– ¿Siempre es tan escurridizo? -preguntó Vianello al salir.
– ¿Escurridizo?
– Tan precavido. O como quiera llamarlo. -Para justificar su tono, que era casi de irritación, Vianello agregó-: Él sabe quién era ese hombre. Eso ha quedado claro, pero da la excusa de que no puede responder sin hablar con otras personas. -Lanzó un resoplido de cólera que se hizo visible en el aire gélido-. Si lo conoce, o lo conocía, debe decírselo -insistió-. Es lo que manda la ley.
Brunetti, sorprendido de oír expresarse a Vianello en términos tan legalistas, trató de contemporizar.
– Bien, debe y no debe.
– ¿Cómo que no? -preguntó Vianello.
Rehuyendo la respuesta, Brunetti cruzó la calle en dirección a un bar.
– Necesito un café -dijo empujando la puerta. El aire caldeado los envolvió y, como si estuviera esperándolos, la cafetera soltó un chorro de vapor en imitación del bufido lanzado por Vianello un momento antes.
En la barra, Brunetti miró a Víanello y, a una señal afirmativa de éste, pidió dos cafés.
Mientras esperaban, el comisario dijo:
– No tiene obligación de decirme nada si cree que lo que me diga puede poner en peligro a otra persona. -Antes de que Vianello pudiera citarle la ley, Brunetti agregó-: Es decir, él sabe que legalmente debe decírmelo, pero eso no significaría nada para él si pensara que la información que me diera podía perjudicar a alguien.
– Pero usted le ha prometido no decir nada a la Policía de Inmigración -insistió Vianello-. ¿Es que no le ha creído?
– El peligro podría venir de otro sitio -dijo Brunetti.
– ¿De dónde? -preguntó Vianello.
Llegaron los cafés y ellos se concentraron en!a operación de rasgar las bolsitas del azúcar y echar el contenido en las minúsculas tazas. Después del primer sorbo, Brunetti dejó la taza en el platillo y dijo:
– No lo sé. Pero por el momento no puedo hacer más que esperar a ver qué me dice o qué no me dice. Y, si no me lo dice, tendré que averiguar por qué.
Vianello se limitó a agitar la taza en dirección a Brunetti, a modo de interrogación.
– Haga lo que haga -prosiguió Brunetti-, tanto si me contesta como si no, estará dándome información. Y, cuando la tenga, podré empezar a pensar en lo que hay que hacer.
Vianello se encogió de hombros y los dos hombres salieron del bar y se dirigieron hacia la lancha.
El piloto había mantenido el motor en marcha y en la cabina había una temperatura agradable. Brunetti no hubiera podido decir si era efecto del calorcillo o el estímulo del café y el azúcar, pero lo cierto era que se sentía reconfortado y capaz de disfrutar de la belleza del trayecto de vuelta a la questura. A uno y otro lado, desfilaban Los palazzi que, en delirante yuxtaposición de estilos, competían por su atención: aquí, una sobria ventana gótica; allí, una fachada de mosaico multicolor; a la izquierda, el atrio sumergido de Ca d'Oro; y, enfrente, el espacio, ahora desierto, en el que Paola había comprado pescado aquella mañana.
Esta vista le hizo pensar en su familia y en la tensión que había percibido durante el almuerzo. ¿Qué hacer con Chiara? Durante un momento, pensó en llevarla aL depósito del hospital y enseñarle el cadáver del hombre negro, la prueba de lo que puede suceder cuando consideras a una persona «sólo» un vu cumprá, pero enseguida comprendió que esto no sería más que un recurso melodramático barato que no garantizaba que Chiara se convenciera de que una cosa llevaba a la otra. Y, ¿acaso sabía él con plena seguridad que una cosa había llevado a la otra? Esto, a su vez, le hizo volver a don Alvise.
Por la izquierda se acercaba el Palazzo Ducale, y su belleza le hizo ponerse en pie.
– Vamos -dijo a Vianello, y salió a cubierta. La bofetada del viento helado hizo que se le saltaran las lágrimas, deformándole la visión y convirtiendo el palazzo en una silueta fosforescente que se ondulaba suspendida en el reverbero de las olas trémulas.
Vianello subió la escalera y se quedó al lado de Brunetti. Las banderas ondeaban frenéticamente en los altos mástiles situados frente a la basílica; las góndolas y los barcos cabeceaban en sus amarres entrechocando con fuertes golpes que el rugido del viento no llegaba a ahogar. La piazza aparecía poblada de figuras embozadas y encogidas; los turistas mantenían la cabeza baja contra el viento, que no les permitía gozar del esplendor que los rodeaba.
¿Era distinto en otro tiempo, se preguntaba Brunetti, cuando todo esto era nuevo y La Serenísima dominaba los mares? ¿O también entonces era tan fácil perpetrar el asesinato de un moro sin nombre, con la seguridad de que su insignificancia y anonimato protegerían a sus asesinos? Cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, el palazzo había cedido paso al puente de los Suspiros y a los hoteles que se alineaban en la uva. El frío le mordía la cara; aquí, en aguas abiertas, se sentía más, pero él permaneció en cubierta hasta que atracaron en la questura, donde dio las gracias al piloto y pidió a Vianello que subiera con él a su despacho.
La última parte del viaje los había dejado helados hasta los huesos, y tardaron más de cinco minutos en entrar en calor y empezar a pensar en quitarse el abrigo. Mientras colgaba el suyo en el armario, Brunetti dijo:
– Es terrible. No recuerdo haber tenido nunca tanto frío en esta época del año.
– Calentamiento global -dijo Vianello dejando la parka sobre el respaldo de una de las sillas situadas delante de la mesa de Brunetti y sentándose en la otra.
Completamente desconcertado, el comisario esperó a estar sentado a su vez antes de preguntar:
– ¿Qué dice? ¿«Calentamiento global»? ¿No debería hacer más calor?
Vianeüo, frotándose las manos para estimular la circulación, dijo:
– Ya llegará. Pero también producirá una perturbación de las estaciones. ¿Recuerda lo mucho que llovió el otoño y la primavera últimos? -Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y VianelLo prosiguió-: Todo está ligado. Tiene que ver con las corrientes de los océanos y del aire.
Como Vianello parecía hablar con conocimiento de causa, Brunetti preguntó:
– ¿De dónde lo ha sacado?
– He leído el Informe de las Naciones Unidas sobre Calentamiento Global. Es decir, una parte. Todo está ahí. La guinda del pastel es que eL último lugar del mundo en que se notarán los efectos, si los científicos saben lo que se dicen, claro… ¿sabe cuál es el país, mejor dicho, el continente que notará los efectos en menor medida y más tarde?
Brunetti movió la cabeza en señal de ignorancia.
– América del Norte. O sea, Los norteamericanos. Están protegidos a uno y otro lado por enormes masas de agua y las corrientes les son favorables, de manera que, mientras los demás nos asfixiamos con sus gases y nos morimos de calor, ellos seguirán como si nada.
Brunetti estaba alarmado por el tono de Vianello, que le parecía insólitamente áspero y apasionado.
– ¿No es excesivamente severo con ellos, Lorenzo?
– ¿Excesivamente severo, cuando me acortan la vida y matan a mis hijos?
Cuando ya era tarde, Brunetti se dio cuenta de que había tocado la fibra sensible de Vianello: la ecología del planeta. Manteniendo la voz serena, dijo:
– Nada de eso está demostrado, Lorenzo.
– Ya lo sé. Como tampoco está demostrado que, si yo volviera a fumar y fumara tres paquetes al día, moriría de cáncer de pulmón; pero tendría muchas probabilidades.
– ¿Usted cree? ¿En este caso?
Era tan patente la sinceridad de la pregunta de Brunetti que Vianello respondió en tono mucho más sosegado.
– La verdad, no lo sé. No soy especialista. Sólo sé lo que leí, y que el informe fue encargado por la ONU y que lo hicieron climatólogos de todo el mundo. De modo que para mí es bastante bueno; por lo menos, hasta que lea algo más convincente.
– ¿Cree que se puede hacer algo? -preguntó Brunetti, y la forma en que Vianello frunció el entrecejo le hizo aclarar-: Para remediarlo, quiero decir.
– No parece que la cosa tenga remedio. Quizá ya sea tarde.
– ¿Tarde para qué? -preguntó Brunetti, quien, de pronto, se sentía muy interesado en lo que tuviera que decir su inspector.
– Para evitar las consecuencias de lo que hemos estado haciendo durante este último medio siglo.
– Es un pronóstico muy grave -dijo Brunetti, sorprendido de oír hablar a Vianello tan seriamente acerca del tema. Desde hacía años, en la questura se tomaba a broma el interés de Vianello por el medio ambiente, pero Brunetti siempre lo había situado en el mismo nivel que la insistencia de sus hijos en no comprar agua mineral envasada en botellas de plástico o en recoger cuidadosamente todo el papel desechable y llevarlo a los contenedores ecológicos de Rialto. Pero ésta era una visión mucho más pesimista que cualquiera que Vianello hubiera expuesto hasta entonces.
– ¿Realmente, no se puede hacer nada? -preguntó Brunetti.
Vianello se encogió de hombros. Pareció que iba a levantarse y marcharse, o eso temió Brunetti, que sentía curiosidad por oír la respuesta e insistió:
– ¿Qué cree usted?
– Creo que debemos vivir la vida y tratar de hacer nuestro trabajo -dijo Vianello después de un momento. Y entonces, como si aún no se hubiera hablado del tema, preguntó-: ¿Y qué hacemos acerca de ese muchacho negro? ¿Cómo averiguamos quién era si su don Alvise decide callar?
Brunetti, aceptando que la cuestión del calentamiento global había quedado aparcada, respondió:
– Gravini dice que conoce a un africano que vive en Castello, cerca de la casa de su madre. Probará de sacarle algo. Y he pedido a la signorina Elettra que indague a ver si encuentra a los que les alquilan las viviendas.
– Buena idea. En algún sitio tenía que vivir. -Entonces, advirtiendo la banalidad de la frase, Vianello agregó-: Quiero decir que tenía que vivir en la ciudad, ya que no llevaba encima nada más que un par de llaves.
– ¿Ha leído el informe de la autopsia? -preguntó Brunetti, sorprendido de sí mismo por haber olvidado hacer esta pregunta a Vianello antes de ir a ver a don Alvise.
– No.
– Dice que tenía entre veinticinco y treinta años y que su estado físico era bueno. Y que dos de las heridas eran mortales.
– Dios, qué mundo. -Vianello miró a Brunetti, frunció los labios con gesto de desconcierto y agregó-: Es raro que no sepamos absolutamente nada de ellos ni de África, ¿verdad?
Brunetti asintió pero no dijo nada.
– Sólo que son negros -dijo Vianello alzando las cejas con ironía.
Brunetti, pasando por alto el tono de Vianello, comentó:
– Nosotros no parecemos alemanes ni los finlandeses parecen griegos, pero todos parecemos europeos.
– ¿Y qué? -preguntó Vianello, que no había quedado muy impresionado por la observación de Brunetti.
– Alguien tiene que haber que sepa de ellos algo más -dijo Brunetti.
En aquel momento, entró en el despacho la signorina Elettra. Traía en la mano un papel que hizo pensar a Brunetti que quizá había encontrado algún indicio que permitiera averiguar la identidad del vu cumprá. Aún resonaba este término en su cabeza cuando se obligó a sí mismo a sustituirlo por el de ambulante.
– He encontrado a dos -dijo ella, saludando a Vianello con un movimiento de la cabeza. El inspector se levantó y le ofreció su silla, acercó la otra, puso la parka en el respaldo y se sentó.
– ¿Dos qué? -preguntó un impaciente Brunetti.
– Dos caseros -dijo ella, y explicó-: He llamado a un amigo que trabaja en La Nuova. -Captó su reacción al oír el nombre de! diario y puntualizó-: Ya sé, ya sé, pero nos conocemos desde primaria, y Leonardo necesitaba el trabajo. -Una vez disculpado el amigo por su elección de empresa, agregó-: Además, le da ocasión de tratar a la gente famosa que vive en la ciudad. -Esto ya fue demasiado para Vianello, que dejó oír una carcajada cavernosa. Ella esperó un momento y se rió a su vez-. Patético, ¿verdad? Famosos por vivir aquí. Como si la fama de la ciudad fuera contagiosa.
Brunetti pensaba en esto a menudo, porque le chocaba aquella actitud de los extranjeros, aquella creencia de que las señas de su domicilio les imprimían un sello de distinción, como si residir en Dorsoduro o tener un palazzo en el Gran Canal elevara el tono de su discurso o la calidad de su mente, mitigara et tedio de su vida o convirtiera la escoria de sus diversiones en oro puro.
Para él su condición de veneciano era motivo de alegría, no de orgullo. Él no había elegido la ciudad en que tenía que nacer ni el dialecto que debían hablar sus padres. ¿Por qué enorgullecerse de esas cosas? Una vez más, se entristeció al pensar en la vanidad de los deseos humanos.
– … cerca de Santa Maria Materdomini -oyó decir a la signorina Eiettra cuando volvió a sintonizar con la conversación que ella mantenía con Vianello.
– ¿Bertollí? -preguntó el inspector-. ¿No es el que estaba en el consejo municipal?
– Sí; Renato. Es abogado -dijo la signorina Elettra.
– ¿Y el otro? -preguntó Vianello.
– Cuzzoni. Alessandro -dijo ella, e hizo una pausa, para ver si el nombre les decía algo-. Es de Mira, pero ahora vive aquí y tiene una tienda.
– ¿Una tienda de qué?
– Es joyero, pero casi todo lo que vende es de fábrica -dijo ella con la displicencia de la mujer que nunca llevaría una joya hecha a máquina.
– ¿Dónde está la tienda? -preguntó Brunetti, no porque le interesara sino para demostrar que estaba escuchando.
– Cerca de Ventidue Marzo. En la calle que sube hacia la Fenice viniendo del puente.
Brunetti puso a caminar su memoria hacia campo San Fantin, por la callejuela que va hacia el puente, pasando por delante de la tienda de antigüedades.
– ¿Frente al bar? -preguntó.
– Creo que sí -respondió ella-. No he comprobado la dirección, pero es la única joyería.
– ¿Y estos dos alquilan a extracomunitari -preguntó Brunetti.
– Eso me ha dicho Leonardo. Nada de contratos a largo plazo, ni limitación del número de personas, y pago en efectivo.
– ¿Amueblados o sin amueblar? -preguntó Víanello.
– Indistintamente -respondió la signorína Elettra-. Si se les puede llamar amueblados. Dice Leonardo que hará unos dos años publicaron un reportaje sobre uno de esos apartamentos. Era increíble: siete personas durmiendo en una habitación, con la casa infestada de cucarachas, y una cocina y un baño como no había visto en su vida y, cuando le pregunté cómo estaban, me dio a entender que preferiría no enterarme.
– ¿Y uno de esos dos era el casero? -preguntó Brunetti.
– No lo sé, no me lo dijo. De todos modos, tiene la impresión de que alquilan a exlracomunitari.
– ¿Sabe dónde están los apartamentos? -preguntó Brunetti.
– No. Como le he dicho, mi amigo ni siquiera está seguro de que ellos les alquilen, sólo oyó sus nombres a personas que hablaban de los que están dispuestos a alquilar a extracomunitari.
– ¿Es su despacho? -preguntó Brunetti, mirando la dirección de Renato Bertolli y tratando de situarla.
– Sí. La he comprobado en Calli, Campielli e Canali, y me parece que tiene que estar justo enfrente del fabbro, el cerrajero.
Esto bastó a Brunetti. Había estado allí varias veces, hacía unos cinco años, cuando había encargado una barandilla metálica para el último tramo de la escalera de su casa. Conocía la zona, y parecía un poco apartada para el bufete de un abogado.
– No sé cómo enfocar esto -dijo Brunetti tomando el papel y agitándolo suavemente-. SÍ les preguntamos por los apartamentos, temerán que los denunciemos a la Finanza. Es lo que pensaría cualquiera. -Ni por un momento, pensó que aquellos hombres declarasen el alquiler y pagasen los impuestos correspondientes-. ¿Conoce a alguien que pueda hacer que hablen con nosotros?
– Tengo varios amigos abogados -dijo la signorina Elettra con cautela, como si reconociera un vicio secreto-. Puedo preguntarles si los conocen.
– ¿Y usted, Vianello? -preguntó Brunetti.
El inspector movió la cabeza negativamente.
– ¿Y qué hay del otro, de Cuzzoni? -preguntó Brunetti.
Esta vez, tanto la signorina Eletíra como Vianello hicieron señal de negación. Al ver la decepción de Brunetti, ella dijo:
– Puedo mirar en el Ufficio del Catasto si tienen otros apartamentos. Sabiendo dónde viven, no tendremos más que comprobar si hay contratos de arrendamiento de sus otros apartamentos.
Brunetti tenía un tío que vivía cerca de Peltre y que era cazador. Tenía una perra, Diana, una setter inglesa, cuyo mayor placer, aparte el de contemplar al tío con adoración siempre que éste le acariciaba las orejas, era perseguir pájaros. En otoño, cuando el aire refrescaba y empezaba la temporada de caza, una viva impaciencia se apoderaba de Diana, que no tenía sosiego hasta el día en que, por fin, el tío sacaba la escopeta y abría la puerta que daba al bosque de detrás de su casa.
Ahora, la signorina Elettra, sentada en el borde de la silla, preparada para salir lanzada, le recordó a Diana: los ojos oscuros y brillantes, las fosas nasales dilatadas, y el nerviosismo mal reprimido ante la idea de la presa a cobrar.
– ¿Puede encontrarlo todo con esa cosa? -preguntó él, sin necesidad de mencionar el ordenador.
Ella lo miró enderezando el cuerpo.
– Quizá todo no, señor. Pero muchas cosas.
– ¿Don Alvíse Perale? -preguntó Brunetti. Intuyó, más que vio, el gesto de asombro de Vianello, pero, al volverse a mirarlo, advirtió que el inspector había conseguido disimular la sorpresa. Brunetti se permitió una media sonrisa y, al cabo de un momento, Vianello no pudo sino menear la cabeza apreciando la incapacidad de Brunetti para confiar en alguien plenamente.
Brunetti recordaba que Diana no necesitaba que la azuzaran: el rebullir de un aleteo y salía veloz como el viento. La signorina Elettra no perdió el tiempo con preguntas ni aclaraciones.
– ¿Se refiere al ex sacerdote, comisario?
– Sí.
Ella se levantó con un movimiento fluido y elegante.
– Veré qué puedo encontrar.
– Son casi las ocho, signorina -le recordó él.
– Sólo un vistazo -dijo ella, y se fue. Cuando se cerró la puerta, Vianello dijo: -No se preocupe, comisario, que no tiene aquí la cama. Al final tendrá que irse a su casa.