CAPÍTULO 13

Claudio Steín regentaba su negocio desde un pequeño apartamento próximo a piazzale Roma, situado al extremo de una calle sin salida, cerca de la cárcel. Cuando era adolescente, Brunetti había estado allí muchas veces con su padre, y escuchaba a los dos hombres hablar de su juventud en Venecia, antes de la guerra, y de cuando eran soldados-en Grecia y en Rusia. En el transcurso de los años que abarcó la amistad entre los dos hombres, Brunetti fue conociendo todas sus historias: el cura de Castello que les dijo que era pecado no afiliarse al partido fascista, la mujer de Tesalónica que les dio una botella de ouzo, el arrojado capitán de artillería que trató de raptarlos a su unidad, y al que ahuyentaron con sólo enseñar una pistola. En todos sus relatos, los dos hombres quedaban victoriosos; pero, a fin de cuentas, el solo hecho de haber sobrevivido a la guerra era ya suficiente prueba de victoria.

Al cabo de años de escuchar sus historias, Brunetti se dio cuenta de que el héroe de todas las aventuras de antes de la guerra era su padre: expansivo, generoso, inteligente, el líder indiscutible de la muchachada del barrio.

Después de la guerra, empero, la jefatura pasó al menos vehemente Claudio: cauto, honrado, fiable, amigo leal y seguro protector. Claudio había aprendido a orillar en sus relatos los temas que podían suscitar las fieras indignaciones del Brunetti padre, rehuyendo referirse a los políticos, los jefes militares y la calidad de los pertrechos y centrándose en sus muchos éxitos en la búsqueda de comida y diversión. ¿Cuántas de aquellas historias eran ciertas? Brunetti no \o sabía, ni le importaba. Le gustaban por las imágenes que le mostraban del hombre que su padre había sido antes de que la guerra lo marcara, y disfrutaba escuchándolas, aunque estuvieran deshilvanadas, o deformadas por la lente del narrador.

Claudio abrió la puerta a poco de sonar el timbre, y lo primero que Brunetti pensó era que el anciano había olvidado ponerse los zapatos. Se abrazaron, y él aprovechó para mirar al suelo por encima del hombro de Claudio, y pudo ver unos tacones. Al retroceder, comprobó que la impresión era debida, simplemente, a la inevitable agresión de la edad que, desde la última vez que se habían visto, había robado a Claudio cinco centímetros de estatura por lo menos.

– Qué alegría verte, Guido -dijo el anciano con aquella voz profunda que siempre había transmitido a Brunetti una calma reconfortante. Condujo a su visitante al interior del apartamento diciendo-: Trac el abrigo.

Brunetti dejó la cartera en el suelo, se quitó e! abrigo y se quedó esperando mientras Claudio colgaba la prenda. Recordó que el día en que cumplía dieciséis años, Claudio le había dado mil liras, lo que entonces era una fortuna, que él había gastado en el bar en una sola noche invitando a los amigos. Eran tiempos en los que el dinero solía gastarse en Coca-Cola y limonata. ¿Por qué celebrar con vino, si ya lo había en casa?

Claudio lo llevó por el pasillo hasta lo que él llamaba su oficina y que no era más que una simple habitación amueblada con un gran escritorio, tres sillas y una caja fuerte tan alta como un hombre. Brunetti nunca había visto nada encima del escritorio, excepto una vez, hacía seis años, en que había venido a interrogar a Claudio en su calidad de policía, y entonces sólo permanecía el estuche que una pareja de timadores había cambiado por el que contenía las piedras que aparentaban querer comprar y que el propio Claudio había puesto en él. El golpe era un clásico, un timo que probablemente habrían tardado más de un año en preparar. Los ladrones habían observado las costumbres de Claudio y se habían hecho amigos de miembros de su familia a fin de obtener la información acerca de su vida privada y su actividad comercial suficiente como para convencerle de que habían sido clientes de su padre antes de que éste le cediera el negocio.

El día de la venta, los dos hombres se presentaron en esta misma oficina, y Claudio les mostró lo mejor de sus colecciones, gemas por un valor tan alto que el hombre no pudo menos que echarse a llorar cuando se lo contaba a Brunetti. Ellos eligieron cuidadosamente las piedras que Claudio fue colocando, una a una, en el estuche de ante. Por último, el que resultó ser el jefe, eligió un anillo con un solitario enorme, lo puso en el centro del estuche y observó cómo Claudio lo cerraba y aseguraba con unas tiras elásticas negras.

– Así sabrá cuál es nuestro estuche -dijo el hombre señalando el pequeño bulto que formaba el anillo.

Y ocurrió entonces, en una fracción de segundo, entre el momento en el que Claudio acabó de cerrar el estuche y aquel en el que lo introdujo en el cajón de arriba de la caja fuerte. ¿Uno de los hombres lo distrajo con una pregunta, o quizá sacó la pitillera? Después, cuando descubrió el cambiazo, Claudio no podía recordar el momento crucial de la sustitución de un estuche por otro. No descubrió el robo hasta dos días después, cuando los dos hombres no se presentaron a hacer el pago y recoger las piedras. Después Claudio dijo que, al abrir la caja y sacar el estuche, ya lo sabía, lo sabía y no acababa de creer que pudieran haber cambiado los estuches delante de él, que estaba atento a todos sus movimientos. Pero los habían cambiado.

Después de confesar a Brunetti lo que valían las piedras, Claudio le hizo prometer que no lo diría a nadie: no podría soportar la vergüenza si su esposa se enteraba de su descuido, ni quería que ella, a su vez, tuviera que avergonzarse de haber hablado tan orgullosamente de su marido en el tren a los dos hombres que después habían venido a robarle.

Los ladrones fueron arrestados y encarcelados, pero a Claudio de nada le sirvió, porque ya hacía tiempo que habían perdido el dinero en los casinos de Europa, y la aseguradora no le indemnizó porque, en el momento de suscribir la póliza, él no les había presentado la lista detallada de las piedras que tenía en su poder, con indicación de origen, precio, peso y talla. Que Claudio fuera mayorista y, por lo tanto, tuviera miles de gemas y hubiera debido invertir meses en hacer el inventario no influyó en su decisión de desestimar la reclamación.

Estos recuerdos se agolpaban en la mente de Brunetti mientras Claudio lo llevaba por el pasillo hacia la oficina.

– ¿Quieres beber algo, Guido? -preguntó el anciano al entrar.

– No, Claudio, gracias. Acabo de tomar café. Quizá después. -Por una larga experiencia, Brunetti sabía que Claudio no ocuparía su puesto detrás del escritorio hasta que su visitante hubiera tomado asiento, por lo que se acercó una silla y se sentó, dejando la cartera entre los pies.

Claudio dio la vuelta a la mesa y se sentó a su vez. Entrelazó los dedos e inclinó el cuerpo hacia adelante, con un gesto familiar.

– ¿Y Paola y los niños?

– Estupendamente -dijo Brunetti, siguiendo el ritual-. Y todos van bien en la escuela. Hasta Paola -agregó riendo. Ahora le tocaba a él preguntar-: ¿Y Elsa?

Claudio ladeó la cabeza e hizo una mueca.

– Está peor de la artritis. Últimamente la tiene en las manos. Pero no se queja. Nos hablaron de un médico de Padua, y hace un mes que la trata. Le ha recetado un medicamento americano y parece que le va bien.

– Que así sea -dijo Brunetti-. ¿Y Riccardo?

– Contento, trabajando. En junio me hará abuelo por tercera vez.

– ¿Él o Evvie?

– Los dos, imagino -dijo Claudio.

Cumplidos los formulismos, Claudio preguntó:

– ¿Por qué querías verme? -Por la fuerza de la costumbre, no perdía el tiempo, a pesar de que, desde hacía varios años, la edad le había hecho aminorar su ritmo de vida y ahora le sobraba tanto tiempo que no le hubiera venido mal perder un poco.

– He encontrado unas piedras y me gustaría que me dijeras de ellas todo lo que puedas.

– ¿Qué clase de piedras? -preguntó Claudio.

– Te las enseño -dijo Brunetti abriendo la cartera. Sacó la bolsa de plástico con las manoplas de Vianello y la dejó en la mesa. Al lado de la bolsa puso su pañuelo. Miró a Claudio y vio en su cara extrañeza e interés.

Empezó por el pañuelo. Aflojó con las uñas el primer nudo y, una vez desatado éste, el segundo, dejó caer las puntas del pañuelo sobre la mesa y lo acercó a Claudio. Después abrió la bolsa de plástico, sacó las manoplas y agregó su contenido al del pañuelo. Rodaron por la mesa varias piedras, que Brunetti recogió y puso con el resto diciendo:

– Me gustaría saber tu opinión.

Claudio, que probablemente había visto en toda su vida más piedras preciosas que cualquier otra persona de la ciudad, las miraba impasible, sin acercar la mano. Al cabo de más de un minuto, se humedeció con saliva la yema del índice, rozó con ella una piedra pequeña y la lamió.

– ¿Por qué están mezcladas con sal? -preguntó.

– Estaban escondidas en una caja de sal -explicó Brunetti.

Claudio asintió con aire de aprobación.

– ¿Las necesitas? -preguntó a Brunetti.

– ¿Necesitarlas, cómo? ¿Como pruebas?

– No; si las necesitas ahora, si has de llevártelas.

– No. -Brunetti, que no lo había pensado, respondió-: Creo que no. ¿Por qué? ¿Qué quieres hacer con ellas?

– Primeramente, tenerlas en agua caliente media hora, para eliminar la sal -dijo Claudio-. Eso nos permitirá saber cuántas hay y cuánto pesan.

– ¿Cuánto pesan? -preguntó Brunetti-. ¿En gramos o kilos?

Volviendo a fijar la atención en las piedras, Claudio dijo:

– El peso no se calcula en kilos. Por lo menos eso deberías saber, Guido. -No había reproche en su voz, ni siquiera decepción.

– Cuando las hayas limpiado, ¿podrás decirme su valor? -preguntó Brunetti-. ¿O de dónde proceden?

Claudio sacó su propio pañuelo del bolsillo del pecho de la chaqueta y se limpió el índice con él. Luego, con el mismo dedo, revolvió en el montón aplastándolo y removiendo las piedras hasta crear una superficie plana. Encendió una lámpara de sobremesa articulada y orientó el foco de manera que la luz incidiera frente a él. Abrió el cajón central de la mesa y sacó unas pinzas de joyero. Separó con ellas tres de las piedras más grandes, de un tamaño ligeramente inferior al de un guisante y las puso ante sí. En tono neutro, sin mirar a Brunetti, dijo:

– Lo primero que puedo decirte es que estas piedras han sido seleccionadas con mucho cuidado.

A Brunetti seguían pareciéndole simples chinas, pero no dijo nada.

Del mismo cajón, Claudio sacó una lupa, unas balanzas y una cajita que contenía una serie de diminutas pesas de latón. Claudio miró sus utensilios, meneó la cabeza y sonrió a Brunetti diciendo:

– Estas balanzas… es la fuerza de la costumbre. -Abrió un cajón lateral del que extrajo una pequeña balanza electrónica y pulsó una tecla. Se encendió una pequeña pantalla en la que apareció un cero.

– Esto es más rápido y más exacto -dijo.

Levantó con las pinzas una de las piedras que había separado. La depositó en la balanza, haciendo girar ésta para poder leer el peso, agregó la segunda piedra y luego la tercera. Volvió a meter la mano en el cajón y sacó un almohadón de terciopelo negro de un tamaño de la mitad de una revista y lo dejó al lado de la balanza. Utilizando las pinzas, puso las tres piedras en el almohadón. Tomó la lupa y examinó las tres piedras, una a una, mientras Brunetti observaba cómo su cabeza se movía de derecha a izquierda. Luego Claudio puso la lupa en la mesa y miró a Brunetti.

– ¿Son africanas? -preguntó.

– Creo que sí.

El anciano asintió con evidente satisfacción. Tomó las pinzas y estuvo removiendo las piedras con suavidad, hasta que, en el centro de los pequeños círculos que había abierto, hubo otras tres piedras, más grandes que las tres primeras. Claudio las tomó con las pinzas, las puso en el almohadón, al lado de las otras, y examinó detenidamente con la lupa cada una de ellas.

Cuando hubo terminado, dejó la lupa al lado del pañuelo y puso las largas pinzas paralelas al borde de éste.

– No lo sabré con seguridad hasta mañana, cuando las haya contado y pesado, pero diría que, de algún modo, has conseguido adquirir una fortuna, Guido.

Haciendo caso omiso del verbo y de la pregunta que estaba implícita en él, Brunetti preguntó:

– ¿Una gran fortuna?

– Eso depende de la cantidad de sal y de si las más pequeñas son tan puras como parecen éstas -dijo el joyero, señalando las seis piedras que había examinado.

– ¿Cómo puedes saber lo que valen sin estar talladas? -preguntó Brunetti-. No tienen, ¿cómo decís vosotros?, facetas.

– Las facetas vienen después, Guido. No puedes facetear una piedra que no sea perfecta. Mejor dicho, puedes, pero sólo obtendrás un buen brillo si la piedra es perfecta. -Señaló el montón de piedras agitando una mano-. Sólo he mirado seis. Ya lo has visto. Pero me da la impresión de que son perfectas o, por lo menos, de excelente calidad. Desde luego, no puedo estar seguro de que sean perfectas ahora ni de que lo sean cuando estén talladas y pulidas, pero creo que pueden serlo. -Miró un momento a la pared que Brunetti tenía a su espalda y después lo miró a él y señaló a las piedras-. Eso depende de si el tallista es capaz de extraer de ellas todo su potencial.

Como si de pronto hubiera sentido el deseo de volver a examinarlas, Claudio se caló otra vez la lupa, se inclinó y de nuevo escudriñó las seis piedras, moviéndose de izquierda a derecha. De pronto, tomó las pinzas, dio la vuelta a una de las piedras y examinó ese otro aspecto. Cuando terminó, se quitó la lupa y volvió a dejarla en el mismo sitio. Movió la cabeza de arriba abajo, como asintiendo a una pregunta de Brunetti.

– No recuerdo haber visto cosa igual. -Tocó con las pinzas varias de las piedras del montón que, a los ojos de Brunetti, no parecían tener nada especial.

– ¿Podrías darme una idea, por vaga que sea, de lo que pueden valer? -preguntó Brunetti.

– No hay más que mirarlas -dijo Claudio con un brillo en los ojos que Brunetti identificó como de pasión. Entonces, percibiendo la urgencia del tono de su amigo, el anciano se obligó a sí mismo a volver al mundo en el que los diamantes tenían valor, no sólo belleza-. Las grandes, una vez talladas y pulidas, podrían valer treinta o cuarenta mil euros, aunque el precio dependerá de lo que se pierda con la talla. -Claudio tomó una de las piedras y la acercó a Brunetti-. Si de aquí pueden sacarse piedras perfectas, valdrán una fortuna.

Entonces, se preguntaba Brunetti, ¿por qué estaban aquellas piedras en una buhardilla helada, sin agua ni aislamiento? ¿Y por qué las tenía un hombre que se ganaba la vida vendiendo bolsos y billeteras de imitación en la calle?

– ¿Cómo se puede saber si son africanas? -preguntó Brunetti.

Claudio reflexionó. Seguramente, no era la primera vez que le hacían esta pregunta.

– Es el color, es la luz que tienen o que despiden. Y la ausencia de las manchas y las impurezas que encuentras en los diamantes de otras procedencias. -Claudio miró a Brunetti y luego a las piedras-. En realidad -agregó al fin-, no puedo explicártelo, o no del todo. Cuando has visto miles de piedras, cientos de miles de piedras… sencillamente, sabes de dónde son o, por lo menos, crees saberlo.

– ¿Tantas has visto, Claudio?

El anciano se irguió, aunque no por eso parecía ahora más alto. Juntó las manos con su gesto de maestro y dijo:

– La verdad, Guido, nunca lo he calculado. Es sólo una frase, aunque me parece que sí. He visto piedras minúsculas de un dieciseisavo de quilate llenas de imperfecciones y piedras fabulosas de treinta y cuarenta quilates, tan perfectas que te parecía que estabas mirando un nuevo sol. -Calló, como escuchando lo que acababa de decir. Luego sonrió y añadió-: Supongo que ocurre lo que con las mujeres: en realidad, no importa cuál sea su aspecto; siempre hay en ellas algo hermoso.

Brunetti, que estaba de acuerdo, sonrió ante el símil.

– ¿Existe alguna forma de saber de dónde proceden, con absoluta certeza? -preguntó.

Claudio meditó la respuesta.

– Lo más que puedo hacer es enseñar algunas a amigos míos, a ver qué dicen. Si todos coincidimos… bien, o son de África o todos estaremos equivocados.

– ¿Podrías decir de dónde? Me refiero al país.

– Los diamantes no tienen patria, Guido. Salen de las matrices.

– ¿Matrices?

– Son como pequeños cráteres, una especie de pozos muy estrechos. Los diamantes se formaron allá abajo, a kilómetros de profundidad, hace millones de años y, con el paso del tiempo, poco a poco van aflorando a la superficie. -Claudio había asumido el relajado aire de autoridad del experto y Brunetti le escuchaba con interés-. Las matrices pueden presentarse en grupos o individualmente. Y los grupos pueden quedar a uno y otro lado de una frontera, en territorio de dos países.

– ¿Y qué sucede entonces? -preguntó Brunetti.

– Que el más fuerte trata de quitárselas al más débil.

Por sus lecturas de historia, Brunetti sabía que éste era el método habitual para resolver la mayoría de disputas internacionales.

– ¿Y eso ocurre en África?

– Por desgracia, sí -dijo Claudio-. Y da a esas pobres gentes otro motivo para recurrir a la violencia.

– Que maldita la falta… -dijo Brunetti.

Este sombrío tópico puso freno a la locuacidad de Claudio, que dijo:

– Puedes venir mañana a recogerlas. -Y jovialmente añadió-: Si crees que puedes fiarte de mí.

Brunetti se inclinó y puso la mano en el antebrazo de Claudio:

– Me gustaría que me las guardaras.

– ¿Cuánto tiempo?

Brunetti se encogió de hombros.

– Ni idea. Hasta que decida qué hago con ellas.

– ¿Son pruebas policiales? -preguntó Claudio, aunque parecía que le interesaba la claridad más que la seguridad.

– En cierto modo -dijo Brunetti evasivamente.

– ¿Sabe alguien más que las tienes? -preguntó Claudio.

– Sí.

– Gracias a Dios -dijo el anciano.

– ¿Supone eso alguna diferencia? -preguntó Brunetti.

– Así no será tan fuerte la tentación de quedarme con ellas -dijo Claudio poniéndose en pie.

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