CAPÍTULO 26

En días sucesivos, Brunetti se encontraba en un estado de abulia, sin voluntad ni energía para trabajar ni para preocuparse por estar sin hacer nada. Entrevistó a varios profesores y estudiantes de la universidad y le pareció que todos mentían, pero no le importaba. Al contrario, le producía una alegría malsana el que la corrupción y el fraude se manifestaran precisamente en el departamento de Historia del Derecho.

Los chicos notaban algo raro en él: a veces, Raffi le pedía que le ayudara en sus estudios y Chiara se empeñaba en hacerle leer sus redacciones para la clase de Lengua y luego le preguntaba su opinión. Paola había dejado de quejarse de las clases; lo que es más, había dejado de quejarse de todo, de tal manera que Brunetti empezaba a sospechar que unos extraterrestres habían abducido a su esposa y dejado en su lugar una replicante.

Una noche, a las dos, los drogadictos que habían cometido la serie de robos en pisos fueron sorprendidos en la vivienda de un notario por el hijo de éste, a su regreso de una fiesta en casa de un amigo. El chico, que había bebido demasiado, hizo mucho ruido al entrar en el apartamento y, al ver a los dos hombres en la sala de estar, arremetió contra uno de ellos. El ruido despertó al padre, que se presentó en la sala con una pistola. Uno de los ladrones, al verlo, levantó las manos. El notario le disparó a la cara y lo mató. El otro trató de huir, asustado, pero cuando se desasió del hijo, el notario le disparó al pecho matándolo instantáneamente. Luego, dejó la pistola y llamó a la policía.

Brunetti, al leer el informe a la mañana siguiente, se sintió consternado ante semejante atrocidad y estupidez. Quizá ellos se hubieran llevado una radio, un televisor, como mucho, quizá unas joyas. Pero el notario debía de ser de los que tienen un buen seguro y no hubiera perdido nada. Y ahora aquellos dos pobres diablos estaban muertos. El tío de uno de ellos trabajaba de sastre en la tienda en que Brunetti se compraba los trajes, y fue a la questura a preguntarle si harían algo al notario. Brunetti tuvo que decirle que lo más probable era que se declarase que había actuado en legittima difesa y fuera exculpado.

– ¿Y eso es justo? -preguntó el hombre-. ¿Le pega un tiro en la cara a Mirko como a un perro y no le pasa nada?

– No hizo nada de lo que legalmente podamos acusarle, signor Buffetti. Tiene permiso de armas. El hijo dice que su sobrino trató de atacarle.

– Es natural que diga eso -gritó el hombre-. Es su hijo.

– Me hago cargo de sus sentimientos -dijo Brunetti-. Pero no se le puede imputar ningún delito.

El sastre tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la cólera y, aceptando la validez de los argumentos de Brunetti, se levantó y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió para decir:

– No puedo discutir de términos legales con usted dottore. Pero pienso que la policía no debería quedarse con los brazos cruzados cuando se mata a un hombre. -Se fue cerrando la puerta con suavidad.

Brunetti no era dado a creer en señales y augurios; para él la realidad era ya bastante misteriosa. Pero reconocía una verdad cuando se la ponían delante.

La signorina Elettra, quizá escarmentada por la facilidad con que su ordenador había sido violado, no había vuelto a preguntar por el caso ni se había ofrecido para seguir indagando. Vianello se había llevado a su familia a la montaña dos semanas. Cuando Buffetti se marchó, Brunetti llamó a Vianello con el telefonino del signor Rossi.

– Lorenzo -dijo cuando el inspector contestó-, creo que tan pronto como regrese tendremos que ocuparnos de un asunto pendiente.

– A ciertas personas no les gustará eso -respondió Vianello, lacónico.

– Es probable.

– Aún tengo la información.

– Magnífico.

– Me alegro de que me haya llamado -dijo Vianello, y cortó.


Dos noches después, poco antes de las once, sonó el teléfono. Paola contestó con la curiosidad fría e impersonal que mostraba a todo el que llamaba después de las diez. Al momento, cambió de tono y habló de tú al comunicante. Brunetti se preguntaba cuál de sus amigos sería cuando ella se volvió para decirle:

– Es para ti. Mi padre.

– Buenas noches, Guido -dijo el conde cuando Brunetti se puso al teléfono.

– Buenas noches -contestó Brunetti, procurando que su voz sonara con normalidad.

El conde lo sorprendió con la pregunta:

– ¿Vosotros recibís la CNN?

– ¿Qué?

– La televisión, la CNN.

– Sí, los niños la ponen para practicar inglés.

– Ponla esta noche a las doce.

Brunetti miró el reloj y vio que pasaban sólo un par de minutos de las once,

– ¿Antes no?

– Lo que quiero que veas no lo darán hasta entonces. Acaba de llamarme un amigo.

– ¿Por qué la CNN? -preguntó Brunetti. Le parecía que la RAI tenía un informativo a las doce, pero no estaba seguro.

– -Cuando lo veas sabrás por qué. Mañana saldrá en los periódicos, pero creo conveniente que veas cómo van a presentarlo.

– No sé a qué te refieres.

– Ya lo verás -repuso el conde, y colgó.

Brunetti refirió la conversación a Paola, pero tampoco ella pudo hacer deducciones. Juntos se fueron a la sala y encendieron el televisor. Paola fue cambiando canales con el mando a distancia. Desfilaron por la pantalla personas que vendían colchones, mujeres que leían el tarot, una película vieja, otra película vieja, dos personas de género indefinido entregadas a una actividad que tal vez pretendía ser sexual, otra echadora de cartas y, finalmente, apareció la cara ligeramente extraterrestre del presentador de la CNN.

– No hay ninguno que tenga los dos ojos iguales -comentó Paola sentándose en el sofá-. Y me parece que todos usan peluquín.

– ¿Es que tú ves esto? -preguntó un asombrado Brunetti.

– A veces, con los niños -respondió ella, a la defensiva.

– Ha dicho a las doce -recordó Brunetti. Le tomó el mando de la mano y pulsó el botón para quitar el sonido.

– Entonces hay tiempo para beber algo -dijo Paola poniéndose en pie. Brunetti la vio dirigirse a la cocina preguntándose si volvería con una bebida propiamente dicha o con una tisana.

Sus ojos fueron a la pantalla donde se desarrollaba lo que debía de ser un programa sobre el mercado de valores: un hombre y una mujer, de aspecto no menos extraterrenal, charlaban amigablemente y, de vez en cuando, se provocaban mutuamente mudas explosiones de una hilaridad no muy convincente, mientras por la parte inferior de la imagen corría una cinta con unas cotizaciones que a cualquier persona sensata tenían que provocarle el llanto.

Al cabo de unos diez minutos, Paola volvió a la sala con dos tazas diciendo:

– Lo mejor de ambos mundos: agua caliente, limón, miel y whisky.

Le dio una de las tazas y se sentó a su lado en el sofá, a mirar las dos cabezas no parlantes. No tardó en observar a su vez la incongruencia entre el aire festivo de los presentadores y la desolación de los números que seguían fluyendo por debajo de ellos.

– Es como ver a Nerón tocar la lira mientras arde Roma -comentó.

– Ese episodio no es cierto -declaró el historiador que había en Brunetti.

A las doce menos cinco, dio el sonido pero enseguida lo redujo a un mínimo casi inaudible. Con una sonrisa de despedida, los dos presentadores desaparecieron y fueron sustituidos por una rápida sucesión de vistas de un estado del Golfo deseoso de capital extranjero o de turismo.

Un globo, una música ampulosa y la cara de otro presentador. Brunetti subió el volumen y oyeron la noticia del último ataque suicida en Oriente Próximo y el de un F16 que había causado el mismo número de víctimas. Siguió una crónica desde Delhi sobre el fracaso de otro plan de paz para Cachemira.

Entonces, la cara del presentador asumió una expresión de impostada gravedad. Brunetti volvió a subir el volumen.

«Y ahora noticias en directo desde Italia. Conectamos con nuestro corresponsal Amoldo Vítale, que se encuentra en el lugar de una operación antiterrorista realizada por la policía italiana. Amoldo, ¿me escuchas?»

«Sí, Jim», dijo una voz en inglés con un leve acento. Hubo una pequeña pausa y un crujido al cambiar la imagen y la línea de voz. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla apareció una cabeza parlante y, detrás, la cúpula de la basílica de San Pedro.

El resto de la pantalla mostraba la fachada de estuco gris de un edificio de apartamentos. Frente a él estaban aparcados los jeeps y los coches negros de los carabinieri, así como cuatro sedans de color azul sin distintivos. Hombres con casco y chaleco antibalas con la inscripción carabinieri en la espalda, armados con metralletas, iban de un lado al otro sin propósito aparente. A su izquierda se veía un grupo de cuatro o cinco hombres con uniforme de combate y pasamontañas.

«Esta noche, la policía italiana ha entrado en un apartamento de Vigonza, tranquilo suburbio de la ciudad de Padua, situada en el norte de Italia, no lejos de Venecia. Había recibido un aviso de que miembros de una secta fundamentalista islámica utilizaban uno de los apartamentos del edificio para reuniones y sesiones de entrenamiento. Expertos en seguridad italianos vinculan este grupo a la organización terrorista Al Qaeda.

»Los primeros informes indican que la policía conminó a los ocupantes del apartamento a rendirse. La violenta respuesta de los sospechosos obligó a la policía a asaltar la vivienda. En el tiroteo fue herido uno de los policías y los dos terroristas han muerto.»

«Amoldo -dijo la voz que hablaba sin acento-, ¿está confirmada la relación de ese grupo con el terrorismo internacional?»

«Sí, Jim. La policía dice que hace tiempo que seguía sus movimientos. Como ya sabes, durante este último año se han llevado a cabo en toda Italia arrestos de sospechosos de terrorismo. Un portavoz del Gobierno ha declarado que éste ha sido el enfrentamiento más violento que se ha producido hasta ahora y confía en que no marque la pauta para el futuro.»

«Amoldo, ¿se percibe algún indicio de amenaza para los norteamericanos que viajen por Italia?»

«Ni el más mínimo, Jim. El mismo portavoz ha dicho que cualquier relación con intereses estadounidenses se limitaría a la base de Vicenza, que está a unos treinta kilómetros de aquí. Las autoridades examinan esa posibilidad, pero no creen que haya peligro para la población civil.»

Mientras los dos hombres hablaban, los carabinieri seguían paseándose por delante del edificio. Al fin, la puerta de la calle se abrió hacia el interior dando paso a un hombre que sostenía el extremo de una camilla. Salió después su compañero. En la camilla había una figura larga, cubierta por una sábana. Sacaron después otra camilla, pero los carabinieri ni las miraron, pues estaban de cara a la gente que se agolpaba detrás de una barrera improvisada.

«Repito, Jim: célula terrorista destruida por la policía italiana. No hay amenaza para los norteamericanos que se hallan de vacaciones en el país. -Y el corresponsal concluyó, ahuecando la voz con campanuda grandilocuencia-: Pero da la impresión de que ahora Italia alberga algo más que la dolce vita.»

Reapareció la imagen del conductor del programa, que, con grave sonrisa, dijo:

«Era nuestro corresponsal, Amoldo Vitale, desde Roma. La policía italiana informa de la desarticulación de una red terrorista con base en Padua, Italia. No existe peligro para los norteamericanos que se encuentren en la zona.»

La cámara enfocó a la mujer que estaba a su lado y que, mirando a Jim, dijo:

«Tenemos otra noticia de Italia, Jim, pero de índole diferente. -Hizo una pausa, sin duda para dar tiempo a que se alejara el recuerdo de la muerte de dos hombres, y prosiguió-: Uno de los más célebres diseñadores de Italia ha asombrado a la industria de la moda al declarar que en su colección de primavera no utiliza cuero ni ningún otro producto animal.»

Brunetti cambió a la RAÍ, que seguía emitiendo la película vieja. Probó todos los canales, pero ninguno informaba del incidente, ni siquiera las cadenas locales. Apagó el televisor.

__¿Ha dicho tu padre desde dónde llamaba?

Sorprendida por la pregunta, Paola respondió:

– No; no lo ha dicho.

Brunetti miró el reloj.

– Si llamo ahora y él no está en casa, despertaré a tu madre, ¿verdad?

– Sí.

– Pues habrá que esperar a mañana -dijo, acercándose la taza a los labios. Pero la bebida se había enfriado y él volvió a dejarla en la mesa, sin probarla.


Brunetti durmió poco y a las seis y media ya estaba en la calle, andando hacia la edicola de Sant'Aponal sin apenas notar la lluvia que iba cayendo. Vio los llamativos titulares y compró cuatro diarios. Al devolverle el cambio, el quiosquero, que había recuperado su tono habitual, le dijo:

– Qué asco de lluvia. No para.

Brunetti no le contestó y regresó a casa, sin detenerse a comprar los brioches. En ¡a cocina, se preparó café y puso ¡eche a calentar. Mezcló las dos cosas en un tazón y se sentó frente a los periódicos, que había dejado formando rimero, con las gafas dobladas encima.

Al cabo de media hora, entró Paola y lo encontró leyendo, con los periódicos abiertos por toda la mesa. A pesar de haber leído atentamente todas las informaciones, Brunetti seguía sin explicarse por qué su suegro le había dicho que mirara las noticias.

Paola echó el resto del café en una taza, le puso azúcar y se situó detrás de él. Poniéndole una mano en el hombro, preguntó:

– ¿Y bien?

– Es prácticamente lo mismo que dijeron anoche: dos hombres en un apartamento de las afueras de Padua. Los carabinieri recibieron el aviso de que eran un comando terrorista que preparaba atentados contra intereses norteamericanos.

– ¿Qué intereses? -preguntó Paola.

– No se especifican. Por lo menos, en los periódicos -dijo apartando a un lado el que estaba leyendo.

– ¿Y los carabinieri qué hicieron? -preguntó ella, que se había olvidado del café y mantenía la mano en el hombro de él.

– Ellos fueron. Ya viste anoche cómo estaba aquello: coches, jeeps, furgonetas y sabe Dios cuántos hombres. -Brunetti atrajo hacia sí uno de los diarios y volvió a!a primera plana, en la que ambos pudieron ver el mismo edificio de apartamentos, los mismos camilleros y los mismos carabinieri ociosos.

– Aquí dice que los carabinieri querían pillarlos desprevenidos.

Paola se inclinó y golpeó la foto con el índice.

– ¿Con media división acorazada en la puerta? -preguntó.

– Los ocupantes del apartamento -empezó Brunetti y bajó la cabeza buscando el relato- «… respondieron con violencia, por lo que las fuerzas del orden no tuvieron otra alternativa que la de defenderse. En el intercambio de disparos que siguió, un policía fue herido en un brazo y los dos terroristas recibieron heridas mortales». -Leyó un párrafo en silencio y luego siguió en voz alta-: «Entre los documentos hallados en el apartamento había planos hechos a mano de la Embajada de Estados Unidos en Roma y lo que se cree es la red de agua potable de la base norteamericana en Vicenza.»

Brunetti se quitó las gafas y las arrojó sobre los periódicos.

– Hay una declaración de un llamado «miembro de la unidad especia! antiterrorista» que dice que la policía respondió con valentía y serenidad y que la investigación de los hechos revelará la vinculación de este grupo con el terrorismo internacional.

Paola fue al fregadero y vertió en él e! café frío de su taza. Abrió y limpió la cafetera y empezó a llenarla de agua.

– ¿Más café? -preguntó.

– No; ya he tomado demasiado.

Cuando la cafetera estuvo en el fogón, Paola se sentó frente a él y señalando los periódicos preguntó:

– ¿Por qué te llamó mi padre? ¿Qué significa todo eso?

Brunetti se encogió de hombros.

– Todo eso puede significar cualquier cosa, imagino. Puede significar que sea exactamente lo que dicen ellos, una célula terrorista. Pero puede significar otras cosas…

– Tú, que ya has tomado café, explícame las posibilidades. Mi imaginación política aún no se ha despertado.

– Lo primero que llama la atención es que no den la nacionalidad de los sospechosos, ni sus nombres. Ni mencionan a qué grupo terrorista se les asocia.

– Los americanos dijeron fundamentalistas islámicos.

– Los americanos dicen eso hasta del que aparca en doble fila -respondió Brunetti, irritado. Y, con voz más sosegada, prosiguió-: Tu padre me llamó para decirme que viera eso, pero la llamada original partió de un amigo suyo. Y tu padre no me hubiera llamado si la noticia no tuviera relación con la muerte del africano. Pero no se me ocurre cuál pueda ser.

La cafetera gorgoteaba y Paola se levantó y la retiró del fogón.

– Pues ve al despacho, a ver qué te dicen allí.


La ¡mestura, a la que Brunetti llegó poco después de las ocho, parecía estar tan tranquila y retraída como siempre a aquella hora. Subió a su despacho y, puesto que ya había leído los periódicos, no tuvo otra alternativa que la de leer todos los documentos y dossiers que habían ido acumulándose en su mesa durante más de un mes. Al poco rato, se le ocurrió que, si los del Ministerio del Interior se habían permitido contestar a su teléfono, también hubieran podido leerse y despachar todos aquellos papeles.

Estuvo entregado a la tarea con tenacidad hasta que, a eso de las once, sonó el teléfono. Él contestó a la sexta señal, reacio a interrumpir el ritmo mecánico del papeleo.

– ¿Sí? -contestó secamente.

– Buenos días, comisario -dijo la signorina Elettra.

– Perdone -se disculpó él automáticamente-. He tomado demasiado café.

– Por lo visto, el vicequestore también.

– ¿Perdón?

– Está burbujeante, si puede aplicarse la palabra a su conducta. Y quiere verle.

– Bajo ahora mismo -dijo Brunetti, intrigado por la forma que podía tomar un Patta burbujeante.

Tomaba la forma, según pudo observar el comisario al entrar en el despacho minutos después, de una ancha sonrisa en la que se advertía una considerable dosis de autocomplacencia.

– ¡Ah, Brunetti! -casi gorjeó Patta al verlo-. Celebro que haya bajado. He de decirle varias cosas.

– ¿Sí, señor? -preguntó Brunetti acercándose.

– Siéntese, siéntese -dijo Patta señalando la silla que tenía delante.

Brunetti se sentó, pero no dijo nada.

– Ya sé que hay mucho trabajo, así que le retendré por poco tiempo -empezó Patta, de lo que Brunetti dedujo que su superior debía de tener el plan de almorzar temprano o de almorzar fuera de la ciudad.

– ¿Sí, señor?

– Se trata de aquel negro asesinado -empezó, pero entonces, introduciendo una nota de camaradería en su tono, prosiguió-: o, para ser más exactos, acerca de su negativa a confiar en mí cuando le dije que el caso estaba en manos de más altas instancias. -Brunetti no pidió aclaración alguna, y Patta prosiguió-: Ya le dije que ellos sabían lo que se traían entre manos aquellos hombres.

Al ver la reacción de Brunetti a la última palabra, dijo:

– Sí. Hombres. Eran varios, y el muerto formaba parte del grupo.

Aquí Brunetti se permitió interrumpir a su superior:

– ¿Se refiere al incidente de Vigonza, señor?

– Efectivamente. He pasado la mañana con mi homólogo -¡cómo le gustaba la retórica a Patta!- del Ministerio del Interior. Ha venido a compartir conmigo su información acerca de los hombres que murieron en el tiroteo de anoche.

– ¿Y esa información es…? -preguntó Brunetti. -La noticia que dan los medios es correcta, por lo menos, en lo esencial. Eran miembros de un grupo terrorista, de eso no cabe duda. Pero aún no saben & ciencia cierta a qué organización pertenecían,

– Ya lo descubrirán, sin duda -dijo un escéptico Brunetti.

Patta, que no advirtió el tono, sonrió al oír estas palabras.

– Eso, por descontado. Me alegro de que lo vea usted así.

– ¿Y la llamada telefónica?

– Anónima, hecha, al parecer, desde un teléfono público. Esa persona dijo a la policía adonde debía ir.

– ¿A la policía? En las-Tolos del periódico he visto vehículos de los carabinieri. -Recordó también los coches sin distintivos, pero no los mencionó.

– Fue una operación conjunta -respondió Patta llanamente.

Brunetti pensó en los hombres del pasamontañas, pero sólo dijo:

– Comprendo.

– Querían entrar en el apartamento antes de que los hombres advirtieran su llegada. Pero debían de estar en guardia. O quizá los oyeron.

– ¿O los vieron por la ventana? -sugirió Brunetti.

– Eso no lo sé -dijo Patta, dando las primeras señales de impaciencia-. Lo cierto es que, cuando tos hombres entraron, los terroristas abrieron fuego y no tuvieron más remedio que disparar y en la confusión resultaron muertos los dos. Afortunadamente, sólo uno de los nuestros fue herido, y no de gravedad.

Brunetti resistió el impulso de prorrumpir en una fervorosa acción de gracias.

– Después registraron el apartamento, encontraron armas y documentos. Pasaportes falsos, un arsenal. -En vista de que Brunetti no hacía comentarios ni preguntas, Patta prosiguió-: Una de las armas que utilizaron es del mismo calibre que la que mató al hombre de campo Santo Stefano. La primera hipótesis es que debió de producirse una lucha entre ellos y decidieron eliminarlo -concluyó Patta. Las declaraciones en las que se describía a los asesinos como hombres blancos se hallaban entre los documentos que habían desaparecido del ordenador de la signorina Elettra, y Brunetti no se había preocupado de pedir la dirección a los norteamericanos que fueron testigos del crimen. Patta señaló una carpeta que tenía encima de la mesa y dijo-: Mi homólogo me ha traído copias de las fotos de la policía.

– ¿Las publicarán los periódicos? -preguntó Brunetti.

– Quizá, dentro de unos días -respondió Patta, y añadió-: Aunque algunas tal vez sean demasiado gráficas para ser dadas a la prensa. -Abrió la carpeta, dio la vuelta a las fotos y las empujó hacia Brunetti.

Antes de verlos, Brunetti ya sabía que los reconocería, por lo que no denotó sorpresa ante la primera foto, que mostraba un primer plano de dos de los africanos con los que había hablado en el apartamento de Castello. Los ojos afables del más viejo estaban abiertos, pero ya no eran afables. Tampoco lo sorprendió ver el perfil del joven delgado que, muerto, parecía tan enojado como cuando estaba vivo. Sí sorprendieron a Brunetti las otras fotos, tomadas a mayor distancia para captar toda la habitación. El más viejo estaba boca arriba, con una metralleta sobre el pecho y la mano cerrada en torno a la empuñadura. El joven yacía sobre el costado izquierdo, con el brazo derecho extendido, asiendo con los dedos la culata de una pistola.

– Visto -dijo Brunetti, deslizando las fotos sobre la mesa.

– Confío en que estas fotos le hayan convencido de que los del Ministerio del Interior sabían lo que se hacían.

– De eso no me cabe duda -dijo Brunetti poniéndose en pie.

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