CAPÍTULO 46

Alethea y Gabriel se casaron en el día de Michaelmas, la fiesta de San Miguel, en la capilla privada en Mayfair del Marqués de Sedgecroft. Sólo asistieron la familia y sus amigos de confianza. Pero los bancos estaban abarrotados con el apasionado clan Boscastle y un pequeño grupo de los amigos más cercanos a Alethea, de Helbourne. Su hermano la entregó en matrimonio… y levantó una ceja cuando lady Pontsby empezó a llorar.

Alethea contuvo las enormes e inapropiadas ganas de reír; las risotadas y bromas de los primos de Gabriel para alterarle la expresión, no la ayudaban en lo más mínimo. Prudentemente, éste se mantuvo de espaldas a la audiencia, excepto una vez que echó un vistazo alrededor. Su mirada buscaba en la capilla… ¿A su hermano o alguien más? ¿Había alguien que hubiese invitado o que le hubiese gustado que fuese testigo de su boda? Y si alguno de sus hermanos se hubiese molestado en venir, ¿se presentaría como amigo, o enemigo?

Suspiró cuando se dio cuenta de que a él le importaba más de lo que demostraba. A pesar de afirmar que los había olvidado, no había sido el mismo desde la noche que vio a Sebastián. Cuando vio que su mirada buscaba por segunda vez, lo miró con una sonrisa comprensiva. Le respondió con una promesa en los ojos, que la hizo sentirse placenteramente débil.

– ¿El fantasma? -susurró.

Parpadeó como sorprendido que se hubiese dado cuenta de su leve distracción. Sin embargo, su respuesta fue más sorprendente.

– Dudo que venga.

– ¿Quieres que venga? -le preguntó en voz baja.

Inclinó la cabeza, acercándola a ella. La fragancia a especias de su jabón la hicieron sentirse frágil.

– No estoy seguro.

Bajó la vista a su ramo de rosas rojas tardías, crisantemos blancos e hiedra.

– Debo admitir que espero que no venga. No si se va a vestir con un estúpido disfraz y blandiendo un sable.

El rostro de Gabriel se relajó con una gran sonrisa.

– Se dice que cuando la familia Boscastle se reúne, el escándalo es inevitable.

– ¿Pero no en una boda? -susurró.

– Especialmente en una boda -respondió-. Bueno, tal vez no en esta boda. Mi prima Emma ha advertido a todos en la familia para que se comporten, bajo pena de muerte.

El ministro levantó la vista del libro de salmos. De repente sintió la sensación de que la estaban mirando. Al volver a cabeza a la derecha se encontró bajo el escrutinio de Emma, la prima de Gabriel, la Duquesa de Scarfield. Le sonrió. La duquesa le devolvió la sonrisa.

Se hizo el silencio en la capilla, pero para su desconcierto, Alethea no se podía concentrar en ese momento.

En el pueblo donde ella y Gabriel habían crecido, en la plaza pública donde lo habían castigado, se estaría llevando a cabo una celebración. Un niño fuerte del pueblo, generalmente el hijo de un Señor, se vestiría como San Miguel para matar al dragón… una cadena de niños vestidos con trajes de trozos de género verde.

En general todos estaban de acuerdo que la mejor celebración en Helbourne, había sido cuando los entusiastas niños Boscastles habían hecho de dragón haciendo que San Miguel… que en ese caso era Lord Jeremy Hazletz… los persiguiera por toda la plaza y los cerros, hasta que se tuvo que dar por vencido, avergonzado y enojado.

Hasta ese año, San Miguel siempre había ganado. También podría haber perdido al año siguiente, si la tragedia no hubiese golpeado a la familia Boscastle, cuando Joshua Boscastle murió, y la vida de la viuda y sus hijos se desintegró.

Por lo tanto, a Alethea le parecía extraño estar casándose con el dragón del pueblo, cuando se suponía que le pertenecería a su santo matador y que el héroe que sus padres habían escogido para ella había fracasado.

Sólo ahora entendía que un héroe falso podía esconder un corazón cruel tras las hazañas valerosas.

Y un hombre que había pecado como una segunda naturaleza, podía ser el héroe más poderoso de todos cuando se le daba la oportunidad para probarse a sí mismo.

Su voz fue tan segura cuando intercambiaron los votos, que sus primos le silbaron. Dominic, el esposo de Chloe, sonrió abiertamente. Un par de oficiales de caballería que conocían a Gabriel hicieron sonar los pies y cuando la amenaza de una anarquía general era patente, la Delicada Dictadora, la Duquesa de Scarfield, se levantó, barrió a los congregados con el ceño fruncido y los acalló. Después de eso y durante el desayuno de gambas, pavo asado y croquetas de cangrejo; durante el primer baile, los brindis con champán y el corte de la tarta, todos se comportaron.

Puesta sobre aviso con el persuasivo brillo de la mirada de su esposo mientras viajaban por los caminos con baches de vuelta a Helbourne Hall, Alethea se dio cuenta que había sido sensata al insistir en devolverle el vestido de novia a Chloe antes de irse de Londres. Gabriel se había negado a parar en las dos hosterías respetables del camino. Declaró con tono convincente, que al estar tanto tiempo lejos de casa, bien podían hacer un sacrificio y viajar durante la noche.

Alethea sabía bien que el verdadero motivo era apurarse para llegar a casa. También el suyo. No hallaba el momento de llegar al lecho matrimonial.

– El hogar -dijo ella con una sonrisa nostálgica-. Espero que los criados recuerden que vamos a llegar.

– Espero que se hayan ido.

Cuando el coche llegó frente a la vieja iglesia normanda, en la plaza del pueblo, pidió parar un momento, para que los dos pudiesen caminar entre los fantasmas.

– Todavía se ve igual. No sé por qué creí que se vería diferente.

Nada había cambiado desde que lo habían castigado años atrás. La antigua jaula se balanceaba con la brisa detrás de la tabla de castigo y el palo de los azotes de la parroquia.

No se habían castigado sinvergüenzas aquí desde que Gabriel había vuelto. Ningún niño que se había visto tan desesperado, como para que una dama de alcurnia le insistiera a su padre que parara el coche.

– No sé qué lección tenía que haber aprendido con eso -dijo, su alta figura envuelta en la capa negra eclipsando el lugar de su humillación.

– ¿Te acuerdas por qué te castigaron?

– Sí.

Y recordaba la suave mano enguantada de una niña en la mejilla, el susurro de su vestido mientras se agachaba a mirarlo y que cuando se había levantado, tenía una mancha en los guantes.

– Incorregible -dijo su esposa, abrazándolo.

La acercó al calor de su cuerpo, a su corazón.

– ¿Estás hablando de mí o de ti?

– De ambos… Pero no lo cambiaría por nada.

Aunque estaba muy distraído por el deseo que sentía por su esposa, logró contenerse hasta que llegaron a Helbourne Hall. Se sintió aliviado de que los criados hubiesen hecho un esfuerzo para poner la casa en orden para su nueva dueña; les había mandado un mensaje hacía varios días que pagarían con el infierno si no cumplían. Gabriel, su mozo de cuadra y tocayo, estaba esperando despierto en el establo a su amo, ansioso de demostrarle su aprecio.

Subió a Alethea en brazos por las escaleras, con una sonrisa indecente en la cara que anunciaba sus intenciones. Los cristales de las ventanas necesitaban una limpieza, pero así y todo, la luz de la luna lograba entrar. Y bueno, si había murciélagos en la residencia, se habían escondido temporalmente.

Le desabrochó la capa con una mano y después las mangas del vestido incluso antes de llegar al rellano.

– Gabriel -dijo en un gemido suave, inflamada por el calor pecaminoso de sus ojos-. Te deseo.

– No digas eso hasta que no estemos en mi cama -le advirtió-, o te tomaré aquí en las escaleras, y que los murciélagos y los criados se vayan al infierno.

– Qué manera de hablarle a tu esposa -le dijo sin aliento-. De todas maneras, ya es casi de mañana, y prefiero un poco de privacidad.

La capa se le resbaló de los hombros. Podría haber protestado, pero en vez de eso lo besó en el poderoso cuello bronceado y le desató la corbata con la mano libre. Su cuerpo musculoso se sentía caliente e invitante. Se movió levemente. La dura protuberancia de su erección le presionaba en el trasero.

– Mira lo que has hecho -la dijo con una gran sonrisa.

Ella cerró los ojos.

– Apúrate o me voy a desmayar.

La agarró firmemente.

– No te desmayarás hasta que no te dé una buena causa. -La devoró con los ojos-. Y te la daré.

La sangre le fluía febril, mientras entraba al dormitorio y la dejaba en la cama con una colcha y sábanas limpias y frescas, con el aroma de ramitas de romero y jabón de lavanda.

La sonrisa de ella lo invitaba a la seducción. Se había desinhibido en su lecho, pero tenía otras lecciones sensuales que revelarle.

Aparentemente, ella también.

Levantó la mano y pasó los dedos hacia abajo por su pecho, desabrochando los botones y lazos. Siguió descendiendo pasando por su cintura, después de lo cual hizo un rápido trabajo desabrochando el cuero que lo ataba.

– ¿Se siente mejor así? -le dijo acariciándolo todo a lo largo a través de sus pantalones abiertos.

– Se siente… No puedo…

Por un momento su garganta se cerró y tuvo que hacer un esfuerzo para respirar. O tal vez dejaría de respirar totalmente y sobreviviría de pura alegría. Ángel. Gitana. Dama. De todas las imágenes que tenía de ella a través de los años, nada le producía un placer más primario que pensar en ella como su esposa.

La desnudó entre besos lentos que quitaban el aliento, estudiando su cuerpo suave y sonrosado, como cuando se abre un regalo ansiado desde hace mucho tiempo.

– ¿Puedo terminar de desnudarte? -susurró. Y le sacó la camisa por los hombros sin esperar por su aprobación.

– En un minuto -dijo, atrapándole la mano. Su lengua rodó alrededor de la de ella con tal destreza erótica, que las manos le cayeron a los lados, dominada.

– Quiero borrar de tu mente todo recuerdo que te haya hecho desdichada.

– Pero te quiero tocar -dijo obstinadamente.

– ¿Con cicatrices y todo? -le preguntó, pero ya estaba a su merced, antes de que ella levantara las manos, esta vez para tirarle de las caderas.

– Quiero que olvides cómo te hiciste esas cicatrices.

Se sacó la chaqueta y la camisa y las arrojó al armario jacobino que estaba contra la pared. Balanceándose brevemente para quitarse las botas y los pantalones, se estremeció al sentir sus manos bajando por su espina dorsal.

– Tengo cicatrices por todas partes -dijo levantándose un momento, la luna acentuando los duros ángulos de su cuerpo y su erección.

Su respiración se hizo superficial, mientras él la estrechaba entre sus piernas, con una mano deslizándose debajo de su cadera.

– Pensar que me enamoré del hijo más malvado de Helbourne.

Le trazó los delicados pezones con la lengua hasta que ella levantó la espalda estremeciéndose de placer.

– Para mí fue bueno que no fueses, precisamente, una niña obediente. -La otra mano la puso entre sus muslos y sus hábiles dedos la sometieron a una agonía sensual que le esclavizó cada sentido.

– Tal vez -le dijo, con los oscuros ojos burlones-, no seré una esposa obediente.

– Pero una complaciente. La obediencia es secundaria.

– Te amo, Gabriel.

– Y yo te amo más de lo que tú me amas.

– Te he amado por más tiempo.

Se rió.

– Entonces tendré que amarte más poderosamente.

– Ámame ahora mismo -ella susurró pasando su talón ligeramente bajando por su pierna musculosa hasta su pie.

Pero él no estaba particularmente apurado esta noche, su momento de volver a casa, su luna de miel. Atesoraba cada momento, gozaba cada detalle, el viento frío que aullaba pero que no penetraba en esta extraña casa, la mujer de sangre caliente que lo había esperado durante siete años. La dejaría esperar un momento más, él haría que su espera valiese la pena. Como jugador, había sabido la primera vez que lo besó, que las probabilidades estaban a su favor.

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