CAPÍTULO 02

El coronel Sir Gabriel Boscastle lanzó un ronco grito de guerra de puro placer, y desenvainó su espada para atacar a los murciélagos que había perturbado con su palpitante y poderosa cabalgata a lo largo del terraplén. A su izquierda se elevaba una gran mansión isabelina cuyas ventanas reforzadas brillaban con una calidez dorada. A su derecha se alzaba una monstruosa granja georgiana sin nada majestuoso, ni siquiera una vela encendida para disipar su mirada de tristeza embrujada.

Y en su camino inmediato, en la parte inferior de la colina cubierta de hierba, había un puente que seguramente no soportaría el peso de un caballero medio borracho y su robusto caballo español. Contrajo las rodillas, el trasero y la espalda.

– Bien. Entonces lo cruzamos. O no. No estoy para discusiones. Es tu decisión.

Su montura disminuyó la carrera a un trote.

El brandy que Gabriel había bebido en la última posada había comenzado a disiparse. La voz de la razón que tan frecuentemente lograba subyugar, reapareció para recordarle que ya no era un general de la brigada de caballería pesada atacando ladera abajo a la infantería francesa, en un caballo de guerra bien entrenado. Cabalgaba en dirección a una granja inglesa mal mantenida. No había soldados enemigos a la vista.

El caballo andaluz rehusó seguir, señalando su rechazo a saltar el puente destartalado. Tampoco obedecía la orden tardía de Gabriel para cambiar de rumbo. Sintió, por la fuerza musculosa bajo él, que tenía que prepararse para un minucioso traqueteo óseo.

El semental se detuvo, agitando su cola. Gabriel se agarró con las rodillas en forma refleja y exhaló el aire a través de sus dientes apretados, logrando, con fuerza de voluntad, mantenerse en la silla. Cuando la cabeza dejó de darle vueltas lo suficiente como para poder ver, notó que alguien había apoyado un cartel de advertencia en un vagón al lado del puente.


CUIDADO.

EL PUENTE HELBOURNE ESTÁ DEFECTUOSO.


Como un antiguo oficial de caballería, entendía la importancia estratégica de un puente. Napoleón había ordenado a sus pontonniers, sus constructores de puentes, erigir puentes como una parte crucial de su campaña de guerra. Gabriel con su brigada, había ayudado a volar uno o dos, para frustrar un ataque francés.

Los duendes se escondían debajo de los puentes.

Y también lo hacían los dragones franceses homicidas.

Su caballo obviamente tenía más sentido común que su amo en este momento, y se rehusaba a cruzar. Aunque Gabriel no era particularmente supersticioso, había aprendido que la vida frecuentemente susurraba pequeñas advertencias a aquellos que escuchaban. Un cartel de advertencia, sin embargo era difícil de ignorar. No era como que tenía que cruzarlo. Solo se había ganado esta finca, de manera que podría jugársela y volar rápido como una alondra.

Sin embargo, al descubrir que estaba ubicada en el pueblo de sus años de infancia y humillaciones juveniles, había decidido que valdría la pena por lo menos una visita, con la esperanza de exorcizar algunos demonios.

Tenía que haber otro camino para cruzar en alguna parte, podía vadear el agua con sus botas militares, excepto que no le apetecía empaparse. Podía caminar por el bendito bosque. Se había escondido de niño con mucha frecuencia para escapar del látigo de su padrastro.

Sin embargo se había olvidado que las afueras de Helbourne Hall se asentaban en medio de tierras pantanosas. Bonitas de día. Difíciles de noche. Supuso que en su época, los techos puntiagudos y las ventanas sobresalientes fueron agradables de ver.

Ahora las esculturas geométricas de influencia gótica con el yeso blanco descascarillándose y el negro de la madera, danzaban burlonas en su campo visual. A menos que… Ah, esa monstruosidad pudiese ser la casa de los cuidadores, solamente. Y el cuidador tenía que ser un excéntrico que había permitido que un muro de espinas y malas hierbas creciera hasta el torreón, como un elemento disuasorio para cualquiera que se atreviese a molestar. Sin embargo, era peculiar. No podía imaginarse que alguien viniera hasta aquí bajo ninguna otra circunstancia que la suya.

Miró hacia las aguas que pasaban de prisa bajo el puente. Tal vez no debería cruzarlo. Los puentes jugaban un papel simbólico en la poesía y la pintura, ¿verdad?

Un paso a otro mundo, a otra vida.

Y en su caso no parecía ser una mejor.

Desmontó y le dio una palmada en la grupa a su caballo.

– ¿Qué opinas? Confío en tu juicio. ¿Vamos?

El caballo permaneció como una estatua conmemorativa. Gabriel solo podía reír.

– ¿Cabalgas directo al fuego del cañón y rehúsas cruzar un puente del campo? Está bien. No se puede discutir contigo cuando estás con ese humor. Yo iré primero. Observa.

Caminó cuidadosamente por los tablones de madera con las rodillas dobladas. Las pesadas vigas crujían pero sostenían su peso. Su montura, aparentemente, no se convencía que era seguro cruzar y no lo siguió.

– Mira. -Y dio una patada en un tablón retorcido-. Resistente como la cama de una puta. Yo…

El susurro de las hojas, el eco de cascos de caballos, se elevaron en la noche. En alguna parte un búho amarillento ululó y se echó a volar.

Giró y miró al bosque.

Podía oír la voz de una mujer por encima del clamor. Esperó con curiosa cautela, a la expectativa.

Nunca dejaba de asombrarlo cómo podía estar tambaleándose con un pie en la tumba, y el otro apoyado en una muleta, y sin embargo recuperarse con toda su fuerza, cuando una mujer aparecía en escena.

Incluso su caballo alzó las orejas y volvió la cabeza al tumulto. Desafortunadamente, los gritos frenéticos de la mujer invisible para que sus compañeros se dieran prisa, no aumentaron las esperanzas de Gabriel de tener una compañía agradable. Sabía cuándo una dama estaba disgustada, cuando la escuchaba.

¿Qué había hecho o prometido, esta vez? Parecía que había fracasado. No creía que lo hayan seguido desde Londres, o incluso desde la última taberna. No tenía amantes actuales, o hasta donde sabía, ninguna con la que tuviese una cuenta que saldar como para perseguirlo tan lejos. Era irresponsable, y no tenía raíces ni ataduras.

El estruendo de un disparo en el bosque, acabó con sus reflexiones.

Se apoyó contra la baranda del puente. Ésta hizo un crujido intimidador.

Una mujer joven, despeinada, irrumpió de un bosque de árboles.

– Señor, se lo imploro, no…

Él levanto las manos.

– Baje sus armas. Tiene al hombre equivocado. Tengo primos por toda Inglaterra. Incluso tengo hermanos en alguna parte. Todos somos parecidos. Cabello negro, ojos azules, cualquiera que sea la injusticia que le hayan hecho, sólo me puedo disculpar, pero la culpa…

– …cruce el puente -finalizó ella con un grito potente-. No lo cruce, está balbuceando tonterías. Está equivocado.

Se quedó mirándola con un asombro inicial. No escuchó su advertencia. Dios querido. La conocía. Esa salvaje cascada de cabello rizado, atractivos ojos oscuros, y si eso no fuese suficiente para agitarle la sangre a un hombre y las impresiones latentes de sus primitivos deseos, un pecho voluptuoso que su horrible capa no ocultaba, y que se agitaba de preocupación por él.

Un súbito reconocimiento bajó por su espalda. Lady Alethea Claridge, la hija del conde local, y doncella inalcanzable de las fantasías de la infancia de Gabriel. Su recuerdo se había desvanecido en un eco que él se había entrenado para ignorar, pero que había persistido invadiendo su mente en los momentos más inconvenientes.

Alethea, probablemente, se había olvidado de él hacía mucho tiempo. ¿No se había casado con el hijo del Lord del pueblo y se había trasladado a una mansión cercana? Aunque reconociese a Gabriel, dudaba que se dignara a admitir que una vez había salido en defensa de ese malvado muchacho Boscastle.

Que Dios la bendiga. Él se acordaba demasiado bien. La boca se le curvó en una sonrisa agridulce. La imagen de su último encuentro lo llenó de humillación. La mayoría de los recuerdos de su niñez, lo hacía. Lo habían amarrado a la picota de la plaza y le habían arrojado repollos y nabos podridos, y estiércol de oveja.

Uno de los nabos, marchito y duro como una piedra, le había cortado la frente. La sangre le corría por los ojos. Sus asaltantes, la mayoría supuestos amigos, se reían culpablemente. Entonces el elegante carruaje del padre de Alethea, el tercer Conde de Wrexham, disminuyó la velocidad en la plaza del pueblo. Su padre, con voz estentórea, le había ordenado que permaneciera dentro del coche, advirtiéndola para que no se avergonzara y se aventurara donde no debía.

Ella no obedeció, aunque era una joven dama, probablemente horrorizada de que el mismo padrastro de Gabriel lo hubiese arrastrado a la prisión para castigar su conducta incontrolable.

La había visto escoger cautelosamente un sendero entre los deshechos aplastados para el ganado. Se había levantado sus faldas azules hasta los tobillos y las zapatillas plateadas de tacón bajo. No había visto un espectáculo más hermoso en su vida antes o desde entonces. Se agachó con gracia. Gabriel escuchó a su madre, Lady Wrexham, dar un grito ahogado de horror dentro del carruaje.

– Te dije que había un hada malvada dentro de mi habitación el día que ella nació, William.

– Sí, sí, -él respondió con voz impaciente-. Una y mil veces. ¿Pero qué voy a hacer al respecto?

– ¿Es estúpido, Gabriel Boscastle? -Alethea había susurrado

– No me siento particularmente académico en este momento. -Él recordó levantar la mirada desde ese pecho tentador a su dulce cara, encontrando súbitamente que todo el cuerpo le dolía cuando respiraba. Nabo molido y sangre caliente se escurrían por su mejilla. Se sentía horrible-. ¿Va a tomarme un examen?

– Sólo quiero saber -dijo con una franqueza que no esperaba-, porqué sigue haciendo cosas que desatan la ira de su padrastro, si al final lo castiga.

– No es asunto suyo, ¿verdad? -contestó con actitud desafiante. Podía ver a una banda de conocidos juntando tomates reventados y manzanas podridas para tirarle. Si la golpeaban, los mataría a cada uno con sus propias manos cuando quedara libre. Apretó los dientes frustrado. Finalmente había conocido a la muchacha más hermosa que había visto, y se sentía como un cerdo.

– Mejor que vuelva al carruaje -susurró siniestramente.

– Lo haré. -Dirigió una mirada de desdén al grupo sonriente, hasta que cada muchacho y hombre retrocedió varios pasos. Entonces se le ocurrió a Gabriel que su belleza aristocrática era un arma más potente que cualquiera que hubiese empuñado-. ¿Le limpio la cara? -susurró mientras se levantaba.

– No -contestó furioso-. Márchese, ya. Me está doliendo el cuello de tanto mirar hacia arriba.

Ella inhaló profundo. -Bueno, usted me mira con frecuencia cuando voy a la iglesia.

– ¿Eso es lo que piensa? -Creía que había sido más sutil-. Está equivocada. Primero, no voy a la iglesia. Segundo, admiro los caballos de su padre. Los miraba a ellos, no a usted. Todos saben que me gustan los caballos.

Su boca llena se apretó. Entonces, antes que pudiese apartar la cara, ella le sacó de la mejilla un manojo de nabos chorreado con sangre, con el índice cubierto con un guante de cabritilla con botones perlados.

– Mi madre cree que va a terminar muy mal -le dijo suavemente.

Respingó ante su toque. Se veía deslumbrantemente limpia y pura. Él apestaba a repollo y excremento.

– Todavía no llegó el final. Oh, maldición. Su madre tiene razón. También su padre y su abuelo. ¿Le importa dejarme con mi miseria, ahora? No está ayudándome, sabe.

– ¿No lo estoy?

Se maldijo a sí mismo.

– Me va a ocasionar más problemas.

Se acercó despacio a los postes que lo aprisionaban. Los lacayos de su padre habían saltado del carruaje, ostensiblemente para protegerla.

– Pero es el hijo de un vizconde. El hijo de un Boscastle. ¿Cómo…?

– Mi padre está muerto y con él, todo lo bueno y la gloria. ¿No ha escuchado? Apártese de mí.

– Sólo estaba tratando de ser amable -dijo herida e indignada.

Tratando de ser amable.

Incluso entonces podría haberle dicho que la gentileza no sólo era una pérdida de tiempo sino también una debilidad que otros explotarían. Había aprendido eso a su temprana edad y los años posteriores no hicieron nada para disipar esa creencia.

– ¿Le he pedido algo? -le preguntó con una voz desapasionada.

Bajó la vista con una actitud de desinterés incluso aunque cada músculo de su cuerpo confinado se sentía apretado y algo en él deseaba que se quedase. Los dos lacayos la escoltaron delicadamente de vuelta a sus padres. Podía ver a su madre en la ventanilla del carruaje sosteniendo un frasquito naranja en la nariz como si Gabriel hubiese estado sufriendo de una enfermedad contagiosa en vez de un padrastro abusador y de mal carácter.

Suprimió una oleada de furia inútil. Infierno, infierno, infierno. Los odiaba a todos, especialmente a sí mismo, teniendo a la muchacha más bella que había visto actuando como su heroína.

La zapatilla bordada de Lady Alethea tropezó con un repollo. Un lacayo la sostuvo antes que perdiera el equilibrio, y justo cuando esperaba que se le arrugara la nariz de disgusto, se agachó, agarró el repollo chorreando y se lo arrojó a su asombrado grupo de verdugos. Observó más allá de ella. Ahora su humillación empezaba a hervir.

¿Qué esperaba probar?

¿No sabía que los muchachos tenían que proteger a las muchachas? ¿Y a las mujeres? Gabriel había hecho todo lo que podía para proteger a su madre. No había sido suficiente.

– Le he visto mirarme, Gabriel Boscastle -susurró, soltando los hombros de la protección del criado.

Su mirada subió desde la zapatilla sucia a la barbilla firme. Prefería que lo creyera belicoso a débil. ¿Por qué se había molestado? Lo hacía sentirse peor.

– ¿Y qué?

– Lo he notado, eso es todo. Y creo… cualquiera que haya sido la razón, probablemente no era decente.

– Miraré lo que quiera – gritó tras ella, el desafío la única arma a su disposición.

Ella se detuvo echando una mirada alrededor. -Muchacho de la picota [1]. No me importa si mira.

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