CAPÍTULO 10

Brunetti encontró asiento al fondo de la cabina del vaporetto, a la izquierda, con vistas a San Giorgio y las fachadas del lado de Dorsoduro del canal. Las contemplaba mientras subía hacia San Silvestro, pero sus pensamientos estaban lejos de Venecia y hasta de Europa. Reflexionaba acerca de los desastres de África y de la interminable polémica de si eren debidos a lo que se había hecho a los africanos o a lo que los africanos se habían hecho a sí mismos. No era un tema acerca del que él se considerase facultado para opinar, ni creía que un día pudiera llegarse a esa especie de consenso que pasa por verdad histórica.

Por su mente desfilaba una sucesión de imágenes: el barco de guerra de Joseph Conrad disparando andanadas contra la selva, en un vano intento por imponerle la paz; cadáveres arrojados por las aguas a las orillas del lago Victoria; el lustre de un bronce de Benín; los pozos de los que se extraían las riquezas de la tierra. Ninguna de estas cosas era África, por supuesto, como tampoco el puente bajo el que ahora cruzaba el barco era Europa. Cada imagen era la pieza de un rompecabezas que nadie comprendía. Recordó la inscripción en latín que había visto en un mapa del siglo XVI para señalar los límites de la exploración de África: Hic scientia finit Aquí termina el conocimiento. «Qué arrogantes éramos -pensó-, y qué arrogantes seguirnos siendo.» En casa encontró paz, o quizá, para decirlo con más propiedad, encontró una tregua que parecía duradera. Mientras cenaban, Chiara y Paola hablaban como de costumbre y, por la forma en que la niña consumió dos platos de pasta con broccoli y alcaparras y dos peras al horno, se veía que había recobrado el apetito. Considerándolo buena señal, después de la cena, Brunetti se permitió tumbarse en el sofá de la sala, con un dedal de grappa a su lado en la mesita y su libro apoyado en el estómago. Hacía una semana que releía la historia del Imperio Romano tardío, de Amiano Marcelino, que le gustaba principalmente por el retrato que hacía de uno de sus más grandes héroes, el emperador Juliano. Pero también ahora se encontró trasladado a África, por el relato del sitio a la ciudad de Leptis en Trípoli y de la perfidia y duplicidad de atacantes y defensores. Se mataba a los rehenes, se cortaba la lengua a los que decían una verdad molesta, se asolaba el país con el pillaje y la muerte. Leyó hasta el final del libro XXVIII, y decidió que valdría más acostarse temprano que seguir adelante con este recordatorio de lo poco que la Humanidad había cambiado en casi dos milenios.

Por la mañana, cuando los chicos se fueron a clase, él y Paola hablaron de Chiara, aunque ninguno estaba muy seguro de lo que implicaba su aparente vuelta a la normalidad. Él insistió en su preocupación por la fuente de la opinión que la niña había manifestado.

– Mira -dijo Paola-, desde que los niños van al colegio, he observado la reacción de los padres a las malas notas de sus hijos. La culpa siempre es del profesor. Sea cual sea la asignatura, sea quien sea el alumno, la culpa es del profesor.

Mojó una punta de galleta en el caffé latte, la mordió y prosiguió:

– Ni una sola vez he oído a alguien decir: «Es que Gemma no es muy lista, no me sorprende que haya suspendido las Matemáticas» o: «Nanni es un poco torpe, desde luego, sobre iodo, para los idiomas.» Nada de eso. Sus hijos siempre son los mejores y los más inteligentes. Según los padres, se pasan el día estudiando y no hay maestro capaz de dar más luz a su mente ni más viveza a su entendimiento. Y, no obstante, son los mismos chicos y chicas que vienen a esta casa con Chiara y con Raffi y que no hablan más que de música pop y de películas, que parecen no saber nada de nada que no sea la música pop y las películas y que, cuando piensan en algo que no sea la música pop y las películas, se dedican a llamarse unos a otros por el telefonino o a enviarse SMS's, con una ortografía y una sintaxis que prefiero no comentar.

Brunetti se comió una galleta, tomó otra, miró a su mujer y preguntó:

– Estos discursos, ¿te los preparas mientras friegas los platos o son estallidos de una retórica innata?

Ella consideró la pregunta con el mismo espíritu con el que había sido formulada y respondió:

– Yo diría que me salen espontáneamente, aunque supongo que algo debe de influir el que me vea a mí misma como una especie de policía del lenguaje, siempre al acecho de disparates y sandeces.

– ¿Mucho trabajo?

– Un montón. -Sonrió, pero la sonrisa se borró enseguida-. Lo que significa que no tengo ni idea de dónde puede haberlo sacado.

Durante toda la conversación, él no había dejado de pensar en el hombre asesinado, y cuando ella calló, preguntó:

– Si te queda tiempo después de la tarea de patrullar por e! lenguaje, ¿podrías pensar en alguien de la universidad que pudiera identificar a un subsahariano por una fotografía? Me refiero a qué tribu pertenece y a la región de la que pueda haber venido. -El muerto -dijo ella. Brunetti asintió.

– No sabemos sino que era africano, quizá de Senegal, pero no estamos seguros. ¿Conoces a alguien que pueda ayudarnos?

Ella mojó otra galleta, la comió, tomó un sorbo de café y dijo:

– En el departamento de Arqueología hay un hombre que pasa seis meses del año en África. Puedo preguntarle.

– Gracias -dijo Brunetti-. Diré a la signorina Elettra que te envíe las fotos a la universidad. -¡Por qué no me las traes tú a casa? -Están en el archivo del ordenador -dijo Brunetti, hablando con aplomo, para dar a entender que sabía cómo era posible tal cosa.

Ella lo miró con sorpresa. Luego, leyendo en su cara, preguntó con una sonrisa:

– ¿Quién es mi pequeño genio de la informática? Dolido, él le devolvió la sonrisa y preguntó:

– ¿Cómo lo has descubierto?

– Es fácil para una policía de! lenguaje. Detectamos todas las formas de la falsedad.

Él apuró el café y dejó la taza.

– Si no hay novedad, vendré a almorzar -dijo levantándose. Luego se inclinó y la besó en el pelo-. De policía a policía -agregó, y salió para la questura.

Había papeles en la mesa de su despacho. La primera hoja era una lista con las direcciones de los apartamentos propiedad de Renato Bertolli y Alessandro Cuzzoni, con una nota que decía que Cuzzoni no estaba casado y la esposa de Bertolli no tenía otros bienes que la copropiedad del apartamento que habitaba el matrimonio.

Bertolli, con domicilio en Santa Croce, poseía seis apartamentos, de dos de los cuales había registrados contratos de arrendamiento en el Uffício delle Éntrate. La circunstancia de que estos dos contratos dataran de treinta y dos y veintisiete años atrás respectivamente, época en la que Bertolli debía de ser un niño, indicaba que estaban suscritos con familias venecianas cuyo derecho a permanecer en ellas era prácticamente inexpugnable. Bertolli y su esposa estaban consignados como residentes en el tercer apartamento, y no había contratos de arriendo de los otros tres, lo que indicaba que estaban vacíos, indicio que la información del amigo de la Stgttoríha Elettra desmentía.

Adjunta había una nota de puño y letra de la signorina Elettra que decía: «He pedido a su amiga Stefania de la agencia inmobiliaria que se informara. Ha averiguado que Bertolli alquila los tres apartamentos a extranjeros por semanas o por meses. Me pide que le diga que aún no ha podido vender lo de Fundamenta Nuove.»

Ahora, Cuzzoni. Residía en San Polo, muy cerca del domicilio de Brunetti y era dueño del apartamento en el que vivía y de una casa en Castello, aunque en el Ufficio delle Éntrate no había archivado contrato alguno que indicara que la casa estaba arrendada.

Qué delicia que las oficinas municipales no se molestaran en hacer ni la más simple comprobación. Si no había constancia de que existía un contrato de arrendamiento, era señal de que el dueño no percibía renta, ¿y cómo se podía exigir a una persona que pagara impuestos si el apartamento estaba vacío? Así podía razonar una persona de cierta mentalidad, pero Brunetti había pasado décadas observando la infinidad de maneras con las que los ciudadanos se estafaban unos a otros y, todos juntos, al Estado, por lo que supuso que allí había gato encerrado, que de aquella casa se sacaba dinero y que se evadía el impuesto. Alquilarla a inmigrantes ilegales parecía un buen sistema.

Sacó su ejemplar de Calli, Campíelli e Canali y buscó la dirección de Cuzzoni; la encontró al otro lado de Rio dei Meloni. Sólo un edificio la separaba de su propia casa, aunque para llegar había que subir hasta campo Sant'Aponal y luego retroceder hacia el agua. En la misma guía, comprobó la dirección de la casa propiedad de Cuzzoni. Era un número alto de Castello, lugar que muchos venecianos consideraban tan lejano como Milán. Podía hablar fácilmente con Cuzzoni, tanto en su domicilio particular como en la tienda, pero Brunetti decidió acercarse antes a Castello, a ver si la casa estaba habitada y por quién. Recordó la promesa que había hecho a Gravini de no actuar hasta que el agente hubiera tenido ocasión de hablar con su conocido, pero mirar no era actuar.

El tiempo no había cambiado y el frío lo asaltó en la misma puerta de la questura. Un extremo del pañuelo del cuello se agitó como una anguila colgada de un sedal, tratando de soltarse. Lo agarró, se lo ajustó, bajó la cabeza y cruzó el puente en dirección a Castello.

Conservaba el mapa bien dibujado en la memoria; por otra parte, conocía el edificio porque un condiscípulo suyo de secundaria vivía en la casa de al lado. Caminaba contra el viento y mantenía los ojos en el suelo, orientándose por radar más que por la vista. Pasó por delante del Arsenale, en el que los leones parecían más satisfechos de lo que hubieran tenido que sentirse a la intemperie con aquel frío.

Torció a la izquierda por Via Garibaldi y pasó por delante del monumento al héroe que, con la mirada puesta en la helada superficie de la fuente situada a sus pies, parecía más afectado por el frío que los leones. Giró hacia la derecha, luego, rápidamente, a la izquierda y, enseguida, otra vez a la derecha. El número que buscaba era el segundo edificio de la izquierda, pero pasó por delante sin detenerse y entró en un bar del pequeño campiello que había un poco más adelante.

En un ángulo, jugaban a las cartas tres ancianos con abrigo y sombrero y sendos vasitos de vino tinto junto a la mano derecha. Uno echó una carta, el de su derecha otra y lo mismo hizo el tercero, que recogió los tres naipes con dedos artríticos, los juntó golpeándolos suavemente en la mesa, reunió las cartas que tenía en la mano, volvió a abrirlas en abanico y echó una en la mesa. Brunetti fue a la barra y pidió un caffé corretto, no porque le apeteciera la grappa sino porque éste parecía la clase de bar en el que los hombres cabales toman caffé corretto a las once de la mañana.

Fue hasta el extremo de la barra y abrió el ejemplar de La Nuova que estaba allí. Cuando llegó el café, se lo acercó con un «gracias» musitado entre dientes, echó dos bolsitas de azúcar, lo removió y pasó una página del diario. Los viejos seguían jugando, sin hablar, ni siquiera cuando terminaron la partida y el ganador reunió las cartas y volvió a repartir.

En la página doce había un artículo sobre el asesinato.

– Ay, Dios, no falta sino que ahora la emprendan a tiros hasta con nosotros -dijo Brunetti, sin dirigirse a nadie en particular, hablando en veneciano.

Terminó el café y dejó la taza en el platillo. Leyó hasta el final del artículo, miró al barman y preguntó: -¿Filippo Lanzerotti vive todavía en la casa de la esquina?

– ¿Filippo?

Brunetti dio la explicación que, evidentemente, se le pedía:

– Fuimos juntos al colegio, pero hace años que no lo veo. Me preguntaba si seguirá viviendo aquí.

– Sí. Su madre murió hace unos seis años, y él y su mujer se mudaron a la casa.

– Recuerdo -le interrumpió Brunetti- las ventanas que dan al jardín. Entonces no nos gustaba la vista. -Dejó el diario en el mostrador, lo apartó hacia un lado, metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas. Miró al hombre con un gesto de interrogación y pagó lo que se le pedía.

Señalando con la barbilla el diario que había dejado abierto por el artículo sobre el asesinato, preguntó:

– ¿Hay por aquí muchos de esos vu cumprá? -Aún no había acabado de hablar y ya le pesaba haber preguntado. Sus palabras sonaban huecas y forzadas, teñidas de una curiosidad impertinente.

El barman tardó en responder.

– No como para hacerse notar.

– ¿Entran en el bar?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada en particular -dijo Brunetti-. Es sólo que conozco a gente a la que ellos no caen bien. Pero yo los encuentro agradables. -Y entonces, como recordando-: Uno hasta me prestó su telefonino un día en que había olvidado el mío y tenía que hacer una llamada. -Estaba hablando demasiado, y se daba cuenta, pero no podía parar.

El ejemplo no debía de tener un gran valor como prueba de solidaridad humana, porque el barman dijo tan sólo:

– No tengo queja de ellos.

– No son como los albaneses -dijo una voz sepulcral que llegaba de la mesa de las cartas. Cuando Brunetti se giró, los tres hombres volvían a estar atentos al juego, y no pudo saber cuál de ellos había hablado. A juzgar por la placidez de gas rostros, la voz podía pertenecer a cualquiera de los componentes de aquel coro.

– Sí ve a Filippo, no olvide darle recuerdos de parte de Guido -dijo Brunetti.

– ¿Guido?

– Sí, Guido, de la clase de mates. Ya se acordará.

– Está bien. Se los daré -dijo el barman. En aquel momento, uno de los hombres de la mesa le pidió más vino, y él se dio la vuelta para bajar del estante otro vaso.

En la calle, Brunetti volvió sobre sus pasos hasta Vía Garibaldi. Allí entró en la verdulería que hay a mano izquierda, vio unas endibias que pregonaban su procedencia de Latina y pidió un kilo. Mientras la mujer escogía lo solicitado, él preguntó, sin dejar de utilizar el dialecto:

– ¿Alessandro aún alquila a los vu cumprá -Y movió la cabeza en dirección a la casa de Cuzzoni.

Ella lo miró, sorprendida por aquel salto de vegetales a inmuebles.

– Alessandro Cuzzoni -especificó Brunetti-. Hace años, quería venderme la casa que tiene ahí, a la vuelta de la esquina, pero yo compré una en San Polo. Ahora un sobrino mío que va a casarse está buscando casa y me he acordado de Alessandro. Pero hace tiempo me dijeron que alquilaba habitaciones a los vu cumprá y, antes de decir algo a mi sobrino, me gustaría saber si sigue haciéndolo. -Y a renglón seguido, antes de que la mujer pudiera recelar de su pregunta y de él, agregó-: Mi mujer me ha pedido melanzane, pero de las largas. -Sólo tengo de las redondas -dijo ella, que parecía mejor dispuesta a hablar de la mercancía que de los asuntos de sus clientes.

– Está bien. Le diré que no había otra cosa. Póngame un kilo de las redondas.

La mujer sacó otra bolsa de papel y eligió tres orondas melanzane. Como si la reconfortara la solidez de las hortalizas, dijo:

– No creo que aún esté en venta esa casa. -Ah, bien. Gracias -dijo Brunetti, entendiendo que con estas palabras la mujer respondía a su pregunta sin dar esa impresión. Ella le entregó la bolsa y él pagó la compra, confiando en que Paola le encontrara utilidad. Brunetti decidió irse a casa, donde Paola alabó la calidad de las endibias y dijo que las tomarían con la cena. Acerca de las berenjenas no hizo comentarios y él renunció a decirle que, en cierto sentido, formaban parte de sus técnicas de investigación.

Como los chicos no almorzaban en casa, el menú, en opinión de Brunetti por lo menos, era espartano: únicamente risotto con radicchio di Treviso y una tabla de quesos. AI advertir el gesto de mal disimulada decepción con que él miraba el surtido de quesos, Paola se le acercó y, quedándose de pie a su lado, dijo:

– Está bien, Guido. Esta noche habrá cerdo. Brunetti cortó una porción de taleggio y la puso en su plato. Entonces levantó la cabeza y preguntó con interés:

– ¿Con aceitunas y salsa de tomate?

– Sí.

– ¿Y las endibias?

Ella desvió la mirada y, dirigiéndose a la lámpara, dijo:

– ¿Qué ha pasado aquí? Yo me casé con un hombre y me encuentro viviendo con un estómago insaciable.

– ¿Con mantequilla y parmesano? -preguntó él, extendiendo una gruesa capa de queso en el pan.

Prescindiendo de su promesa a Gravini, Brunetti salió de casa a las tres y cuarto, subió andando hasta Sant'Aponal y retrocedió hacia Fondamenta Businello, donde tenía que estar el apartamento. Encontró el número en el que, junto al único timbre, se leía: «Cuzzoni». Llamó, esperó un momento y volvió a llamar.

– ¿Sí? -preguntó al fin una voz de hombre.

¿Signar Cuzzoni?

– Sí. ¿Qué desea?

– Hablar con usted. Policía.

– ¿Hablar de qué? -preguntó la voz con calma.

– De unas fincas de su propiedad -respondió Brunetti con no menos calma.

– Suba -dijo el hombre, y la puerta se abrió con un chasquido.

Brunetti empujó la puerta y entró en un gran jardín que, aun en su sueño invernal, mostraba claras señales de ser objeto de muchos cuidados. Dos pinos de Norfolk se alzaban a los lados de un sendero de ladrillo bordeado por setos de algo más de un metro de alto que aún conservaban hojas diminutas. Otros ladrillos incrustados en el césped delimitaban dos jardines en forma de rombo, en los que Brunetti distinguió, bajo unas protecciones de plástico semitransparente, unas flores que parecían pensamientos. Al fondo había una única puerta flanqueada por ventanas enormes, protegidas por gruesas rejas.

La puerta estaba abierta, y él subió un tramo de peldaños de mármol, anchos y de poca altura, que conducían al piano nobile. Cuando llegó arriba, la puerta se abrió hacia adentro y se encontró frente a una cara que le era familiar desde hacía años.

Aquel hombre debía de tener varios años menos que él, pero -observó Brunetti con un punto de satisfacción- también menos pelo, cosa que ya había sospechado antes y ahora podía comprobar. Cuzzoni era tan alto como Brunetti, más delgado, tenía una nariz elegante y los ojos castaños y grandes, quizá demasiado para su cara. Parecía tan sorprendido como Brunetti al ver ante sí una cara conocida.

Reaccionando antes que su visitante, el hombre tendió la mano y dijo:

– Alessandro Cuzzoni. -Brunetti estrechó la mano, pero, antes de que pudiera decir su nombre, Cuzzoni prosiguió-: Qué curioso, hace años que lo veo pasar por la calle. Es como si ya nos conociéramos.

– Brunetti, Guido -dijo el comisario, y siguió a Cuzzoni al interior del apartamento. Lo primero que notó fue una imponente mancha de humedad en la pared del fondo del recibidor y un círculo oscuro en el techo. Siguió con la mirada el reguero hasta el suelo, donde vio esparcidas unas maltrechas piezas del parqué.

– ¡Vaya! ¿Qué ha pasado aquí? -no pudo menos que preguntar.

Cuzzoni miró los destrozos del techo, la pared y el suelo y desvió la mirada rápidamente, como rehuyendo un dolor. Señaló con el dedo la devastación de¡ techo.

– Ocurrió hace cuatro días. La vecina de arriba puso una lavadora y se fue a Rialto. La manguera del desagüe se soltó y todo el programa de lavado me chorreó por la pared. Yo ya me había ido a trabajar y ella estuvo fuera toda la mañana.

– Sí que lo siento -dijo Brunetti-. No hay nada peor que el agua.

Cuzzoni se encogió de hombros y trató de sonreír, pero era evidente que no le apetecía.

– Afortunadamente, al menos para ella, el suelo no está a nivel, y el agua se escurrió hacia la pared y bajó por ahí. En su casa apenas hubo daños.

Mientras el hombre hablaba, Brunetti miraba la pared de¡ fondo, donde le parecía distinguir rectángulos de pintura más oscura. En las otras paredes había pinturas y también -lo que era inquietante- estampas y dibujos, uno de los cuales parecía un Marieschi.

– ¿Qué había en la pared? -preguntó al fin.

Cuzzoni suspiró.

– La carátula de Carceri. La primera edición y con una firma que probablemente era la suya. Y un pequeño dibujo de Holbein.

Lo mismo que cuando alguien habla de una enfermedad grave en la familia, Brunetti no sabía cómo preguntar ni qué decir.

– ¿Y? -fue lo único que se le ocurrió.

– Mejor no le cuento.

– Lo lamento -dijo Brunetti. Sabía que era preferible no mencionar el seguro. Aunque Cuzzoni o la vecina lo tuvieran, ciertas cosas son irreparables e insustituibles. Además, las aseguradoras nunca pagan.

– Vamos a mi estudio. Allí podremos hablar -dijo Cuzzoni, volviéndose hacia la derecha y abriendo una puerta. Hasta aquel momento, Brunetti no había notado el calor que hacía en el apartamento. Al ver que empezaba a desabrocharse el abrigo, Cuzzoni dijo-: Démelo. Tengo que mantener la calefacción a tope hasta que se haya secado todo esto. Con la pared húmeda los pintores no pueden hacer nada.

– ¿Y el parqué? -preguntó Brunetti dándole el abrigo.

Cuzzoni colgó la prenda de un perchero y con un ademán indicó a Brunetti un largo sofá que estaba arrimado a una pared. Él se instaló en un viejo sillón de aspecto confortable situado enfrente y dijo:

– El parqué es casi lo que más siento. Es de cerezo, del siglo dieciocho. Imposible sustituirlo.

– ¿No se puede restaurar?

Cuzzoni se encogió de hombros.

– Quizá. He hablado con un carpintero que hace años había trabajado para mí. Ya está jubilado, pero dice que vendrá a verlo. Si le parece que puede hacer algo, lo levantará y se lo llevará al taller. Ahora lo dirige su hijo, pero él aún trabaja. Quizá pueda remojarlo y ponerlo en la prensa para aplanarlo. Pero dice que perderá color y que probablemente costará mucho devolverle la pátína. -Volvió a encogerse de hombros-. No hago sino repetirme que no es más que un objeto. Todo son sólo cosas materiales. Pero han durado cientos de años y casi parece una vergüenza que ahora se pierdan.

Aunque la stgnorina Elettra le había dicho que Cuz-zoni había venido de Mira, Brunetti consideró conveniente no demostrar que sabía algo de él y, abarcando la habitación con un ademán, preguntó:

– ¿Es la casa de la familia?

– No, en absoluto. Hará sólo unos ocho años que vivo aquí. Pero esta casa ha llegado a ser algo precioso para mí, y me duele que le haya ocurrido esto. -Sonrió y meneó la cabeza como pidiendo disculpas por su sentimentalismo y apuntó-: Supongo que la policía no habrá venido para preguntar por la lavadora de mi vecina.

Brunetti sonrió a su vez y respondió:

– No, por supuesto. He venido para preguntar por una casa que posee al final de Via Garibaldi.

– ¿Sí? -preguntó Cuzzoni con curiosidad, pero nada más.

– Deseo saber si la ha alquilado a extracomunitari.

Cuzzoni echó el cuerpo hacia atrás, apoyó los codos en los brazos del sillón y juntó los dedos formando un triángulo debajo de la barbilla.

– ¿Puedo preguntar por qué desea saberlo?

– No es por nada relacionado con la renta ni con los impuestos -le aseguró Brunetti.

Signor Brunetti, no creo que todo un comisario de policía haya venido a verme para averiguar si pago impuestos por el alquiler de mis apartamentos. Pero siento curiosidad por saber el porqué de su interés.

– Es por el hombre que fue asesinado -dijo Brunetti, decidiendo revelar a Cuzzoni por lo menos esto. Cuzzoni inclinó la cabeza, apoyando los labios en sus dedos entrelazados. Al cabo de un tiempo, miró a Brunetti y dijo:

– Me lo figuraba. -Dejó transcurrir unos instantes más y prosiguió-: Sí, en el edificio hay extracomunitari. En los tres apartamentos. Pero no sé si el hombre asesinado era uno de ellos.

A Brunetti le constaba que los periódicos no habían publicado foto alguna del muerto, ni el nombre. -¿Sabe quiénes son los que viven ahí? -He visto sus papeles, sus pasaportes y el permiso de trabajo de uno de ellos. Pero no puedo saber si los pasaportes son auténticos, ni si lo es el permiso de trabajo.

– ¿No obstante, les alquila los apartamentos? -Dejo que vivan allí, sí.

– ¿Aunque eso podría ser ilegal? -preguntó Brunetti, con curiosidad, no censura, en la voz.

– Yo no soy quién para juzgar -respondió Cuzzoni. -¿Puedo preguntarle por qué lo hace? -inquirió Brunetti.

Cuzzoni dejó que la pregunta quedara en el aire un rato antes de responder con otra:

– ¿Puedo preguntar por qué quiere saberlo? -Por curiosidad -dijo Brunetti. Cuzzoni sonrió y separó los dedos. Puso las manos en los brazos del sillón y dijo:

– Porque nosotros somos demasiado ricos y ellos son demasiado pobres. Y porque un amigo mío que trabaja con ellos me dijo que los que querían vivir en esos apartamentos eran hombres honrados que necesitaban ayuda. -Como Brunetti no respondiera, Cuzzoni preguntó-: ¿Le encuentra sentido a eso, signor Brunetti?

– Sí -dijo Brunetti sin vacilar, y preguntó-: ¿Puedo ir a ver esos apartamentos?

– ¿Para averiguar si el muerto era uno de los que viven allí?

– Sí -dijo Brunetti, y añadió, porque le pareció que eso podía ayudar a convencer a Cuzzoni-: Esos hombres no sufrirán perjuicio alguno por causa mía.

Cuzzoni reflexionó y al fin preguntó:

– ¿Cómo puedo estar seguro de que eso es verdad?

– Pregunte a don Alvise -respondió Brunetti.

– Ah -dijo Cuzzoni y se quedó mirando a Brunetti durante un momento que se hizo muy largo. Luego se puso en pie apoyándose en los brazos del sillón y dijo-: Le daré las llaves.

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