CAPÍTULO 37

Llovió tres días seguidos. Al antiguo árbol que crecía sobre el río, le cayó un rayo y se desplomó a través del puente de Helbourne Hall. Varios niños osados, y una pocas niñas, ya había hecho un juego de cruzar al otro lado.

El prado se había inundado y las malezas brotaron en una noche, creciendo en venganza hasta la altura de la cintura de una persona. A la luz de la luna, la muralla de piedra que separaba el hogar de Alethea de Helbourne Hall, desaparecía en cúmulos de neblina húmeda. Los campesinos habían predicho que verdaderamente el otoño llegaría pronto. Sus esposas estaban preocupadas, aunque no se atrevían a decirlo en voz alta, de que algunos de los fantasmas más desafiantes se arriesgarían a la condena eterna, al no volver a sus lugares de descanso después de visitar a sus seres queridos para la víspera del Día de Todos los Santos. El diablo siempre era justo. Y el amor no era una excusa.

Alethea hizo largas caminatas bajo la lluvia, pretendiendo no mirar el camino a cada rato, esperando ver aparecer a cierto caballero oscuro. Ni tampoco admitía mirar de noche desde su ventana para contar si había más ventanas iluminadas en la casa de Gabriel. Su hermano declaró que sería temerario que un hombre viajase con este tiempo, y que Gabriel había pedido su mano, y mantendría su palabra.

Pero ella sabía que Gabriel no era el tipo de hombre que dejaría que una tormenta le impidiera hacer lo que quería. Sus períodos menstruales habían vuelto y se dijo lo afortunada que había sido que no la hubiese dejado esperando a su hijo. No se podía decir que un canalla preferiría una mercancía dañada como esposa.

Se había enamorado de la Alethea pura y perfecta. Y si se había disgustado porque la había visto hablando con Audrey Watson, no se podía imaginar qué iba a sentir cuando admitiera que él no era el primer hombre en conocer su cuerpo.

Pero había prometido decirle la verdad. ¿Volvería para que mantuviera su palabra?

Cuatro días después de haber vuelto a casa, amaneció con el cielo despejado y un arcoíris sobre las colinas. Se puso su viejo vestido de muselina verde-gris, y las botas de media caña usadas, y ayudó a sacar el heno sucio de los establos. Los mozos de cuadra le dieron un espacio amplio para que usara la horquilla. Si adivinaron que estaba atacando a un noble ausente, fueron lo suficientemente sensatos como para permitírselo; pero no era raro ver a Lady Alethea trabajando en los establos, así que ellos trabajaron a su lado.

Tarde esa noche, después de que se había agotado haciendo visitas que podían haber esperado, se dio un baño bien caliente y se vistió para la cena, pero cambió de parecer y se acostó en la cama con las ventanas abiertas. Se sorprendió cuando se quedó dormida, pues tenía muchas cosas en la cabeza. Aún así pudo escuchar a un jinete tronando en sus sueños, las patas del caballo sonaban cada vez más fuerte y más fuerte, hasta que…

Se sentó en la cama, temblando más de anticipación que de frío, mientras la tierra bajo su ventana vibraba en sincronía con su corazón. Alguien cabalgaba en su jardín.

Saltó de la cama y se apresuró a identificar al intruso a caballo que aplastaba los geranios desordenados y las flores de terciopelo que apenas habían sobrevivido el invierno pasado. Él estaba cabalgando el más hermoso árabe gris que alguna vez había visto. La luz de la luna acentuaba el cuello arqueado y orgulloso del animal, y los lustrosos cuartos traseros, y su jinete… él era un magnífico animal en sí mismo también.

Se moría por mirarlos más de cerca, y justo cuando recobró el aliento para llamar a Gabriel, éste enterró sus talones y saltó el muro sur sin ningún esfuerzo, haciendo que el corazón se le parara.

– Fanfarrón -le gritó suavemente, y lo vio volverse a medias para hacerle una caballerosa reverencia.

Se fue a medio galope hacia las colinas, enseguida giró con una gracia que ella envidió.

– No le rompas el cuello a ese magnífico animal, ni tampoco el tuyo -susurró, volviéndose de la ventana.

Voló mientras bajaba las escaleras a oscuras y salió al jardín, casi esperando que el jinete y el caballo de fina sangre hubiesen desaparecido otra vez. Pero Gabriel la estaba esperando en el muro, todavía montado en el musculoso caballo árabe, que levantó su elegante cabeza mientras ella se acercaba torpemente.

– No estás vestida para cabalgar – le dijo, mirándola tan posesivo y nostálgico, que casi olvidó que había jurado vivir sin él.

Pero no podía. Lo que Jeremy le había robado no era nada comparado al dolor que habría sufrido si Gabriel no hubiese vuelto. Pues se había entregado gustosa a él, sabiendo como mujer, que podía perder.

Había vuelto, no como un caballero, lo que era bueno pues se consideraba más una gitana que una dama, sino como la fuerza oscura e ingobernable que siempre había sido.

El niño rebelde que, como sus padres habían predicho, la sacaría del sendero de virtudes que la Sociedad valoraba, si no se cuidaba.

– ¿Sabes qué hora es?

Él sonrió.

– ¿Es muy tarde para ir a cabalgar?

El corazón le dolía con la felicidad de verlo, aunque por dos chelines le podría borrar esa sonrisa pagana de la cara.

– ¿A esta hora? ¿Estás trastornado? Solo un loco…

– …o alguien profundamente enamorado…

– …andaría galopando en este… este hermoso caballo.

– Te gusta. Qué bueno… es tu regalo de bodas. Mis primos me aconsejaron que te comprara joyas. Les aseguré que preferirías un caballo elegante.

– Seguro de ti mismo, ¿verdad? -Lo desafió levantando su cara a la de él.

– Para nada. Pero me gustaría estar seguro de ti.-Estiró su mano enguantada para asirle la muñeca. Sus huesos se sentían frágiles, pero el espíritu debajo era fuerte, inquebrantable. -Cabalga conmigo.

Ella rió con inseguro regocijo.

– Si alguien nos ve…

– …entonces sabrán que los rumores de que rapto doncellas son ciertos. -Se agachó y la levantó, poniéndola delante de él. Sus cuerpos se ajustaban perfectamente en el lomo sin silla del caballo.

Se volvió hacia Gabriel, la risa desapareció mientras la envolvía en sus brazos.

– Prometí decirte la verdad la próxima vez que estuviéramos juntos.

– Está todo bien, Alethea.

No lo está. Tú deseabas a la niña que yo era, que yo fui, hace mucho tiempo.

– Te deseo como eres ahora -dijo despacio.

– ¿En serio? No soy pura. Estoy deshonrada, arruinada… toda esa inocencia que encontrabas tan atractiva, se fue.

– Alethea.

– Una vez era pura, luego ya no lo era. No era virgen cuando hicimos el amor.

Le besó la nuca.

– Lo sé.

Ella le empujó el brazo.

– No, no sabes. No puedes…, a menos que Audrey te lo haya dicho. Oh…. Te lo dijo. -La voz le tembló.

Él respiró profundo. El aire le quemaba los pulmones, a pesar de estar limpio, sin hollín o jabón de caldera. No la dejaría irse, aunque se estaba retorciendo para soltarse.

– Audrey no me dijo nada.

Inclinó la cabeza para mirarlo.

– Entonces no sabes, no entiendes lo que pasó.

– Lo sé. Vi a Lord Guy Hazlett después de que me fui de la casa de tu hermano.

Se quedó inmóvil, blanca.

– ¿Guy dijo lo que su hermano había hecho?

Él se tragó la rabia que le apretaba la garganta. Deseó que Jeremy no estuviese muerto para poder matarlo él. Deseó haber matado a Guy cuando tuvo la oportunidad. Deseó haber tenido el valor de haberse quedado en Helbourne, para que nadie le hubiese causado este dolor a ella.

– Maldición -dijo con voz ronca-. No te deseaba por tu pureza, lo que sea que eso signifique.

– ¿No? -Descansó la cabeza contra su hombro. Los rizos oscuros se desparramaron sobre su regazo-. Lo mencionaste más de una vez.

Se limpió la garganta.

– Lo hice porque creí que te agradaría que yo… bueno, que no me atraía la impureza, como mi reputación afirmaba.

– Audrey fue amable conmigo la noche que pasó.

Se sintió enfermo por dentro, avergonzado por la conclusión a la que había llegado.

– Me habría gustado haberlo sabido entonces.

– No te lo habría dicho -le contestó sin aliento.

– ¿Por qué no?

– Me has visto como si hubiese estado en un pedestal toda mi vida.

Él profundizó el abrazo, hundió los talones y el caballo salió disparado.

– Me viste una vez en la tabla de castigo público, y si entonces te puse en un pedestal, nada de lo que alguien te haya hecho, hará que disminuya lo que eres ante mis ojos.

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