A la mañana siguiente, Brunetti estaba de pie en la sala, tomando su segundo café, cuando el fulgor de un día radiante le hizo salir a la terraza. La temperatura, aunque no precisamente primaveral, le permitió permanecer allí unos minutos contemplando el reflejo de la luz en el agua que aún se escurría de los tejados de alrededor. No se veía ni rastro de nubes y la luz hería los ojos, incluso a esta hora. Él había recibido la lluvia con agrado, pero ahora pensó que ojalá este cielo despejado se mantuviera y todos pudieran dejar atrás las sombras de los días anteriores.
Cuando sintió que el frío empezaba a penetrar a través de la chaqueta, entró, dejó la taza y el plato en la mesa de la sala, recapacitó, los llevó a la cocina y los puso en el fregadero. Estuvo dudando entre llevar los guantes y el pañuelo o dejarlos y al fin decidió dar al día un voto de confianza, y salió de casa sólo con el abrigo.
En la calle, la gente parecía acusar el buen tiempo y hasta el quiosquero, que siempre tenía una cara tan hosca como los titulares de sus periódicos, hoy le devolvió el cambio con un bronco «grazie». Brunetti decidió ir andando: si esto era el calentamiento global con el que Vianello estaba siempre machacando, cosas peores podía haber.
Torció a la derecha por el Gánale di San Lorenzo y be detuvo a inspeccionar las obras de la residencia de ancianos, en busca de señales de avance. Al parecer, ya estaban puestas las ventanas del tercer piso; por lo menos, Brunetti no recordaba haberlas visto hasta ahora. Un obrero bajó del andamio y cruzó el campo. Bmnetti lo siguió con una mirada distraída. Cuando el obrero entró en un barracón, Brunetti observó que había dos hombres sentados en uno de los bancos del campo, dos hombres negros. El banco estaba paralelo al canal, de cara a la fachada de la questura.
Aunque estaban lejos, creyó reconocer al que le había parecido el jefe del grupo y al joven que le había levantado la mano. Brunetti siguió andando hacia el puente. Allí se detuvo, mirándolos desde el otro lado del canal. Estaba seguro de que ellos lo habían reconocido. Se volvieron el uno hacia el otro y él vio que hablaban, que gesticulaban y que, primero uno y luego el otro, señalaban hacia el otro lado del canal, a él o a la questura. El joven señalaba con la mano izquierda; tenía la derecha, inservible, en el regazo. No llegaba sonido de voces desde el otro lado del canal, era como ver la televisión muda. El más viejo se volvió, levantó una mano en dirección a Brunetti y agitó los dedos rápidamente de arriba abajo, invitándole a acercarse. Luego miró a su compañero, le puso la mano en la rodilla y le habló. El joven asintió en señal de conformidad, o de resignación.
Un ruido que sonó a su derecha hizo volver la cabeza a Brunetti. Más allá del otro puente, entraba en el canal una lancha de la policía con la luz azul parpadeando. La lancha se acercaba rápidamente levantando olas a uno y otro lado, cruzó bajo el primer puente y se detuvo frente a la questura con mucho ruido.
El piloto, el mismo que había llevado a casa a Brunetti a la hora del almuerzo, saltó al muelle y ató la cuerda a un noray. Luego dio un paso atrás y saludó. Los primeros en subir al muelle fueron dos guardias con chaleco antibalas y metralleta al pecho. Los siguieron, en rápida sucesión, el questore y el vicequestore. Al cabo de un momento, un hombre cuya cara era vagamente familiar a Brunetti apareció por la puerta de la cabina y subió detrás de los otros. Los guardias no parecían prestar atención a los que desembarcaban sino que registraban con ojos atentos la calle en uno y otro sentido y el campo del otro lado del canal. Brunetti, siguiendo la dirección de su mirada, observó, sin sorpresa, que los dos hombres negros habían desaparecido.
No reconoció a los guardias de las metralletas y permaneció donde estaba, desistiendo de acercarse a la questura. Los dos guardias fueron hacia el edificio y uno de ellos abrió la puerta y la sostuvo. Cuando los tres civiles estuvieron dentro, los guardias los siguieron. La puerta se cerró.
Brunetti se acercó al piloto, que estaba amarrando la popa de la lancha. Al ver aproximarse al comisario, saludó.
– ¿Qué es todo eso, Foa? -preguntó Brunetti con las manos en los bolsillos señalando a la questura con un movimiento de la cabeza.
– No lo sé, señor. Me han ordenado recoger al vicequestore en su casa a las ocho y treinta, y luego hemos ido a buscar al questore a su casa.
– ;Y los chicos de las metralletas? -preguntó Brunetíi.
– Estaban con el que me dio la orden, señor, el paisano. Se ha presentado aquí a las ocho y me ha entregado una carta.
– ¿La tiene usted? -preguntó Brunetti.
– No, señor; se quedó con ella cuando la hube leído.
– ¿De quién era?
– No he reconocido la firma, ni siquiera el cargo, un subsecretario del secretario de un comité. Pero el membrete era del Ministerio del Interior.
– Ah -suspiró Brunetti, suavemente, más para sí que para Foa-. ¿Qué decía la carta?
– Que obedeciera las instrucciones del portador, y él me dijo a quién tenía que recoger y por qué orden.
– Comprendo -dijo Brunetti, procurando aparentar que lo que decía Foa no le interesaba especialmente. Dio las gracias al joven, entró en la questura y subió al despacho de la signorina Elettra.
– ¿No ha sido invitado a la fiesta? -preguntó ella al verlo entrar.
– Qué va. Es sólo para mayores. -Y, después de una pausa-: ¿Alguna idea?
– Ninguna. El vícequestore me ha llamado desde la lancha para decirme que estaría reunido con el questore durante buena parte de la mañana y que lo dijera así a todo el que le llamara.
– ¿Ha mencionado a alguien más? -preguntó Brunetti, convencido de que Patta no habría perdido la oportunidad de dejar caer el nombre o, por lo menos, el cargo de cualquier autoridad importante con la que fuera a reunirse.
– No, señor.
Brunetti reflexionó y dijo:
– ¿Hará el favor de llamarme cuando termine?
– ¿Desea verlo?
– No; pero quiero saber cuánto dura la reunión.
– Le llamaré -dijo ella, y Brunetti subió a su despacho.
Pasó la hora siguiente leyendo el periódico que tenía desplegado sobre la mesa sin disimulo y mirando desde la ventana a campo San Lorenzo. Los africanos no reaparecieron. Para calmar la inquietud, fue abriendo los cajones de la mesa y sacando todos los objetos y papeles que justificadamente pudiera tirar. Al cabo de media hora, la papelera estaba llena, y el periódico, cubierto de objetos heterogéneos que no había podido identificar o no se atrevía a desechar.
Sonó el teléfono. Pensando que sería la signorina Elettra, contestó diciendo:
– ¿Ya han salido?
– Aquí Bocchese, comisario -dijo el técnico-. Creo que debería bajar -añadió, y colgó el teléfono.
Brunetti asió el periódico por las puntas y arrojó los objetos en el cajón de abajo, que cerró con el pie, y bajó al laboratorio.
Encontró a Bocchese sentado a su escritorio, donde muy pocas veces lo había visto. El técnico estaba siempre tan atareado limpiando, midiendo y pesando cosas que a Brunetti nunca se le había ocurrido pensar que también podía sentarse a no hacer nada.
– ¿De qué se trata? -preguntó el comisario-. ¿De esas huellas?
– Sí, señor. En los archivos de la Interpol no hay ninguna que coincida con las del muerto. Ni en los de personal ni en los de personas con antecedentes. -Espero a que Brunettí asimilara esto y añadió-: Ahora bien… -Cuando vio que el comisario lo miraba fijamente, prosiguió-: Al introducir las huellas en el ordenador para cotejarlas, apareció un aviso que decía que íodas las peticiones de información debían ser trasladadas inmediatamente al Ministerio del Interior.
– ¿Y eso se hizo? -preguntó Brunetti, preocupado por las consecuencias.
Bocchese, con una tos de falsa modestia, dijo: -MÍ amigo creyó preferible no molestarlos con su petición.
– Ya entiendo -dijo Brunetti. Y así era. -Me dijo, sí, que podía mirar en otro sitio, pero que quizá le llevara tiempo. -Antes de que Brunetti pudiera hablar, el técnico dijo-: No; no se lo pedí. -Bocchese agitó una mano en lo que podía interpretarse como un comentario acerca de la fiabílidad de los amigos y dijo-: También me dio una respuesta muy extraña acerca de la huella encontrada en esa casa.
– ¿Qué dijo su amigo? -preguntó Brunetti acercándose a la mesa, pero sin sentarse.
– Corresponde a la de Michele Pací, que hasta hace tres años era agente del DIGOS. [2]
– ¿Era?
– Sí; murió.
Bocchese dejó que esta información calara y añadió:
– Le pregunté si no podía haber un error y me dijo que lo mismo había pensado él y por eso hizo otra comprobación. La coincidencia es perfecta, probablemente, porque el DÍGOS es muy meticuloso en lo de tomar las huellas para las fichas de sus empleados.
– ¿Cómo murió?
– El expediente no lo dice. La anotación reza… -Bocchese miró unos papeles que tenía en la mesa-. «Muerto en acto de servicio.»
– En tal caso, ¿cómo es posible que sus huellas estén en la puerta y en esa bolsa?
Bocchese no pudo sino encogerse de hombros.
– Volví a cotejarlas cuando liego la respuesta. La coincidencia es inequívoca. Si las huellas del archivo del ministerio son suyas, también lo son esas otras dos.
– ¿Lo cual quiere decir que no está muerto?
Con una sonrisa apenas perceptible, Bocchese dijo:
– A no ser que prestara la mano a otro.
– ¿Había visto algo así? -preguntó Brunetti.
– No.
– ¿Podría alguien haberlas dejado allí a propósito? Quiero decir, alguien que no fuera él -indagó Brunetti, pero parecía un disparate.
Bocchese rechazó la idea.
– ¿Entonces está vivo?
– Eso diría yo.
– ¿Y la Interpol? ¿Algún resultado?
– No han encontrado coincidencias.
– ¿No tienen las huellas de miembros de otras fuerzas de policía en sus archivos?
– Yo así lo creía -dijo Bocchese-. Pero quizá del DIGOS no porque no es exactamente una fuerza de policía.
Después de un largo silencio, Brunetti dijo:
– ¿Tiene confianza en su amigo?
– ¿En que no lo diga a nadie?
– Sí.
– Tanta como en cualquier otra persona -respondió Bocchese, y añadió-: Que no es mucha. -Al ver el gesto de contrariedad de Brunetti, dijo-: No hablará. Además, lo que él hizo es ilegal.
Brunetti regresó a su despacho andando despacio, mientras trataba de encontrar una explicación a lo que le había dicho Bocchese. Si realmente aquellas huellas las había dejado un agente del servicio secreto italiano, era imposible adivinar adonde podía llevar a Brunetti aquella investigación. Después de reflexionar un momento, comprendió que lo más probable era que no le llevara a ningún sitio. En la historia reciente abundaban los ejemplos de insabbiatura, la práctica de echar tierra sobre los casos comprometedores. En algunos había trabajado él, y siempre había tenido que claudicar por cobardía. O por desesperación.
Una pregunta le aguijoneaba: si el hombre no estaba muerto, ¿quién había fingido su muerte, sus jefes o él mismo? ¿O todos juntos? En cualquier caso, ¿en qué especie de retiro vivía? Había estado en el apartamento de la víctima, quizá antes y después de su muerte. Brunetti renunció a seguir haciendo especulaciones acerca de qué otras cosas podía haber hecho aquel hombre.
Impulsivamente y sin tomar en consideración que había pedido a la signorína Elettra que le llamara, Brunetti salió de la questura y bajó hacia Castello. Quizá los africanos se habían escondido en su apartamento. Trataba de concentrarse en lo que veía por el camino y deliberadamente siguió un itinerario más largo, con la esperanza de que ello le ayudara a no pensar en el muerto ni en el vivo.
Como ya imaginaba, las persianas estaban cerradas y había un candado en la puerta. Pensando que no tenía nada que perder, entró en el bar de la esquina y pidió un café. El juego de las cartas continuaba, con la única diferencia de que los jugadores se habían trasladado a otra mesa situada más al fondo.
– Usted estuvo aquí el otro día -dijo el barman-. El amigo de Filippo. -Lo decía con sorna. Brunetti le dio las gracias por el café. -Es verdad que soy su amigo -dijo-. También soy policía.
– Ya me parecía a mí -dijo el barman con evidente autocomplacencia-. Y a todos.
Brunetti sonrió ampliamente y se encogió de hombros, bebió el café y puso un billete de cinco euros en el mostrador.
Mientras buscaba el cambio, el hombre dijo:
– Quería información acerca de los africanos, ¿verdad?
– Sí; estoy tratando de descubrir quién mató a aquel hombre la semana pasada.
– ¿Aquel pobre diablo, en Santo Stefano? -preguntó el barman, como si Venecia fuera una ciudad violenta en la que había que especificar dónde se cometía cada asesinato.
– Sí.
– Parece que hay mucha gente que se interesa por ellos -dijo el barman, hablando como un personaje de película que espera que el detective haga un gesto de sorpresa.
A Brunetti le hubiera gustado complacerle, pero se limitó a decir:
– ¿Por ejemplo?
– Un par de días antes de que lo mataran, vino un hombre preguntando por él.
– Eso no me lo dijo el otro día.
– No me lo preguntó. Ni me dijo que fuera policía.
Brunetti asintió reconociendo que el hombre tenía razón.
– ¿Quiere hablarme de él? -preguntó suavi7.ando el tono.
– No era de aquí -empezó el barman-. Voy a preguntar. Luca -dijo dirigiéndose a los jugadores-, aquel tipo que preguntaba por el vu cumprá, ¿de dónde te parece que sería? -Y, antes de que el otro contestara, puntualizó, moviendo la cabeza en dirección a Brunetti-: No; éste no, el otro.
– Romano -dijo el llamado Luca arrojando una carta a la mesa.
Brunetti había olvidado preguntar a Bocchese si el informe decía de dónde era Paci.
– ¿Qué quería saber?
– Si algunos vivían por aquí.
– ¿Y usted qué respondió?
– Cuando me di cuenta de que era forastero, le dije que por aquí no vivía ninguno de ellos, ni lo intentarían, si sabían lo que les convenía. -En respuesta a la muda pregunta de Brunetti, añadió-: Supuse que eso le convencería de que aquí no los queremos. Pero los que entraban eran gente pacífica y educada, pagaban su café y te daban las gracias. No tenía por qué decir dónde vivían a un desconocido.
– Pues a mí me lo ha dicho.
– No es un desconocido.
– ¿Porque soy veneciano?
– No; porque pregunté a Filippo y me dijo que era buena persona.
– ¿Podría describir a ese hombre?
– Corpulento. Un poco más alto que usted, pero más grueso, quizá diez kilos más. Cabeza grande. -Se detuvo.
__¿No recuerda nada más? -preguntó Brunetti, pensando si la signorina Elettra podría introducirse en el expediente personal de un difunto funcionario del DIGOS.
– No; sólo que era muy grande.
Desde la mesa de las cartas llegó una voz.
– Giorgio, dile lo de las manos de aquel hombre.
– Sí. Se me olvidaba. Es extraño. Tenía unas manos muy peludas, como de mono.