CAPÍTULO 15

La llegada de la signorína Elettra interrumpió estas reflexiones. Llamó a la puerta, entró sin esperar su permiso, se acercó al escritorio y preguntó, en tono casi perentorio:

– ¿Qué quería Patta? -Luego, como si advirtiera su brusquedad, dio un paso atrás y añadió-: Estaba tan impaciente por hablar con usted…

Un impulso, que Brunetti reconoció como de protección, le hizo responder con calma, como si la pregunta hubiera sido normal:

– Quería que le informara del asesinato del africano.

– Estaba muy raro -dijo ella, tanteando el terreno en busca de una respuesta más satisfactoria.

Brunetti se encogió de hombros.

– Siempre se pone nervioso cuando hay problemas. Afectan a la imagen de la ciudad.

– Y a su propia imagen -terminó ella.

– Aunque la víctima no sea uno de nosotros -dijo Brunetti y, mientras hablaba, advirtió que sus palabras sonaban como las de Chiara. Antes de que se despertaran los afanes universalistas de la signorina Elettra, explicó-: Un veneciano, quiero decir.

Ella pareció aceptar la aclaración y preguntó:

– Pero, ¿por qué matar a uno de esos pobres diablos? ¡Si no causan problemas! Lo único que pretenden es vender sus bolsos y buscar una oportunidad que les permita vivir decentemente. -Reprimiendo su vehemencia, preguntó-: ¿Le ha asignado el caso?

– No; no específicamente. Pero no ha dicho que quiera que se encargue otro, por lo que supongo que puedo seguir adelante. -Mientras decía estas vaguedades, él seguía buscando mentalmente la causa de la advertencia de Patta: si había sido amenazado para que disuadiera a Brunetti de seguir adelante, quienquiera que interviniera en la investigación estaría en peligro.

¿Cómo se había expresado Patta? ¿Hemos de dejar estar esto? Qué propio de él hablar como si sus palabras fueran resultado de larga reflexión y del consenso general. Y «hemos de» como si fuera una verdad universal-mente reconocida que el caso debía ser abandonado y el asesinato, olvidado, o consignado discretamente al concurrido limbo de los casos pendientes.

Un Patta que nunca había existido habría podido decir: «Me han amenazado para que le obligue a paralizar la investigación, y la idea de perder el cargo o sufrir un percance me asusta de tal modo que estoy decidido a hacer cuanto esté en mí mano para corromper el sistema judicial e impedir que haga usted su trabajo, sin otro fin que el de preservar mi seguridad.» Era tan real la voz de este Patta fantasma que casi ahogaba la auténtica voz de la signorina Elettra. Brunetti parpadeó varias veces y prestó atención a tiempo de oírla preguntar:

– ¿… seguir pasándole la información a usted?

– Sí, por supuesto -respondió él como si hubiera oído la primera parte de la pregunta-. Seguiré como si aún estuviera al frente de la investigación hasta nueva orden.

– ¿Y entonces?

– Entonces, según a quien encargue del caso, le ayudaré o seguiré trabajando por mi cuenta. -No era necesario nombrar a la persona cuya intervención le haría decidirse por esta última posibilidad: incluso en una organización que no solía distinguirse por su hambre y sed de justicia, era notorio el desdén del teniente Scarpa hacia ella. Algunos de los otros comisarios podían fracasar en un caso difícil o complicado, pero, bajo la dirección de un magistrado competente, intentarían por lo menos aprehender a los culpables, y sólo estarían limitados por la inexperiencia y la falta de imaginación. Pero Scarpa no conocía más motivación que la del propio interés, y bastaba una insinuación de su superior -o de fuerzas que Brunetti prefería no nombrar- para que hiciera encallar una investigación.

Afortunadamente, el caso no podía ser encomendado a Scarpa, que aún no era más que teniente, a pesar de los esfuerzos de Patta por conseguirle el ascenso. El encargado de la investigación debía ser un comisario, aunque nada impedía que Patta asignara también a Scarpa el caso, si lo creía conveniente.

– Si por lo menos no tuviéramos que preocuparnos por él -dijo Brunetti, sabiendo que no era necesario pronunciar el nombre de Scarpa y sintiéndose un poco desconcertado al oírse a sí mismo hablar como un monarca inglés que tratara de resolver un problema de personal.

A ella la sonrisa le empezó en los ojos y se le extendió por la cara. Entonces dijo:

– No me tiente, comisario.

– Sólo desplazarlo temporalmente, signorina -dijo él con énfasis, ya que no estaba muy seguro de hasta dónde podían llevarla sus sugerencias.

Ella se volvió hacia la ventana y contempló la fachada de la iglesia de San Lorenzo.

– ¡Ah! -suspiró largamente, y guardó silencio. Ladeó la cabeza como para ajustar la vista a la contemplación de un objeto que sólo ella podía ver, y entonces, por fin, sonrió-. El cursillo de la Interpol de Tecnología Aplicada a la Vigilancia.

Brunetti preguntó con asombro:

– ¿En Lyon?

– Sí, señor.

– Pero, ¿no era sólo para los oficiales seleccionados por ellos, antes de que sean transferidos a la Interpol?

– Sí -respondió ella-. Hace años que él viene solicitando el traslado.

– Pero siempre inútilmente, según tengo entendido.

Con su más tenue sonrisa, la signorina Elettra explicó:

– Mientras Georges dirija la Oficina de Personal, la solicitud del teniente Scarpa no prosperará.

– ¿Georges? -preguntó Brunetti, como si acabara de descubrir que ambos tenían el mismo gestor.

– Yo era muy joven -dijo ella a modo de explicación.

Brunetti, aparentando comprender lo que quería decir esto, repuso tan sólo:

– Claro -y apuntó, tratando de hacerla volver de su abstracción-: ¿Scarpa?

Ella regresó al presente y explicó el futuro:

– Podría ser invitado a ir a Lyon y seguir el cursillo y, cuando éste hubiera terminado, alguien podría descubrir que la invitación estaba destinada a otro teniente Scarpa.

– ¿Qué otro teniente Scarpa? -preguntó Brunetti.

– Ni idea -dijo ella con impaciencia-. En la policía habrá una docena por lo menos.

– ¿Y si no los hay?

– Pues en el ejército, o en los carabinieri, o en Finanza o en la Polizia di Frontiera.

– Sin olvidar a la Policía de Ferrocarriles -recordó Brunetti.

– Gracias.

– ¿Cuánto dura el cursillo?

– Tres semanas, me parece.

– ¿Y lo paga la Interpol?

– Por supuesto.

– ¿Cree que Georges estará de acuerdo?

No hubiera mostrado mayor sorpresa un teólogo al ser interrogado sobre la importancia de la fe. La signorina Elettra no se dignó responder. Como Brunetti no decía más, ella fue hacia la puerta. Allí se detuvo y dijo:

J'appellerai Georges -y se fue.

El pensamiento de quién podía estar detrás de la advertencia hecha a Patta acompañó a Brunetti a un almuerzo con otros oficiales de policía del Véneto y se mantuvo presente mientras él conversaba amigablemente con sus colegas y escuchaba los habituales discursos acerca de la necesidad de proteger el orden social frente a las fuerzas que lo amenazaban por todos lados. Distraídamente, Brunetti dio la vuelta al menú y sacó el bolígrafo del bolsillo. Mientras iban transcurriendo los minutos -y los cuartos de hora- fue anotando los conceptos y las posibles líneas de actuación que se invocaban con más frecuencia. Al cabo de una hora, tenía en el papel tres nombres: «hogar», «familia» y «seguridad», pero ningún proyecto o plan específico aparte de «acción decidida» y «rápida intervención». «¿Por qué no podemos concretar? -se preguntaba-. ¿Por qué hemos de estar siempre usando unos términos generales tan altisonantes como vacíos de significado?»

De vuelta en su despacho, Brunetti recordó que éste era uno de los días en los que Paola no tenía que voiver a la universidad después del almuerzo y podía pasar la tarde en casa, leyendo o corrigiendo los ejercicios de sus alumnos o quién sabe si tumbada en el sofá viendo culebrones. Qué delicia tener un trabajo como aquél, pensaba. Cinco horas de clase a la semana, siete meses al año y el resto del tiempo, libre para dedicarlo a la lectura. Teóricamente, Paola debía asistir a varias reuniones de la Facultad y, además, formaba parte de dos comités, pero aún no había conseguido aclararle cuál era la finalidad de aquellos comités ni parecía hacer acto de presencia en las reuniones.

Años atrás, él le había preguntado por qué se empeñaba en conservar aquel trabajo y ella le había explicado que, cuando menos, su participación activa en la docencia permitía a los estudiantes establecer contacto con una profesora que hacía algo más que plantarse delante de ellos y leerles un libro de texto escrito por ella hacía años. Al oír esta fiel descripción de sus propios años de universidad, Brunetti descubrió lo vana que era su esperanza de que, por ¡o menos en Humanidades, las cosas hubieran cambiado.

Contempló los papeles que tenía encima de la mesa con la casi dolorosa sensación de que, si se quedaba en el despacho, no haría sino incrementar su volumen. Ansiaba estar lejos de allí, en las montañas, en los trópicos, en una isla, paseando por la playa, dejándose acariciar los pies por las tibias aguas de! mar. Alargó la mano para acercarse papeles, ahuyentando con una mano invisible la tentación de levantarse y marcharse. Pero, al cabo de un rato, como no conseguía encontrar sentido a las palabras que tenía ante los ojos, cedió a su deseo de libertad. Sin advertir a nadie, salió de la questura y tomó el primer vaporetto hacia San Silvestro y el hogar.

Biancat estaba abierto. Brunetti entró y pidió una docena de lirios. Mientras el vendedor los elegía, él decidió llevar flores también a Chiara y pidió una docena de tulipanes amarillos. Al llegar a casa, entró en la cocina y dejó los tulipanes en la encimera. Luego fue al estudio de Paola con los lirios.

Ella sonrió al verle entrar y, reprimiendo la pregunta de por qué llegaba tan temprano, exclamó:

– Guido, qué detalle.

Reconfortado por la sonrisa y buscando otra, él dijo:

– También he traído unos tulipanes para Chiara.

La sonrisa de Paola se borró.

– Error -dijo poniéndose en pie. Le dio un beso y tomó las flores.

– ¿Cómo? -preguntó él siguiéndola hacia la cocina.

Ella empezó a quitar el papel del ramo y dijo:

– Leyó un artículo acerca del transporte de flores a escala mundial.

– ¿Y qué? -preguntó él, desconcertado.

– Pues que el artículo hablaba del combustible que se consume sólo en el transporte de las flores, al que hay que sumar el necesario para calentar los invernaderos, y luego está la cuestión del fertilizante que se usa para alimentarlas, que se filtra en la tierra. -Dicho esto, Paola concentró la atención en los tulipanes de Chiara, quitó el papel y se agachó para sacar un jarrón marrón oscuro, que llenó de agua.

– ¿Más ecocriminales?. -preguntó él con ironía-. Da la impresión de estar convencida de que nos rodean.

Paola iba poniendo los tulipanes en el jarrón, uno a uno, deteniéndose de vez en cuando para observar el efecto. Dio un paso atrás para verlos mejor, luego se acercó a la encimera y acabó de arreglarlos.

– Yo diría que es una actitud válida -respondió calmadamente.

– ¿Lo cree en serio? -preguntó Brunetti-. ¿Ahora ha declarado la guerra a las flores?

Paola se volvió y le puso la mano en el antebrazo, con gesto apaciguador.

– No te alteres, Guido. Y trata de recordar que ella tiene razón. -Señaló a los tulipanes-. Probablemente, esas flores han sido cultivadas en Holanda y se han traído en camión. Durarán cuatro o cinco días, después irán a la basura en una bolsa de plástico, y habrá que gastar más petróleo para quemarlas.

– Es una manera horrible de ver las flores -opinó él.

– ¿Sería menos horrible si el producto fuera feo? ¿Góndolas de plástico fabricadas en Hong Kong y traídas por transporte aéreo? ¿O esas espantosas máscaras?

– Son flores, por Dios -insistió él, señalando el jarrón, como para apoyar su juicio en la belleza de las flores o animarlas a erigirse en defensoras de sí mismas.

– Y a nosotros nos gustan las flores, y son bonitas, pero lo que yo digo, Guido, es que no son más necesarias que las góndolas de plástico o las máscaras. Podríamos prescindir de ellas perfectamente, pero preferimos conservarlas y por eso estamos obligados a cargar con el coste ecológico de traerlas de donde sea. -Él creyó que había terminado, pero ella aún añadió-: De todos modos, eso no nos importa, o nos importa menos, porque son bonitas, y tratamos de convencernos de que es diferente. Pero no lo es. -Hizo otra pausa y concluyó-: O eso cree Chiara.

Brunetti se sentía a la deriva, como si al meterse en las aguas someras del Alberoni lo hubiera arrastrado de pronto una corriente invisible.

– ¿La preocupan las flores y resta importancia a la muerte de un vu cumprá? -inquirió, consciente de la incongruencia pero sin poder contenerse.

Paola sonrió, dando a entender que también ella se había hecho aquella pregunta.

– Creo que aún es muy joven como para que podamos esperar que sea consecuente en sus ideas o en sus ideales -respondió.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho, sencillamente: en muchos aspectos, no es más que una niña que empieza a descubrir las causas nobles y aún ve cada una como un algo independiente; no ha percibido las relaciones ni las contradicciones que hay entre unas y otras. Todavía no.

Paola miró a su marido, pero él no decía nada, sólo parecía escéptico, y ella prosiguió:

– Me acuerdo de cuando yo tenía su edad, Guido, y de las causas que entonces me parecían justas. Ahora algunas me producen incomodidad, y una o dos, franca vergüenza.

– ¿Por ejemplo? -dijo él sin disimular el escepticismo.

– Por ejemplo, las Brigadas Rojas -respondió ella rápidamente, más seria que antes-. Me avergüenza recordar que los consideraba unos idealistas que pretendían promover una revolución en pro de la justicia social y política. -Cerró los ojos al recuerdo de la persona que había sido.

No sin cierta desazón, Brunetti recordó su propio entusiasmo por las consignas y los ideales que entonces estaban de moda.

– ¿Y ahora? -preguntó.

Ella ladeó la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

– Ahora creo que no eran más que un hatajo de niños bien que querían llamar la atención del mundo sin preocuparse por los daños ni los muertos que causaran en el intento. Enfermos de protagonismo, infectados por el germen de pretender erigirse en centro de la atención mundial. Y nosotros les dedicamos toda la atención que deseaban, y a algunos hasta les dimos nuestro aplauso y aprobación. -Tomó el jarrón con los tulipanes y lo llevó a la sala-. De modo que, si hay inconsecuencia en los entusiasmos y las creencias de Chiara y si repite los eslóganes y las ideas que oye a otras personas, creo que hemos de tener paciencia y confiar en que madure.

– ¿Como hemos madurado nosotros? -preguntó él siguiéndola por el pasillo.

– Eso creo.

– ¿Has hablado con ella? -preguntó Brunetti.

– ¿Acerca de lo que dijo?

– Sí.

– No -respondió Paola, deteniéndose junto a una mesa estrecha en la que había un jarrón de mayólica y un pequeño busto de Hermes de mármol-. No es necesario. -Dejó las flores a la izquierda de la figura, adelantó el jarrón unos centímetros y dio un paso atrás para admirarlo.

– ¿Cómo que no es necesario? -preguntó él, sin disimular la desaprobación.

Paola lo miró.

– Ella sabe que lo que dijo está mal, y desde entonces ha estado pensando en ello. Mejor dicho, desde que yo salté sobre ella por decirlo. Pero aún no ha acabado de pensarlo. Cuando acabe dirá algo.

Brunetti cruzó los brazos y preguntó:

– ¿Así que no sólo eres la madre tierra? ¿También lees el pensamiento en tus ratos libres?

Paola sonrió y con un ademán lo invitó a apartarse del paso. Camino de la cocina, dijo por encima del hombro:

– Poco más o menos.

Él la siguió, reacio a reconocer que, en el fondo, estaba de acuerdo con ella. Buscando una fórmula de compromiso, preguntó:

– ¿Y qué hay de las flores? -y señalaba con la barbilla los lirios que ella había empezado a poner en el alto jarrón azul que siempre utilizaba para ellos.

– Cuando las haya arreglado, las llevaré a mi estudio, donde alegrarán la vista a todo el que las mire.

– ¿Y si ella dice algo?

– Le responderé que estoy plenamente de acuerdo con sus principios, pero que me las has traído tú, de modo que a ti debe dirigir sus críticas y comentarios.

Él se rió, abrió el armario de debajo del fregadero y metió los papeles en el cubo de la basura.

– Eres una serpiente, Paola -dijo no sin admiración.

– Sí, ya lo sé -convino ella-. Es una forma de conducta adaptiva que me ha sido impuesta por la naturaleza de mi trabajo.

– A mí me ocurre otro tanto -dijo él y preguntó-: ¿Salimos a tomar café?

Ella deslizó el jarrón con los lirios hacia un lado de la encimera y retrocedió para admirarlos.

– Sí; podríamos ir a Tonolo y tomar un cigno. Y, ya que iremos allí, pasar por San Barnaba, a ver si tienen de ese pan tan bueno.

Les llevaría, calculó él, más de una hora. Primero, un cisne relleno de nata y un café en Tonolo y, después, un paseo hasta campo San Barnaba y la tienda que vendía el excelente queso y el pan de Puglia. Él había huido de su despacho en busca de paz y quietud, de la prueba de que aún quedaba algo de cordura en un mundo de crimen y violencia, y su mujer proponía que pasaran una hora comiendo pasteles y comprando una hogaza de pan. No se lo hizo repetir.

Mientras iban por las calles, deteniéndose de vez en cuando a saludar a un conocido o a mirar un escaparate, él le habló de la advertencia de Patta y de lo que podía significar. Ella estuvo escuchando sin decir nada hasta que hubieron terminado los cisnes de nata y los cafés y ya iban camino de campo San Barnaba.

– ¿Te parece que teme por su cargo o por su vida? -preguntó, y agregó-: ¿O por su familia?

Brunetti se detuvo junto a la primera de dos barcas llenas de frutas y verduras que estaban amarradas a la riva y después fue hacía la segunda. Olvidándose de Patta durante un momento, hablaron de la cena y compraron una docena de alcachofas y un kilo de manzanas Fuji. Cuando siguieron andando, Brunetti dijo en respuesta a la pregunta de Paola:

– No estoy seguro; sólo sé que tiene miedo.

– Entonces podría ser por cualquiera de esas cosas -dijo ella entrando en la tienda. Al cabo de diez minutos, salían con todo un pan de Puglia, una cuña de pecorino y un tarro de pesto que el tendero les juró que era el mejor de la ciudad.

– ¿Tú qué opinas? -preguntó ella con voz neutra, y él no supo si se refería al pesto o a la causa del miedo de Patta. Optó por esperar, sabiendo que su silencio la induciría a explicarse-. Lo conoces mejor que yo -dijo ella al fin-, deberías saber qué es lo que le preocupa, si el cargo o la vida.

Brunetti reflexionó durante un rato y finalmente reconoció:

– No lo sé. Sólo sé que está muy asustado.

– Si persistes, lo averiguarás -sugirió ella.

– ¿Si persisto en la investigación, quieres decir?

Ella se detuvo y lo miró con sorpresa.

– Yo daba por descontado que seguirías con la investigación, a pesar de lo que él dijera. Quiero decir, si persistes en dejar claro que no piensas abandonar.

– Al contrario: procuraré que no se entere -dijo Brunetti.

– ¿Para no herir sus sentimientos?

– Para no perder el empleo -rió Brunetti.

– Él no puede cesarte, ¿verdad? -preguntó ella, y a Brunetti ya le parecía verla organizar a todas las fuerzas de su familia y su red de contactos.

Brunetti reflexionó y dijo:

– No; creo que él solo no podría. Pero sí podría sugerir un traslado. Es el método habitual para deshacerse de las personas.

– ¿Qué personas? -preguntó ella.

Las calles eran estrechas y, de vez en cuando, él tenía que quedarse un paso atrás, para dejar pasar a la gente.

– Las personas molestas -respondió finalmente.

– ¿Molestas por qué causa?

– Porque hacen preguntas y porque tratan de impedir que el sistema acabe de corromperse del todo -dijo él, sorprendiéndose a sí mismo con su seriedad.

Ella le tomó el brazo y se lo oprimió bajo el suyo. Él no sabía si el gesto era una demanda o un ofrecimiento de ayuda. Pero no le importaba si era lo uno o lo otro.

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