Brunetti y Vianello comprendían que, para poder hacerse una idea de qué iría a hacer aquel hombre con el dinero que obtuviera por los diamantes, tenían que descubrir quién era o, por lo menos, de dónde había venido. Instintivamente, rehuían referirse a las señales de tortura que tenía su cuerpo.
Al cabo de casi veinte minutos, Brunetti llamó al laboratorio y preguntó por Pucetti.
– ¿Y bien? -inquirió cuando el agente se puso al teléfono.
– No hay con qué comparar la muestra, comisario -empezó Pucetti-. Dice Bocchese que no le enviaron nada.
Un leve «Ah» fue todo el comentario que Brunetti se permitió y luego dijo:
– Si ya ha hablado con Bocchese, puede volver a su trabajo.
– Sí, señor -respondió Pucetti, y colgó.
Cuando Brunetti trasladó a Vianello las palabras de Pucetti, la leve exclamación de sorpresa del inspector fue un eco de la proferida por su jefe.
– Hay que ir otra vez a hablar con ellos -dijo Brunetti sin preámbulos, poniéndose en pie. Ambos coincidieron en que era preferible prescindir de la lancha, por un lado, para que su llegada no llamara la atención y, por otro lado, para no dejar en la questura indicios de su destino. Caminaban con rapidez en dirección a Castello, eligiendo calles y atajos automáticamente, sin consultarse.
Brunettí abrió la puerta de la calle con la llave que le había dado Cuzzoni. Se pararon en la entrada, tendiendo el oído a los sonidos de los apartamentos. Aún no era mediodía, y los hombres tenían que estar en casa, esperando la hora de cierre de las tiendas para instalar sus puestos de trabajo ambulantes. Subieron la escalera y se detuvieron, uno a cada lado de la puerta del primer piso, a escuchar…
Silencio, el mismo que ambos habían percibido en la puerta de muchos apartamentos vacíos pero también de habitaciones en las que palpitaba el miedo o la amenaza. Se comunicaban sin palabras y casi sin señas. Brunettí se situó frente a la puerta y deslizó una llave en la cerradura, mientras Vianello sacaba una pistola que Brunetti ignoraba que llevara. El comisario trató de dar vuelta a la llave con la mayor suavidad posible, pero no pudo. Probó entonces con la más pequeña del segundo juego y notó que ésta engranaba. Al tiempo que la hacía girar, miró a Vianello moviendo la cabeza de arriba abajo. Brunetti accionó el picaporte y Vianello, apartando hacia un lado al comisario, empujó la puerta con el pie, se agachó y entró rápidamente en la habitación.
El caos que apareció ante sus ojos hablaba de huida y búsqueda, no de violencia. Los hombres del apartamento habían levantado el campamento, al parecer, súbita y definitivamente. El mobiliario de la sala estaba en pie; en la cocina quedaban ollas y cubiertos y, en la mesa, tres platos que contenían una especie de estofado rojizo. Los paquetes de comida se habían sacado de los armarios y vaciado en la mesa. El arroz y la harina mezclados formaban pequeñas dunas entre los platos y en el suelo una caja de bolsitas de té vacía descansaba encima de lo que había sido su contenido.
Cuando los policías se adentraron en el apartamento, vieron que todos los efectos personales habían desaparecido. No quedaba ni un calcetín que pudiera indicar quién había vivido allí; sólo las camas de camping revelaban el número de ocupantes que había tenido la vivienda. Una de las camas estaba volcada y las otras habían sido arrastradas fuera de su sitio, como si alguien hubiera buscado algo debajo. En el lavabo del cuarto de baño había un frasco de aspirinas humedecidas que se descomponían lentamente.
Sin molestarse ya en preservar el silencio, subieron al segundo piso, que se hallaba poco más o menos en el mismo estado que el primero: no había efectos personales y lo que quedaba había sido registrado sin miramientos.
Tras pasear una rápida mirada por el segundo apartamento, como por acuerdo tácito, subieron al último piso. La puerta estaba abierta y allí observaron mayores destrozos, pruebas de una búsqueda que no debió de ser muy larga, dada la escasez de objetos que contenía la habitación. A un extremo de la cama estaba la caja de los comestibles y éstos se hallaban esparcidos alrededor. Los cacahuetes y las galletas formaban un pequeño montón sobre la manta y sus bolsas de plástico habían sido arrojadas al suelo. Al lado de la caja se veía el trozo de queso Asiago, cubierto ya por una fina película de moho blanco.
– ¿Ha traído alguna bolsa para pruebas? -preguntó Brunetti.
– No. ¿Le sirve el pañuelo? -dijo Vianello sacándolo del bolsillo de la parka. Lo extendió en la cama y se agachó a recoger las bolsas de plástico, levantándolas con cuidado por una punta con)as yemas de los dedos. Cuando las hubo envuelto en el pañuelo, Vianello sacó del otro bolsillo una bolsa de la compra de plástico. Era amarilla y pregonaba el nombre de una cadena de supermercados en unas letras rojas visibles desde un bloque de distancia. En ella introdujo Vianello el pañuelo.
– ¿A Bocchese? -preguntó.
Brunetti asintió.
– Los resultados a mí. Personalmente.
– ¿Vale la pena que nos llevemos algo de los pisos de abajo? -preguntó Vianello.
– Quizá los envoltorios del arroz y la harina -sugirió Brunetti.
Cuando los tuvieron en su poder, abandonaron la casa, después de cerrar cuidadosamente todas las puertas. Al salir a la calle, automáticamente, se pusieron a hablar de los resultados de fútbol de aquel fin de semana. Un transeúnte los miró, pero, al oír a Vianello mencionar al ínter, dejó de prestarles atención y se metió en el bar de la esquina.
Cuando llegaron a la questura ya habían decidido cómo proceder. Vianello se fue por el corredor hacia el laboratorio en busca de Bocchese y Brunetti subió a su despacho a llamar por teléfono a un colega de la comisaría de San Marco, donde se guardaban los informes de los arrestos de los vu cumprá, al que preguntó si podía ir a hablar con él.
Moretti, un hombre de baja estatura y frente despejada, lo esperaba en su despacho. En todos los años que llevaba tratándolo, Brunetti nunca lo había visto sin el uniforme ni tampoco fuera de este edificio. La mesa seguía tal como Brunetti la recordaba: un teléfono, una única carpeta abierta ante el sargento y, a la izquierda de éste, un artístico marco con una fotografía de la esposa de Moretti, muerta hacía tres años.
Los dos hombres se estrecharon la mano y hablaron de cosas sin importancia durante unos momentos. Brunetti declinó el ofrecimiento de café, convino en que, realmente, hacía mucho frío, y entonces dijo a Moretti que necesitaba información acerca de los vu cumprá.
Con voz átona, sin revelar su opinión al respecto, Moretti dijo:
– Tenemos instrucciones de llamarles ambulanti.
Con similar impasibilidad, Brunetti dijo:
– Pues acerca de los ambulanti.
– ¿Qué desea saber?
Brunetti sacó una foto del bolsillo interior de la chaqueta y se inclinó para ponerla frente a Moretti.
– Es el hombre al que mataron la otra noche. ¿Lo reconoce o recuerda haberlo arrestado?
Moretti se acercó la foto, la miró, la levantó y la orientó de manera que incidiera más luz en las facciones del hombre.
– Lo he visto, sí -dijo arrastrando las sílabas-. Pero desconozco que lo hayamos arrestado.
– ¿Puede haberlo visto en la calle? -preguntó Brunetti.
– No. -La rapidez de la respuesta sorprendió al comisario. Al advertirlo, Moretti explicó-: Procuro no ir a los sitios en los que están ellos. Me disgusta verlos y no poder hacer nada.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti, francamente desconcertado.
– No puedo arrestarlos solo, sin vestir de uniforme y sin llevar una orden. Y me desagrada verlos quebrantar la ley, de modo que procuro evitarlos.
Brunetti advirtió la irritación que había en la voz del hombre pero decidió hacer caso omiso. Quería ver si Moretti podía recordar dónde había visto al hombre. Observó cómo el sargento contemplaba la foto y cómo desviaba la mirada hacía el vacío para después volver a fijarla en la foto.
Moretti se levantó.
– Aguarde unos minutos, iré a preguntar si alguien lo reconoce. -Desde la puerta se volvió para preguntar-: ¿Seguro que no quiere un café, comisario?
– Gracias, Moretti, pero no. -El sargento desapareció. Para distraer la espera, Brunetti se puso en pie, se acercó al tablón situado al lado de la puerta y empezó a leer los varios anuncios del ministerio clavados en él. Una plaza vacante en Messina. Como si alguien que estuviera en su sano juicio pudiera desear optar a ella. Descripción de la manera correcta de llevar los nuevos chalecos antibalas. Brunetti se preguntó si podía haber más de una manera de llevarlos. Turnos de guardia para las fiestas de Navidad, lo que le recordó su cita con Paola a las cuatro.
Volvió a la silla, preguntándose por qué Moretti tardaría tanto. Abajo, al entrar, no había visto más que tres agentes. ¿Cuánto podían tardar en mirar una foto? Sacó el bloc y buscó una página en blanco. Escribió: «Regalos de Navidad», subrayó cuidadosamente las tres palabras y debajo, a la izquierda, con letra más pequeña, en pulcra columna, anotó: «Paola», «Raffi» y «Chiara». Entonces se detuvo porque no se le ocurría qué más podía escribir.
Aún estaba mirando los nombres cuando Moretti volvió a entrar en el despacho y se sentó a su mesa. Tendió la foto a Brunetti moviendo la cabeza negativamente.
– Nadie lo ha reconocido.
Brunetti rechazó la foto con un ademán y dijo:
– Quédesela. Tengo más en mi despacho. Le agradecería que preguntara a todos los que hayan estado en contacto con los ambulanti si lo reconocen. -Moretti afirmó con la cabeza, y Brunetti, recordando los años en que ambos habían colaborado amigablemente, dijo-: Y también le ruego que de esto hable sólo conmigo y con nadie más. -Le bastó una mirada para descubrir que Moretti, a pesar de la curiosidad que esta petición suscitara en él, comprendía su significado.
– Por si le puede interesar -empezó el sargento-, no se nos ha alentado a investigar este asesinato.
– Ni se les alentará -dijo Brunetti secamente.
– Ah -fue el único comentario que Moretti se permitió antes de añadir-: Me jubilo dentro de dos años y cada vez me fastidia más que me digan cuáles son los delitos que puedo y cuáles los que no puedo investigar. -Levantó la foto y volvió a mirarla-. Esta cara la he visto antes, lo sé… Es sólo un recuerdo vago y tengo la impresión de que no tenía nada que ver con esto -dijo agitando la foto en semicírculo para indicar el despacho.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti.
Moretti volvió la foto de cara al comisario.
– Al verlo así, con los ojos cerrados, sabiendo que ha sido asesinado, me inspira compasión. Era joven, es una víctima. Y la otra vez que lo vi también era una víctima, por lo menos, así creo recordarlo. Pero fue por asunto del servicio. -Dejó la foto en la mesa boca abajo, miró a Brunetti y dijo-: Si consigo recordarlo o si alguien lo reconoce, lo llamaré.
– Bien. Gracias -dijo Brunetti poniéndose de pie. Los dos hombres se estrecharon la mano y Brunetti bajó la escalera y salió a la piazza.
De no ser por la leve esperanza que había suscitado la conversación mantenida con Moretti, aquel día, durante el almuerzo, Brunetti se hubiera sentido abandonado por su mujer, un abandono aún más cruel cuando se sufre en época de Navidad. Pero Moretti había reconocido al hombre, o creído reconocerlo, y Brunetti no podía entregarse de lleno al papel de marido mártir. Por otra parte, decidió obsequiarse a sí mismo con un buen almuerzo. La tía Federica era célebre tanto por su mal genio como por las buenas manos de su cocinera, y Paola llegaría a la cita repleta no sólo de los últimos cotilleos familiares sino también de las exquisiteces resultantes de unas recetas que los Falier saboreaban desde hacía cuatro siglos.
Brunetti tomó la góndola pública al lado del Gritti y llegó a la otra orilla helado hasta los huesos y muy necesitado de sustento. Éste lo encontró en Cantinone Storico en forma de un risotto con quisquillas que, según el camarero, eran frescas y una orata a la parrilla acompañada de patatas hervidas. Cuando se le preguntó si tomaría postre, Brunetti, pensando en las copiosas comidas que le aguardaban aquellas semanas, dijo que sólo deseaba una grappa y café, y se sintió muy orgulloso de sí mismo.
Terminó poco después de las tres y decidió ir andando hasta campo San Bortolo. Al llegar a lo alto del puente de Accademia, miró al campo que se abría al otro lado y le sorprendió no ver ni rastro de los vu curnprá. Aquella mañana, el Gazzettino le había recordado que quedaba ya muy poco tiempo para las compras navideñas, lo que hacía tanto más extraña la ausencia de los africanos de sus lugares habituales. La mayoría de la población italiana -entre la que se contaba él mismo- siempre esperaba a estos últimos días para adquirir los regalos y los compradores se arrojaban sobre las mercancías como manadas de tiburones hambrientos. Si ésta era la época de mayores ventas para las tiendas, tenía que serlo también para los ambulanti, y hoy no se les veía.
Al llegar a la iglesia y torcer a la derecha por campo Santo Stefano, Brunetti vio, sí, sábanas en el suelo. Al principio pensó que debían de ser las que quedaron olvidadas en el escenario del crimen, pero enseguida reparó en los juguetes mecánicos y los trenes de madera en forma de letras que dibujaban nombres sobre la sábana. Los hombres que estaban de pie detrás de las sábanas no eran africanos sino orientales y tamiles.
Más allá, a la izquierda, vio también un grupo de indios envueltos en ponchos que hacían sonar sus extraños instrumentos musicales. Pero los africanos, cuanto más miraba Brunetti, más brillaban por su ausencia.
Pasó por delante de los vendedores, pero se resistió a la idea de abordarlos. La inocente curiosidad de un transeúnte acerca de los africanos sería improductiva y las insistentes preguntas del policía podían provocar la desbandada. Mientras observaba a los hombres y sus respectivas mercancías, advirtió que todos los artículos estaban fabricados en serie, lo que le hizo preguntarse quién decidía qué grupo vendía cada cosa. ¿Y quién las suministraba? ¿O fijaba los precios? ¿Y quién les daba alojamiento? ¿Y quién les conseguía los permisos de residencia y de trabajo, si los tenían? SÍ los subsaharianos se habían ido de Castello, a algún otro sitio debían de haber ido pero ¿adonde? ¿Y por decisión de quién y con ayuda de quién?
Dando vueltas a estas cuestiones y sin dejar de asombrarse de que este mundo subterráneo pudiera coexistir en la ciudad en la que vivía él, Brunetti bajó por la calle della Mandorla, cruzó campo San Luca y salió a San Bortolo.
Paola, según lo acordado, lo esperaba en el mismo sitio en el que solía esperarlo desde hacía décadas: al pie de la estatua del garboso Goldoni. Él le dio un beso y le rodeó los hombros con el brazo.
– Dime que has comido mal y te compraré el regalo que quieras.
– Hemos comido fabulosamente y no quiero ningún regalo -respondió Paola. Como él no decía nada, prosiguió-: Fettucine con trufas.
– ¿Blancas o negras? -preguntó él.
– ¿Las trufas o las fettucine7. -preguntó ella, para provocar.
Como si no hubiera oído la pregunta, él inquirió:
– ¿Y después?
– Stinco di maiale con patatas asadas y gratinado de calabacín.
– Si yo no hubiera comido en Cantinone, probablemente, tendría que divorciarme de ti.
– ¿Y quién te ayudaría con las compras de Navidad? -dijo ella. Y, como él callaba, añadió, a modo de consuelo-: No he tomado postre.
– Bien; yo tampoco. Podemos entrar en algún sitio camino de casa.
Ella asió el brazo de su marido, lo oprimió y dijo: -¿Por quién empezamos?
– Por Chiara, ¿no? No tengo ni la menor idea. En absoluto.
– Podríamos comprarle un telefoníno -sugirió ella. -¿Y en un momento reducir a nada dos años de resistencia? -preguntó él.
– Todas sus amigas lo tienen -dijo Paola, hablando como Chiara.
– Hablas como Chiara -desestimó Brunetti, tajante-. ¿Algo de ropa?
– No; tiene demasiada. Brunetti se detuvo, la miró y dijo: -Me parece que ésta es la primera vez en mi vida, y quizá en los anales de la historia, en que una mujer admite que pueda existir el concepto de demasiada ropa. -Debe de ser la reacción a las trufas. -Quizá. -Lo superaré. -No me cabe duda.
Descartados el telefonino y la ropa, Paola sugirió libros, y bajaron hacia San Luca, en cuyos alrededores había tres librerías. En la primera no encontraron nada que a Paola le pareciera que podía gustar a Chiara, pero en la segunda compró la colección completa de las novelas de Jane Austen, en inglés.
– Pero si tú ya las tienes -dijo Brunetü.
– Todo el mundo debería tenerlas -dijo Paola-. Si creyera que ibas a leerlas, también a ti te compraría la colección.
Él iba a replicar que ya las había leído cuando Paola desvió de él la atención para fijarla en la pared del fondo. Él se volvió, siguiendo la dirección de su mirada, pero no vio nada más que un póster enorme de un joven que le resultó vagamente familiar. Quizá, pensó, ésta fuera la impresión que la foto del hombre negro había causado en Moretti. Paola estaba tan absorta que al fin Brunetti agitó la mano delante de su cara diciendo:
– Tierra a Paola, Tierra a Paola, ¿me oyes? Regresa, por favor.
Ella lo miró un instante y, volviendo a clavar los ojos en el póster, dijo:
– Eso. Es perfecto.
– ¿Qué es perfecto? -preguntó él
– El póster. Le encanará.
– ¿El póster? -repitió él.
– Sí. -Antes de que él pudiera preguntar quién era aquel muchacho, Paola dijo, muy seria-: Guido, hace tiempo que quiero decirte una cosa.
Él imaginó lo peor: que Chiara se marchaba de casa para seguir a un conjunto de rock o que se unía a una secta.
– ¿Qué?
– Chiara está enamorada del futuro heredero del trono británico -dijo ella, señalando al póster.
– ¿De un inglés? -preguntó Brunetti, horrorizado, recordando todo lo que había oído contar de ellos: Battenberg, Windsor, Hanover o comoquiera que se llamaran-. ¿De alguien de esa familia?
– ¿Preferirías que se enamorara de un descendiente de nuestros queridos Saboya? -preguntó ella con dulzura.
Brunetti se había quedado mudo de asombro. Cuando iba a responder, recordó todo lo que había oído contar de esta otra familia y frunció los labios. Con soltura y brío, sorprendiendo a no pocos circunstantes, Brunetti se puso a silbar Rule Britannia.