Cuando, poco después, salió de casa, Brunetti se alegraba de que la discusión acerca de los extravíos del alma femenina adolescente no hubiera ido más allá. Los años habían suavizado el recuerdo de su propia adolescencia borrando de él aquel miedo visceral a no encajar en el grupo, a no ser aceptado por los compañeros. Sabía que esta misma incertidumbre inquietaba ahora a su hija, pero él ya no percibía su fuerza; por eso le producía cierto malestar la facilidad con que la había perdonado.
De sus estudios de lógica, Brunetti recordaba lo suficiente como para no aventurarse por una pendiente resbaladiza y sacar conclusiones precipitadas ni con el pensamiento; de todos modos, parecía lógico suponer que la falta de compasión de Chiara podía conducir a una negativa a prestar ayuda. Tenía prisa por llegar a su despacho, por lo que ahogó la vocecita que preguntaba si, por ejemplo, su habitual desconfianza de las gentes del Sur podía afectar de modo análogo su manera de tratarlas.
Encima de su mesa encontró un mensaje que decía que llamara al signor Claudio a su casa. Él así lo hizo inmediatamente por el telefonino del signor Rossi y oyó con alivio que era el propio anciano el que contestaba dando su nombre.
– Soy yo, Claudio -dijo Brunetti-. He recibido tu mensaje.
– Bien. Te he llamado porque supongo que querrás saber lo que me ha dicho mi amigo.
– ¿El de Amberes?
– Sí.
– Pues tú dirás.
– He hablado con él dos veces -puntualizó el anciano-. La primera me dijo que eran de África, pero al decirle yo que eso ya lo sabía quedó en volver a llamarme. La segunda vez dijo que los había enseñado a otra persona.
Sin poder contenerse, Brunetti preguntó:
– ¿Una persona discreta, supongo?
La voz de Claudio era fría al decir:
– Guido, no hay en el mundo alguien más discreto que un comerciante en diamantes de Amberes. Los banqueros suizos, a su lado, son unos cotillas.
– Está bien -dijo Brunetti, aliviado-. Perdona la interrupción. ¿Qué te dijo?
– Que son de Kansai. Mi amigo está de acuerdo.
– ¿Dónde está eso? -preguntó Brunetti, que nunca había oído el nombre.
– Es una región de África occidental. Está en el Congo, pero una parte de las venas quedan al otro lado de la frontera de Angola, y los dos países se disputan la propiedad de los diamantes. Aquello es prácticamente zona de guerra y nadie respeta ya la frontera.
– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti. No sabía si esto importaba o no, pero estaba cansado de vaguedades y suposiciones y deseaba oír información concreta, independientemente de la importancia que pudiera tener. Después de una pausa, Claudio dijo: -No absolutamente -y con paciencia añadió-: El otro los tuvo en su poder el tiempo necesario para comprobar la procedencia por el espectro de color -como si esto tuviera que bastar para convencer a cualquiera, y prosiguió-: Si conocieras la técnica, lo entenderías; pero puedes creerlo: hay un noventa por ciento de probabilidades de que vengan de allí. -Ante el silencio con que respondía Brunetti, añadió-: Una seguridad mayor no te la daría nadie, Guido.
– Está bien -dijo Brunetti-. Dale las gracias de mi parte, por favor. -Esperó un momento y preguntó-: ¿Algo más?
– Un amigo mío me dijo que hace una semana fue a verlo un africano.
– ¿Un amigo? ¿Dónde?
– Aquí. Un joyero.
– ¿Fue a verlo con diamantes?
– Sí.
– ¿Podrían ser los mismos? -preguntó Brunetti.
– No puedo estar seguro de eso, Guido. Lo único que sé es que era negro y que tenía diamantes para vender.
– ¿Y qué más?
– Mi amigo los examinó y declinó la oferta.
– ¿Por qué? ¿Eran demasiado caros?
– No. Todo lo contrario.
– ¿Qué?
– Eran baratos. El hombre pedía la mitad de su valor. Mi amigo no me dijo cuántas piedras había exactamente, pero el que quería venderlas habló de más de un centenar. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Claudio explicó-: Era una situación en la que yo no podía hacer preguntas. Tuve que conformarme con lo que él me decía.
– ¿Le dijo al hombre que no podía comprárselos?
– Sí.
– ¿Y?
– El otro pareció sorprenderse, de lo que mi amigo dedujo que sabía lo ventajoso que era el precio que pedía.
– ¿Por qué rechazó tu amigo la oferta? -preguntó Brunetti.
La respuesta de Claudio tardó en llegar.
– Algunos de nosotros no queremos comerciar con diamantes conflictivos ni con piedras que lo parezcan: hay en ellas mucha sangre. La explicación no puede ser más simple. Y a mi amigo aquellas piedras le parecieron sospechosas.
– ¿Y no quiso comprarlas ni a ese precio?
– No -dijo Claudio, y añadió a modo de explicación-: Algunos de nosotros pensamos que ya ganamos lo suficiente con nuestro negocio. No queremos cargar con eso en la conciencia.
– ¿Cuántos sois los que pensáis así? -preguntó Brunetti.
– Ah -suspiró Claudio-. No muchos.
– Entonces, ¿de qué sirve abstenerse?
– Ya te lo he dicho, hay demasiada sangre en esas piedras -dijo Claudio-. Conozco a gente que las compra. Dicen que no es asunto suyo de dónde vengan ni lo que se haga con el dinero que pagan por ellas, ni la gente a la que se mate con las armas que generalmente se compran con él. Ellos compran las piedras y punto.
– ¿Y tú no lo ves así?
– Ya te he dicho que no te hagas el tonto conmigo, Guido -dijo Claudio con insólita aspereza. Brunetti le oyó inspirar profundamente y luego decir-: No me provoques. Soy viejo y quiero vivir en paz.
– Creo que te lo mereces, Claudio -dijo Brunetti, contrito-. ¿Tu amigo te dijo qué aspecto tenía el hombre que quería vender los diamantes?
– No. Sólo que era negro. -Antes de que Brunetti pudiera responder, añadió-: Ya sé, ya sé, todos parecen iguales.
– ¿Te dijo en qué idioma hablaron? -preguntó Brunetti, recordando que Angola había sido colonia portuguesa.
– En italiano, y dijo que aquel hombre lo hablaba bastante bien -respondió Claudio sin vacilar.
– ¿Te dijo si tenía acento?
– No; pero debía de tenerlo siendo africano, ¿no?
– Desde luego -dijo Brunetti que, en vez de insistir en esto, optó por preguntar-: ¿Tienes idea de a quién pudo dirigirse cuando tu amigo rehusó? -Y a continuación, sin dar a Claudio tiempo de hablar, preguntó-: ¿Cuándo fue eso?
– La semana pasada. Deja que piense -dijo Claudio y calló. Brunetti esperaba mientras el anciano indagaba en su memoria. Al fin éste dijo-: El viernes. -Otra pausa-. Es decir, dos días antes de que lo mataran, ¿verdad?
– Sí. De manera que quizá no tuvo tiempo de hablar con otro posible comprador. Pero, si habló, ¿a quién crees que pudo haberse dirigido?
Entonces hubo una pausa larga, tanto que empezó a hacerse incómoda. Al fin, Claudio dijo:
– El único que se me ocurre es Guelfí. Tiene una tienda en San Lio, pero de nada te servirá hablar con él. Si los compró, no te lo dirá; y si no, tampoco.
– ¿Por alguna razón en particular? -preguntó Bru-netti repasando distraídamente el mapa de su memoria por si podía localizar una joyería en los alrededores de San Lio.
– No -respondió Claudio-. Para él es una especie de principio. Nunca da nada a nadie, ni siquiera información. Hazme caso y no pierdas el tiempo hablando con él.
– Eso haré -dijo Brunetti, y añadió rápidamente-: Quiero decir que no lo haré. ¿Alguien más?
– No, nadie. Por lo menos, aquí. Mis amigos y yo somos los únicos de la ciudad que podríamos comprar una partida semejante y el hombre del que te he hablado es el único al que le fue ofrecida. De eso estoy seguro.
– ¿Seguro o sólo semiseguro?
– Seguro seguro -respondió Claudio-. Confía en mí -insistió, y colgó.
Angola. ¿Era éste el país en el que el Gobierno anterior fue conducido a la playa y asesinado por los cabecillas del golpe de Estado? ¿O aquel en el que el Gobierno anterior, sencillamente, había desaparecido? Brunetti había leído una vez el término «fatiga de compasión» y pensado que la siempre tan ocurrente prensa se había equivocado de palabra y hubiera debido decir «fatiga de horror». Tenía una amiga en Roma, ex cámara de la RAÍ, que a lo largo de su carrera había estado en la mayoría de zonas de conflicto del mundo. Hacía años, al regresar de Ruanda, había presentado la dimisión con una carta de una sola frase: «No puedo filmar más montones de cadáveres.»
Brunetti leía mucho, al igual que Paola, pero ninguno de los dos conseguía mantenerse al día de la sucesión de desgracias que afligían a aquel martirizado continente. Poseía unas riquezas minerales que hacían babear de ansia a Occidente y, a cada paso, aparecían unos canallas dispuestos a vendérselas. Quizá tenía razón míster Kurtz y todo era horror y nada más que horror.
Sí aquel hombre hubiera conseguido vender los diamantes, ¿qué habría hecho con el dinero? Si se trataba de un simple robo, con toda seguridad se lo habría gastado en sí mismo, pero aquí nada apuntaba a un simple robo, con los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores rondando entre bastidores. Era deber del Ministerio del Interior controlar la entrada de extranjeros en el país, por ¡o que su interés por la víctima podía estar perfectamente justificado. Pero ¿por qué había de hacerse cargo de la investigación del asesinato de este extranjero en concreto sin dar explicaciones?
Por lo que se refería al Ministerio de Asuntos Exteriores, su implicación podía responder a múltiples razones: vigilar a un reconocido o presunto criminal o, puesto que eso hacía más fácil justificar el arresto, vigilar a alguien que ellos definían -o habían decidido definir- como terrorista. También cabía la posibilidad, y Brunetti así tenía que reconocerlo, de que lo vigilaran porque se lo habían pedido los que lo habían torturado y porque hacer un favor a esa gente beneficiaba sus intereses políticos.
En sus primeros tiempos de policía, a Brunetti no se le hubieran ocurrido semejantes ideas, a pesar de todas las diatribas de la izquierda y de las convicciones políticas de su novia. Ahora, después de décadas de trabajar con las fuerzas del orden, Brunetti tenía que admitir que no podía excluir posibilidad alguna, por ruin y por increíble que fuera.
Sentado a su mesa, contemplando la pared de enfrente, Brunetti seguía imaginando razones por las que los órganos del Estado podían desear impedir la investigación del asesinato de un extranjero. Ni por asomo se le ocurrió que alguno de los dos ministerios pretendiera, simplemente, detener a los asesinos. En tal caso, hubiera bastado con dejar actuar a la policía.
¿Por qué no habían encontrado los diamantes? ¿Y por qué habían demorado en ir a buscarlos? Lo más probable era que no supieran dónde vivía la víctima y hubieran tardado días en averiguarlo. Los otros africanos o se habían ido antes de que los apartamentos fueran registrados o habían huido, asustados, al descubrir que alguien había estado registrándolos.
Brunetti sacó la guía telefónica del cajón de abajo y extrajo de ella las fotos del cadáver. Contempló el rostro, que ahora tenía la serenidad de la muerte, escudriñando sus armoniosas facciones: «¿Eras un buen sujeto o un mal sujeto?», le preguntó. Volvió a meter las fotos en la guía y arrojó ésta al cajón. Levantó el auricular del teléfono y llamó a su suegro.
El conde Orazio Falier, cuando su secretario le pasó la comunicación, dijo a Brunetti que estaba a punto de salir hacia el aeropuerto. Al manifestar Brunetti que le interesaba hablar con él lo antes posible, el conde le propuso ir a recogerlo con su barco al muelle del Danieli.
Podrían hablar camino del aeropuerto y después Massimo lo traería de regreso. Brunetti dijo que allí estaría dentro de diez minutos y colgó.
Miró por la ventana y, al ver que seguía lloviendo, sacó un paraguas del fondo del armario, se puso el abrigo y bajó la escalera. Encontró abiertas las puertas vidrieras de la questura y no vio a agente alguno. Se asomó al pequeño cuarto de guardia y tampoco allí vio a alguien. Encima de la mesa había una gorra y, colgado del respaldo de la silla, un cinturón con la pistolera que, sin duda, contenía la correspondiente pistola de reglamento. Brunetti sintió la tentación de arrojarla al canal pero desistió al pensar en el papeleo que ello generaría y que inundaría su propio despacho. Se contentó, pues, con cerrar la puerta del cuarto de guardia y hacer otro tanto con la de la calle al salir.
Cuando Brunetti, agazapado detrás del paraguas, salió a la Riva degli Schiavoni, el viento que venía del hacino le volvió el paraguas del revés y arrancó la tela de las varillas dejándolo literalmente hecho unos zorros. Brunetti lo recogió como pudo formando con él un pequeño fardo con aristas y púas y cruzó la riva bajo el aguacero en dirección al muelle al que ya había llegado el barco del conde. En la cubierta estaba Massimo, con un impermeable amarillo, esperando. El piloto agarró de la mano a Brunetti y tiró de él para ayudarle a vencer la fuerza del viento. Brunetti resbaló en el escalón superior y rebotó en los otros, yendo a parar junto a Massimo, que lo sujetó con las dos manos.
– Buona sera, commissario -dijo el piloto desembarazándolo del paraguas.
Brunetti le dio las gracias y, sin entretenerse, empujó la doble puerta y bajó, ahora con más precaución, los dos peldaños que conducían a la cabina. El conde estaba sentado al fondo, hablando por su télefonino, pero al entrar Brunetti dijo:
– Luego le llamo -y guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta.
Sonrió a Brunetti y, en el momento en el que se suavizó su expresión, éste percibió pequeñas señales de la edad que habitualmente disimulaba el bronceado. Pero fue una visión fugaz que se borró enseguida, y sólo permanecieron visibles los límpidos ojos azules, la mata de pelo blanco y el gesto de serena afabilidad.
Sintiendo en la cara y las manos la caricia del calor de la cabina, Brunetti se inclinó hacia adelante, estrechó la mano que le tendía el conde y se sentó en uno de los largos bancos que recorrían ambos costados de la embarcación.
– ¡Qué frío hace ahí fuera! -dijo Brunetti frotándose las manos para calentarlas y secarlas al mismo tiempo.
– ¿Le digo a Massimo que suba la temperatura? -preguntó el conde levantándose a medias.
– No, no -dijo Brunetti, poniendo una mano en el hombro de su suegro y empujando suavemente para que volviera a sentarse-. Ya noto el calor. -Se desabrochó el abrigo, se lo quitó sin levantarse y lo dejó a su lado en el banco. Se miró los zapatos: otro par empapado-. Hace falta que llueva.
– Lo mismo podría decirse respecto a la vida moderna -dijo el conde, dejando a Brunetti completamente desconcertado.
El zumbido del motor se acrecentó y, al mirar por la ventana que tenía enfrente, Brunetti vio que se apartaban del muelle haciendo marcha atrás para salir al bacino.
– Me alegro de que hayas encontrado tiempo para mí -dijo Brunetti-. Por cierto, ¿adonde vas?
– A Londres -respondió el conde, sin más explicaciones.
– ¿Estarás de vuelta para Navidad? -preguntó Brunetti, temiendo que sus hijos se quedaran sin el que para ellos seguía siendo uno de los puntos culminantes del año.
– Estaré de vuelta esta noche -respondió el conde.
El Brunetti más joven y menos mundano hubiera preguntado si realmente era posible ir y volver de Londres en un día en vuelo regular, pero el Brunetti que había entrado en la familia Falier hacía más de veinte años no haría semejante pregunta.
– Si te parece, iré al grano, para ahorrar tiempo -dijo Brunetti sin más preámbulos.
– Encantado -dijo el conde, y añadió-: Será un cambio muy agradable, respecto a la forma de actuar de la gente con la que trato habitualmente.
– El domingo mataron a un africano en campo Santo Stefano -empezó Brunetti. El conde asintió pero no dijo nada-. Después, al registrar el sitio en el que vivía, encontré escondidos diamantes sin tallar por un valor que se calcula en seis millones de euros, diamantes que, según se cree, proceden de África, de una región próxima a la frontera entre el Congo y Angola. Con posterioridad, el lugar fue registrado otra vez; seguramente, por sus asesinos o por alguien que estaba enterado de la existencia de los diamantes y quería quedarse con ellos. Dos días antes del asesinato, un africano trató de vender un gran número de diamantes a un comerciante de aquí, el cual se negó a comprarlos.
Brunetti calló, observando con curiosidad la reacción del conde. Éste permanecía impasible. En vista de que el silencio de Brunetti se prolongaba, dijo:
– Guido, supongo que quieres pedirme información. Con lo poco que me has dicho, no puedo dártela. Imagino que la historia se complica.
– Así es -dijo Brunetti-. Desde que se abrió la investigación, tanto el Ministerio del Interior como el de Asuntos Exteriores han mostrado interés por el caso.
– ¿Conjuntamente? -preguntó el conde con evidente sorpresa.
– Creo que no. Al parecer, actúan por separado. El Ministerio del Interior se ha hecho cargo del caso oficialmente, después de exigir a Patta su traspaso. El Ministerio de Asuntos Exteriores accedió al ordenador en el que se guardaban los archivos y los borró.
– No te preguntaré cómo lo has averiguado -dijo el conde.
– Será mejor -dijo Brunetti.
El conde puso una pierna encima de la otra, apoyó las palmas de las manos en el asiento enderezando el cuerpo y se volvió para mirar por la ventana. Brunetti, siguiendo la dirección de su mirada, vio a través del vidrio cuajado de gotas de agua los altos bastidores metálicos de las luces del estadio y la colección de estaciones de vaporetti retiradas del servicio que la Sociedad de Transportes de Venecia almacenaba al extremo de Sant'Elena.
El calor, la humedad de sus ropas y el ronroneo sostenido del motor contribuían a producir cierto embotamiento en Brunetti. El conde seguía callado. La embarcación se ladeó bruscamente al salir a las aguas abiertas de la laguna.
– Seis millones de euros son una suma relativa -dijo el conde. Brunetti volvió su atención hacia él-. Es decir, para la mayoría es una fortuna, una riqueza inconcebible. Para otros puede ser una cantidad relativamente insignificante. -Brunetti se preguntó en qué punto del espectro se hallaría situado el conde-. Para un africano, para la mayoría de la gente de África, es más fabulosa todavía, algo tan monumental, tan portentoso que llega a perder todo significado y pasa a ser una abstracción. -Hizo otra pausa, y a Brunetti casi le parecía oír zumbar el cerebro del conde mientras analizaba el problema-. Pensemos: qué querría hacer un africano con el dinero que obtuviera con la venta de unos diamantes. Si deseaba utilizarlos en beneficio propio, probablemente, trataría de venderlos uno a uno, quizá a talleres de joyería, quizá incluso a tiendas, aunque supongo que no habrá muchas joyerías que compren piedras sin tallar. Si conseguía venderlos por separado, se aseguraba una fuente de ingresos continua hasta que se acabaran los diamantes, pero mientras tanto tenía que encontrar un lugar seguro para guardarlos. -El conde lanzó una mirada a Brunetti, para ver si le seguía-. ¿Pero tú dices que ese hombre quería vender muchos de una sola vez?
Brunetti asintió.
El conde apoyó la cabeza en los almohadones que tenía detrás y cerró los ojos.
– Si quería venderlos todos es que necesitaba mucho dinero para comprar algo. -Abrió los ojos, volvió la cabeza y miró fijamente a Brunetti-: ¿Hasta aquí has llegado ya? -preguntó.
– Hasta las armas, sí -dijo Brunetti-. Quería preguntarte quién podría ser el vendedor, para tener una idea de lo que ha podido ocurrir.
El conde volvió a cerrar los ojos.
– Ah, Guido, tú nunca me decepcionas. -Sonrió y meneó la cabeza con jocosa aflicción-. Pero te agradeceré que en lo sucesivo no seas tan complaciente dejándome alardear de mi perspicacia cuando ya has sacado tus conclusiones.
– Descuida -dijo Brunetti.
Los dos hombres miraban por las ventanas el desfile de las balizas de madera del canal.
– Una vez él, o ellos, hicieran la compra de las armas -dijo el conde-, que a mi entender sería la parte fácil, tendrían que organizar el transporte. Y ahí es donde las cosas se complican.
Brunetti ignoraba la clase y la cantidad de las armas que podían comprarse con seis millones de euros, suponiendo que ésta fuera la cantidad mínima que se obtuviera con la venta de los diamantes. Con los años, las películas de la televisión habían hecho que el público se familiarizara con términos tales como Uzi y Kaláshnikov. Brunetti trató de calcular el volumen de las metralletas, desmontadas, que podían adquirirse por esa cantidad, pero tuvo que desistir.
El conde prosiguió:
– Tendrían que llevarlas hasta un puerto, cosa que sería fácil en camión. Luego habría que falsificar el conocimiento de embarque, sobornar a los inspectores de aduanas y convencer a la compañía naviera. Después vendría la descarga en el puerto de destino, donde la mercancía tendría que cargarse en camiones. -Se detuvo para dar tiempo a Brunetti de hacerse una idea de las complicaciones que allí podían presentarse-. De manera que quienquiera que organizara esta operación necesitaría disponer de más dinero para estos, digamos, gastos suplementarios y, además, tener en el punto de destino a una persona que recogiera y distribuyera las armas que hubiera podido adquirir. -Puso una mano en el antebrazo de Brunetti-. Se precisaría de un equipo bien organizado, por lo menos, allí. Aquí, para vender los diamantes y comprar las armas, bastaría con una persona. Éste debía de ser tu hombre muerto. -El conde levantó una mano y la pasó por la ventana empañada, sacó un pañuelo y se secó la mano. No se veía mucho más con el cristal limpio-. Lo que no entiendo es por qué habían de intentar vender los diamantes particularmente. Por regla general, esas operaciones se preparan de antemano.
– ¿Cómo dices?
– Lo normal es que la transacción sea concertada antes de traer los diamantes a Europa y, con frecuencia, a nivel gubernamental. Muchas veces es una simple operación de trueque, diamantes por armas, con lo que se evitan las complicaciones de mover grandes sumas de dinero -dijo el conde, e hizo aumentar la inquietud de Brunetti al añadir-: Y el transporte se cubre cargando un tanto por ciento.
Brunetti estaba intrigado por el significado de «nivel gubernamental», pero, antes de que pudiera preguntar, notó que el motor aminoraba la marcha al acercarse la embarcación al estrecho canal que conducía al muelle del aeropuerto. Miró el reloj.
– ¿A qué hora sale tu avión? -preguntó.
– No te preocupes -dijo el conde-. Me esperará. El barco se acercó a un muelle y Massimo miró al interior de la cabina, pero, al ver que el conde no se levantaba, retrocedió hacia el canal y puso el motor al ralentí. Brunetti miró a la solitaria terminal del aeropuerto y vio que había dejado de llover.
– La pregunta que no has hecho, Guido, es por qué tenían que matarlo.
– ¿Para robar los diamantes?
– Es posible -dijo el conde-. Pero me parece que ni tú ni yo creemos eso.
– Entonces para impedir su venta -repuso Brunetti.
– Su venta o la compra que debía hacerse con ese dinero.
– Sí, creo que es eso.
– ¿Y es ésa la razón por la que quieres saber quién podía ser el vendedor de las armas? ¿Piensas que eso te llevará a descubrir al asesino de tu hombre negro? -preguntó el conde llevando la conversación al punto de partida.
– Es la única vía de investigación que se me ocurre,
– Si me permites un comentario, Guido -dijo el conde con deferencia-, tengo la impresión de que el traficante de armas sería el último interesado en su muerte. Eso impediría la venta, y generalmente la gente que vende armas no se dedica al negocio de matar. Brunetti renunció a hacer objeciones a esto.
– Lo que me sorprende es la implicación de esas dos instancias de nuestro Gobierno -dijo el conde. Bajó la mirada, sacudió una mota de polvo del pantalón y volvió a mirar a Brunetti-. Es frecuente que la venta de armas sea, digamos, tolerada por el Gobierno. Al fin y al cabo, favorece a una de nuestras industrias más prósperas. Pero eso ocurre cuando el comprador es conocido.
– ¿Quieres decir cuando las compra otro Gobierno? -preguntó Brunetti.
– Sí. O un grupo que quiere derrocar un Gobierno. -El conde esbozó una sonrisa feroz-. Los norteamericanos no son los únicos que ven con buenos ojos la deposición de políticos incómodos y su sustitución por otros mejor dispuestos hacia su política comercial. -Otra vez la sonrisa-. Aún más conveniente, por lo menos desde el punto de vista económico, es procurar que las hostilidades continúen indefinidamente, para que el proceso de sustitución se prolongue mientras haya recursos naturales que puedan venderse para ir comprando más armas. Y lo ideal es que te las compren ambos bandos.
El conde miró largamente a Brunetti, levantó una mano como para darle una palmada en el hombro, pero volvió a bajarla y apoyó la palma en el asiento.
– Pero la intervención de cualquiera de esos dos ministerios me hace pensar, e incluso temer, que la situación sea muy peligrosa.
Antes de que Brunetti pudiera responder, el conde prosiguió:
– No, no me digas que ya se ha visto que es peligrosa porque un hombre ha muerto. Quiero decir peligrosa para ti, Guido, para ti y para todo el que ellos crean que se interpone en su camino.
Pasó por su lado un taxi a más velocidad de la debida y puso la marcha atrás bruscamente a pocos metros del muelle. La estela les dio de costado y Brunetti salió lanzado hacia adelante y tuvo que asirse al borde del banco de enfrente.
– Vamonos, no podemos quedarnos aquí -dijo el conde. Andando encorvado, fue hacia adelante y dio unos golpes en el cristal de la puerta. Massimo hizo avanzar la embarcación hasta situarla de costado al muelle, agarró una amarra, saltó a tierra y sujetó el barco mientras d conde desembarcaba.
– No, Guido, no te molestes -dijo el conde volviéndose hacia Brunetti-. Massimo te llevará de vuelta. -Y añadió, mientras Brunetti esperaba-: Haré unas llamadas y te diré todo lo que pueda.
Una ola golpeó el costado de la embarcación y Brunetti bajó la mirada para ver dónde tenía los pies. Cuando volvió a mirar al conde, vio que a su lado había un hombre con uniforme de chófer y, junto al bordillo, un Lancia gris oscuro con la puerta trasera abierta y el motor en marcha.
Massimo saltó al barco y lo hizo retroceder rápidamente.
– ¿Lo llevo a la questura o a su casa, dottore?
– -Lléveme a casa, Massimo, por favor. -Brunetti miró a tierra y vio que el coche se alejaba lentamente para hacer el trayecto de tres minutos hasta la terminal.
Mientras Massimo lo llevaba a la ciudad, Brunetti recordó las palabras exactas del conde. No le había dicho que haría varias llamadas y le diría todo lo que averiguara, sino todo lo que pudiera. De pronto, sintió inquietud y se preguntó si, al igual que Claudio, no confiaría demasiado en sus amigos.