Brunetti, al igual que la mayoría de italianos, tenía sentimientos encontrados respecto a Roma. Como ciudad le enamoraba, él se había rendido de buen grado a su exuberante belleza y no tenía reparos en reconocer que en majestuosidad podía competir con su propia ciudad. Ahora bien, por todo lo que Roma representaba, la miraba con hosco recelo, por considerarla fuente de toda la podredumbre y la corrupción del país. Era la sede del poder, un poder enloquecido como el hurón que ha probado la sangre. No obstante, Brunetti era consciente de que su aversión era exagerada e injusta: durante sus años de servicio, no le habían faltado ocasiones de comprobar que allí trabajaban infinidad de funcionarios íntegros, y también debía de haber políticos que estaban motivados por algo que no fuera la codicia ni la vanidad personal. Tenía que haberlos.
Miró el reloj, resistiéndose a sumirse una vez más en estas viejas reflexiones. Era más de mediodía y llamó a Paola para decirle que ahora salía y que tomaría el vaporetto, pero que empezaran a almorzar sin él. Ella repuso que lo esperarían, por supuesto, y colgó.
Cuando Brunetti salió de la questura había empezado a diluviar: las cortinas de agua, empujadas por el viento, se deslizaban casi en sentido horizontal sobre la superficie del canal que discurría frente al edificio. Observó que uno de los nuevos pilotos saltaba a la cubierta de su lancha y le gritó, resguardándose todavía en la entrada:
– Foa, ¿hacia dónde va?
El hombre se volvió. Aun a aquella distancia, se adivinaba en su cara una expresión de culpabilidad, lo que indujo a Brunetti a añadir:
– No me importa si se va a almorzar. Dígame sólo en qué dirección.
Foa, con semblante más relajado, gritó a su vez:
– A Rialto, señor. Puedo llevarlo a su casa.
Protegiéndose la cabeza con el abrigo, Brunetti corrió hacia la embarcación. Foa había extendido la toldilla de lona y el comisario decidió quedarse en cubierta con él: si iban a abusar del cargo utilizando una lancha de la policía para transporte privado, mejor hacerlo juntos.
Foa lo dejó al extremo de la calle Tiepolo. Aunque los altos edificios de cada lado algo le protegían de la lluvia, Brunetti llegó a la puerta de su casa con el abrigo empapado. En la entrada se lo quitó y lo sacudió rociando el suelo. Mientras subía la escalera, sentía filtrarse la humedad a través de la chaqueta de lana y el chasquido que acompañaba cada uno de sus pasos le indicaba que los zapatos chorreaban.
Al entrar en casa, le faltó tiempo para descalzarse y colgar el abrigo y la chaqueta, y sólo entonces percibió el calor y el aroma del ambiente y se permitió relajarse. Debían de haberle oído llegar porque Paola le gritó un saludo mientras él iba por el pasillo.
Cuando Brunetti entró en la cocina, descalzo, vio en el sitio de Raffi a una desconocida, una jovencita que se levantó al verlo. Chiara dijo:
– Es mi amiga, Azir Mahani.
– Hola -dijo Brunetti extendiendo la mano.
La niña miró a Brunetti, miró la mano y miró a Chiara, que dijo:
– Dale la mano, tonta. Es mi padre.
La niña se inclinó no sin rigidez y alargó la mano como si temiera que Brunetti no se la devolviera. Él se la estrechó y la retuvo un momento con delicadeza, como si fuera un gatito frágil. Le inspiraba curiosidad tanta timidez, pero no dijo más que hola y que se alegraba de que almorzara con ellos.
Él se quedó de pie, esperando a que la niña se sentara, pero ella parecía esperar a que se sentara él, hasta que Chiara le tiró del jersey.
– Vamos, Azir, siéntate ya. Él va a comer su comida, no a ti.
La niña se puso colorada, se sentó y fijó la mirada en el plato que tenía delante.
Al ver la turbación de su amiga, Chiara se levantó y se acercó a Brunetti.
– Azir, mira -dijo. Cuando hubo atraído la atención de la otra niña, se inclinó para mirar a su padre a los ojos diciendo:
– Con el poder de mí mirada te hipnotizaré y caerás en un sueño profundo.
Al momento, Brunetti cerró los ojos.
– ¿Duermes? -preguntó Chiara.
– Sí -respondió Brunetti con voz soñolienta, dejando caer la cabeza sobre el pecho. Paola, que aún no había tenido ocasión de saludar a su marido, se volvió de cara a los fogones y siguió sirviendo cuatro platos de pasta.
Antes de volver a hablar, Chiara agitó la mano con ademán teatral delante de los ojos de Brunetti, para demostrar a Azir que él dormía realmente. Luego, inclinándose hacia el oído izquierdo de su padre, dijo arrastrando la última sílaba de cada palabra:
– ¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti, sin abrir los ojos, murmuró algo entre dientes.
Chiara lo miró con enojo, se inclinó un poco más y preguntó:
– ¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti parpadeó para indicar que por fin había captado la pregunta y dijo con voz indistinta y una entonación tan lenta como la de Chiara:
– La hija más maravillosa del mundo es…
Chiara, con la victoria al alcance de la mano, dio un paso atrás disponiéndose a oír el nombre mágico.
Brunetti levantó la cabeza, abrió los ojos y dijo:
– Es Azir -pero, a modo de premio de consolación, abrazó a Chiara y le dio un beso en la oreja. En este momento, Paola se volvió para decir:
– Chiara, ¿me ayudas a llevar los platos a la mesa como una hija maravillosa?
Cuando Chiara puso un plato de pappardelle con porcini frente a Brunetti, él lanzó una mirada furtiva a Azir y sintió alivio al comprobar que la niña había sobrevivido a la dura prueba de oír pronunciar su nombre.
Chiara se sentó y empuñó el tenedor. De pronto, mirando su plato con suspicacia, preguntó:
– Esto no tendrá jamón, ¿verdad, mamma?
Sorprendida, Paola respondió:
– Claro que no. Nada de jamón con porcini. ¿Por qué?
– Porque Azir no puede comerlo. -Al oír esto, Brunetti mantuvo la mirada fija en su propia hija apartándola deliberadamente de la más maravillosa del mundo.
– Ya lo sé, Chiara -dijo Paola. Y a Azir-: Espero que te guste el cordero, Azir. Después hay chuletas de cordero a la parrilla.
– Sí, signara -dijo Azir, las primeras palabras que pronunciaba desde que había empezado lo que Brunetti consideraba ya su dura prueba. Tenía acento extranjero, pero muy leve.
– Quería hacer fessenjoon -dijo Paola-, pero luego he pensado que tu madre debe de hacerlo mucho mejor y me he decidido por las chuletas.
– ¿Conoce el fessenjootü -preguntó Azir animándose visiblemente.
Paola sonrió en torno a un bocado de pappardelle.
– Lo he hecho un par de veces, pero aquí es difícil encontrar las especias adecuadas, sobre todo, el zumo de granada.
– Oh, mi madre tiene varios frascos que le trajo mi tía. Estoy segura de que estará encantada en darle uno -dijo Azír y, ahora que su expresión había adquirido vivacidad, Brunetti vio que era muy bonita, con una nariz fina, ojos almendrados y dos cascadas del pelo más negro que él había visto en su vida que le caían a uno y otro lado de la cara y enmarcaban el mentón.
– Magnífico -dijo Paola-. Y quizá tú puedas ayudarme a prepararlo.
– Me gustaría mucho -dijo Azir-. Diré a mi madre que le escriba la receta.
– Lo siento, no sé farsi -dijo Paola en un tono que sonaba a disculpa.
– ¿Y si la escribe en inglés? -preguntó Azir.
– Perfecto -dijo Paola, y mirando alrededor-: ¿Alguien quiere más pasta?
En vista de que nadie respondía, se dispuso a retirar los platos, pero Azir se le adelantó, se quedó a su lado junto al fogón y, moviéndose con soltura, fue llevando a la mesa la fuente del cordero, un gran bol de arroz y una bandeja de radicchi asados.
– ¿Cómo es que tu madre sabe inglés?
– Daba clases en la Universidad de Isfahán -dijo Azir-. Hasta que nos fuimos.
La frase quedó flotando en el aire, pero nadie preguntó a Azir por qué su familia había decidido marcharse ni si la decisión había sido suya.
La niña había comido muy poca pasta, pero atacó el cordero con un brío que la misma Chiara podía igualar a duras penas. Brunetti observaba cómo se amontonaban en el borde de sus platos los finos huesecillos arqueados de las chuletas y se admiraba de la velocidad a la que el arroz parecía evaporarse ante la acometida de los tenedores.
Al poco rato, Paola se levantó, se llevó la fuente y el bol a la encimera y volvió a llenarlos, impresionando a Brunetti por la previsión con que se había preparado para aquella plaga de langostas adolescentes. Azir, después de decir que nunca había comido radicchio ni tenía idea de lo que eran, dejó que Paola le pusiera unos cuantos en el plato, que desaparecieron mientras los demás estaban distraídos.
Cuando el ofrecimiento de más comida fue recibido con protestas sinceras, Paola y Azir recogieron la mesa y Paola dio a Azir platillos y cuencos para el postre. Luego abrió el frigorífico y sacó una ensaladera de fruta picada.
Paola preguntó quién quería macedonia, y Azir dijo:
– ¿Por qué se llama asi, dottoressa?
– Yo diría que por el país, Macedonia, que está compuesto por una mezcla de pequeños pueblos diferentes, pero no estoy segura. -Miró a Chiara y, como era habitual en estas situaciones, dijo-: Trae el Zani-chelli, Chiara.
La niña fue a su cuarto, donde ahora se guardaba el diccionario, y volvió con el grueso tomo. Lo abrió y empezó a hojearlo murmurando para sí:
– Macao, macarrón, macarrónico… Macedonia. -Leyó toda la entrada, que daba la razón a Paola. Después, su voz se redujo al susurro del que lee para sí. Apartó a un lado el cuenco del postre, puso el libro en su lugar y se sumió en la lectura de las otras entradas.
Azir terminó la fruta, rehusó repetir y se levantó de la mesa diciendo:
– ¿Puedo ayudarla a lavar los platos, signora?
Brunetti se puso en pie y fue a la sala pensando que quizá se había equivocado respecto a Chiara durante años, y que en realidad la hija más maravillosa del mundo era Azir.
Cuando, una media hora después, Paola se reunió con él, Brunetti preguntó:
– ¿Lo dices tú o lo digo yo?
– ¿El qué? ¿Que pueda decir «sólo un vu cumprá» y, al mismo tiempo, se preocupe por si se sirve cerdo a su amiga musulmana? -dijo Paola sentándose a su lado. Puso un libro y las gafas en la mesa de centro.
Quizá Brunetti no lo hubiera expresado en estos términos, pero respondió:
– Sí, eso mismo.
– Es una adolescente, Guido.
– ¿Y eso quiere decir…?
Abstraída, Paola tomó un almohadón que tenía a su espalda, lo lanzó a la mesita, se quitó los zapatos y puso los pies encima.
– Quiere decir que la única constante de su vida es la inconstancia. Si un número suficiente de personas sostiene una idea o una opinión, es probable que ella la considere razonable; y si un número suficiente la rechaza quizá ella rectifique. Además, a su edad, tiene un enjambre de ideas parásitas de adolescente mariposeándole por la cabeza y le resulta difícil ser consecuente sin preocuparse por lo que piensen sus amigos de lo que ella diga o haga. -Hizo una pausa y añadió-: O por la ropa que lleve, por lo que coma o beba, por lo que escuche o por lo que mire.
– Pero ¿no se da cuenta de la incongruencia? -porfió él.
– ¿Entre preocuparse por las necesidades de un inmigrante y quitar importancia a la muerte de otro? -inquirió Paola con crudeza.
– Sí.
Buscando una postura más cómoda, Paola apoyó el hombro en el pecho de su marido.
– Chiara conoce a Azir y la aprecia; para ella es una persona real. El africano era un desconocido sin rostro -dijo Paola, y añadió-: Y probablemente aún es muy joven para apreciar su belleza.
– ¿El qué?
– Su belleza.
– ¿Te refieres a los vu cumprá7. -preguntó Brunetti con franca sorpresa.
– Son guapos -dijo ella. Lo miró a la cara y preguntó-: ¿Tú los has mirado, Guido? ¿Los has mirado realmente? Son guapos: altos, erguidos, con buena figura y muchos tienen la clase de cara que ves en las tallas de madera. -Al darse cuenta de que él no parecía convencido, preguntó-: ¿Tu prefieres mirar a los turistas gordas y con pantalón corto? -Viendo que su marido no respondía, volvió al tema primitivo-: También es cuestión de clase, me parece, aunque me duela decirlo.
– ¿De clase? -preguntó él, que aún no había digerido la idea de la belleza de los africanos.
– Los padres de Azir son universitarios. El africano era un vendedor callejero.
– Si es ésa la razón, ¿te parece mejor o peor que di-¡era aquello? -preguntó un Brunetti desconcertado.
Paola lo pensó despacio y al fin respondió:
– Yo diría que es mejor, en un sentido perverso.
– ¿Por qué?
– Porque es más fácil de corregir.
– Me he perdido -confesó Brunetti, reconociendo lo que solía suceder cuando Paola se ponía a hacer planteamientos abstractos.
– Piénsalo, Guido: un prejuicio racial, la idea de que una raza es superior a otra, se aloja en un lugar profundo de la mente, un espacio habitado por atavismos, al que difícilmente podrá llegar la razón. Pero la opinión de que unas personas son mejores que otras porque tienen más dinero o una carrera, antes o después tendrá que rectificarla, porque indefectiblemente encontrará ejemplos que le demostrarán que es absurda.
– ¿No deberíamos hacérselo ver nosotros? -preguntó él, temiendo oír la respuesta.
– No. -La negativa de Paola fue instantánea-. Ella es inteligente y lo comprenderá por sí misma. -Como Brunetti callaba, añadió-: Si tenemos suerte, y si la tiene también ella, se dará cuenta de que tan aberrante es una idea como la otra.
– ¿Como te la diste tú? -Brunetü nunca se había sentido satisfecho con las explicaciones que ella le había dado de cómo, perteneciendo a una familia inmensamente rica como la suya, había podido derivar hacia unas ideas tan diferentes de las que profesaban los de su clase y la mayoría de sus parientes.
– Para mí fue más fácil, supongo -dijo Paola-. Porque en realidad nunca creí tal cosa. Cuando era niña, nada me hacía pensar que nosotros fuéramos mejores que las demás personas. Diferentes, sí; hubiera sido difícil no darse cuenta, con tanto dinero. -Lo miró y ladeó la cabeza como solía hacer cuando la asaltaba una idea nueva-. La verdad, Guido, aunque te cueste creerlo, nunca se me ocurrió pensar, por lo menos, cuando era pequeña, que nosotros fuéramos ricos. Al fin y-al cabo, mi padre se iba a trabajar todos los días, como el de los demás, no teníamos coche, ni vacaciones caras. Pero había algo más, me parece -añadió, y él se volvió a mirarla para espiar en su cara el reflejo de sus pensamientos-. Unas cosas se valoraban y otras no, pero sin palabras. Quiero decir en casa. Allí aprendí cuáles eran las cualidades importantes en una persona.
– ¿Por ejemplo? -inquirió él.
– Lo peor, creo, quiero decir lo más reprobable, era no trabajar. A mis padres no les preocupaba el trabajo que hiciera cada cual, si dirigía un banco o un taller, lo esencial era que trabajara y que creyera que su trabajo era importante.
Paola se irguió volviéndose de cara a él.
– Creo que ésa es la razón por la que mi padre te ha apreciado siempre, Guido, porque tu trabajo es importante para ti.
La mención de lo que gustaba o dejaba de gustar al padre de Paola siempre suscitaba en Brunetti cierta desazón, por lo que volvió a lo que más importaba.
– ¿Y Chiara?
– Chiara no me preocupa -dijo Paola con una firmeza que Brunetti adivinó un tanto forzada. Hizo una pausa larga y añadió-: Al principio, pensé que yo había reaccionado con excesiva dureza a lo que ella dijo de ese hombre, pero ahora creo que hice bien.
– Mejor que pegarle, en todo caso -dijo Brunetti.
– Y, probablemente, más eficaz. -Paola volvió a recostarse en él y añadió-: Habrá que esperar a ver.
– ¿A ver qué?
– Qué camino sigue -dijo Paola, inclinándose y extendiendo la mano hacia las gafas y el libro.