado para darle sentido a cualquier cosa esta noche.

– Espero que sepas que puedes confiar en mí. Si tú, o cualquier miembro de nuestra familia están alguna vez en problemas…

Así que sabía, o por lo menos sospechaba, que el extraño que había ayudado a Gabriel esta noche, era Sebastián. ¿Qué más sabía? ¿O era un truco?

Se tiró al asiento.

– El único problema que anticipo, es la explicación que le voy a tener que dar a mi novia cuando llegue maltrecho y sangrando, después de haberle prometido que me comportaría.

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