CAPÍTULO 7

Brunetti no había leído la Ilíada hasta que ya estaba en tercero de carrera -las laboriosas traducciones hechas en secundaria no podían considerarse una lectura propiamente dicha-, y la experiencia fue muy curiosa. Antes de leer el texto, ya sabía lo que cada uno de sus libros le depararía: hasta tal punto aquella historia era parte intrínseca de su mundo y su cultura. No le causó sorpresa la perfidia de Paris ni la aquiescencia de Helena, sabía que el audaz Príamo estaba condenado y que ni todo el valor del noble Héctor podría salvar a Troya de la destrucción.

Una sensación similar de déjá vu literario le producían ahora las carpetas de Rubini. Mientras leía el resumen de la reacción de la policía a la llegada a Italia de los vu cumprá, se sentía familiarizado con muchos elementos de la historia. Sabía que los primeros vendedores callejeros eran marroquíes y argelinos que vendían ilegalmente los productos de artesanía que habían traído consigo a Italia. Recordaba haber visto años atrás sus mercancías: animalitos tallados en madera, collares de abalorios, navajas de adorno y relucientes cimitarras falsas. Aunque el informe no lo decía, Brunetti suponía que a esta primera oleada de vendedores callejeros procedentes de las antiguas colonias francesas se los denominó con el barbarismo bilingüe con el que ellos trataban de atraer la atención de su nueva clientela.

Cuando los árabes cedieron paso a los africanos, la delincuencia bajó. Aunque la violación de las leyes de inmigración y la venta sin licencia persistían, en las fichas policiales de los hombres que habían heredado el nombre de vu cumprá prácticamente no aparecían robos ni actos de violencia.

Los árabes -asi le constaba al comisario- encontraron actividades más lucrativas; muchos emigraron a países del Norte que no tuvieron más remedio que aceptar los permisos de residencia que con tanta liberalidad les había concedido la acomodaticia burocracia italiana. En un principio, los senegaleses, que no solían practicar la delincuencia, eran vistos con buenos ojos por muchos residentes de la ciudad y, como se desprendía del relato de Gravan, se habían granjeado la benevolencia de por lo menos algunos de los policías de la calle, que así lo reconocían, aunque no sin cierta rudeza. Durante los últimos años, no obstante, la creciente insistencia con que los ambulanti trataban de atraer la atención de los transeúntes y su proliferación, que parecía imparable, empezaban a poner a prueba la buena voluntad de los venecianos.

En los informes de los arrestos realizados durante los últimos años, Brunetti no encontraba más delitos que los de infracción de las disposiciones relativas al visado y venta sin licencia. Había una violación, perpetrada seis años atrás, pero el violador era marroquí, no senegalés. En el único arresto en el que se consignaba violencia, un senegalés perseguía a un carterista albanés por Lista di Spagna, lo derribaba con un placaje y se quedaba sentado sobre su espalda hasta que llegaba la policía, a la que otro senegalés había llamado con su telefonino. Una nota manuscrita en el margen explicaba que el albanés tenía dieciséis años y, aunque había sido arrestado varias veces por robo callejero, fue puesto en libertad el mismo día, después de hacerle entrega de la consabida carta por la que se le ordenaba abandonar el país antes de cuarenta y ocho horas.

La última carpeta contenía un informe que daba cifras: se calculaba que durante algunos días del verano anterior había entre trescientos y quinientos ambulanti en las calles; las reiteradas redadas de la policía habían provocado una disminución temporal, pero en la actualidad se estimaba que su número se acercaba otra vez a los doscientos.

Al terminar la lectura del informe, Brunetti miró el reloj y alargó la mano hacia el teléfono. Marcó de memoria el número de Marco Erizzo, que contestó a la segunda señal.

– ¿Qué hay de nuevo, Guido? -preguntó riendo.

– Odio esos teléfonos -dijo Brunetti-. Ya no se puede pillar desprevenida a la gente.

– Sí, tienes razón, es muy James Bond -admitió Erizzo-, pero me permite filtrar las llamadas.

– Pues la mía no la has filtrado, a pesar de que ya te habrás figurado que te llamo para pedirte un favor -dijo Brunetti, saltándose las preguntas de cortesía acerca de la familia de Marco y sin esperar a que Marco se interesara por la suya. Como se conocían bien, Marco ya habría notado que el tono de voz de Brunetti no era el que éste emplearía para hacer una llamada puramente social.

– Siempre me interesa saber lo que se traen entre manos las fuerzas del orden -dijo Erizzo con fingida seriedad-. Por si puedo serles de utilidad, por supuesto.:

– No soy la Finanza, Marco -dijo Brunetti.

– Nada de bromas con eso, Guido, por favor -dijo Erizzo en tono apredablemente más frío-. Procura no mencionarlos cuando hables conmigo, y menos aún si me llamas al móvil.

Brunetti optó por no hacer comentario alguno acerca de la firme convicción de Marco de que todas 3as llamadas telefónicas, e-mails y faxes eran registrados por la Policía de Finanzas y dijo:

– ¿Es que tú hablas por algún otro teléfono?

– No contesto por ningún otro. Dime de qué se trata, Guido.

– Los vu cumprá.

Marco no perdió el tiempo con la pregunta obligada de sí tenía algo que ver con el asesinato de la noche antes y dijo:

– Nunca había pasado algo así en la ciudad; por lo menos, desde que mataron a aquel carabiniere en… ¿cuándo fue, en 1978?

– Por ahí -dijo Brunetti, al que ahora aquellos años terribles parecían muy lejanos-. ¿Sabes algo de ellos?

– Que me quitan el nueve y medio por ciento de las ventas -dijo Erizzo con súbita irritación.

– ¿Cómo puedes calcularlo con tanta exactitud?

– Sé lo que vendía en materia de bolsos antes de que llegaran y lo que vendo ahora, y la diferencia es un nueve y medio por ciento. -Cortó la última sílaba con los dientes.

– ¿Por qué no haces algo?

Erizzo se rió con un sonido desprovisto de humor.

– ¿Qué me sugieres, Guido? ¿Que envíe una queja por escrito a tus superiores para pedirles que se preocupen por el bien de sus ciudadanos? Ahora me pedirás que mande una postal al Vaticano para que se preocupen por el bien de mi alma. -Una amarga resignación se mezclaba a la cólera en la voz de Erizzo-. Vosotros, chicos -prosiguió, sin duda refiriéndose a la policía-, no podéis hacer nada más que encerrarlos un día o dos y luego soltarlos. Ya ni os molestáis en amonestarlos. -Hizo una pausa, pero Brunetti desistió de aventurarse en aquel silencio.

»No puedo hacer nada, Guido. Sólo esperar que no se les ocurra extender la sábana delante de una de mis tiendas, como se plantan delante de Max Mará, porque lo único que ocurrirá entonces es que voy a perder aún más dinero. Los políticos no quieren oír hablar de ellos y vosotros, chicos, no podéis, o no queréis hacer nada.

Brunetti, una vez más, creyó preferible no expresar opinión alguna.

– Pero, ¿qué es lo que sabes de ellos? -insistió.

– Probablemente, no mucho más que cualquier otra persona de la ciudad -dijo Erizzo-. Que son de Senegal, que son musulmanes, que la mayoría viven en Padua y algunos aquí, que no causan muchos problemas, que los bolsos son de calidad y que los venden a buen precio.

– ¿Cómo sabes que son bolsos de calidad? -preguntó Brunetti, para distraer la cólera de su amigo.

– Porque me he parado en la calle a mirarlos -dijo-. Créeme, Guido, ni el mismo Louis Vuitton, si es que tal persona existe, vería la diferencia entre los bolsos auténticos y los que venden esos tipos. La misma piel, el mismo cosido, el mismo logo por todas partes.

– ¿Venden también imitaciones de tus bolsos? -preguntó Brunetti.

– Claro que sí -tronó Erizzo.

Brunetti optó por hacer caso omiso de la advertencia que encerraba el tono de su amigo y prosiguió:

– Dicen que las fábricas están en Puglia. ¿Sabes tú algo de eso?

Con la voz no menos áspera, Erizzo dijo:

– Eso me han dicho. Las fábricas son las mismas. De día trabajan para las empresas legales y de noche hacen las imitaciones.

– Si las fábricas son las mismas, no tiene mucho sentido hablar de «imitaciones» -observó Brunetti, tratando de aligerar el tono de la conversación.

Marco se resistía a animarse.

– Seguramente -fue su único comentario.

– ¿Tienes idea de quién está detrás? -insistió Brunetti.

– Sólo un idiota podría dejar de adivinarlo. Es una operación en gran escala y está perfectamente organizada. -Luego, en una voz apenas más suave, Erizzo agregó-: Sólo tienen un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Brunetti.

– La distribución -fue la respuesta de Erizzo, que sorprendió a su amigo.

– ¿Cómo?

– Piensa, Guido. Cualquiera puede producir. Eso es lo fácil: sólo necesitas las materias primas, un lugar para transformarlas y gente dispuesta a trabajar a cambio de lo que pagues. El problema reside en encontrar un lugar en el que vender lo que fabricas. -Como Brunetti guardara silencio, Erizzo prosiguió-: Si lo vendes en una tienda, tienes muchos gastos: alquiler, calefacción, electricidad, un contable, dependientes. Y, lo que es peor, has de pagar impuestos. -Brunetti se preguntaba cuándo había mantenido él una conversación con Marco en la que no hubieran salido a relucir los impuestos.

»Eso es lo que hago yo, Guido -prosiguió su amigo, con una voz que volvía a destemplarse-. Yo pago impuestos, impuestos sobre las tiendas, sobre mis empleados, sobre lo que vendo y sobre lo que aún puedo obtener con la venta. Y mis empleados pagan impuestos sobre lo que ganan. Y una parte se queda aquí, en Ve-necia, Guido, y lo que ellos ganan lo gastan aquí. -El calor que había en la voz de Marco no era el de la amistad ni el de la confidencia.

»Dime tú qué beneficio obtiene la ciudad de lo que ganan los vu cumprá -inquirió Marco-. ¿Crees que de ese dinero algo se queda aquí? -Aunque era una pregunta retórica, Erizzo hizo una pausa, desafiando a Brunetti a responder. Como su amigo no respondía, Erizzo dijo-: Todo va al Sur, Guido. -No era necesario concretar más acerca del destino del dinero.

– ¿Cómo lo sabes?

Brunetti oyó a su amigo inspirar profundamente.

– Porque nadie se mete con ellos, por eso. Ni la Guardia di Finanza, ni los carabinieri, ni vosotros, chicos, y porque parece que entran en este país como les place, y nadie los detiene en las fronteras. Eso significa o que nadie quiere molestarse o que nadie quiere que se les moleste. -La pausa después de esta última frase era tan larga que Brunetti pensó que Marco había termina-do, pero su voz volvió a sonar-: Y, si pensara que tienes estómago para oír más, te diría que también gozan de la protección de todos los que se niegan a verlos como inmigrantes ilegales que se pasan todo el día burlando la ley mientras la policía se pasea por delante de ellos.

Brunetti no sabía cómo aplacar el furor de su amigo, y dejó transcurrir un rato antes de decir, en tono sosegado:

– Es la definición más larga de "distribución» que he oído en mi vida. -Adelantándose a la reacción de Marco, agregó-: Y también la más reveladora.

Marco, a su vez, hizo una pausa no menos dilatada y a Brunetti casi le parecía oír cómo las ruedas de la amistad giraban en uno y otro sentido, buscando el carril del que se habían salido.

– En fin -concluyó Marco, y Brunetti creyó percibir en estas dos sílabas la calma del que vuelve a pisar terreno firme-, no estoy seguro de que todo esto sea cierto, pero parece lo más lógico.

Brunetti se preguntó entonces si no sería éste el triste sino del historiador: no saber nunca lo que es cierto sino sólo lo que parece lógico. O el del policía. Desechó estas cavilaciones y fue a dar las gracias a Marco, pero no había tenido tiempo de pronunciar más que el nombre de su amigo cuando éste dijo:

– Tengo otra llamada, he de dejarte. -Y se hizo el silencio.

La conversación no había reportado a Brunetti información nueva, pero le había reafirmado en la idea de que ios ambulanti gozaban de la protección de… -durante un momento, no supo cómo articular el pensamiento, ni siquiera para sus adentros-… «fuerzas que actúan en desacuerdo con las del Estado» fue el eufemismo que al fin encontró.

Sacó una libreta y la abrió por la doble página central, donde estaba lo que buscaba. Sumando una unidad a cada cifra anotada -un poco avergonzado por lo rudimentario de la clave-, marcó un número de teléfono. A la quinta señal, contestó una voz de hombre, y Brunetti dijo únicamente:

– Buenos días, deseo hablar con el signor Ducatti.

El hombre dijo que debía de haberse equivocado de número, y Brunetti pidió disculpas y colgó.

Le pesaba no haber bajado al bar del puente a tomar un café antes de llamar por teléfono; ahora no podía moverse del despacho hasta que Sandrini llamara. Para distraer la espera, sacó unos papeles de la bandeja de entrada y se puso a leer.

Transcurrió más de media hora antes de que sonara el teléfono. Contestó con su nombre, y la misma voz que le había dicho que se equivocaba preguntó:

– ¿Qué hay?

– Estoy muy bien, Renato -respondió Brunetti-. Gracias por el interés.

– Diga qué quiere, Brunetti, y déjeme volver a mi despacho.

– ¿Ha salido sólo a llamar por teléfono? -preguntó Brunetti.

– Diga ya qué es lo que quiere -repitió el hombre con mal reprimida irritación.

– Quiero saber si los… ¿cómo he de llamarlos?… los socios de su suegro tienen algo que ver con lo de anoche.

– ¿Se refiere al negro muerto?

– Me refiero al africano que fue asesinado -le rectificó Brunetti.

– ¿Nada más?

– Nada más.

– Luego le llamo -dijo el hombre, y colgó.

Si Renato Sandrini hubiera empleado mejores modales, quizá a Brunetti le hubiera remordido la conciencia por hacerle objeto de chantaje e intimidación. Pero la constante rudeza de aquel hombre y la altanería que caracterizaba su actuación en público hacían que Brunetti utilizara el poder que tenía sobre él casi con fruición. Veinte años atrás, Sandrini, abogado criminalista de Padua, se había casado con la única hija de un jefe de la Mafia local. Liegaron los hijos y también gran número de defensas muy bien remuneradas. Sus muchos éxitos ante los tribunales habían hecho de Sandrini una verdadera leyenda. A medida que aumentaba el volumen de su clientela, aumentaba también el volumen de su esposa, Julia, que, a los cuarenta años, parecía un tonel, aunque un tonel con gustos muy caros en joyería y un amor por su marido caracterizado por un alarmante afán de posesión.

Nada de esto tenia por qué redundar en perjuicio de Sandrini y beneficio de Brunetti, de no haberse producido un incendio en un hotel del Lido que había llenado de humo varias habitaciones y hecho que cuatro personas perdieran el conocimiento y tuvieran que ser trasladadas al hospital. Allí se descubrió que el cliente de la habitación 307, que se había registrado con el nombre de Franco Rossi, llevaba la carta d'identitá y las tarjetas de crédito de Renato Sandrini. Afortunadamente, el hombre volvió en sí a tiempo de impedir que el hospital llamara a su esposa para avisarla del percance, pero no antes de que se pusiera en evidencia la disparidad de los nombres. Todo ello hubiera podido atribuirse a un simple error de transcripción, de no haberse dado dos circunstancias: primera, que la persona que estaba con Sandrini en la habitación del hotel era una prostituta albanesa de quince años y, segunda, que el informe de la policía que contenía estos datos fue a parar, a la mañana siguiente, a la mesa de Guido Brunetti.

El comisario tomó la precaución de no abordar a Sandrini hasta haber hablado extensamente con la prostituta y su proxeneta y obtenido de ellos declaraciones en vídeo y por escrito. Ambos se mostraron dispuestos a hablar porque estaban convencidos de que el cliente era Franco Rossi, un mayorista de alfombras residente en Padua. De haber sabido quién era Sandrini y, lo que es más, de haber sospechado siquiera la identidad del suegro, es seguro que hubieran preferido ir a la cárcel a mantener aquellas largas conversaciones con el comprensivo comisario de Venecia.

A Brunetti le bastó una entrevista para convencer a Sandrini de que, habida cuenta de la victoriana mentalidad de algunos miembros de la Mafia acerca del sacrosanto carácter de las promesas del matrimonio, podía ser conveniente para él facilitar alguna que otra información al afable comisario de Venecia. Hasta el momento, Brunetti había cumplido su promesa de no pedir a Sandrini algo que pudiera comprometer su relación con un cliente, pero sabía que la promesa era falsa y que, llegado el caso, no tendría reparos en mover cualquier resorte para arrancar a Sandrini la información que le interesara.

Brunetti puso las carpetas en la bandeja de salida y, extrañamente satisfecho de sí mismo por su perfidia, se fue a casa a almorzar.

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