CAPÍTULO 6

Una hora después, Pucetti y Brunetti habían enseñado las fotos a la mayoría de los agentes de la questura. A mitad del proceso, Brunetti empezó a notar una preocupante correlación entre la filiación política y la reacción de cada cual. La mayoría de los que simpatizaban con el Gobierno actual, mostraban poca conmiseración o, siquiera, interés por el muerto. Cuanto más a la izquierda del espectro político se ubicaban, más se compadecían del hombre de la foto. Sólo dos agentes, dos mujeres, mostraron sincero pesar por la muerte de un hombre tan joven.

Gravini, que iba con la patrulla que había hecho la última redada de ambulanti, creyó reconocer al hombre de la foto, pero dijo también que estaba seguro de no haberlo visto nunca entre los vu cumpra arrestados por él.

Brunetti miró a los reunidos en la sala de agentes.

– ¿Tenemos fotografías de los arrestados? -preguntó.

– Rubini tiene todos los papeles en su despacho, señor -dijo el sargento-. Informes del arresto, copias de los pasaportes, permessi di soggiorno, por lo menos, de los que disponen de él, y copias de las cartas que les enviamos.

– ¿Cartas? -preguntó Pucetti-. ¿Por qué nos tomamos la molestia de enviarles cartas?

– En realidad, no las enviamos -respondió Gravini-. Se las entregamos en propia mano y les decimos que tienen cuarenta y ocho horas para abandonar el país. -Resopló ante semejante absurdo y agregó-: Una semana después los arrestamos y les entregamos una copia de la misma carta.

Brunetti se quedó esperando el comentario del sargento, que presumía sería del mismo tenor que lo oído aquella mañana de boca del anciano en el vaporetto. Gravini se encogió de hombros y dijo:

– No sé por qué nos tomamos tantas molestias. Ellos no hacen daño a nadie, sólo tratan de ganarse la vida. Y nadie obliga a la gente a comprarles bolsos.

– Gravini -interrumpió Pucetti-, ¿no fuiste tú uno de ios que saltaron al canal?

Gravini inclinó la cabeza, como cohibido por haber sido pillado en falta.

– ¿Y qué iba a hacer? El que se cayó era nuevo. Probablemente, era su primera redada. Le entró pánico y echó a correr: un crío. ¿Qué podía hacer, rodeado de policías que lo perseguían? Fue cerca de la Misericordia y, al cruzar el puente, perdió pie y cayó al canal. Ese puente no tiene parapeto. Se le oía gritar desde la iglesia. Cuando llegamos, braceaba como un loco, y yo hice lo primero que se me ocurrió, echarme al agua. Hasta que estuve dentro no me di cuenta de que el canal no era muy hondo; por lo menos, en los lados. No sé por qué armaba tanto alboroto. -Gravini trataba de aparentar enojo, pero sin convicción-. La chaqueta, echada a perder, y Bocchese pasó todo un día limpiando el barro de la pistola.

Brunetti optó por no hacer comentarios.

– ¿Tiene idea de dónde puede haber visto a este hombre? -preguntó golpeando con el índice la foto de la cara tomada de frente.

– No, señor. No lo recuerdo, pero sé que lo he visto antes. -Tomó las fotos y fue mirando serie tras serie. Al fin dijo-: ¿Puedo llevármelas, comisario? ¿Para enseñarlas a algunos de los hombres a los que he arrestado?

Brunetti no sabía cómo referirse a los otros vu cumprá. «Colegas» del muerto sonaba de un modo extraño, ya que sugería un mundo laboral convencional. Al fin se decidió:

– ¿A sus amigos? -preguntó.

– Sí, señor. A uno lo he arrestado cinco veces por lo menos. Podría preguntarle.

¿Y si sale corriendo al verle acercarse? -dijo Pucetti.

– No, no; la cosa no va así -respondió Gravini-. Unos cuantos viven en un apartamento próximo a Via Garibaldi, cerca de donde reside mi madre. Los veo cuando voy a visitarla y… -se interrumpió, buscando la forma de continuar-… y cuando ellos y yo tenemos el día libre. Muhammad me contó que en su pueblo era maestro. Puedo preguntarle.

– ¿Cree que confiará en usted? -preguntó Brunetti.

Gravini se encogió de hombros.

– Eso no lo sabré hasta que hable con él.

Brunetti dijo a Gravini que se llevara las fotos y las enseñara a unos y otros, y eventualmente pidiera a Muhammad que hiciera otro tanto entre los hombres con los que trabajaba.

– Gravini -añadió-, dígales que lo único que pedimos es un nombre y una dirección. Que no habrá más preguntas, nada de problemas, nada más. -Se preguntaba si los africanos se fiarían de la palabra de la policía y suponía que no tenían razones para ello. Aunque había hombres como Gravini, que estaban dispuestos a saltar a un canal para salvarlos, Brunetti temía que la actitud habitual de la policía fuera más parecida a la del anciano del vaporetto, y no invitaba a la colaboración.

Brunetti dio las gracias a los agentes y se dirigió al despacho de la signorina Elettra. Ella ya estaba sentada ante su mesa. Desde hacía varios días, la signorina Elettra ahuyentaba las sombras del invierno con un derroche de colorido: había empezado el miércoles, con unos zapatos amarillos, a los que el jueves había seguido un pantalón verde esmeralda y, el viernes, una chaqueta color naranja. Hoy, para empezar la semana, lucía un pañuelo de seda que parecía estar cubierto de papagayos, pero no lo llevaba anudado al cuello -eso hubiera sido muy vulgar- sino en la cabeza, a modo de turbante.

– Son bonitos los pájaros -dijo Brunetti al entrar.

Ella levantó la mirada, sonrió y le dio las gracias.

– Quizá la semana próxima sugiera al vicequestore que cambie de estilo.

– ¿Y que venga al despacho con zapatos amarillos o con turbante? -preguntó Brunetti, para demostrar que se había fijado.

– No; yo me refería a las corbatas. Son muy serias.

– Las corbatas quizá, pero no los alfileres. Los tiene con piedras preciosas de todos los colores.

– Sí, pero tan pequeñas que casi no se ven. Quizá debería regalarle alguna.

Brunetti no sabía si ella se refería a las corbatas o a las piedras para los alfileres, pero no importaba.

– ¿Y cargarlas a gastos de oficina?

– Desde luego. Quizá en el apartado de Mantenimiento. -Y entonces, pasando al terreno laboral, preguntó-: ¿En qué puedo ayudarle, comisario?

En aquel momento, a Brunetti le hubiera gustado saber cuándo había sido la última vez que ella había preguntado a alguien en qué podía ayudarle y si la pregunta estaba dirigida a él mismo o al vicequestore.

– Me interesa todo lo que pueda averiguar acerca de los vu cumprá.

– Todo está aquí -dijo ella, señalando al ordenador-. O en los archivos de la Interpol.

– No; no me refiero a esa clase de información sino a lo que la gente sabe, sabe realmente, acerca de ellos: dónde viven, cómo viven, qué clase de gente son.

– La mayoría de ellos vienen de Senegal, según creo -dijo ella.

– Sí, eso ya lo sé. Pero me gustaría averiguar si son del mismo sitio, si se conocen, si están emparentados entre sí.

– Y es de suponer que también querrá saber quién era el hombre asesinado -concluyó ella.

– Por supuesto. Pero no creo que vaya a ser fácil descubrir eso. Nadie ha llamado para dar información. Las únicas personas que nos han dicho algo son unos turistas americanos que estaban allí en aquel momento, pero no vieron más que a un hombre muy alto, con aspecto «mediterráneo», según ellos, con lo que quieren decir que era moreno. Había otro hombre, pero de él sólo han podido decir que era más bajo que su compañero. Aparte de esto, por lo que sabemos, el crimen también hubiera podido ocurrir en otra ciudad. O en otro planeta.

Ella estuvo pensativa un momento y dijo:

– Prácticamente, ahí es donde ellos viven, ¿no cree?

– ¿Cómo? -preguntó él, confuso.

– No tienen contacto con nosotros, me refiero a contacto real. Aparecen como las setas, extienden las sábanas, hacen su negocio y desaparecen. Es como si salieran de cápsulas espaciales y luego se desvanecieran.

– Pero eso no es otro planeta -dijo él.

– Sí lo es, comisario. No les hablamos, ni los vemos realmente. -Al observar la expresión de escepticismo de Brunetti, insistió-: No es que critique nuestra manera de tratarlos ni que pretenda defenderlos como hacen mis amigos, que dicen que todos son víctimas de esto o de lo otro. Sencillamente, pienso que es extraño que vivan entre nosotros y, no obstante, cuando no están en la calle, vendiendo cosas, permanezcan invisibles. -Lo miró para comprobar si él se. daba cuenta de lo muy en serio que hablaba y agregó-: Por eso digo que viven en otro planeta. Porque parece que, en éste, si les prestamos atención es sólo para arrestarlos.

Él lo pensó y reconoció que ella tenía razón. Recordó una noche del año anterior en la que él y Paola habían salido a cenar y estalló una tormenta. En un momento, las calles se llenaron de tamiles con haces de paraguas plegables que ofrecían a cinco euros. Paola los había comparado -a los tamiles- a esos alimentos deshidratados a los que no tienes más que poner en remojo para que adquieran su volumen normal. Algo parecido podía decirse de los vu cumprá: tenían la misma facultad para materializarse, como salidos de la nada, y luego desaparecer.

Brunetti decidió aceptar su punto de vista y dijo: -Pues por ahí podemos empezar: trate de averiguar adonde van cuando desaparecen.

– ¿Quiere decir quién les alquila habitaciones y dónde?

– Sí. Dice Gravini que algunos viven en Castello, cerca de la casa de su madre. Pídale la dirección de la madre o eche un vistazo a la guía telefónica: no es un apellido muy corriente. -Recordó la alusión de Gravini a la levedad de su relación con Muhammad, a la que no se podía llamar amistad, ya que tenía su origen en el arresto del uno por el otro-. Sólo quiero la dirección. No voy a hacer nada hasta que Gravini haya podido hablar con su conocido. A ver si encuentra usted algo acerca de otros apartamentos que tengan arrendados. -¿Cree que existirá contrato? -preguntó ella-. Debería haber copias en el ayuntamiento.

Brunetti dudaba de que los propietarios estuvieran dispuestos a brindar la protección de un contrato formal a unos africanos, si ya eran reacios a concederla a los venecianos. Una vez el inquilino tenia un contrato, la ley hacía difícil, si no prácticamente imposible, el desahucio. Además, en el contrato debía figurar el alquiler, con lo que la renta se hacía visible, y tributable: todo propietario que estuviera en su sano juicio desearía evitar tal cosa. Así pues, probablemente, los africanos estaban pagando el alquiler -Brunetti no pudo evitar el obligado juego de palabras- en negro.

– Es preferible preguntar por ahí -respondió el comisario-. Pruebe en el Gazzettíno y La Nuova. Quizá sepan alguna cosa. Cada vez que hacemos una redada y arrestamos a algunos, escriben una historia. Tienen que saber algo.

Él se distrajo pensando cómo podía soportar Elettra aquel turbante. El despacho estaba bien caldeado, ya que se encontraba en el lado del edificio en el que los radiadores funcionaban. Debía de ser muy molesto tener todo el día la cabeza apretada por un pañuelo. Pero no dijo nada, pensando que quizá Paola podría explicárselo.

– Veré lo que se puede hacer -dijo ella-. ¿Hay huellas que mandar a Lyon?

– Todavía no me ha llegado el informe de la autopsia. Le enviaré las fotos en cuanto las tenga.

– Gracias, comisario. A ver lo que encuentro.

Camino de su despacho, Brunetti ya iba repasando la lista de los amigos que podían ayudarle en sus pesquisas. Cuando llegó a su mesa, había tenido que aceptar el hecho de que no conocía a nadie que pudiera suministrarle información válida sobre los ambulanti, lo que le hizo pensar que quizá tuviera razón la signorincí Elettra y que, efectivamente, unos y otros vivieran en planetas distintos.

Llamó al despacho de Rubini, el inspector que tenía a su cargo la tarea de nunca acabar del arresto de los ambulantí y le pidió que subiera un momento.

– ¿Es sobre lo de anoche? -preguntó Rubini por teléfono.

– Sí. ¿Sabes algo nuevo?

– No -respondió Rubini-. Ni lo esperaba. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Subo las carpetas?

– Sí, por favor.

– Espero que dispongas de mucho tiempo, Guido.

– ¿Por qué?

– Porque forman un montón de dos metros.

– ¿Entonces bajo yo?

– No; sólo te llevaré el resumen de los informes que he presentado pero, aun así, leerlo te ¡levará el resto de la mañana. -A Brunetti le pareció que Rubiní se reía por lo bajo, pero no estaba seguro. Colgó el teléfono.

Rubini llegó al cabo de más de diez minutos, con un montón de carpetas, y explicó que su retraso se debía a que había estado buscando la carpeta con las fotos de todos los africanos arrestados durante el último año.

– Teóricamente, tenemos que fotografiarlos cada vez que los arrestamos -dijo.

– ¿Teóricamente? -preguntó Brunetti.

Rubini puso el montón de papeles encima de la mesa y se sentó. El inspector era de Murano, llevaba en el cuerpo más de dos décadas y, al igual que Vianello, había ascendido muy despacio, quizá por una resistencia a buscar el favor de los de arriba análoga a la de este último. Rubini, un tipo alto y muy delgado, casi escuálido, era un apasionado del remo y todos los años estaba entre los diez primeros en cruzar la línea de llegada de la Vogalonga.

– Así lo hacíamos al principio, pero luego nos pareció que era una pérdida de tiempo hacer la foto de un hombre al que habíamos arrestado seis o siete veces y al que saludamos cuando nos lo encontramos por la calle. -Empujó los papeles hacia Brunetti y agregó-: Ahora ya los tuteamos a todos y ellos nos llaman por el nombre.

Brunetti se acercó los papeles. -¿Por qué os molestáis todavía? -¿Quieres decir en arrestarlos? Brunetti asintió.

– El dottor Patta quiere que haya arrestos, y nosotros salimos y los arrestamos. Da buen aspecto a las estadísticas.

Brunetti, que esperaba esta respuesta, preguntó sin embargo:

– ¿Crees que sirve de algo?

– Sabe Dios -dijo Rubini moviendo la cabeza con resignación-. Hace que el vicequestore nos deje tranquilos durante una semana o dos, e imagino que si nos lo tomáramos en serio, si los arrestáramos a todos y les confiscáramos todos los bolsos, ellos, simplemente, se irían a otro sitio.

– ¿Pero…? -preguntó Brunetti.

Rubini puso una pierna encima de la otra, sacó un cigarrillo y lo encendió sin molestarse en pedir permiso.

– Pero mis hombres siempre les dejan algunos bolsos, aunque deberían confiscárselos todos. Al fin y al cabo, esa gente tiene que comer, ya sean africanos o italianos. Si les quitáramos todos los bolsos, no tendrían nada que vender.

Brunetti acercó al inspector la tapa de un frasco de Nutella.

– ¿Y los bolsos? -preguntó.

Rubini dio una larga calada y expulsó el humo por la nariz, poco a poco.

– ¿Te refieres a los que les dejamos o a los que nos llevamos?

– Está ese almacén de Mestre, ¿no?

– Ahora ya son dos. -Rubini se inclinó hacia adelante y sacudió la ceniza en el improvisado cenicero-. Todo está ahí-prosiguió, señalando las carpetas con la mano que sostenía el cigarrillo-. Este año llevamos confiscados unos diez mil bolsos. Por muchos que destruyamos, siempre hay más bolsos que confiscar. Pronto nos faltará sitio para almacenarlos.

– ¿Qué vais a hacer?

Rubini aplastó el cigarrillo y, sin disimular la exasperación, dijo:

– Si de mí dependiera, los devolvería a los vu cumprá, para que no tuvieran que comprar otros. Pero entonces, ¿qué sería de la gente que trabaja en las fábricas de Puglia, donde los confeccionan? -Se levantó bruscamente y, señalando las carpetas, dijo-: Si deseas algo más, ¡lámame. -En la puerta, se paró, volvió la cabeza hacia Brunetti y levantó una mano en ademán de impotencia-. Todo este asunto es alucinante -dijo, y se fue.

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