A la mañana siguiente, Brunetti despertó con un sol brillante. Durante toda la semana, la niebla había estado tratando de convertirse en lluvia, sin llegar a hacer algo más que extender sobre las calles una resbaladiza capa de humedad. Al fin, durante la noche, había llegado la lluvia -Brunetti creía recordar haberla oído repicar en las ventanas en sueños-, pero antes del amanecer ya se había cansado y había abandonado el día al sol.
Alegraba la vista aquella franja de luz que cruzaba la parte inferior de la colcha. Brunetti se puso boca arriba, extendió las piernas y, sí, allá abajo, donde ya hacía rato que daba el sol, sus pies encontraron las sábanas tibias.
Medía hora después se despertó otra vez, ahora con sobresalto, al recordar que sólo faltaban cuatro días para Navidad y que, una vez más, no se había preocupado de comprar los regalos para la familia. El primer impulso fue el de echar la culpa a Paola por no habérselo recordado, pero al momento se avergonzó de su reacción. Al cabo de unos minutos, ella entró en la habitación con una taza de caffe latte. Llevaba un vestido de lana de color verde que él no recordaba haber visto. Dejó la taza y el plato en la mesilla, se sentó en el borde de la cama y dijo:
– Antes de irme quería asegurarme de que estabas levantado.
– ¿Adonde vas?
– A buscar a mi madre para llevarla de compras.
Él tomó la taza y se la acercó a los labios antes de preguntar:
– ¿Compras de Navidad?
– Sí. No sé qué regalar a mi padre.
Él tomó tres pequeños sorbos, tragando vida con cada uno.
– Yo no sé qué regalar a nadie.
– Nunca lo sabes -dijo ella en voz baja, cariñosamente-. Podríamos encontrarnos en San Bortolo a las cuatro e ir juntos a comprar algo.
– ¿No almuerzas en casa? -preguntó él, procurando no parecer molesto.
– Te lo dije anoche, Guido. Mi madre y yo estamos invitadas a almorzar en casa de tía Federica.
Eso explicaba el vestido. Tomó un poco más de café y reprimió el impulso de preguntarle cómo podía soportar la idea de pasar dos horas en compañía de su tía. Pero, si estaba dispuesta a ir de compras con él, cosa que también ella aborrecía, renunciaría a hacer comentarios acerca de su familia.
– Ya sabes que vamos todos los años -dijo ella. Reconociendo en la cara de su marido la expresión que solía adoptar al oír hablar de determinados miembros de su familia, añadió-: Recuerda que es la que puso un pleito por fraude a la diócesis de Messina y lo ganó.
Él se cubrió los ojos con la mano izquierda y preguntó:
– ¿Siempre tienes que estar presumiendo de las hazañas de tu familia? -Como Paola no respondía, la miró por entre los dedos. Ella no sonreía.
Él dejó la taza en el plato, eligió la vía más noble y dijo, como si aprobara sus planes:
– Perdona, olvidé que me lo habías dicho. Quedamos a las cuatro. Trataré de pensar en lo que me gustaría comprar para cada cual.
Ella se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla.
– Me encanta cuando me mientes. -Se apartó de él e iba a levantarse cuando él se irguió y la aprisionó con los dos brazos.
La atrajo hacia sí, observando su asombro con regocijo. Él la abrazaba. Ella se reía. Él cerraba el abrazo. Ella ahogaba la risa. De pronto, la soltó y ella se levantó de un salto.
– ¿Eso le harás a Patta la próxima vez que te acuse de mentirle? -preguntó.
Él la miró de arriba abajo.
– Sólo si lleva un vestido tan corto como ése. -Apartó las manías y se levantó de la cama.
Era curioso, no parecía que el sol hubiera afectado la temperatura: al salir de casa, Brunetti tuvo la sensación de que hacia incluso más frío que la víspera. Cuando llegó a Rialto, tenía las orejas y la nariz heladas, y maldecía el optimismo que le había hecho dejar en casa los guantes y el pañuelo del cuello. Como si la niebla de la semana anterior se hubiera disipado también de sus ojos, ahora advirtió por primera vez que la ciudad se había engalanado para las fiestas: en casi todos los escaparates había adornos y motivos navideños.
Alzó la mirada y vio las guirnaldas de luces que se entrecruzaban sobre su cabeza. ¿Cómo había podido andar por la calle de noche, camino de su casa, sin fijarse en ellas? Se puso a pensar en Federica, la tía de Paola. Brunetti sabía que, años atrás, había advertido a Paola en un aparte que el matrimonio con un hombre «de su clase» sería su ruina, no sólo personal sino también social, lo que era mucho peor. Paola no reveló a Brunetti la observación de su tía hasta después del nacimiento de su segundo hijo, y él, encandilado como estaba contemplando los piececitos de Chiara, se limitó a decir:
– ¿Social? -y se echó a reír: una Falier podía casarse con el basurero sin merma de su estatus.
Brunetti se alegró de entrar en la questura, aunque sólo fuera por el calor que se notaba en algunas zonas del edificio. Dejó el abrigo en su despacho y se fue en busca de la signorina Elettra. Pero tuvo la mala fortuna de tropezarse con Patta en la escalera.
– Buenos días, comisario -dijo éste-. Deseo hablar con usted.
– Sí, señor -respondió Brunetti, acomodando el paso al de su superior con el aire del que lleva horas en la oficina y está metido de lleno en el quehacer de la jornada. Venció la tentación de preguntar a Patta de qué quería hablar y, sin exteriorizar sorpresa por verlo en la questura tan temprano, lo siguió hasta el pequeño antedespacho donde pontificaba la signorina Elettra.
Ella sonrió a ambos pero sólo dio los buenos días a su jefe y volvió a fijar la atención en la pantalla de su ordenador. Patta entró en su despacho. Brunetti miró atrás desde el umbral, pero la signorina Elettra sólo tuvo tiempo de encogerse de hombros antes de que él cerrara la puerta. Patta se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una de las sillas destinadas a las visitas, procurando doblarlo de manera que Brunetti pudiera ver la etiqueta de Ermenegildo Zegna. El comisario, que había seguido a su superior hasta la mesa, procuró mostrarse debidamente impresionado y esperó para tomar asiento a que Patta se hubiera instalado detrás de la mesa.
– Quería hablar de ese asunto de los vu cumprá -anunció Patta.
Brunetti asintió, pero sin interés, dando a entender que había oído hablar de los vu cumprá tiempo atrás, pero no tendría inconveniente en que su jefe le refrescara la memoria.
– No haga como si no supiera de qué le hablo, Brunetti -dijo Patta, irritado.
Brunetti infundió una pequeña dosis de inteligencia en su expresión y preguntó:
– ¿Sí, señor?
– Como recordará, le dije que éste me parecía un caso muy complejo como para que lo lleváramos nosotros -empezó Patta. Brunetti reprimió el impulso de decirle que no, que él no había dicho tal cosa, sino que le había ordenado, sin darle explicaciones, que se apartara del caso, y se contentó con mover la cabeza de arriba abajo, esperando la maniobra que su jefe había ideado-. Y no me faltaba razón -añadió Patta con gesto de modestia ante lo que a sus ojos debía de ser una embarazosa obviedad-. Tiene ramificaciones que llegan muy lejos de Venecia, por lo que ha sido asignado a investigadores especiales del Ministerio del Interior. -Miró a Brunetti, espiando su reacción. Como su subordinado callaba, prosiguió-: Ya han llegado y han iniciado sus pesquisas. He dado instrucciones para que les entreguen el dossier. -Volvió a detenerse pero, ante el persistente silencio de Brunetti, se vio obligado a continuar-: Creen que este asesinato tiene relación con otro caso en el que están trabajando.
– ¿Y qué caso es ése, si me permite la pregunta, señor? -inquirió un respetuoso Brunetti.
– Eso no han podido revelármelo -respondió Patta.
– Comprendo -dijo Brunetti mientras su mente generaba posibilidades a la velocidad con que se divide una célula.
– Creo que es un caso de lo que los americanos llaman need-to-know-dijo Patta, muy ufano de haber tenido la idea de utilizar el término y de haber conseguido pronunciarlo. Entonces, como si temiera que Brunetti pudiera no haberlo entendido, aclaró-: Es decir, que sólo las personas que intervienen en el caso directamente tienen acceso a la información que se obtenga.
Brunetti asintió en silencio.
Patta calló, y el silencio fue dilatándose hasta que el propio vícequestore empezó a dar señales de incomodidad. Echó el sillón hacia atrás y puso una pierna encima de la otra, tratando de romper el mutismo de Brunetti por cansancio. Intenso silencio. Al fin, sin poder resistir más, preguntó:
– ¿Comprende usted?
Con una voz totalmente neutra, Brunetti dijo:
– Creo que sí, señor. -Y preguntó-: ¿Desea usted algo más?
– Nada más.
Brunetti se puso en pie y salió del despacho. Al cerrar la puerta, miró a la signorina Elettra pero se fue sin decirle nada.
Entró en la sala de agentes y se acercó a la mesa de Vianello.
– ¿Tiene copia del expediente?
– ¿El del africano?
– Sí.
Vianello se levantó y fue al deteriorado archivador que estaba entre las ventanas de la pared posterior. Tiró del cajón de arriba, fue pasando carpetas hasta llegar al fondo y repitió la operación, de delante atrás. Cerró el cajón y volvió a su mesa. Abrió las dos carpetas que estaban a la derecha del teléfono y buscó en los cajones, uno a uno. Miró a Brunetti y movió la cabeza negativamente.
Sin hablar, los dos hombres subieron al despacho de Brunetti, donde la búsqueda también fue infructuosa.
– ¿Scarpa? -preguntó Brunetti.
– Probablemente -respondió Vianello-. Pero sería absurdo. Ella lo tiene todo en el ordenador, puede hacer más copias.
Ambos reflexionaron, y de pronto a Brunetti le asaltó la duda, pero no quería aparecer cerca de la signorina Elettra tan pronto después de haber salido del despacho de Patta, ni utilizar el teléfono interior para preguntar.
– Le agradecería que bajara a preguntarle si aún tiene copias -dijo a Vianello.
El inspector salió del despacho. Mientras Vianello estaba ausente, Brunetti consideró la situación. Sabía lo fácil que era retirar una carpeta, cualquier carpeta, varias carpetas, de los distintos archivadores y despachos de la questura, pero ignoraba si se podía borrar información del ordenador de la signorina Elettra. El instinto y la experiencia señalaban al teniente Scarpa como sospechoso de la sustracción, pero la alusión de Patta al Ministerio del Interior indicaba que ahora había que contar con elementos de otro nivel. Transferirles el caso a ellos suponía dar por terminada la actuación de Ve-necia y dejar a salvo a Patta. Scarpa, si era él quien se había llevado las carpetas, se habría ganado la gratitud de su superior. Pero, aparte de ellos dos, ¿quién ganaba -y qué se ganaba- paralizando la investigación del asesinato?
Hacía una semana, Brunetti había utilizado un documento de identidad falso para comprar un segundo telefoníno a nombre de Roberto Rossi, cuyo número no había dado a nadie, ni siquiera a Paola. Ahora lo sacó y marcó el número del despacho de Rizzardi. Cuando el médico contestó dando su apellido, Brunetti dijo tan sólo:
– Soy yo, Bruno. Cario. -Hizo una pausa, para dar al doctor tiempo de percatarse de la señal de precaución implícita en aquel nombre-. Me preguntaba si por casualidad vería usted aquel informe que me envió su oficina.
– Ah, sí, Cario -respondió Rizzardi tras una brevísima pausa-. Encantado de oírle. No lo he visto hasta esta mañana y le he llamado, pero usted no estaba. Tengo varias fotos de esa… ah, nueva colección de jerseys. No sé si le gustarán, pero quizá desee echarles un vistazo. Tenemos varios modelos que estoy seguro de que le interesarán. -Rizzardi hizo una pausa y añadió-: Quizá sea preferible que pase usted a recogerlos.
– Ah, gracias -respondió Brunetti-. No creo que me sea posible ir hoy personalmente. Ya sabe lo atareados que andamos al principio de la temporada, pero le enviaré a un representante a recogerlos. ¿Le va bien dentro de media hora?
– Perfecto -dijo Rizzardi-. Se las prepararé y las meteré en un sobre. Diga a su representante que las tengo yo, que venga a recogerlas a mi despacho.
– Así lo haré, y gracias. Estoy deseando verlas.
– Sí; me lo imagino. Son muy interesantes. ¿Quiere que incluya la lista de precios?
– Sí. Muchas gracias, Bruno.
Le pareció oír una risa ahogada, o quizá no fue más que un resoplido de impaciencia de Rizzardi, por tener que recurrir a tan rocambolescas precauciones, pero fue un sonido fugaz que quedó cortado cuando Rizzardi colgó.
Sabiendo que Vianello lo esperaría si al volver de hablar con Elettra encontraba el despacho vacío, Brunetti bajó a la sala de los agentes y dijo a Pucetti que fuera al Ospedale Civile a recoger un sobre que el dottor Rizzardi tenía para él.
– Pero antes pase por su casa y vístase de paisano.
– Tengo ropa en la taquilla, señor -dijo Pucetti levantándose-. Puedo cambiarme e ir ahora mismo.
Brunetti volvió a su despacho, disgustado por lo que se veía obligado a hacer. Llamadas telefónicas secretas, mensajes en clave y pedir a los policías que se quitaran el uniforme para hacer su trabajo.
«Todos locos, todos locos», decía entre dientes sin darse cuenta mientras subía la escalera. No faltaba sino ponerse un disfraz para venir a trabajar y abrir cuentas bancarias en las Islas del Canal. Descubrió que la reductio ad ahsurdum lo hacía todo más llevadero, ya que considerar su conducta objetivamente sería exponerse a caer en la desesperación.
Vianello dijo al entrar:
– Dice que alguien ha conseguido meterse en su ordenador y destruir varias cosas. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: No me refiero al aparato en sí, sino a los archivos. Dice que la persona que lo ha hecho ha utilizado un método muy sofisticado.
– ¿Qué han destruido? -preguntó Brunetti.
– El informe de la autopsia adjunto al e-mail. Y el informe original del asesinato.
– ¿Y las otras cosas? ¿Las direcciones de Bertolli y Cuzzoni? -preguntó Brunetti, alarmado ante la idea de que quienquiera que hubiese destruido los otros archivos habría encontrado éstos y sabría hacia dónde se dirigía la investigación. Que era bastante más de lo que sabía él, concluyó Brunetti en un repentino acceso de cinismo.
Vianeílo movió la cabeza de derecha a izquierda en lo que Brunetti interpretó como señal de alivio.
– Dice que lo había escondido todo, no sólo las direcciones sino también las copias del informe original y del informe del forense… Dios sabe dónde, quizá en un archivo de recetas de cocina. Y que el informe de la autopsia y el informe original del asesinato eran lo único que se podía encontrar.
Brunetti no tenía más opción que la de creerlo así y confiar en que ella no estuviera equivocada.
– ¿Puede descubrir quién ha sido?
– Creo que está intentando averiguarlo.
Brunetti dio la vuelta a la mesa y se sentó.
– Me parece que lo único que podemos hacer ahora es simular que lo hemos dejado -dijo.
– Patta no se lo creerá -objetó Vianeílo.
– Si no hay indicios de que estemos haciendo algo, tendrá que creerlo.
La mirada de Vianeílo reflejaba su escepticismo, pero él guardó silencio.
– He llamado a Rizzardi -dijo Brunetti-. Dice que encontró algo.
– ¿Qué?
– No lo ha dicho. Sólo que es interesante y que yo debo verlo. Le he enviado a Pucetti. -Brunetti descifró la infantil clave de su conversación con el forense.
– ¿Le ha llamado desde aquí? -preguntó Vianello, sin poder disimular el asombro.
Brunetti le habló del telefonino del signor Rossi y le dio el número.
– ¿A esto hemos de vernos reducidos? -preguntó Vianello, en el momento en que entraba Pucetti, con unas botas Doc Marten y un largo abrigo de napa.
Ni el comisario ni el inspector hicieron comentario alguno acerca de esta indumentaria. El joven agente puso un sobre en la mesa de Brunetti y se quedó de pie, titubeando. Brunetti le señaló una silla.
Del sobre Brunetti extrajo varias fotos envueltas en una hoja de papel doblada por la mitad, más otra hoja que, abierta, resultó ser uno de los formularios utilizados por la policía para tomar las huellas dactilares. En el papel que contenía las fotos, Brunetti reconoció la letra de Rizzardi: «Cuando llegué a la sala de operaciones, me dijeron que la autopsia ya estaba hecha, pero que el informe no estaba disponible. Así pues, tomé varias fotos del cadáver. Al dorso de cada una encontrará mis comentarios. Las huellas del impreso que se adjunta son las de la víctima, tomadas por mí. Le sugiero que las compare usted con las que se tomaron durante la autopsia, para comprobar si son las mismas.» Debajo de la línea se leía: «La autopsia fue hecha por el dottor Venturi.»
Brunetti puso las fotos en fila encima de la mesa. En la primera reconoció la cara del hombre: ojos cerrados y facciones relajadas en una actitud que a quien nunca hubiera visto a un muerto parecería de reposo.
Tardaron algún tiempo en interpretar la foto siguiente, que en un principio parecía ser de dos esculturas moteadas, cubiertas con extraños tocados simétricos. Luego, los ojos de Brunetti percibieron en las esculturas ¡a forma de las plantas de unos pies y, en los tocados, los dedos. Se inclinó para examinar las motas, que eran circulares y del tamaño de la yema del dedo, todas ellas rosadas, en contraste con la piel pálida de la planta del pie. Dio la vuelta a la foto y leyó en el reverso: «Son quemaduras de cigarrillos. Están cicatrizadas, pero no creo que tengan más de un año o dos.» Brunetti volvió a mirar la foto. Ahora estaba claro, ahora todos lo veían.
La siguiente foto era del interior del muslo derecho, donde una hilera de círculos similares a los de las plantas de los pies discurría desde la rodilla hasta la ingle. Había unos veinte.
– Oddio -susurró Pucetti, horrorizado por la escalofriante vulnerabilidad que revelaba la foto.
La siguiente, reflejo de la anterior, mostraba el interior del muslo izquierdo. Los tres hombres, en silenciosa fila, miraban las fotos, resistiéndose a hablar.
La última mostraba lo que parecía otra cicatriz que, a juzgar por su situación respecto al ombligo, debía de hallarse en el centro del estómago. Brunetti reconoció la forma: los cuatro triángulos formando la cruz de Malta que estaban grabados en la frente de la cabeza de madera hallada en el bolsillo del pantalón del hombre. Las finas nervaduras eran más oscuras que la piel de alrededor; pero esta cicatriz estaba exenta de amenaza, hablaba de ritual, no de dolor. Brunetti dio la vuelta a la foto y leyó: «Esta cicatriz es mucho más antigua. Una especie de escarificación tribal.»
Brunetíí se inclinó y reunió las fotos en un montón. Tomó el papel con las huellas y lo dio a Pucetti diciendo:
– Bájelo al laboratorio y entregúelo a Bocchese… si está solo. Pídale que las compare con las del informe de la autopsia. -Recordó la desaparición de las carpetas y añadió-: Si aún lo tiene.
– ¿Nos consta que le dieran las huellas? -preguntó Vianello.
Brunetti, que hubiera debido comprobarlo, omitió hacerlo. Ahora movió la cabeza de arriba abajo aceptando la observación de Vianello y dijo a Pucetti:
– Pregúnteselo. Si no las recibió, que le diga si puede establecer una identificación. -Cuando el joven se iba, Brunetti añadió-: Discretamente.
Después de que salier^ Pucetti, Vianello miró las fotos que Brunetti aún tenia en la mano y preguntó:
– ¿Tortura?
– Sí.
– ¿Por qué? ¿Por los diamantes?
– Sí -respondió Brunetti, y añadió-: O por lo que fuera a comprar con ellos.