CAPÍTULO 13

Dos días después, Gabriel vociferaba en la oscuridad antes del amanecer de ese martes, de vuelta a Londres, dejando atrás los peajes, caseríos, y la tentación. Se despertó antes del alba, miró por la ventana a través del jardín colmado de malezas hacia la casa de Alethea y se dio cuenta de que estaba en peligro de perderse. Cuando era más joven sabía perfectamente contra qué se las estaba viendo. Su suerte le había parecido injusta, pero al menos la entendía.

No era un caballero rural. Era un jugador, un soldado, y si las circunstancias le habían formado el carácter de manera indeseable, no tenía ninguna razón para cambiarlo. No era posible que pudiese echar raíces, ni siquiera en el suelo que lo había visto nacer. Sólo Dios sabía en qué se transformaría. Sería desconsiderado con Alethea si se quedaba más tiempo. De hecho, sería una muestra de su verdadero afecto por ella, salir de su vida.

Se vistió, bajó a toda velocidad la escalera, pidiendo a gritos su caballo, su desayuno, su cochero. Vociferando a un personal indolente que no se movía por nada a menos que el techo se viniese abajo. Le puso las bridas y la silla al caballo en la oscuridad. Y a decir verdad el andaluz parecía tan ansioso de escapar a la acción, como su dueño. Su cochero, acostumbrado a las maneras inquietas de Gabriel, tranquilamente acordó seguirlo.

No se podía quedar otro día, otra hora, la vida entera. Esto era de lo que estaba escapado. Se había dicho tantas veces que irse era una atención hacia Alethea, que se lo había creído. Anoche, si le hubiese dado un poco de ánimo, le habría demostrado que no era mejor que su otro visitante. Le hubiese prometido cualquier cosa que ella quisiera, sin realmente desearlo.

O lo hubiese deseado, lo que era una posibilidad aún peor, sugiriendo que no estaba corriendo de vuelta a Londres para salvar el honor de Alethea tanto como para salvarse a sí mismo.


Alethea pensó que era una señal alentadora. Una indicación de respeto a sus sentimientos que Gabriel no la visitara en los dos días siguientes. Si hubiese aparecido sin anunciarse otra vez en su puerta, después del disgusto que había expresado con la visita intempestiva de Guy, podría haberse rehusado a recibirlo. Pero también podría haberse sentido inclinada a invitarlo a tomar té.

Y permitirle que la besara otra vez.

Sin embargo, sólo podía esperar que haya seguido su consejo, y estuviera poniendo en orden su finca. Por otra parte, ella había dejado a los perros libres alrededor de la casa, se había soltado el pelo como una pagana, y abierto la ventana para ver a Venus elevarse en la noche. El hecho que un nuevo dueño hubiese llegado a Helbourne Hall, no tenía nada que ver con su repentina afición por el aire nocturno, o la energía que sentía después de meses de melancolía. Pensaba en ella como un tulipán tardío de invierno, rompiendo capas de costra de la tierra para disfrutar al sol.

Incluso su hermano, Robin, notó su espíritu elevado cuando volvió a casa, polvoriento, desordenado y con su buen humor habitual.

– ¿Los gitanos te pagaron por adelantado mientras estuve afuera? No te había visto sonreír así en años.

– ¿Tan hosca me he puesto? -preguntó apenada. Quiso agregar que no había olvidado reír. Sólo que no había mucho que la divirtiera por estos días.

Él la miró cariñosamente mientras la seguía al salón, donde había una mesa puesta con un desayuno liviano con tocino, panes dulces y café amargo caliente.

Él era sólo una pulgada más alto que Alethea, delgado, con sedoso cabello castaño que constantemente le caía sobre la ceja izquierda.

– Me hubiese gustado que hubieras venido a Londres conmigo. Tus amigos me suplicaron por noticias tuyas. Cassandra Waverly acaba de tener mellizos. Te haría muy bien visitarla.

Pero no hubiese sido así. Se habría sentido envidiosa, temerosa de sólo conocer la cercanía de los niños como institutriz. Él parloteaba. Los pensamientos de ella vagaron, hasta que él hizo una pausa, y para su vergüenza, soltó inesperadamente,

– Tenemos un nuevo vecino. Uno antiguo, en realidad. Es Gabriel Boscastle. -Ahora que había pronunciado su nombre en voz alta, se dio cuenta de que no lo había desterrado de su mente, pero admitió que él sólo dominaba sus pensamientos. No ayudaba que después de la expresión en blanco de la cara de su hermano, él se haya quedado observándola con divertido horror.

– ¿Lo recuerdas? -apuntó-. Su padre murió…

– Gabriel y sus hermanos golpeaban a los niños de la escuela hasta dejarlos con las tripas afuera. Creo que una vez lo pusieron en la tabla pública por…

Alethea le deslizó un plato de panecillos dulces.

– Has adelgazado desde que te fuiste. ¿No te dieron ninguna comida decente en Londres?

Él miró la mesa.

– Me acabo de comer tres de esos. Ahora, volviendo a…

– Bien, come otro. No durarán. O come más tocino… y huevos. Le pediré a la señora Sudley que haga unos.

– Lo pusieron en la picota. -Él continuó, dejando su plato a un lado-. Espera, él…

– Nunca te dio una paliza, ¿verdad? -le preguntó conteniendo la respiración-. Quiero decir que no recuerdo que hayas vuelto a casa maltratado y magullado. No peleabas con él, que recuerde.

Él repiqueteó sus largos dedos en el borde de la mesa, mirándola con sospecha.

– No. No lo hice. Y siempre me pregunté por qué. ¿Tienes alguna idea?

Alethea levantó la taza, pretendiendo no darse cuenta de su cauteloso escrutinio.

– Tal vez le gustabas. Eres más bien del tipo agradable, aunque seas mi hermano. Sé que Emily cree eso. Hablando de Emily, ¿la visitaste en Londres? ¿O le propusiste matrimonio como has estado prometiendo los últimos cinco meses? ¿O son cinco años? No es justo que la dejes esperando tanto tiempo. No creo que no te quieras casar.

Se quedó mirándola.

– Creo que deberías venir conmigo la próxima vez que vaya.

– ¿Cuándo será? -preguntó ella, exhalando aliviada de que el tema de su notorio vecino haya sido suplantado por el del interés amoroso de Robin. Cada vez que reunía el valor para declararse a Emily, se veía asaltado por un ataque de nervios. Alethea había empezado a temer que ambos se harían viejos sin amor, juntos, sin niños que les enriquecieran el futuro. Probablemente lo iba a estar alimentando con panecillos dulces para siempre.

– Partiré otra vez el viernes por la mañana -dijo con una gran sonrisa-. Y si todo sale bien me declararé esa noche. ¿Quieres esconderte detrás del sofá, para que me apuntes en caso que la resolución me flaquee?

– ¿Viernes? He hecho planes… Invité a la señora Bryant y a algunos otros amigos a cenar. Ha pasado un tiempo en que no nos hemos juntado.

Él suspiró.

– Está bien -dijo después de varios minutos-. Entiendo. Lo echas de menos a él, y todavía estás de duelo.

Él. Quería decir Jeremy. Ese bastardo flagrante que había sido canonizado en la memoria local.

Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. No eran lágrimas de dolor, más bien eran de amargura y frustración. Como le gustaría decirle a Robin la verdad. Pero si lo hiciera, su hermano nunca se recuperaría. Se echaría la culpa por no protegerla. Por no haberlo confrontado esa noche en Londres. Aun así, las palabras burbujeaban en su interior, como una peste pudriéndola lentamente, y ansiaba eliminarlas.

Pero, porque era la mejor manera de distraerlo, dijo:

– Invité a Gabriel Boscastle a cenar, también. Pensé que estarías en casa para hacer de anfitrión, o no lo hubiera hecho. Y sería de mala educación decirle ahora que no puede venir. Lo invité, y eso es todo.

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