CAPÍTULO 22

Ante su silencio, él se sentó entre una baronesa viuda y Lord Pontsby. La baronesa inmediatamente entabló una conversación con él.

– El propietario anterior de Helbourne Hall planeaba construir una gruta donde actualmente está ubicado el encinar. Consultó a un arquitecto extranjero para el diseño.

¿Encinar? Gabriel bajó la cuchara sopera tratando de parecer respetuoso, mientras se devanaba los sesos. Quería desesperadamente causar una buena impresión. Pero, ¿dónde diablos estaba el encinar en su finca?

– Ah -dijo, tratando de captar la atención de Alethea-. El encinar. No es una mala idea para una gruta, ¿verdad?

La baronesa de pelo plateado pareció dulcemente consternada.

– Entendemos que su predecesor quería utilizar ese edificio para seducir mujeres jóvenes para… bueno, espero que me entienda.

Gabriel dejó caer la cuchara. Sólo había hablado unas pocas palabras. ¿Cómo diablos había llegado a su puerta la seducción de las jóvenes? Miró a través de la mesa a Alethea, pidiendo ayuda.

Fingiendo no darse cuenta de su dilema, le dio una vaga sonrisa y procedió a untar con mantequilla su rebanada de pan.

Él tosió ligeramente.

– Bueno, de acuerdo con los antiguos druidas, un encinar es un refugio sagrado para… -No sabía exactamente qué. Sin embargo se acordó de él y sus hermanos despertándose en la ocasional aurora a mediados de verano, para observar a las chicas del pueblo que se reunían para saludar el amanecer. Si había habido robles en el fondo, ninguno de los chicos se había dado cuenta o importado.

– Usted es más bien alto para ser un druida, ¿no? -aventuró la baronesa después de unos momentos de silencio-. Lo suficientemente oscuro, pero nada de diminuto.

Se encontró con la mirada divertida de Alethea.

– No creo que Sir Gabriel esté admitiendo cualquier tendencia pagana, Lady Brimwell.

– Bueno, ¿qué está admitiendo entonces? -bromeó el Reverendo Peter Bryant-. Hable Sir Gabriel. He oído todo tipo de pecados confesados.

Alethea negó con la cabeza.

– No en mi mesa. Puede tener a mi invitado en otro momento, por favor.

– Lo que estoy diciendo -continuó Gabriel, dándose cuenta de que en realidad estaba divirtiéndose sin los juegos de azar, sin beber en exceso, ni acumular más pecados en su alma mortal-, es que los árboles son bonitos, y despojar inocentes no lo es.

No es que Gabriel hubiese dedicado más que un pensamiento fugaz a los inocentes. Sin embargo si Dios castigaba a muerte a los culpables o a los hipócritas, pronto sería derribado por un rayo justo a través del techo. Levantó la vista por la expectativa. Afortunadamente tal retribución divina no ocurrió. Tal vez Dios estaba guardando su venganza para cuando Gabriel menos lo esperara.

Como jugador empedernido, que no podía resistirse a correr el riesgo, agregó y lo dijo de verdad,

– No se construirán grutas para fines ilícitos mientras yo esté en Helbourne. -Un dormitorio común y corriente era lo suficientemente bueno.

– ¿Y cuanto tiempo se quedará, Sir Gabriel? -preguntó Alethea trazando con sus dedos el tallo de su copa.

Maldito si lo sabía. Estaba en la punta de su lengua responder que su decisión dependía de ella. Pero ya había resuelto poner Helbourne en el mercado y volver a Londres, ¿verdad?

– Estoy seguro que se habrán cansado de mí antes de que me vaya -dijo.

Y si bien eludió una respuesta definitiva, estaba seguro de que no había engañado a Alethea. Con mucho cuidado, cambió de tema y levantó la vista mientras el plato principal llegaba a la mesa. Gabriel debería sentirse aliviado de que Alethea lo hubiese liberado de tener que mentir.

En cambio, se esforzaba por comprender. ¿Por qué siquiera había mostrado algún interés en él? ¿Por los viejos tiempos? ¿Porque tenía un punto débil en su corazón para los chicos errantes? Esperaba que ella no fuera una de esas damas que creía que una naturaleza torcida podía enderezarse con unos pocos gestos amables.

La conversación cambió de los sinvergüenzas arruinando mujeres jóvenes a la agricultura. Gabriel habló como si tuviese el más leve interés en espantar los cuervos de los maizales, el futuro de los artesanos del campo y el empleo para la feria de Michaelmas. Le recordaron comprar sus gansos temprano, antes de que todos los buenos se fueran. Como si supiese qué hacer con ellos.

Finalmente, fortificados con vino, nueces confitadas, pastelillos y queso, los invitados pasaron a la sala de música para un juego de Golpear al que Pasa. Gabriel quedó hombro con hombro con Alethea hasta que eso fue todo lo que pudo hacer para no deshonrarse a sí mismo de nuevo. Fue casi un alivio cuando le asignaron otro compañero para jugar al Whist. Él y el vicario se sentaron frente a Alethea y la señora Bryant. Cuando las trece cartas fueron repartidas, se tuvo que obligar a contener una sonrisa condescendiente. No era justo apostar contra estos aficionados, y entonces la señora Bryant le tomó el truco, lo que le obligó a abandonar su actitud condescendiente y prestar atención.

Perdió.

– Le ganamos al jugador de Londres -alardeó la señora Bryant-. ¿Lo puedes creer, Alethea?

Alethea pretendió fruncir el ceño.

– ¿No se supone que debemos estar avergonzadas de nosotras mismas por alentar su afición al juego? Por lo menos no parece correcto presumir que le quitamos un chelín a un hombre cuyas actividades criticamos.

– Dígale que la próxima vez subiremos las apuestas -dijo el cura jovial, mientras se levantaba para irse.

– ¿Habrá una próxima vez? -preguntó Gabriel casualmente, mientras salían con Alethea por la puerta principal a la húmeda noche.

– ¿No te aburrimos? -le preguntó sorprendida-. ¿Realmente volverías?

– Sólo si soy bienvenido. ¿Lo soy?

Le dio una sonrisa ingenua que aumentó el doloroso deseo que llevaba subyugando durante horas.

– Sí -respondió, con los ojos llenos de picardía. Vamos a jugar más juegos. ¿Te gusta La Caza del Dedal?

La miró fijamente, afectado por una repentina necesidad de besarle la garganta y la piel cremosa más abajo, medio escondida bajo los rizos.

– ¿Podemos jugar solos?

– No creo que fuese tan divertido.

Le sostuvo la mirada.

– Creo que te sorprenderías.

– Ya veremos -le dijo cautelosa.

– Eso suena prometedor.

– Voy a traer a mis dos hermanas mayores la próxima vez -dijo la señora Bryant, detrás de ellos, mientras esperaba su capa-. No van a creer que le gané a Sir Gabriel.

– ¿La dejaste ganar? -indagó Alethea en voz baja.

– No -él y Caroline contestaron al unísono.

– Sospecho, sin embargo -dijo Gabriel con una fingida mueca-, que la señora Bryant es una experta tramposa.

La señora Bryant cuadró los hombros.

– ¿Puede probarlo?

Gabriel sonrió.

– Probablemente, la próxima vez tendré que vigilarla más de cerca en busca de cartas dobladas y guiños sutiles. Ahora que lo pienso, tosió bastante, y nunca examinamos el mazo de naipes por marcas.

Parecía encantada.

– ¿Me retará a un duelo de honor si me pilla?

– ¿Cuáles van a ser las armas?

– Versículos de la Biblia -dijo con una risita maliciosa.

– Entonces -dijo riendo con impotencia-, creo que acabo de ser engañado para hacer una donación a la parroquia.

– La donación no importa -aseguró la señora Bryant-. Será suficiente con que nos encontremos en la mesa de nuevo, para darle la oportunidad de redimirse.

Y Gabriel no tenía ninguna duda de que se refería a las cartas, no a una gran redención. El problema era que difícilmente podía admitir que la proximidad de Alethea podía doblegar su necesidad de jugar, pero ciertamente no disminuía sus otros impulsos.

Porque cuando al fin dejó su compañía, se dio cuenta de que de todos sus placeres pasados y presentes, de todas las apuestas que había ganado, ninguna igualaba el ser invitado para estar en su compañía, regocijándose con su risa.


Alethea corrió por el prado en el césped mojado y lo vio perderse a medio galope en la bruma. Que hermosa vista. Después de ese interludio amoroso en su dormitorio, había sido todo un caballero. Amable con sus amigos. Aún así, sabía que no todos los caballeros eran atentos en la oscuridad. Y que lo más probable era que Gabriel creyera que su resistencia a los avances amorosos estaba pasada de moda, comparada a las conductas de las damas que conocía en Londres.

Todo el mundo sabía lo que era, y sin embargo a todos en Helbourne les gustó, deseaban que probase que los rumores eran erróneos. Y nadie lo deseaba más que Alethea.

Le había recordado que ella todavía disfrutaba de una buena risa, que a pesar de que Jeremy la había violado con una crueldad terrible, se recuperaría.

Gabriel le había demostrado que todavía era capaz no sólo de sentir el deseo, sino también de sufrir sus incautos impulsos. Teniendo en cuenta su reputación como un maestro consumado en el arte del amor en Londres, ella sabía que él entendía cómo despertar pasiones ocultas.

Pero que podría hacerla enamorarse de él cuando ella sabía lo que era… bueno, ella misma se detendría.

Se rehusaba a caer por otro verdadero príncipe del amor, después de que el último resultó ser el rey de los sapos ante sus ojos horrorizados. Su primer corazón roto.

No. Eso no era del todo cierto. Había conocido a Gabriel antes de conocer a Jeremy en un bautizo local. Era justo concederle a Gabriel la dudosa distinción de haber sido el primero en romperle el corazón. Porque él había herido profundamente sus sentimientos, cuando ella corrió el riesgo de enojar a sus padres para ayudarlo en la picota.

Nadie antes había rechazado sus tiernos gestos, y con tanta rudeza. Siempre había sido elogiada por su capacidad de mostrar compasión hacia los demás. Pero había sido orgullosa al pensar que las palabras de simpatía de una niña serían suficientes para fortalecer a un niño como Gabriel.

Y lo era más aún, pensar que una mujer le podía tender la mano para ayudarlo a salir del sendero que había escogido.

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