CAPÍTULO 08

– ¡Ah!, ahí estás, Alethea -gritó una voz amistosa desde la puerta-. Debería haber sabido que estarías en los establos. Y lo limpio que está aquí. Nuestro nuevo vecino ha estado trabajando duro, ya veo. Me inspira ver esta casa antigua restaurada a lo que solía ser. Esos pastos ruegan por un pura sangre o dos, y sin duda, un oficial de caballería se enorgullecería…

Caroline Bryant, la esposa del vicario, era una amable matrona rubia en un vestido de percal con un gorro atado debajo de su doble barbilla, y charlaba con tanta energía que parecía que no le importaba que el nuevo amo de la casa hubiera pasado la noche en el establo. Por lo poco que Gabriel sabía, Helbourne tenía un historial de propietarios disolutos, por lo tanto, su comportamiento probablemente no era diferente.

Él se agachó disimuladamente y cogió la fusta que Alethea había dejado caer.

– Esto es tuyo -dijo en un tono irónico-. No voy a preguntar para que lo utiliza.

Por un momento pensó que ella lo ignoraría. Luego, con una sonrisa ella tomó la fusta y respondió en voz baja.

– Es un arma secreta para mantener a mis vecinos bajo control.

Él le sonrió a la vez.

– Uno nunca sabe cuando un poco de disciplina será necesaria.

Apoyó el brazo hacia atrás en un fardo de heno y casi perdió el equilibrio. Alethea cogió su manga con un suspiro despectivo, a continuación, lo alejó de ella con un gesto de advertencia. La esposa del vicario parloteaba, ajena a lo que ella se había perdido. Él podría haberles dicho a ambas que era una esperanza perdida, oficial de caballería o no. Las buenas posibilidades de Gabriel habían muerto antes de que él tuviera quince años. Durante la guerra, cuando él había ayudado a volar un puente sobre el río Elba, él también había renunciado a su propio espíritu. Había tenido que cortarse casi todo su cabello, ya que se había quemado y tenía una fea cicatriz en su garganta. Realmente parecía el dragón que los oficiales franceses solían llamarlo.

Parpadeó, dándose cuenta de repente de que la esposa del vicario acababa de pasar la mano delante de su cara. No estaba seguro si ella estaba dándole una bendición o tratando de resucitarlo de entre los muertos. Obligó a su garganta a responder.

– ¿Decía usted, señora? -preguntó con voz ronca.

– Somos bendecidos los que vivimos retirados de las malas influencias de nuestro tiempo -confirmó con una voz piadosa pero alta que resonó en las cavidades de su cráneo.

Él miró hacia ella.

– Londres, quiere decir. Escandaloso lugar. Arruina personas. Acabo de dejarlo.

Ella asintió con la cabeza.

– Aquí en el campo vivimos por la fe, el amor y la caridad.

– Amén -dijo, ganando otra mirada dudosa de Alethea. ¿Qué se suponía que iba a decir?-. Vamos a comenzar a arar, entonces.

La señora Bryant lo miró durante unos instantes. Él atrapó a Alethea poniendo los ojos en blanco. Era evidente que él había dicho algo fuera de lugar.

– Hemos arado en octubre, sir Gabriel.

– Ah. Me había olvidado. Entonces, tal vez deberíamos empezar en septiembre. -No es que pensara en quedarse en este pantano tanto tiempo-. Para ir por delante de los otros que esperan hasta octubre.

Alethea le concedió una sonrisa socarrona.

– Ahí es cuando hacemos nuestra trillada.

– ¿No podríamos trillar antes?

Él miró su boca fijamente. Sus ojos se burlaban de él. Iba a hacer mucho más que darle un beso si ella le daba otra oportunidad.

– Sólo si usted conoce alguna manera de convencer al maíz para madurar antes de tiempo. -Hizo una pausa, él quería tirar de ella hacia abajo sobre la paja de nuevo-. ¿Lo sabe?

Él sonrió.

– Usted pensaría que soy un maldito idiota si dijera que sí, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

– Sí.

– No soy agricultor. -Se encogió de hombros-. Nunca lo fui.

Alethea lo estudió.

– Tal vez usted no es un agricultor, pero tiene inquilinos que lo son. No muchos, lo reconozco. Los pocos que han quedado son su responsabilidad.

Él negó con la cabeza.

– Ni siquiera los conozco.

– ¿Podríamos cabalgar juntos para que pueda presentárselos?

– Tal vez otro día -dijo, intentando que su mirada pareciera sincera.

Y no la engañó ni por un momento.

Ella recordaba lo que él había sido.

Dios quiera que él se fuera antes de que ella descubriera lo que era ahora.

La señora Bryant le dirigió una sonrisa alentadora.

– Sabemos que usted no era un agricultor. Pero ¿puedo preguntar lo que es?

– Bueno, soy un jugador -dijo sin pensar-. Y…

– ¿Eso no es útil? -Alethea murmuró.

– …Y un oficial de caballería. Bueno, lo era. Conozco de caballos. Lo hago.

La señora Bryant apreció su fuerte forma. -Eso es un buen comienzo.

– Caballos y mujeres -él enmendó.

– Y supongo que en su modo de pensar no hay mucha diferencia -dijo ella con una mirada amonestadora.

Él le sonrió.

– Por supuesto que las hay. Un caballo bien educado puede darle a un hombre una fortuna. Una mujer bien educada gastar la misma cantidad diez veces más.

Alethea emitió un suspiro.

– Creo que es hora de irnos, señora Bryant. El pobre sir Gabriel estuvo toda la noche atendiendo a su caballo.

Él parpadeó otra vez cuando los tres salieron afuera. El sol estaba oculto por un banco de nubes sombrío. Era un típico día gris inglés con un resplandor que le provocaba un dolor detrás de sus ojos.

Y le hizo darse cuenta de nuevo de cuan verdaderamente hermosa se había convertido Alethea. Tal vez ella era un poco demasiado alta para ser vista como una belleza de Londres. Sus rasgos, la nariz patricia, su demasiado generosa boca, y su mentón anguloso, no eran delicados según la norma clásica.

Pero él había besado aquella boca imperfecta y ella seguía hablando con él. El hecho lo animó considerablemente. Después de todo, ella lo había visto en el punto más bajo de su vida y aunque no se había convertido en una persona mejor en los últimos años, no era peor. O al menos no había cogido nada. Y no tenía otros planes para el resto del verano, a menos que visitara a algunos viejos amigos en Venecia.

La señora Bryant empujó un pesado cesto hacia sus manos.-En nombre de la parroquia, por favor, acepte esta pequeña muestra de nuestro aprecio. Bienvenido a Helbourne, Sir Gabriel.

Él tragó fuertemente saliva.

– Gracias -dijo, dándose cuenta de que ella esperaba alguna respuesta-. ¿Qué… es, exactamente?

– Jalea de Violetas. Tres frascos de la misma. Un suculento jamón. Y un libro de oraciones.

Jalea de Violetas y oraciones. Se preguntó si estaría preparado para la dentadura postiza.

– Eso es muy amable de su parte -dijo amablemente.

La señora Bryant lo miró a los ojos.

– Usted necesitará conservar toda su fuerza si va a estar a cargo de Helbourne. No debe permitir que su personal lo intimide -le dijo vigorosamente-. Debe hacerse cargo de su patrimonio.

Gabriel aventuró una mirada a Alethea, sus ojos bailaban de risa.

– ¿Debo?

La señora Bryant golpeó con sus pies sobre la paja.

– Dígale a los rufianes quién tiene el control.

– Lo hice anoche. Por lo menos creo que lo hice.

– Entonces ¿por qué, puedo preguntar, durmió en el granero?

– Bueno, porque…

La señora Bryant asintió con la cabeza con comprensión.

– Porque tenía miedo de dormir en la casa. Temeroso de lo que uno de esos bribones podría hacerle durante la noche. No lo culpo por haber tomado precauciones.

– Creo que los tendré controlados muy pronto -dijo, aunque el pensamiento que había cruzado por su mente después de ese tiro en la larga galería, fue que él se había alejado de una guerra sólo para luchar en otra.

– Supongo que Alethea le habló del hombre que tomó posesión de Helbourne hace tres años.

Gabriel negó con la cabeza.

– ¿Qué pasó con él? -preguntó con cautela.

– Nadie lo sabe -Alethea respondió-. Se le vio corriendo por las colinas en su camisa de dormir y nunca más se le volvió a ver.

– Pero eso no va a suceder a Sir Gabriel -dijo la señora Bryant con una sonrisa alentadora.

Alethea arqueó las cejas con curiosidad.

– ¿Por qué no?

– Porque por regla no uso ropa de dormir -respondió sin rodeos-. Y porque nadie me perseguirá en esta casa hasta que me vaya por mi cuenta.

– Entonces, está decidido -dijo la señora Bryant, con un gesto de satisfacción-. Helbourne tiene un nuevo amo, y él no es ningún debilucho que le permita a nadie que lo eche afuera.

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