CAPITULO 24

Y llegó Navidad. Como todos los años, casi todo el mundo hizo fiesta el día de Nochebuena y también el día después de santo Stefano para enlazar con el fin de semana en un largo puente de cinco días, durante los cuales se trabajó poco no sólo en la questura sino también en la mayor parte del país. Toda la actividad parecía concentrarse en las tiendas que permanecían abiertas hasta más tarde de lo habitual, tentando a los clientes a ceder a la fiebre compradora de fin de año, de la que se sirven los estadísticos para dar a la economía mejor cariz del que tiene en realidad.

Brunetti siguió el ritual: compras de última hora, visitas, brindis, cenas interminables, reparto y recibo de regalos y más cenas. Una de ellas la hizo con la familia de Paola y, cuando consiguió intercambiar unas palabras a solas con su suegro, el conde le dijo que había pedido a varios amigos que, si se enteraban de algo que tuviera que ver con la muerte del africano de Venecia o descubrían la relación que pudiera existir entre su muerte y la tentativa de comprar armas, se lo comunicaran. Al cabo de los cinco días de fiesta, Brunetti tenía un jersey nuevo de color verde, regalo de Paola; una suscripción vitalicia a una sociedad protectora de tejones, de Chiara; una edición bilingüe de las cartas de Plinio, de Raffi; y la impresión de que se sentiría mucho más cómodo si le pedía al zapatero que le hiciera otro agujero en el cinturón.

Cuando volvió a la questura, encontró un ambiente deprimido, como si todo el mundo sufriera los efectos, físicos y morales, de una prolongada sobrealimentación. Además, alguien había olvidado bajar el termostato de la calefacción mientras las oficinas estaban cerradas, y el calor había penetrado en las paredes, que estaban calientes al tacto. El primer día laborable era soleado y excepcionalmente cálido para la estación, por lo que de poco servía abrir las ventanas: con el calor que irradiaban las paredes, la gente tenía que trabajar en mangas de camisa.

Llegaban las habituales denuncias de robos en pisos, de los ciudadanos que regresaban de vacaciones, y los agentes estuvieron entrando y saliendo durante todo el día. Al parecer, las bandas que habían actuado eran dos: ladrones profesionales que sólo buscaban objetos de gran valor y lo que debían de ser drogadictos que sólo se llevaban los objetos que podían vender rápidamente, Los ricos eran los más perjudicados por la primera banda y los no tan ricos, por la segunda. Dos curiosos informes tuvieron por lo menos la virtud de amenizar un poco la mañana de Brunetti: los profesionales habían ofendido a una veterana estrella de cine que vivía en la Giudecca al no robarle sus joyas falsas y, después de registrar toda la casa, no haberse llevado nada, mientras que los drogadictos, al salir de un apartamento, cargados con un ordenador portátil que tenía cinco años y una minicadena, habían pasado por delante de un De Chirico y un Klimt sin tocarlos.

Como se acercaba el Año Nuevo, época de firmes propósitos, después del almuerzo, Brunetti se dirigió al piso de abajo y, viendo que la signorina Elettra no estaba en su mesa, llamó a la puerta del despacho de Patta sin hacerse anunciar.

Avanti -gritó Patta, y Brunetti entró-. Ah, Brunetti, espero que haya tenido una buena Navidad y le deseo un nuevo año lleno de éxitos.

– Muchas gracias, señor -respondió Brunetti, asombrado-. Lo mismo digo.

– Sí; que así sea -dijo Patta. Señaló una silla a Brunetti y se arrellanó en su sillón. Al ir a sentarse, Brunetti miró un momento a su superior y lo sorprendió que este año hubiera vuelto sin su bronceado de vacaciones habitual. Y sin la obligada dilatación abdominal. Es más, daba la impresión de que el cuello de la camisa le estaba un poco grande, o quizá el nudo de la corbata le había quedado flojo.

– ¿Han tenido buen tiempo? -preguntó Brunetti, para hacer hablar a Patta y poder detectar su humor.

– Este año no hemos salido de viaje -dijo Patta, y se apresuró a explicar, como si esta abstinencia necesitara justificación-: los chicos estaban en casa y decidimos quedarnos para celebrar las fiestas todos juntos.

– Comprendo -dijo Brunetti, que conocía a los dos hijos de Patta y dudaba del placer que pudiera proporcionar su compañía. No obstante, añadió-: Su esposa se habrá sentido muy contenta.

– Sí, sí, desde luego -dijo Patta, ajustándose un gemelo del puño-. ¿Qué desea, Brunetti?

– Me gustaría saber si no tendríamos que ir pensando en despachar algunos casos de este año que termina -empezó. La excusa era de una transparencia patética, pero a Brunetti, que tenía el cerebro embotado por la calefacción, no se le ocurrió otra mejor.

Patta lo miró largo rato antes de decir:

– No es propia de usted, Brunetti, esa mentalidad de contable. Hay casos que pasan de año en año.

Brunetti estuvo a punto de decir que la mayoría de los casos criminales duraban mucho más y se limitó a responder:

– De todos modos, me gustaría ver si es posible dar un empujón a algunos casos pendientes.

– Eso no va a ser fácil -dijo Patta-. Y menos ahora, que andamos cortos de persona!.

– ¿Cortos de personal? -preguntó Brunetti. Esto era una novedad para él.

– El teniente Scarpa -explicó Patta-. Estará fuera hasta últimos de enero, y no hay nadie que pueda desempeñar sus funciones en su ausencia.

– Comprendo -dijo Brunetti, pensando que valdría más no profundizar-. De todos modos, creo que deberíamos tratar de fijar criterios -insistió.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Patta, inclinándose apenas hacia adelante.

No tenía objeto andarse con rodeos.

– El asesinato de campo Santo Stefano. Es el único caso de asesinato que tenemos pendiente.

– No lo es -dijo Patta al instante.

– ¿Qué? -preguntó Brunetti secamente, y creyó conveniente rectificar-: ¿Cómo dice, señor?

– El caso no es nuestro, Brunetti, como ya le expuse claramente. El caso ha sido traspasado al Ministerio del Interior para su investigación.

– ¿Sin explicaciones?

– Yo no acostumbro a cuestionar las decisiones de mis superiores -dijo Patta.

Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de asombro o un sarcasmo y responder con calma:

– No pretendo cuestionar sus decisiones, señor. Pero me gustaría saber si el caso ha sido resuelto. Si es así, nosotros podremos cerrarlo.

– Eso ya está hecho, comisario -dijo Patta tranquilamente.

– ¿Está cerrado?

– Cerrado. Todos los documentos han sido enviados al Ministerio del Interior.

– ¿Y los archivos del ordenador? -Antes de acabar de hablar ya le pesaba haber preguntado.

– También les han sido transferidos.

Vicequestore -dijo Brunetti esforzándose por mantener la voz afable y serena-, yo no entiendo mucho de ordenadores, pero sé que trabajar con ellos es distinto a trabajar con papel. Cuando se envía un e-mail, por ejemplo, el original permanece en el ordenador.

Patta sonrió con el gesto de aprobación del que aplaude a un discípulo brillante.

– Eso coincide con mi propia visión del proceso, comisario.

– ¿Y es así?

– ¿Cómo dice?

– ¿Los originales de los documentos siguen en el ordenador?

– Ah, yo no creo poder responder a eso, comisario.

– ¿Quién entonces?

– Los informáticos del ministerio que han estado aquí durante las fiestas. Traían una orden del ministro.

La calefacción. La calefacción: debió figurárselo.

Brunetti no sabía qué más podía decir. Se puso en píe, preguntó si debía empezar a interrogar a los que habían denunciado robos en sus domicilios y, cuando Patta respondió que eso le parecía lo mejor que podía hacer con su tiempo, se excusó y salió del despacho.

La signorina Elettra, que ahora estaba sentada a su mesa, fue a decirle algo al verlo salir pero, al observar su expresión, se quedó cortada.

En voz baja y tono de conspiración, Brunetti dijo:

– El vicequestore acaba de comunicarme de que durante las fiestas han estado aquí informáticos del Ministerio del Interior. Ha dicho que han transferido -puso énfasis en esta palabra- los archivos del asesinato del hombre de campo Santo Stefano a su oficina, que ahora se ha hecho cargo del caso. -Al decir la última frase, notó que estaba a punto de perder el control incluso de la voz baja que estaba utilizando y trató de relajarse-. ¿Podría comprobarlo?

Ella apretó los labios como solía hacer cuando estaba tensa o enfadada.

– Ya lo he comprobado, comisario. Precisamente eso es lo que iba a decirle. Lo han borrado todo.

Él tuvo que inclinarse para oírla.

– ¿Todo? ¿No está lo que se llama el backup y… esas cosas?

– También borrado. Lo han dejado limpio.

– ¿Es posible hacer eso? Creí que usted era… -No conocía las palabras para expresar lo que él creía que ella era.

– Y lo soy. Normalmente. Pero, por lo que usted dice, esa gente ha tenido casi una semana. Han podido encontrar cualquier cosa.

– ¿Y lo han encontrado?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No, señor. Por fortuna, lo único que guardo aquí son los casos actuales, y ése era el único.

– ¿El único? -preguntó él, desconcertado-. Pero el… como se llame, el disco duro -dijo agitando la mano hacia el ordenador-. ¿No habrá allí restos de otras cosas?

– Debería haberlas. Normalmente. Pero este ordenador es nuevo. Tuve que comprarlo antes de Navidad, de manera que la única… la única información delicada que había era la referente al hombre de campo Santo Stefano, y aun no toda.

Él pensaba en todas las cosas para las que ella había utilizado el ordenador en el pasado a fin de ayudarle, las claves que había forzado, para no hablar de las leyes que había quebrantado y cerró los ojos con un alivio cuyo alcance no podía medir.

– ¿Tuvo que comprarlo?

– En mi calidad de asistente administrativa del vicequestore -respondió ella con afectada humildad.

– ¿Y el viejo?

– Lo tiene Vianello.

– ¿En su despacho? -preguntó Brunetti con voz rayana en el pánico.

– No, señor. En su casa.

– ¿Así, sin más? -¿Esto era abuso de confianza o simple hurto?

– No, señor; tuvo que pagar una cantidad a la ques-tura. Existe un procedimiento para el traspaso de material de oficina a particulares que no sean funcionarios de una agencia gubernamental.

– ¿Y la policía no es una agencia del Gobierno?

– Por supuesto. Pero la suegra no pertenece a la policía.

Brunetti quería saber más.

– ¿Cuánto pagó él… ella por el ordenador?

– Diez euros.

– ¿Obsolescencia programada?

– Nada de eso, comisario. Ese ordenador tenía una avería en el disco duro, y el técnico que vino a repararlo me dijo que no tenía arreglo y que había que venderlo para chatarra.

– Supongo que lo pondría por escrito.

– Por supuesto.

– ¿Y después?

– La suegra de Vianello se ofreció a comprarlo, para ahorrarnos tener que pagar a alguien para que se lo llevara.

Brunetti esperaba que siguiera hablando, pero ella calló. Entonces, como el que se encarniza con una muela que se mueve, él insistió:

– ¿Y qué más?

– Pues que una tarde en que yo estaba allí por casualidad, Nadia me pidió que echara un vistazo al ordenador para ver si se me ocurría algo, y entonces vi cuál era la causa de la anomalía y la subsané. -Sonrió satisfecha al recordar aquel éxito.

– Imagino que todos quedarían muy sorprendidos. -Estupefactos, comisario.

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