CAPÍTULO 45

Alethea estaba demasiado agotada como para hacer otra cosa que sentarse en el borde de su cama, cuando regresó dos horas más tarde a casa de su hermano. Cuando había visto la sangre en la camisa de Gabriel se había sentido enferma, a continuación enojada y finalmente aliviada cuando se dio cuenta de que sobreviviría a su última desgracia.

Sin embargo, incluso después de que el médico lo atendiera, se veía distraído y no parecía él mismo. Pensó que sentía más dolor del que admitía.

– No me duele -insistió-. Sin embargo, estoy avergonzado por toda esta molestia.

Cerrando los ojos, ella cayó de espaldas sobre la cama. Confesiones. Sopa de berros y champagne. Un matrimonio inminente. ¿Qué le había pasado esta noche a Gabriel? Incluso sus primos no podían explicar por qué había decidido caminar solo por las calles. O ese sable del que rehusaba despegarse siquiera un momento.

– ¿Qué te pasó esta noche, Gabriel? -susurró-. Yo te conté mi secreto.

Su voz la sobresaltó.

– Yo mismo no estoy seguro de entender lo que pasó. Tal vez tenga sentido por la mañana.

Abrió los ojos con incredulidad, mirando su rostro duro y anguloso.

– No estarás vivo por la mañana si mi hermano te pilla en mi habitación. ¿Cómo has entrado? Desde que irrumpiste como un bárbaro, los sirvientes cierran las puertas con llave todas las noches.

– Tu hermano me invitó a entrar. – Dio un paso atrás y se dejó caer en la silla junto a la cama-. Sospecho que pensó que me metería en menos problemas bajo su escrutinio que si me quedaba solo.

– En ese caso… – ella se levantó de la cama y fue detrás de su silla deslizando sus manos sobre sus hombros-. Debería sentirte como… trajiste esa horrible espada a mi dormitorio. Espero que no haya nada de sangre en ella.

– Por favor, ¿la puedo dejar aquí? No es mía.

– ¿Realmente te la encontraste?

– Me la dio un hombre que no quiere que se conozca su identidad.

Dio la vuelta a la silla para arrodillarse frente a él, sus ojos graves.

– ¿Espionaje?

– No lo sé. Lo dudo.

– ¿Pero no estás involucrado en algo peligroso?

– No.

Lo examinó atentamente.

– ¿Es el que te hirió?

– No. -Le acarició la mejilla y dijo abruptamente-. Me voy a ir.

– ¿Por qué? -dijo-. ¿Te duele? ¿Te vas a encontrar con ese hombre?

– El único dolor que tengo es desearte y tener que honrar la confianza que tu hermano ha depositado en mí.

– Entonces confía en mí ahora, como yo confié en ti -le dijo desafiándolo-. ¿Con quién te encostraste esta noche?

Sacudió la cabeza.

– Un fantasma.

– ¡Por el amor de Dios, Gabriel!

La miró y se rió.

– Fue mi hermano Sebastián. Estaba en la fiesta de Timothy esta noche.

– ¿Sebastián? -ella sólo podía conjurar una vaga imagen de un Gabriel más alto y algo mayor-. Tenías tres hermanos.

– Era el tercero.

– ¿Y os reunisteis por casualidad en la fiesta?

Alzó una ceja.

– No nos encontramos comiendo en la mesa, precisamente. Y no puedo decir si fue coincidencia o no. Creo que lo sorprendí en el acto de irrumpir en la casa.

– ¿Tu hermano? ¿Te lo confesó?

Sonrió con cansancio.

– En circunstancias tensas. No tenía idea de que estaba haciendo e incluso si estaba vivo. Así que cuando me he referido a él como un fantasma, es como he llegado a pensar de él. De todos ellos. Nunca han tratado de ponerse en contacto conmigo.

– ¿Has intentado contactar con ellos? -preguntó, alisando una arruga de la manga de su chaqueta.

– ¿Por qué debería hacerlo?

– Honestamente, Gabriel. No se puede mantener el afecto sin un módico esfuerzo. Nunca me viniste a visitar, a pesar de lo que afirmas acerca de tus sueños.

Inclinó la cabeza hacia ella.

– ¿Sabes por qué?

– No. Dímelo.

– Debido a que incluso en mis sueños, nunca pensé que me aceptarías.

Se levantó más alto en sus rodillas y le pasó los brazos por el cuello.

– ¿Te duele demasiado para una seducción desvergonzada… la última como hombre soltero?

Aspiró profundamente.

– No.

Deslizó su mano por el hombro hasta los botones de la camisa.

– Entonces, permíteme.

Le tomó la mano, sus azules ojos encendidos.

– Esta noche no, amor.

– ¿Me estás rechazando?

– Estoy mostrando a tu hermano que soy un hombre de palabra.

– ¿Y qué hay de tu deseo por mí? -susurró.

Su voz ronca le aceleró la respiración.

– Mientras más tiempo arde, más quema. -Miró significativamente a la puerta, aclarándose la garganta-. Me olvidé de mencionar que Robin está sentado justo afuera, leyendo un libro.

Se puso de pie de un salto.

– ¿No lo está?

– Sí, está -respondió su hermano desde el otro lado de la puerta-. Dejarme saber si alguno de vosotros quiere una taza de chocolate antes de que Gabriel se despida.

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