Gabriel salió de su cuarto perplejo, pensando que lo último que había dicho no era mentira. Se sentía perdido, y todos los puntos de su brújula lo dirigían a ella.
Era la primera vez en su vida que abandonaba un intento de seducción, porque deseaba a una mujer tan desesperadamente que le importaba lo que podría pensar de él después. Esperaba que no significara nada. Alethea estaba entretejida en su pasado desde que podía recordar. La única mujer que él siempre había soñado poseer. Si ella hubiese sabido lo que pensaba mientras la besaba, como había querido persuadirla, ella habría estado justificada en usar su fusta con él otra vez.
Hizo una pausa, mientras llegaba a la parte alta de la escalera. Ningún invitado a la vista. Estaba a salvo y no la descubrirían. Aunque no estaba a salvo de él. Todo su cuerpo pulsaba con sexualidad primitiva.
Se preguntó si sería capaz de sobrevivir a la cena sin delatarse. Se vería algo raro si pasaba toda la noche con las piernas cruzadas. ¿Se originaría de ahí la costumbre de ponerse una servilleta en el regazo?
– Señor -una masculina ansiosa voz juvenil preguntó-. ¿Le ocurre algo?
Gabriel miró al ayudante del lacayo que apareció al fondo de las escaleras.
– Estoy bien, gracias.
Le gustaría poder asegurarle a ella, que ya no era como el niño rebelde que la ponía en ridículo que ella recordaba. Desgraciadamente ni él mismo estaba convencido que fuese muy diferente ahora.
Aparentemente no se había enterado que casi había asesinado a su padrastro una semana antes que mataran al repugnante sodomita en una pelea en la taberna. Algo bueno, en todo caso. Era cuestión de tiempo que él matara a John por todos los abusos a los que había sometido a su madre.
Había algo diferente en Alethea, sin embargo, pero no sabía qué.
Ella todavía lo aturdía. Y pensaba que él también la aturdía a ella.
Pero había comenzado a notar en ciertos momentos, un cinismo en ella, que no había esperado. Bueno, había perdido a su verdadero amor, al hombre escogido por sus padres, que la habría protegido de las pequeñas bestias como Gabriel. Y con razón.
No quería creer que la tristeza que veía en ella era pena por el hombre que había escogido primero. Que era el tipo de mujer que sólo ama una vez.
Pero era la respuesta obvia.