Paula se había quedado con la boca abierta, temiendo que todos sus desvelos de madre hubieran sido inútiles y que hubiera criado a un monstruo y no a una niña. Mientras miraba a su hija, su hijita, su tierno y precioso ángel, se preguntaba si seria posible la posesión demoníaca.
Hasta aquel momento, la cena había sido bastante normal, o todo lo normal que puede ser una cena que ha sido retrasada a causa de un asesinato. Brunetti, que había recibido el aviso minutos antes de sentarse a la mesa, había llamado poco después de las nueve para decir que aún tardaría. Para entonces, los lamentos de los chicos de que desfallecían de hambre habían minado la resistencia de Paola, que les dio de cenar, dejando su propia cena y la de Guido al calor del horno. Se sentó con los chicos, bebiendo poco a poco una copa de prosecco que iba calentándose mientras ellos consumían grandes cantidades de un pasticcio compuesto por capas de polenta, ragú y parmesano. De segundo había sólo radicchi asados, ahogados en stracchino, aunque Paola no creía que sus hijos pudieran comer algo más.
– ¿Por qué siempre ha de llegar tan tarde? -protestó Chiara alargando la mano hacia los radicchi.
– No siempre llega tarde -puntualizó Paola, ecuánime.
– Pues da la impresión -dijo Chiara eligiendo dos largos ejemplares que cubrió cuidadosamente de queso fundido.
– Ha dicho que volvería lo antes posible. -Después de todo, no es tan importante, ¿verdad? ¿Tanto ha de retrasarse?
Paola les había explicado la causa de la ausencia del padre, por lo que la sorprendió el comentario de Chiara. -¿No os he dicho que han matado a un hombre? -preguntó con suavidad.
– Sí, pero era sólo un vu cumprá -dijo Chiara empuñando el cuchillo.
Fue al oír estas palabras cuando Paola se quedó con la boca abierta. Asió la copa, hizo como que tomaba un sorbo de vino, acercó la fuente de radicchio a Raffi, que parecía no haber oído a su hermana, y preguntó:
– ¿Qué quiere decir «sólo», Chiara? -Notó con satisfacción que su tono de voz era perfectamente natural. -Pues eso, que no era uno de nosotros -respondió su hija.
Paola trató de descubrir una nota de sarcasmo o un intento de provocación en la respuesta de su hija, pero no había asomo de una cosa ni de otra. El tono de Chiara parecía tan desapasionado como el suyo propio.
– Chiara, al decir «nosotros», ¿te refieres a los italianos o a todos los blancos? -preguntó.
– No -respondió Chiara-. A los europeos. -Ah, naturalmente. -Paola levantó la copa, hizo girar la pata entre los dedos y volvió a dejarla en la mesa, sin beber-. ¿Y dónde están las fronteras de Europa? -preguntó al fin.
– ¿Qué, mamma?. -dijo Chiara, que estaba distraída contestando una pregunta de Raffi-. No te he oído.
– Te he preguntado dónde están las fronteras de Europa.
– Oh, mamma, va lo sabes. Está en los libros. -Antes de que Paola pudiera decir algo, preguntó-: ¿Hay postre?
Cuando era una joven madre, Paola, hija única que nunca había tenido tratos con niños pequeños, había leído todos los libros y manuales que orientan a los padres modernos sobre la manera de tratar a sus hijos. Había leído también muchos libros de psicología y sabía que todos los profesionales coinciden en que no hay que someter a un niño a una critica severa sin indagar y examinar previamente las causas de su conducta o de sus palabras, y aun entonces se recomienda tomar en consideración la posibilidad de dañar la psiquis del niño, que se encuentra en proceso de desarrollo.
– Eso es lo más repugnante y lo más cruel que he oído en esta mesa, y me avergüenzo de haber criado a alguien capaz de decir tal cosa.
Raffi, que no había sacado la antena hasta que su radar captó e! tono de la madre, dejó caer el tenedor. Chiara abrió la boca a su vez, reflejando la expresión de su progenitura y por la misma causa: estupor y horror ante el hecho de que una persona que era fundamental para su felicidad fuera capaz de decir semejantes palabras. Al igual que su madre, prescindió de diplomacia e inquirió:
– ¿Se puede saber qué significa eso?
– Eso significa que un vu cumprá no es «sólo» esto o lo otro. No puedes hacer como si su muerte no tuviera importancia.
Chiara oía las palabras de su madre y, lo que era más, percibía el furor de su tono, y se defendió:
– No he querido decir eso.
– No sé lo que has querido decir, Chiara, pero lo que has dicho es que ese hombre era «sólo un vu cumprá». Y tendrías que hablar mucho para convencerme de que hay alguna diferencia entre lo que esas palabras «dicen» y lo que «quieren decir».
Chiara dejó el tenedor en el plato y preguntó:
– ¿Puedo irme a mi habitación?
Raffi, con el tenedor en la mano, miraba a una y otra, desconcertado por las palabras de Chiara y asombrado por la indignada reacción de su madre.
– Sí -dijo Paola.
Chiara se puso en pie sin hacer ruido, acercó la silla a la mesa y salió de la cocina. Raffi, habituado al sentido del humor de su madre, la miró esperando el agudo comentario que estaba seguro había de llegar. Pero Paola se levantó, tomó el plato de su hija, lo dejó en el fregadero y se fue a la sala.
Raffi se comió sus radicchi y, aceptando con resignación que aquella noche no habría postre, puso cuchillo y tenedor bien paralelos en el plato y llevó éste al fregadero. A continuación volvió a su cuarto.
Brunetti regresó a casa media hora después. Al abrir la puerta, se sintió reconfortado por los aromas que inundaban el apartamento. Venía deseoso de estar con su familia y hablar de cosas que no tuvieran que ver con la muerte violenta. Fue a la cocina, donde, en lugar de la esperada escena de una familia que tomaba el postre y aguardaba su regreso con impaciencia, encontró una mesa casi vacía y platos sucios en el fregadero.
Fue a la sala, preguntándose si en la televisión habría algo interesante que los hubiera atraído, aun a sabiendas de que era imposible. Allí encontró sólo a Paola, tumbada en el sofá, leyendo. Ella levantó la mirada y dijo:
– ¿Quieres cenar, Guido?
– Sí; creo que sí. Pero antes me gustaría tomar una copa de vino mientras me explicas qué ocurre. -Volvió a la cocina y sacó una botella de Falconera y dos grandes copas. Destapó la botella y, haciendo caso omiso de la recomendación de dejar que la botella respire, la llevó a la sala. Se sentó junto a los pies de su mujer, puso las copas en la mesita y las llenó. Inclinándose, dio una a Paola y, con la misma mano, le oprimió el pie izquierdo.
– Tienes los pies fríos -dijo y, tomando del respaldo del sofá una raída manta de pelo largo, se los tapó. Bebió un trago grande, proporcionado al tamaño de la copa, y preguntó-: Bien, ¿qué sucede?
– Chiara se ha quejado de que regresaras tarde esta noche y, cuando le he dicho que habían matado a un hombre, me ha contestado que era sólo un vu cumprá. -Mantenía la voz neutra, imparcial.
– ¿Sólo? -repitió él.
– Sólo.
Brunetti tomó otro trago, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y paladeó el vino.
– Hummm -hizo finalmente-. Qué fuerte, ¿verdad?
No podía ver a Paola, pero sintió moverse el sofá cuando ella asintió.
– ¿Crees que lo habrá pillado en la escuela? -preguntó.
– ¿Y dónde si no? Aún es muy joven para haberse afiliado a la Lega.
– ¿Crees que es algo que sus amigos llevan de su casa o algo que les enseñan los profesores?
– Mucho me temo que puede ser tanto una cosa como la otra -dijo ella-. O las dos.
– Es posible -convino Brunetti-. ¿Qué has hecho tú?
– Le he dicho que era repugnante y que me avergüenzo de que sea hija mía.
Él se volvió, sonrió y levantó la copa en señal de saludo.
– Tú siempre tan ecuánime.
– ¿Qué más podía hacer? ¿Enviarla a alguna especie de seminario de sensibilización o hacerle un sermón acerca de la fraternidad humana? -Brunetti percibió cómo se reavivaban en ella el furor y la repulsión a medida que hablaba-. Es repugnante y me avergüenzo de ella.
Brunetti se alegraba de que ella no creyera necesario decir que su hija nunca había oído semejantes cosas en casa, ni que ellos en modo alguno eran responsables de esta perversión de criterio. Sólo Dios sabía lo que podían sugerir las conversaciones que él y Paola mantenían delante de sus hijos; imposible adivinar qué deducciones habrían podido hacer a lo largo de los años. Él se consideraba un individuo moderado, educado, como la mayoría de italianos, sin prejuicios raciales, pero era lo bastante objetivo como para reconocer que, probablemente, esta creencia era uno de tantos mitos sobre la idiosincrasia nacional. Es fácil crecer sin prejuicios raciales en una sociedad de una sola raza.
Su padre odiaba a los rusos, y Brunetti siempre había pensado que no le faltaba razón, ¿o no es buena razón que te tengan tres años prisionero de guerra? El, personalmente, sentía una desconfianza instintiva hacia la gente del Sur, aunque este sentimiento le producía cierto malestar. Su prevención contra albaneses y eslavos, por otra parte, no le causaba tanta incomodidad.
¿Pero los negros de África? Ésta era una categoría prácticamente desconocida para él, por lo que, en su ignorancia, mal podía haber infundido en sus hijos prejuicio alguno. Lo más seguro era que Chiara lo hubiera pillado en el colegio, lo mismo que los piojos.
– ¿Quieres que nos quedemos aquí sentados, flagelándonos por haber sido unos padres negligentes y luego nos castiguemos sin cenar? -preguntó al fin.
– Es una opción -dijo ella, en un tono desprovisto de humor.
– Que yo rechazo. O una cosa o la otra.
– Conforme -suspiró ella-. Llevo aquí sola un buen rato, lo cual ya es suficiente castigo, así que me parece que por lo menos podríamos cenar en paz.
– Bien -dijo él, apurando la copa e inclinándose para agarrar la botella.
Por acuerdo tácito, aquella noche no volvieron a hablar de la frase de Chiara y, durante la cena, Brunetti relató a su mujer los hechos acaecidos en campo Santo Stefano, basándose en la información que había podido recoger: dos hombres, a los que nadie parecía haber prestado atención, habían aparecido de pronto como surgidos de la nada y se habían desvanecido, tras disparar por lo menos cinco veces contra el subsahariano. No había sido un asesinato sino una ejecución. Y, desde luego, estaba perfectamente preparada.
– No tenía ni la menor posibilidad, el pobre -dijo Brunetti.
– ¿Quién puede haber hecho eso? ¿Y a un vu cumprá? -preguntó Paola-. ¿Por qué?
Éstas eran las preguntas que habían acompañado a Brunetti camino de su casa.
– Ha de ser o por algo que haya hecho después de llegar aquí o por algo que hiciera antes de venir -dijo Brunetti, consciente de la obviedad.
– Eso no aclara mucho las cosas -respondió Paola, pero no era crítica sino simple observación.
– No; pero es un punto de partida para canalizar la investigación en uno y otro sentido.
Paola, siempre segura ante un ejercicio de lógica, dijo:
– Empezando por estudiar lo que se sabe de él. ¿Y es?
– Absolutamente nada -respondió Brunetti.
– Eso no es cierto.
– ¿Cómo?
– Sabes que era africano, de raza negra y que trabajaba de vu cumprá o como ahora se les llame.
– Vendedor ambulante o extracomunitario -respondió Brunetti.
– Eso es tan ilustrativo como lo de «operador ecológico» -dijo ella.
– ¿Qué?
– Basurero -tradujo Paola. Se levantó y salió de la habitación. Cuando volvió traía una botella de grappa y dos vasitos. Mientras servía el licor, dijo:
– De manera que, para simplificar, seguiremos llamándole vu cumprá, ¿de acuerdo?
Brunetti le agradeció la grappa con un gesto de asentimiento, tomó un sorbo y preguntó:
– ¿Qué más crees que sabemos?
– Sabemos que ninguno de los otros se quedó para tratar de ayudarle o de ayudar a la policía.
– Supongo que, al verlo caer, se dieron cuenta de que estaba muerto.
– ¿Tan evidente era?
– Creo que sí.
– Por lo tanto, sabéis que ha sido una ejecución -prosiguió Paola-, no el resultado de una pelea o de una disputa repentina. Alguien quería que muriese y lo hizo matar o lo mató personalmente.
– Yo diría que lo hizo matar -apuntó Brunetti.
– ¿Por qué?
– Parece obra de profesionales. Surgen de pronto, lo ejecutan y se esfuman.
– ¿Y qué nos dice eso?
– Que conocen la ciudad.
Ella lo miró interrogativamente y él amplió:
– Lo suficiente como para saber por dónde desaparecer. Y también dónde encontrar a su hombre.
– ¿Quieres decir que son venecianos?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– No sé de ningún veneciano que haga de sicario.
.Paola meditó la respuesta y dijo:
– Tampoco se tarda tanto en familiarizarse con la ciudad. Muchos de esos africanos están casi siempre en Santo Stefano. Bastaría con darse unas vueltas por la ciudad durante un par de días para encontrarlos. O con preguntar. -Cerró los ojos, para representarse la topografía de la zona, y dijo-: Después la huida sería fácil. No tendrían más que retroceder hacia Rialto, subir hasta San Marco o bien cruzar por Accademia.
Cuando ella calló, Brunetti continuó:
– O, si no, entrar en San Vidal y cortar hacia San Samueie.
– ¿En cuántos sitios podrían tomar un vaporetto? -preguntó ella.
– En tres. Cuatro. Y a partir de ahí podrían ir en cualquier dirección.
– ¿Qué hubieras hecho tú?
– No sé. Pero, si quería irme de la ciudad, probablemente, subiría hasta San Marco y me metería por la Feníce para salir a Rialto.
– ¿Los ha visto alguien?
– Una turista americana. Vio a uno de ellos. Dice que era un hombre de mi edad y estatura, que llevaba abrigo, pañuelo al cuello y sombrero.
– Lo mismo que media ciudad -dijo Paola-. ¿Ha dicho algo más?
– Que había otras personas de su grupo y que quizá alguna viera algo. Mañana por la mañana hablaré con ellos.
– ¿Muy temprano?
– Tendré que salir de casa antes de las ocho.
Ella se inclinó y le sirvió otro vasito de grappa.
– Turistas americanos a las ocho de la mañana. Toma, bebe, es lo menos que te mereces.