CAPÍTULO 14

Un trotamundos no debería reunir ni musgo ni recuerdos. Gabriel estaba acostumbrado a salidas precipitadas y escapes no planeados, tanto de escenas de batalla como de alcoba. Ahora era prácticamente un hábito arrojarse sobre su caballo y cabalgar medio dormido hacia lugares desconocidos.

Pero no fue sino tres horas después, en el Gran Camino a Londres que se dio cuenta que el peso que sentía en el pecho no se debía al alivio habitual, sino a arrepentimiento. Viviría el resto de su vida preguntándose en lo que se había perdido al marcharse.

Maldición, un hombre no podía perderse lo que no conocía, ¿verdad? Y nunca antes había tenido un amorío con alguien como Alethea. ¿Quién diría que no sería su fin si se quedaba? Además, no podía imaginarse cenando en su casa sin hacer algo para merecer el destierro para siempre.

Por muy rudo que fuese, parecía más fácil retirarse que humillarse en su presencia.

Parecía más fácil soñar con ella, sabiendo que sus anhelos nunca se realizarían, que enfrentar el fin de sus fantasías más preciadas.

Al menos ese era el pensamiento con el que se consolaba cuando llegó a la mansión Mayfair de su primo mayor, el teniente coronel Lord Heath Boscastle. Podría haber aparecido como un gato callejero en la puerta de cualquiera de los Boscastles de Londres, y sería invitado a quedarse. De hecho lo había hecho más veces de las que podía contar, desde que había hecho las paces con este lado de la familia.

El hecho era que de todos sus parientes masculinos, Lord Heath parecía el menos probable a juzgar o hacer preguntas… una presunción que el más reservado de los hombres Boscastles hizo oídos sordos en el mismo minuto que Gabriel bajó la guardia en el estudio de su primo.

Era una habitación misteriosa, silenciosa y reverente, con una atmósfera de conocimientos antiguos y secretos no revelados, no muy diferente al ex espía de pelo negro como un cuervo, que estaba sentado en la penumbra evaluando silenciosamente detrás de su escritorio militar. Libros con lomos rotos y pergaminos cubiertos de cuero, muchos en lenguas arcaicas, llenaban los estantes que cubrían las paredes. Varios mapas de Egipto y Europa, campañas militares en relieve colgaban entre el encortinado mirador.

Gabriel comprendió que Heath no sólo había leído todos esos libros oscuros de su biblioteca, sino que lo más probable era que poseyera el intelecto para haberlos escrito. Era la esfinge de la familia, el calmado, del cual se decía que podía persuadir y obtener una confesión del adversario más duro. Su silencio ponía nervioso.

Gabriel se echo a reír.

– ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? Sólo he estado fuera unos días. ¿Qué pudo haber sucedido en una semana?

– ¿En esta familia? -Heath le dirigió una sonrisa socarrona-. No debería tener que explicar. Los Boscastles apenas requieren una hora para deshonrarse.

– Cierto. ¿No es eso parte de su encanto?

– ¿Dónde has estado, Gabriel?

– En Enfield, haciéndome cargo de una mansión en el campo, que gané a las cartas.

– ¿Enfield? ¿No naciste ahí?

Diablos, qué memoria. Gabriel nunca hablaba de su pasado con nadie.

– Sí.

Heath bajó la vista a la pila ordenada de cartas y documentos sobre su escritorio.

– ¿Y encontró el hijo pródigo lo que buscaba? ¿Evasión? ¿Diversión?

– Difícilmente -Gabriel contestó divertido.

– ¿Ninguna excursión secreta de regreso a Londres?

Se enderezó.

– No en la última semana.

Heath alzó la vista.

Años atrás, mientras Gabriel le hacía la guerra a sus demonios privados, se había aislado de los Boscastles de verdad, el tronco de Londres del notorio árbol genealógico ancestral. Pero en el pasado reciente se había hecho un confortable hueco para sí mismo en la familia, y mientras que el código de conducta de Gabriel todavía podía alzar las cejas en las casas estiradas, nunca había desvelado confidencias, ni se había visto envuelto en algún tipo de verdadera deslealtad contra sus primos.

– ¿Qué tipo de excursiones secretas estamos discutiendo, Heath? -preguntó, más cómodo ahora que había hecho una evaluación rápida de su consciencia por alguna fechoría oscura.

Esto no podía tener nada que ver con Alethea. Joder, había tenido la mejor de sus conductas, al menos para su antiguo código de sinvergüenza. La había besado. Eso no era una mancha negra en el libro de los pecados de los Boscastles. Sólo era el comienzo… y el mero pensamiento de volver a besarla, reforzó su deseo de volver.

Heath se limitó a sonreír.

– Que el diablo me lleve -dijo molesto-. Me olvidé del baile de cumpleaños de Grayson, ¿verdad? ¿En el que los boletos son para la subasta de una de las organizaciones benéficas de Jane? No me puedo imaginar que alguien me eche de menos en una muchedumbre como esa. Tendré que enmendarme. ¿Qué le podría comprar a Jane? Le gustan los zapatos y las joyas, ¿qué tal si le mando a hacer un par de zapatos de baile especiales para sus delicados pies, unos con diamantes en los dedos?

Heath negó con la cabeza. -El cumpleaños de Grayson es a finales de mes. Estás invitado. Siempre estás invitado.

– No siempre -dijo antes de darse cuenta de lo que había admitido. Ahí estaba el problema con Heath. Uno simplemente tenía que sentarse a solas con él e intercambiar unos comentarios sin sentido, y los secretos empezaban a derramarse como una fuente.

Aún así, había habido una época en que Gabriel no había estado en estrecha armonía con sus primos. Se había opuesto a ellos deliberadamente durante las pocas reuniones a las que había asistido. Había parecido fácil, en medio de esa camaradería Boscastles, fingir que su propia familia no se había desmoronado y que no había mirado con envidia al bullicioso grupo.

– Esa fue tu elección Gabriel -dijo Heath, sin ningún rastro de condena-. Te hubiésemos dado la bienvenida en cualquier momento. Si no recuerdo mal, fuiste invitado a todos los actos importantes. Tú y tus hermanos, nos rechazaron la mayoría de las veces.

– Esos fueron años difíciles para mi familia. Yo no era, precisamente, una compañía apta para la alta sociedad.

Heath encontró su mirada.

– Eso lo entiendo. Sin embargo nunca nos lo dijiste. Ni tampoco lo hizo tu madre.

¿Qué más sabía Heath de su pasado? ¿Cosas que Gabriel había olvidado o que nunca había contado?

– No entiendo -dijo-. Si no es un asunto de familia lo que me perdí, por qué estoy bajo tu sospecha, porque eso es lo que subyace a esta conversación.

– Mi sospecha, no. Pero tengo que admitir que tengo colegas en Londres que han venido a mí en privado preguntando por tu paradero reciente.

Heath podría referirse a cualquier número de informantes de los bajos fondos, incluyendo policías y contrabandistas, políticos y prostitutas. Como oficial de inteligencia retirado, tenía una lista de partidores leales que se habían hecho amigos de él hasta hoy.

– Bueno, ¿vas a decirme por qué quieren saber mi paradero, o se trata de una forma de tortura Boscastle? -preguntó cordialmente.

No podía creer que su juego hubiese despertado las sospechas de la corona. Y por primera vez en muchos años, su conciencia estaba realmente limpia, a menos que uno contara su deseo por Alethea Claridge.

Heath tomó su pluma.

– Esperaba que tú me lo dijeras.

– Podría, si tuviera la más mínima idea de de qué va toda esta charla.

– Un hombre de tu descripción ha estado envuelto en allanamientos de moradas en Londres, que implican damas durmiendo en Mayfair.

Gabriel se encogió de hombros.

– Eso no es nada nuevo. Difícilmente ando buscando una dispensa papal por mis pecados.

– Pareces estar buscando algo. Mira esto, por favor. -Heath deslizó sobre el escritorio una de las caricaturas cómicas que andaban circulando en las calles y salones de Londres.

– Oh, no, tú no -dijo Gabriel, levantando la mano-. Si este es otro dibujo que tu mujer hizo de tus partes íntimas, no quiero tener nada que ver con eso.

– No soy yo -replicó Heath molesto.

– Bueno, ciertamente no -miró la impresión, y súbitamente se quedó silencioso. Representaba a un hombre saliendo por una ventana con un par de calzones de una dama entre los dientes y varias medias de seda enrolladas en el cuello.

Como caricaturas, Gabriel las había visto más crudas aún, incluyendo la que Julia Boscastle había dibujado representando el órgano masculino de Heath como un cañón de proporciones gigantescas.

No. Lo que le molestaba de este dibujo en particular era que el sujeto en cuestión tenía un parecido notable con Gabriel. Pero no era él. De hecho, le hizo gracia que Heath siquiera lo considerase una posibilidad.

– Estás asumiendo que este guapo bribón soy yo -dijo, frunciendo el ceño hoscamente.

– Estás asumiendo que eres guapo -replicó Heath-. ¿Y estás diciendo que este hombre no eres tú? No voy a dudar de tu palabra, pero necesito preguntar.

– Confieso que no tengo ni idea de de qué estás hablando. ¿Qué ha hecho exactamente este sinvergüenza en Mayfair?

Heath se hundió más en su sillón.

– Ha irrumpido en los dormitorios de varias damas jóvenes.

– ¿Bienvenido o sin invitación?

– Sin invitación, definitivamente.

– Bueno, no era yo. Nunca entro en un dormitorio sin una invitación.

– Y estuvo saqueando sus cajones, buscando un objeto sin especificar…

– Ese no era yo -dijo Gabriel, con confianza-. Nunca he revuelto los cajones de una mujer sin saber exactamente lo que estaba buscando.

– En realidad nadie te ha acusado. O incluso nombrado.

Gabriel cruzó los brazos sobre su pecho.

– No es sorprendente, teniendo en cuenta que no era yo.

– Nunca he dicho que lo fueras.

Gabriel miró la puerta, su atención distraída. Le pareció haber escuchado pasos fuera de la habitación, lo que no era sorprendente, ya que Heath alojaba una pequeña academia para damas jóvenes, quienes estaban a la espera de una nueva ubicación. Su hermana Emma había abierto la escuela, y aunque ahora estaba casada con el Duque de Scarfield, no había abandonado sus cargos.

Se puso de pie, inquieto, y cada vez más ofendido.

– Honestamente, ¿pensaste que irrumpiría en el dormitorio de una mujer?

– No sin una buena razón. Oh, y supuestamente las oficinas de algunos caballeros también fueron registradas. Debe ser una coincidencia, Gabriel, que el intruso corresponda con tu descripción. Te ruego aceptes mis disculpas.

– Quienquiera que sea, espero que lo haya disfrutado.

– ¿A dónde vas? -dijo Heath.

Gabriel se volvió.

– A disfrutar por mí mismo. Tal vez pueda inventar un nuevo par de crímenes de novela para provocar algunas acusaciones legítimas.

Heath lo siguió hasta la puerta.

– Podría ir un par de horas para hacerte compañía.

Gabriel se echó a reír.

– Querrás decir para mantenerme vigilado. Tus informantes deben ser muy persuasivos.

– No necesariamente. Pero tienden a ser fidedignos, y dicen que donde hay humo…

– …por lo general hay un Boscastle -concluyó Gabriel-. O más de uno. Quédate en casa con tu esposa, Heath. Atesora la paz que te has ganado. Estaré bien solo. Mañana nos podemos encontrar en Tattersalls si tienes tiempo.

– ¿Vas en busca de un nuevo carruaje?

Gabriel hizo una pausa cuando el mayordomo de Heath abrió la puerta a la noche de Londres. Más que nunca deseaba ver a Alethea de nuevo.

– Pensé que podría criar purasangres.

Heath asintió con la cabeza en señal de aprobación.

– Un soldado de caballería podría tomar una decisión peor para su futuro.

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