Alrededor de una hora después de que Brunetti volviera a su despacho, sonó el teléfono. Él contestó con su nombre.
– Pregunté a esa persona -dijo Sandrini sin preámbulos-. Mejor dicho, le sonsaqué y comentó que el trabajo había sido encargado a gente de Roma a la que se envió aquí para ejecutarlo.
– ¿Y las pistolas? ¿No se ha enterado de que ahora hay detectores de metales en todos los aeropuertos? -preguntó Brunetti. Lo irritaba que Sandrini tratara de hablar en clave, y lo decía sólo para chinchar: introducir una pistola en Venecia no supondría dificultad alguna para gente con buenos contactos.
– ¿No ha oído hablar del tren? -preguntó Sandrini ásperamente-. Corre sobre raíles, va y viene de Roma. Hace chuchuchú.
Pasando por alto la observación, Brunetti preguntó:
– ¿Es eso todo lo que le ha dicho, que eran de Roma?
– ¿Qué quería que hiciera, que le preguntara los nombres y direcciones y que les pidiera que me firmaran una confesión, para ponérselo más fácil? -gritó Sandrini, prescindiendo de claves y de toda discreción-. Naturalmente que eso es todo lo que me dijo. No voy a preguntarle directamente, y menos después de haber mencionado el tema una vez. Se lo olería a un kilómetro.
Brunetti tuvo que reconocer que no le faltaba razón: Sandrini no podía preguntar a su suegro por los asesinos sin despertar recelos. Quizá con el tiempo pudiera hacerse perdonar el episodio de la prostituta: al fin y al cabo, algunos mañosos habían sobrevivido a la sospecha de adulterio; pero nadie, por lo menos, que supiera Brunetti, había sobrevivido a la sospecha de deslealtad.
– Gracias -dijo Brunetti.
– ¿Cómo? -exclamó Sandrini-. Yo arriesgo la vida y usted me dice «gracias». -Siguió una serie de observaciones que ponían en tela de juicio la honestidad de la madre del comisario y también la de la Madonna, por lo que Brunetti creyó oportuno colgar.
«Roma, Roma, Roma», susurraba Brunetti entre dientes. En el pasado, habría sido de esperar que los asesinos hubieran venido de más al Sur, pero en este mundo multicultural de ahora los sicarios podían venir de cualquier sitio. Repasó las palabras de Sandrini: habían sido enviados desde Roma para hacer el trabajo. El hecho de que el suegro estuviera enterado indicaba que los asesinos eran ejecutores de la Mafia, pero no necesariamente que el asesinato lo hubiera ordenado la Mafia. Se preguntó si existiría entre los asesinos a sueldo una amigable francmasonería y si los no involucrados estarían al corriente de lo que hacían sus congéneres y especularían en sus tertulias acerca de cuánto habrían cobrado sus colegas por tal o cual encargo. Lo grotesco de la idea no excluía su posibilidad.
Volvió a sonar el teléfono y, cuando contestó, se sorprendió al encontrarse hablando con su mujer.
– Nunca me llamas al despacho -dijo él.
– Casi nunca.
– Conforme, casi nunca. ¿De qué se trata?
– De la universidad.
– ¿De los exámenes? -preguntó él, pensando que ella habría encontrado información sobre sus colegas del departamento de Historia del Derecho y que no podía esperar hasta la noche para comunicársela.
– ¿Qué exámenes? -preguntó ella con audible confusión.
– Los del departamento de Historia del Derecho -dijo él.
– No; yo no sé nada de eso. Es sobre tu subsahariano.
Aunque sintió la tentación de especificar que no era su subsahariano, Brunetti se limitó a preguntar:
– ¿Qué hay?
– Hice lo que me pediste, pregunté a mi amigo y él mencionó a una persona con la que solía colaborar, una especialista en esa clase de cosas.
– ¿Qué clase de cosas? -preguntó Brunetti.
– Fetiches. Me ha dicho que en Europa es una autoridad en fetiches africanos. -El que Paola no hiciera comentario alguno acerca de lo exótico de la disciplina indicó a Brunetti que debía de considerarla una especialidad perfectamente normal, lo que, a su vez, demostraba que pasaba demasiado tiempo entre académicos.
– ¿Y bien?
– Tengo su número de Ginebra -dijo Paola-. Podrías llamarla.
– ¿Ginebra?
– ¿Te da miedo hablar en francés?
– De algo tan complicado como todo esto, sí -respondió él.
– No te apures -dijo Paola-. Es suiza.
– ¿Y qué tiene que ver?
– Los suizos lo hablan todo -respondió ella, le dio el número y colgó.
Tenía razón Paola, por lo menos, por lo que se refería a la profesora Winter, que hablaba algo de italiano, inglés y alemán a la perfección y las lenguas de las cinco regiones de África en las que realizaba sus investigaciones. Para sorpresa de Brunetti, la mujer no mostró curiosidad acerca de por qué la policía solicitaba su ayuda para identificar a un muerto y se limitó a pedirle que le describiera el objeto sobre el que deseaba información.
– Es una señal compuesta por triángulos -dijo él, en inglés-. Está grabada en una cabeza de madera tallada, de unos cinco centímetros de alto, arrancada, probablemente, de una estatua. La misma señal está marcada en el cuerpo de un hombre.
– ¿En qué parte del cuerpo?
– En el estómago.
– ¿La cabeza es de hombre o de mujer?
– De mujer, creo.
– ¿Dice que tiene usted ese objeto?
– Sí. Y fotos. También fotos del cadáver.
Esperaba que ella hablara, pero, como no decía nada, le preguntó:
– Profesora, ¿usted podría facilitarme alguna información, por vaga que fuera, a partir de estos datos?
Después de vacilar un momento, ella dijo:
– No hasta que haya visto las fotos. Lo que dijera ahora sería pura especulación.
Brunetti se admiró de cómo se parecía la actitud de aquella mujer a la de los peores colegas de Paola, los que consideraban que la información era algo que debía darse con cuentagotas y sólo a quienes hicieran méritos para obtenerla.
– Disculpe -dijo la profesora Winter, y su voz. se alejó del teléfono mientras hablaba a otra persona. Al cabo de un momento retornó para decir-: ¿Podría enviarme las fotos? -Sí.
– Bien -dijo ella y deletreó su e-mail-. ¿Me las enviará pronto?
– Preferiría mandarle las fotos en papel -dijo Brunetti, sin más explicación-. SÍ me da la dirección de la universidad, se las enviaré hoy mismo. -Tenía la foto del cuerpo del hombre hecha por Rizzardi y él mismo había sacado una de la cabeza con una Polaroid.
– Ah -exclamó la profesora Winter. Le dio la dirección de la universidad y añadió-: Quizá en Suiza hacemos las cosas de otra manera.
– ¿Está familiarizada con el trabajo de la policía, profesora?
– No de modo especial, no -dijo ella con voz neutra-. A veces me han pedido que identificara objetos o personas asesinadas, por mis conocimientos acerca de África.
– Comprendo -dijo Brunetti y preguntó-: ¿Muy a menudo?
– No; en Suiza no. La Interpol. -¿Entonces es corriente que se mate a africanos en Europa? -preguntó él, tan curioso como sorprendido. -No tanto como en África -respondió ella con frialdad.
– ¿Y por qué motivos se les mata?
– Eso es cosa de la policía -dijo ella-. Mi función consiste únicamente en ayudarles a identificar a las víctimas.
– ¿Hombres? -preguntó él.
– Tanto hombres como mujeres, lamentablemente.
Era evidente para Brunetti que la profesora Winter empezaba a cansarse de sus preguntas, y le dijo:
– Le mandaré las fotos lo antes posible, profesora, y le quedaría muy agradecido si pudiera decirnos de dónde cree que procede la marca.
– Encantada si en algo puedo ayudar -dijo ella cortésmente y colgó.
Brunetti oprimió el pulsador, marcó el número de la sala de agentes y preguntó por Pucetti. El agente que contestó dijo que Pucetti salía en aquel momento para atender a una llamada y dejó el auricular en la mesa ruidosamente. Cuando, al cabo de unos momentos, Pucetti se puso al aparato, Brunetti le pidió que subiera a su despacho. Mientras esperaba, hizo el sobre para la profesora Winter y metió en él fotos de la cabeza de madera y de la marca del estómago del muerto. Antes de cerrarlo, decidió incluir una de las fotos de la cara del hombre.
Pucetti llamó a la puerta y entró. Cuando Brunetti le dio el encargo, dijo que iba a Santa Croce por un robo en una farmacia y añadió que no era urgente y que por el camino la lancha podía parar en Correos.
– ¿Fabio y Cario? -preguntó Brunetti.
– ¿Quién más roba farmacias? -La pregunta de Pucetti era puramente retórica, pero su irritación era real. Fabio Villatico y Cario Renda eran dos drogadictos a los que no se podía meter en la cárcel porque estaban en fase terminal del sida. Durante el día, pedían limosna a los turistas y, por la noche, si no habían recaudado lo suficiente, entraban en las farmacias a robar drogas y se mezclaban cócteles intravenosos que muchas veces contenían más remedios para el resfriado y la gripe que otra cosa. Sus experimentos los habían llevado infinidad de veces a Urgencias y hasta ahora habían resistido a pesar de que hacía tiempo que los médicos del hospital habían declarado que su sistema inmunitario estaba tan debilitado que el primer resfriado podía acabar con ellos.
Ante la evidente hostilidad de Pucetti hacia los dos hombres, Brunetti prefirió no aludir a la extraña conmiseración que a él le inspiraban. Ninguno de ellos había trabajado nunca y ninguno había tenido un intervalo de lucidez desde hacía una década, pero ninguno había recurrido a la violencia, ni siquiera verbal, frente a los malos tratos que a veces recibían.
– ¿Correo exprés? -preguntó Pucetti haciendo salir a Brunetti de su abstracción.
– Sí. Gracias, Pucetti.
El agente saludó y se fue, dejando al comisario un poco preocupado por la diferencia de su respectiva actitud hacia aquellos dos drogadictos. Pucetti pertenecía a la generación de los que predican la buena voluntad y la solidaridad con los que sufren y reclaman compasión para los oprimidos y, no obstante, con frecuencia, Brunetti advertía en ellos indicios de una intolerancia inquietante que le hacía mirar al futuro con temor. Se preguntaba si el sentimentalismo barato del cine y la televisión les habría provocado un shock insulínico que los incapacitaba para sentir empatía hacia víctimas de los desastres que creaba la vida real, que no eran tan enternecedoras como las de la ficción.
Carlo, cubierto de tatuajes chapuceros, andaba por la ciudad con la nerviosa vivacidad de un cangrejo, y Fabio apestaba a orina y estaba idiotizado. Brunetti los conocía desde hacía años, nunca les había dado dinero y deseaba dejar de verlos en la calle, pero cuando se cruzaba con ellos sentía un vago malestar, como si, en cierta medida, él fuera responsable de su desgracia.
Para distraer el pensamiento de aquellos dos desahuciados, sacó la lista telefónica interna de la policía y marcó el número de Moretti.
– Ah, comisario -dijo el sargento cuando Brunetti se dio a conocer-. Todo el día he querido llamarle, pero hemos sufrido una invasión.
– ¿Turistas? -bromeó Brunetti.
– Gitanos. Debe de haber una tribu en la ciudad: esta mañana hemos tenido nueve denuncias, todas ellas con la misma vieja historia de los niños de los periódicos. -Creí que eso lo hacían sólo en Roma -dijo Brunetti, recordando la escena en la que una caterva de críos agitaban periódicos y chillaban para distraer a la víctima mientras otro de la banda le daba un tirón al bolso o la billetera y salía corriendo.
– Ahora también lo hacen aquí.
– ¿Han atrapado a alguno? -preguntó Brunetti. -Hasta ahora, a tres, pero todos son menores, o lo parecen, por lo que lo único que podemos hacer es ficharlos. Luego ellos hacen una llamada y al poco rato viene alguien que tiene el mismo apellido y se los lleva. -Moretti lanzó un suspiro de impaciencia y añadió-: Ya ni me molesto en decirles que han de mandar a los chicos al colegio, como tampoco Les digo a los adultos a los que arrestamos que han de salir del país antes de cuarenta y ocho horas. La última vez que lo dije, el individuo se rió en mis narices. -Otra pausa-. Menos mal que no le aticé.
– No hubiera servido de nada, ¿verdad? -preguntó Brunetti con voz neutra.
– Por supuesto que no. Pero hay momentos en los que disfrutarías haciéndolo. -No merece la pena.
– No, desde luego. Pero eso no te quita las ganas. Brunetti creyó oportuno cambiar de tema. -¿Quería hablarme del africano? ¿Ha recordado dónde lo vio?
– Yo no, lo ha recordado Cattaneo. Hará unos dos meses habíamos salido para atender una llamada. Muy tarde, quizá a eso de las dos, un individuo salió de un bar y vino corriendo detrás de nosotros. Dijo que fuéramos con él, porque iba a haber una pelea. Era cerca de campo Santa Margherita. Pero cuando llegamos ya había pasado lo peor.
– ¿Él estaba allí?
– Sí, y fue una suerte que la cosa no se complicara.
– ¿Por qué?
– Por los otros dos. Unos tipos que abultaban el doble que él. Si aquello no acabó mal fue, creo yo, porque en el bar había otras personas. Luego entramos nosotros y eso contribuyó a calmar los ánimos.
– ¿Dice que eran las dos de la madrugada? -preguntó Brunetti sin disimular la extrañeza.
– Los tiempos cambian, comisario -dijo Moretti, y enseguida matizó-: o quizá sea sólo la zona de campo Santa Margherita la que ha cambiado, con todos esos bares, pizzerías y locales musicales. Aquello ya no está tranquilo de noche. Algunos establecimientos están abiertos hasta las dos o las tres de la madrugada.
– ¿Y el africano? -preguntó Brunetti.
– En el bar había un par de hombres que se habían interpuesto entre él y los dos con los que habría estado discutiendo, como para separarlos. -Moretti reflexionó un momento y añadió-: En realidad, no creo que fuera algo grave. Como le decía, la cosa se había calmado antes de que llegáramos nosotros: ni sillas tumbadas, ni nada roto. Sólo tensión en el ambiente y aquellos otros tres hombres, o quizá cuatro, que hacían barrera, separándolos.
– ¿Sabe cuál fue la causa de la disputa?
– No. Uno de los otros, digamos, los que pusieron paz, dijo que aquellos hombres estaban sentados a una mesa hablando y que empezaron a discutir, que el africano se levantó y fue hacia la puerta y los que estaban con él trataron de hacerle volver a la mesa. Fue entonces cuando aquel hombre nos vio pasar y salió a buscarnos.
– ¿Cuánto tardaron en entrar? -preguntó Brunetti.
– Un par de minutos, diría yo.
– ¿Dice que Cattaneo se acordaba de él?
– Sí; lo reconoció en cuanto le enseñé la foto. Y también yo, cuando él me lo recordó. Era el mismo hombre.
– ¿Qué hicieron ustedes?
– Les pedimos los papeles.
– ¿Y bien?
– Él tenía permesso di soggiorno.
– ¿Qué decía? -preguntó Brunetti.
– Indicaba nombre y lugar de nacimiento -dijo Moretti, y añadió-: Supongo.
– ¿Por qué sólo lo supone?
– Porque no recuerdo los detalles. -Antes de que Brunetti pudiera objetar a esto, Moretti explicó-: Veo por lo menos un centenar de esos documentos a la semana, comisario. Miro si el sello es auténtico, si la foto corresponde a la persona y si hay señales de que ha sido manipulada, pero los nombres son muy extraños y generalmente no me fijo en el país de procedencia. -Y añadió-: Cattaneo tampoco lo recuerda. -Al advertir la decepción de Brunetti, el sargento dijo-: Lo único que recuerdo es el acento.
– ¿Qué acento?
– Aquel hombre hablaba italiano bastante bien, pero con acento.
– Es natural, ¿no? -dijo Brunetti-. Era africano.
– Sí, desde luego, pero su acento era diferente. Me refiero a que los senegaleses hablan todos por el estilo: un poco en francés y un poco en su propia lengua. Ahora todos, me refiero a quienes los arrestamos, reconocemos el acento. Pero el de aquel hombre era diferente.
– ¿Cómo, diferente?
– Pues no sé. Sonaba raro. -Moretti dudaba, como tratando de evocar el sonido, pero el recuerdo lo rehuía y sólo dijo-: No; no puedo describirlo con más exactitud.
– ¿Y Cattaneo?
– Se lo he preguntado. Dice que ni siquiera lo notó. Brunetti abandonó el tema y preguntó:
– ¿Y esos otros hombres? ¿También eran negros?
– No. Eran italianos. Los dos tenían carte d'identitá -respondió Moretti.
– ¿Recuerda algo de ellos?
– No; sólo que no eran venecianos.
– ¿De dónde eran?
– De Roma.