CAPÍTULO 12

– Vaya actuación brillante la mía -dijo Brunetti cuando salieron a la escalera.

– Yo no me he percatado de lo que había dicho, o más bien de la amenaza que ellos verían en sus palabras hasta que he visto a ese hombre levantar la mano -dijo Vianello a modo de consuelo-. La frase parecía estar a tono con la conversación que mantenía con el capo.

– Pero, si hubiera pensado en lo que seria para ellos sentirse amenazados… -empezó Brunetti.

– Si mí abuelo tuviera ruedas, sería una bicicleta -terminó Vianello-. ¿Subimos? -preguntó, pasando a lo práctico.

Mientras subía la escalera, Brunetti se alegró de que Vianello le hubiera interrumpido. Sabía lo que la policía de ciertos países hacía a los detenidos, aparte de lo que le había contado un amigo que trabajaba para Amnistía Internacional. Sencillamente, había hablado sin pensar. Lamentarse del efecto que ello habría tenido en la predisposición de los hombres a confiar en él era perder el tiempo. Sí le pesaba, sin embargo, haberlos ofendido con su falta de sensibilidad. Pero, al llegar al piso de arriba, dejó atrás esos pensamientos.

Brunetti llevaba también las llaves bailadas en el bolsillo del muerto. Una instintiva cautela le había hecho prescindir de la formalidad de rellenar el formulario de solicitud de pruebas y, sencillamente, se había limitado a ir al almacén y sacarlas de la bolsa. Las probó en la puerta del apartamento del segundo piso y otro tanto hizo con uno de los juegos que Cuzzoni le había dado, pero ninguna abría. Al fin, una llave del segundo juego de Cuzzoni giró en la cerradura. Brunetti empujó la puerta y le salió al encuentro el mismo olor a hombre que impregnaba el otro apartamento, pero aquí no había fogones encendidos y no era tan penetrante. En el fregadero no había más que tazas y vasos, de lo que se deducía que comían todos abajo. Arrimadas a una de las paredes de la sala había dos camas plegables y, alineadas en el dormitorio, otras cinco individuales. El pequeño armario estaba repleto de chaquetas y téjanos y en la parte baja se amontonaban infinidad de zapatillas deportivas. Era tan fuerte el tufo que salió de allí al abrir la puerta que Brunetti la cerró rápidamente y pasó al cuarto de baño.

Aquello, sencillamente, era un asco. La pequeña bañera estaba mugrienta y, en un lado, debajo de un grifo que goteaba, tenía un reguero verdiazulado. Había toallas amontonadas en el borde de la bañera, y colgadas de clavos detrás de la puerta: ninguna de ellas, limpia. El asiento del inodoro estaba en el suelo, apoyado en la pared. El lavabo daba grima, lleno de pelos, espuma de afeitar seca y otras sustancias que Brunetti no quiso imaginar. El espejo estaba moteado de salpicaduras blancas y empañado por infinidad de huellas dactilares. Una taza de hojalata contenía un ramillete de cepillos de dientes.

– ¿Quiere volver al dormitorio y buscar en el armario? -preguntó Brunetti a Víanello, que había estado mirando debajo de las camas.

– Si no le importa, preferiría dejarlo. Después de todo, no sabemos lo que buscamos.

Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo.

– Está bien -dijo-. Vamos a ver lo que hay en el otro piso.

Salieron a la escalera, cerraron la puerta con llave y subieron al tercero. Los peldaños eran de madera y muy estrechos, mientras que los de más abajo eran de piedra y bastante más anchos. Desde la calle, Brunetti no había visto el tercer piso, y pensó que, al igual que su propio apartamento, habría sido construido con posterioridad y sin permisos.

Arriba no había rellano: la escalera terminaba frente a una puerta. Brunetti sacó las llaves que había tomado del almacén de pruebas e introdujo una de ellas en la cerradura, que cedió con suavidad. Cuando abrió la puerta, la luz entró desde detrás de él. Se inclinó hacia el interior y, tanteando en la pared de la izquierda, su mano tropezó con un interruptor y lo accionó.

Una bombilla de 40 vatios colgaba del techo de lo que debió de ser un trastero. No había ventanas y, en lo alto, se veían las tejas de cerámica, sobre un entramado de vigas. La habitación carecía de aislamiento, y Brunetti y Vianello vieron cómo, al entrar, su aliento se convertía en vapor.

Junto a la pared del fondo había una cama estrecha con varias mantas de lana raídas. Sólo quedaba espacio para una mesa pequeña sobre la que descansaba un hornillo eléctrico con el cordón conectado al interruptor de la entrada con mucha cinta aislante y muy poca habilidad. Al lado del hornillo había una taza metálica y una caja de bolsitas de té y, debajo de la mesa, un cubo de metal cubierto con una toalla. Brunetti no tuvo que dar más que un paso para llegar a la mesa. Levantó la toalla y vio que el agua que contenía tenía una delgada capa de hielo.

Le bastó inclinarse hacia la puerta para poder cerrarla. Detrás de ella, colgados de sendos clavos, había un pantalón tejano y un jersey rojo. Casi automáticamente, Brunetti metió la mano en los bolsillos del pantalón, palpó algo duro en el de la derecha y lo sacó. El objeto, del tamaño de un huevo, estaba envuelto en un paño blanco y limpio. Lo puso en la mesa y lo desenvolvió.

Apareció una talla en madera de una cabeza humana, un objeto que Brunetti hubiera podido abarcar fácilmente con la mano, de no ser por las astillas que sobresalían de su parte inferior y que indicaban que la cabeza había sido arrancada ¿te una estatua.

– ¿Qué es eso? -preguntó Vianello acercándose.

– No sé. Una mujer, parece. -Brunetti la levantó para vería mejor. La nariz era un fino triángulo; y los ojos, unas ranuras de óvalo perfecto. Especialmente delicado era el trabajo del pelo, que representaba prietas trenzas dispuestas con artística simetría. En el centro de la frente estaba grabada una extraña figura geométrica: cuatro triángulos que apuntaban a un rombo central, dibujados con trazo continuo.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo Vianello.

– Si, una maravilla -convino Brunetti. Le dio la vuelta, para examinar las astillas de la parte inferior-. Parece que la han arrancado por el cuello. -La envolvió de nuevo y la guardó en su propio bolsillo.

Vianello se arrodilló y apartó las mantas de la cama. De debajo sacó una caja de cartón, se levantó y la puso encima de la cama.

En la habitación no había nada más: ni inodoro, ni grifo de agua ni armario alguno. Brunetti señaló la taza y volviéndose hacia Vianello dijo:

– Ahí debía de calentar el agua.

Vianello no creyó necesario hacer comentario alguno. Revolvía en la caja con el índice.

– Aquí no hay nada. -Volvió a arrodillarse y alargó las manos hacia la caja.

– ¿Qué hay en la caja, Vianello?

– Sólo comestibles.

– Espere un momento -dijo Brunetti, y Vianello se sentó sobre los talones.

Brunetti se inclinó sobre la caja y vio un paquete de galletas, una bolsa de cacahuetes pelados, una caja abierta de sal de cocina, cuatro bolsitas de té, un trozo de queso que parecía Asiago, dos naranjas y una bolsa transparente llena de las bolsitas de azúcar que dan en los bares con el café.

– ¿Por qué sal? -preguntó.

– ¿Cómo dice?

Brunetti señaló la habitación con la mano.

– ¿Por qué había de tener un paquete de sal? No hay sartenes. Aquí no se guisa. ¿Para qué la sal?

– Quizá la usaba para lavarse los dientes -dijo Vianello haciendo ademán de frotarse los incisivos.

Brunetti se inclinó y levantó la caja de sal.

– No; fíjese, es sale grosso, sal granulada: no puedes limpiarte los dientes con esto. -La parte superior de la caja estaba abierta por tres lados y la tapa, doblada hacia atrás, para facilitar el vertido. Brunetti vio los granulos del tamaño de lentejas. Se humedeció la punta del dedo, la introdujo en la sal, la probó y el sabor salobre le llenó la boca.

Brunetti puso la caja en la cama, sacó el pañuelo y lo extendió sobre la manta. Luego, lentamente, fue vertiendo la sal en el pañuelo. Hacia la mitad de la caja, los gránulos empezaron a cambiar de tamaño y de color: perdían la opacidad de la sal y, como por efecto de una benéfica transformación, se aclaraban y aumentaban de tamaño. Algunos eran casi como guisantes.

– Dio mio -dijo Vianello involuntariamente.

Brunetti miraba el pañuelo, sopesando posibilidades en silencio. A la pálida luz de la bombilla, las piedras aparecían inertes y mates. Quizá la luz del sol les infundiera vida, pero no estaba seguro. Ni siquiera sabía a ciencia cierta lo que eran: al no estar talladas ni pulidas, no tenían la forma ni el brillo de las piedras preciosas. También podían ser desechos de una vidriería de Murano, pequeños fragmentos de cristal que convertir, por ejemplo, en las orejas de un oso o el hocico de un conejito transparente.

Pero, si no fueran más que eso, no estarían escondidos en la habitación de un hombre asesinado.

Vianello se puso en pie.

– ¿Qué hacemos con eso? -preguntó.

Brunetti pensó en algunos colegas de la questura y en que, si alguno de ellos le hubiera hecho esta pregunta, él la habría interpretado como una consulta acerca de la mejor manera de quedarse con las piedras. Pero, viniendo de Vianello, la pregunta no era más que el eco de su propia preocupación por evitar que cayeran en esas otras manos. ¿Cuántas fincas de recreo habían salido de los almacenes de pruebas? ¿Cuántas vacaciones se habían pagado con droga y dinero confiscados? -Déme sus manoplas -dijo Brunetti.

__¿Qué? -preguntó Vianello con extrañeza.

– Sus manoplas. Lo meteremos en ellas para sacarlo de aquí.

– ¿Vamos a llevárnoslo?

– ¿Usted lo dejaría? -preguntó Brunetti-. ¿Sabiendo los hombres del piso de abajo que estamos interesados en él? ¿Y sabiéndolo también Cuzzoni? -Ha dicho que se fiaba de él. Brunetti señaló la achatada pirámide de encima de la cama.

– Mientras no sepa si son auténticos no me fío de nadie.

– ¿Y cuando lo sepa? ¿De quién se fiará entonces? -preguntó Vianello sacando las manoplas de los bolsillos de la parka.

Haciendo como si no hubiera oído la pregunta, Brunetti levantó el pañuelo sosteniendo dos puntas con cada mano, para verter su contenido con facilidad. La sal y las piedras formaban un pesado bulto en el blanco y no muy limpio pañuelo. Vianello sostuvo la manopla que Brunetti llenó hasta pocos centímetros del borde y la sacudió haciendo que el pulgar se extendiera. La dejó en la cama y se quitó el reloj, para tratar de sujetarla con la pulsera extensible, pero no pudo y volvió a ponerse el reloj, contentándose con dar varias sacudidas más a la manopla antes de introducirla en el bolsillo de la derecha, que cerró con la cremallera.

Repitieron la operación con la segunda manopla, que fue al bolsillo de la izquierda. En el pañuelo de Brunetti quedó entonces una cantidad que abultaba lo que una naranja. Él ató las puntas, lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y abrochó el botón.

Como la caja tenía ahora sus huellas, rasgó la solapa inferior con una de las llaves, la aplastó y se la puso en el bolsillo de la americana. Hecho esto, sacó el telefonino y llamó a los técnicos de la questura. Les dijo dónde estaba el apartamento y que podía ser el del hombre asesinado y les pidió que enviaran a alguien a sacar huellas, pero que no fuera de uniforme y que llamara al timbre de más arriba. Sí; él y Vianello lo esperarían. Cuando cortó, Vianello dijo:

– No ha contestado a mi pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿En quién confiará, cuando sepa sí son auténticos?

Por primera vez desde que habían entrado en el edificio, Brunetti sonrió:

-En nadie.


El técnico tardó casi una hora, durante la cual Brunetti y Vianello permanecieron sentados en la cama en la habitación helada, discutiendo sobre posibilidades. Cuando el frío se hizo insoportable, bajaron al apartamento del segundo piso, un poco más templado, donde, con la puerta entornada, uno de ellos podía vigilar si alguien subía al tercero.

Brunetti fue a la cocina y volvió con dos bolsas de plástico. A petición suya, Vianello sacó las manoplas de los bolsillos y las puso en una bolsa que Brunetti ató e introdujo en la otra bolsa. Mientras trabajaban, hablaban de su hallazgo, para el que ninguno de los dos encontraba explicación. De todos modos, Brunetti ya sabía a quién podía consultar sobre las piedras. Mientras Vianello vigilaba en la puerta, llamó a Claudio Stein para preguntarle si podría ir a hablar con él a la mañana siguiente.

Claudio, al igual que la mayoría de las personas que Brunetti conocía, creía que el teléfono era un sistema de comunicación abierto a las distintas oficinas del Gobierno, por lo que no hizo preguntas y se limitó a decir que estaría en su despacho a partir de las nueve y que, por supuesto, tendría mucho gusto en ver a Brunetti. Cuando el comisario terminó la llamada, Vianello preguntó:

– ¿Quién es?

– Un amigo de mi padre. Estuvieron juntos en la guerra.

– ¿Pues cuántos años tiene?

– Más de ochenta -respondió Brunetti, y agregó-: En realidad, no lo sé. -Ignoraba si Claudio era más viejo o más joven que su padre, sólo sabía que era uno de los pocos hombres en los que su padre confiaba y uno de los aún más escasos que habían seguido siendo amigos suyos durante el largo crepúsculo de sus últimos años de vida.

El sonido del timbre anunció la llegada del hombre del equipo técnico. Cuando éste se presentó en el segundo piso, Brunetti le dijo que deseaba que tomara las huellas del piso de encima. Extrajo del bolsillo la caja de la sal y, sosteniéndola por una punta, esperó a que el técnico sacara una bolsa de pruebas de la maleta.

– Aquí tiene que haber huellas que coincidan con las del hombre asesinado. Las otras han de ser las mías -dijo Brunetti-. También deseo saber si hay las de alguien más. -Dijo al hombre que la puerta del piso de arriba estaba abierta y añadió que deseaba que Bocchese se ocupara del caso lo antes posible. Cuando el hombre ya iba hacia la escalera, Brunetti dijo, como si acabara de ocurrírsele:

– Cuando termine, borre todas las señales de su paso, ¿de acuerdo? Y después revise este otro piso.

El hombre agitó la mano por encima de su cabeza en señal de conformidad y empezó a subir la escalera. Como su presencia no era necesaria, ellos dos se fueron. Al bajar, Brunetti se detuvo y llamó a la puerta del apartamento del primer piso, pero nadie contestó.

– ¿Se habrán marchado? -preguntó Vianello.

Brunetti miró el reloj y se llevó una sorpresa al ver que eran más de las siete, lo que significaba que hacía más de dos horas que estaban en el edificio.

– Quizá han ido a trabajar. -Los dos sabían que, para rehuir la competencia directa con las tiendas, los vu cumprá salían a la hora del almuerzo y por la noche, cuando cerraban los comercios-. No es probable que vuelvan antes de las doce -dijo Brunetti.

– ¿Entonces?

– Entonces nos vamos a cenar y mañana iré a ver a Claudio.

– ¿Quiere que vaya con usted? -preguntó Vianello.

– ¿Para protegerme otra vez? -bromeó Brunetti señalando a la puerta de los hombres negros.

– Si se dedica al negocio que creo que se dedica, quizá sea el signor Claudio quien necesite protección -dijo Vianello, pero sonreía al decirlo.

– En 1946, Claudio y mi padre vinieron andando desde Berlín. No creo que a un hombre que hizo eso le preocupe el peligro -dijo Brunetti, que, no obstante, dio las gracias a Vianello por su ofrecimiento y se fue a su casa, pensando en el cerdo con aceitunas y salsa de tomate.

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