Capítulo 10

Tenía que comprobar si la puerta estaba cerrada. La sacudí y hurgué en la cerradura, como si supiera forzarla. Miré si había algún barrote suelto, aunque de todas formas no habría cabido por el estrecho ventanuco.

Comprobé la puerta porque no podía evitarlo. Era un acto reflejo, como el de sacudir la tapa del maletero después de haberse dejado las llaves dentro. He estado en el lado incorrecto de muchas puertas cerradas. Nunca he conseguido abrir ninguna al comprobarla, pero alguna vez tendrá que ser la primera. Si es que llego a ella con vida, claro. Tachad esto último; no quiero ser ceniza.

Un sonido me devolvió a la celda y a sus paredes húmedas y pringosas: una rata corría junto a la pared opuesta, y otra se asomó por el borde de los escalones, moviendo los bigotes. Supongo que no hay calabozos sin ratas, pero no me habría importado prescindir de ellas.

Otra cosa se acercó por el borde de los escalones; a la luz de las antorchas me pareció un perro. Pero no. Una rata del tamaño de un pastor alemán se incorporó sobre sus delgadas patas traseras. Se quedó mirándome, con las enormes patas delanteras dobladas cerca del pecho peludo. No me quitaba de encima aquellos ojos negros, enormes y saltones. Separó los labios para mostrar unos dientes amarillentos. Cada incisivo era un puñal romo de quince centímetros.

– ¡Jean-Claude! -grité.

El aire se llenó de chillidos que resonaban como si llegaran a través de un túnel. Me refugié en el otro extremo de las escaleras, y entonces lo vi. En la pared había un túnel, casi de la altura de un hombre, del que salían las ratas, en oleadas espesas y peludas, chillando y lanzando mordiscos al aire. Empezaban a cubrir todo el suelo.

– ¡Jean-Claude! -Golpeé la puerta y tiré de los barrotes; todo lo que ya había hecho antes. Era inútil: no había manera de salir. Pateé la puerta y volví a gritar-. ¡Joder!

El sonido rebotó en los muros de piedra y casi tapó el ruido de los miles de patas que arañaban el suelo.

– No vendrán a por ti antes de que terminemos.

Me quedé paralizada, con las manos aún en la puerta. Me volví despacio: la voz procedía del interior. El suelo se retorcía y temblaba, lleno de cuerpecitos peludos. Los chillidos, el roce sordo del pelaje y el golpeteo de miles de patas diminutas llenaban la estancia. Había miles, miles.

Cuatro ratas gigantes se alzaban como montañas en medio de la marea peluda, y una de ellas me contemplaba con ojos negros como botones. Aquella mirada no tenía nada de ratuno. No había visto ningún hombre rata hasta entonces, pero estaba segura de que eso era precisamente lo que tenía delante.

Una figura se incorporó con las patas medio dobladas. Tenía la estatura de un hombre, con la cara enjuta, de roedor. Una cola grande y pelada se le curvaba como una cuerda gruesa de carne alrededor de las patas flexionadas. Era un macho, sin lugar a dudas. Extendió una pata.

– Ven con nosotros, humana -dijo con voz pastosa, casi peluda, y con un deje de gañido. Pronunciaba las palabras con precisión, pero no modulaba bien. Los labios de rata no están hechos para hablar.

No pensaba bajar las escaleras, ni de coña. Tenía el corazón en la garganta. Conozco a un tipo que sobrevivió a un ataque de hombres lobo; estuvo a punto de morir, pero no se convirtió. Pero también conozco a otro al que le bastó un arañazo para convertirse en hombre tigre. Lo más probable era que, si me arañaban, al cabo de un mes tuviera la cara peluda, los ojos completamente negros y colmillos amarillentos. Virgen santa.

– Baja, humana. Ven a jugar.

Tragué saliva. Fue como si intentara tragarme el corazón.

– Pues como que no.

– Podemos subir a buscarte -dijo con una risa que era casi un siseo. Avanzó entre las ratas menores, que le abrieron paso apartándose frenéticamente, apelotonándose para evitar su contacto. Se quedó al pie de los escalones, mirándome. Tenía el pelaje marrón, con mechas del color de la miel-. No creo que te guste que te obliguemos a bajar.

Tragué saliva. Lo creía. Fui a coger el cuchillo y descubrí que la funda estaba vacía. Como era de suponer, los vampiros me lo habían quitado. Mierda.

– Baja, humana; ven a jugar.

– Tendréis que subir a buscarme.

Se pasó la cola entre los dedos, acariciándola. Después bajó una mano por el pelo del abdomen hasta alcanzar la entrepierna. Lo miré fijamente a la cara, y se rió.

– Cogedla.

Dos ratas del tamaño de perros avanzaron hacia las escaleras. Una rata pequeña rodó bajo las patas de las grandes. Emitió un chillido agudo y lastimero; después, nada. Se retorció hasta que las otras ratas la cubrieron, y al momento se oyeron crujir sus huesecitos. No desperdiciaban nada.

Me apreté contra la puerta como si esperase atravesarla. Las dos ratas se dirigieron a la escalera; tenían el pelo lustroso y estaban bien alimentadas. No tenían ojos de animal; su expresión era humana, inteligente.

– Un momento, un momento.

Las ratas vacilaron.

– ¿Sí? -dijo el hombre rata.

– ¿Qué queréis? -acerté a decir.

– Nikolaos nos ha pedido que te hagamos compañía.

– Eso no responde a mi pregunta. ¿Qué queréis que haga? ¿Qué queréis de mí?

Los labios se apartaron de los dientes amarillentos. Parecía un gesto de amenaza, pero creo que era una sonrisa.

– Ven con nosotros, humana. Tócanos; deja que te toquemos. Te enseñaremos los placeres del pelo y los dientes. -Se pasó las manos por el pelo de los muslos, cosa que atrajo mi atención a lo que tenía entre las patas. Aparté la vista y sentí calor en la cara. Me estaba sonrojando. ¡Mierda!

– ¿Pretendes impresionarme con eso? -pregunté, y la voz me sonó casi firme.

– ¡Traedla! -gruñó tras quedarse pasmado un instante.

Cojonudo, Anita, putéalo. Insinúale que no está bien dotado.

– Esta noche nos vamos a divertir, estoy seguro. -Su risa sibilante me recorrió la piel en oleadas de frío.

Las ratas gigantes subieron; los músculos se les tensaban bajo el pelaje mientras sus bigotes, gruesos como alambres, se retorcían con furia. Apreté más la espalda contra la puerta y empecé a resbalar pegada a la madera.

– No, por favor. -Odié que me saliera una voz aguda y asustada.

– Qué pronto te rindes; qué pena -dijo el hombre rata.

Tenía a las dos ratas gigantes casi encima. Apoyé firmemente la espalda contra la puerta con las rodillas flexionadas, los talones bien plantados en el suelo y la punta de los pies algo levantada. Una pata me tocó la pierna. Se me pusieron por corbata, pero esperé; no me podía precipitar. Por favor, Dios, que no me hagan sangre. Sentí unos bigotes que me rozaban la cara y el peso de un cuerpo peludo encima de mí.

Golpeé con los dos pies y le di de lleno a una de las ratas. Se irguió sobre las patas traseras y se tambaleó hacia atrás. Sacudía la cola para recuperar el equilibrio, pero me abalancé sobre ella y la golpeé en el pecho. El bicho cayó por el borde del rellano.

La segunda rata se agazapó y emitió una especie de gruñido. Vi cómo se le tensaban los músculos; me apoyé en una rodilla y me preparé. Si se me echaba encima estando yo de pie, me haría caer. Estaba a unos centímetros del borde.

Saltó. Me lancé al suelo y rodé. Hundí los pies y una mano en su cuerpo caliente, y la ayudé en el salto. La rata pasó por encima de mí y cayó fuera de mi vista. Oí chillidos asustados cuando golpeó el suelo, con un sonido sordo que me llenó de satisfacción. No creía que las hubiera matado, pero había hecho lo que podía.

Me levanté y volví a apoyar la espalda en la puerta. El hombre rata había dejado de sonreír, así que le ofrecí mi sonrisa más tierna y angelical. No pareció impresionado.

Hizo un movimiento fluido, como si cortara el aire. Las ratas menores se movieron hacia delante, siguiéndolo. Una marea parda de cuerpecitos peludos empezó a arrastrarse y bullir escaleras arriba.

Podía matar a unas cuantas, pero no a todas. Si él se lo ordenaba, me comerían viva, a bocaditos rojos.

Las ratas me corrían alrededor de los pies, tropezaban entre ellas y se peleaban. Sus cuerpos me chocaban con las botas. Una de ellas se estiró para agarrarse a la suela. Le di una patada y cayó chillando por el borde.

Las ratas gigantes habían arrastrado a una de sus amigas heridas a un lado. No se movía. La otra a la que había empujado iba cojeando.

Una rata saltó hacia arriba y se me enganchó a la blusa con las uñas. Se quedó colgada con las patas atrapadas en la tela. Sentía su peso en el pecho. La cogí-por el cuerpo, y me clavó los dientes en la mano hasta cerrarlos, atravesando la piel sin chocar con el hueso. Grité, sacudiendo la rata para liberarme. Me colgaba de la mano como un pendiente guarro. La sangre le corría por el pelaje. Otra rata me saltó a la blusa.

El hombre rata sonreía.

Otra de las pequeñas estaba trepando hacia mi cara. La cogí del rabo y la tiré por ahí.

– ¿No te atreves a venir tú? ¿Te doy miedo? -grité. Tenía la voz estrangulada por el pánico, pero lo dije-. Tus amigos están heridos porque los has mandado a hacer algo que a ti te da miedo, ¿verdad?

Las ratas gigantes nos miraban. Él también las miró.

– No tengo miedo de los humanos.

– Entonces, sube y cógeme tú mismo, si es que puedes. -La rata que tenía en la mano salió volando en medio de un chorro de sangre. Me había desgarrado la piel, entre el pulgar y el índice.

Las ratas menores vacilaron y miraron nerviosamente a su alrededor. Tenía una subiéndome por los pantalones, pero se dejó caer.

– No te tengo miedo.

– Demuéstralo. -La voz me sonó un poco más firme; puede que ya pareciera la de una niña de nueve años, y no de cinco.

Las ratas gigantes lo miraban atentamente, a la expectativa. Él repitió el gesto que había hecho antes, pero a la inversa. Las ratas chillaron y se quedaron erguidas sobre las patas traseras mirando a su alrededor con incredulidad, pero empezaron a bajar las escaleras y volver sobre sus pasos.

Me apoyé en la puerta, con las rodillas flojas y la mano herida en el pecho. El hombre rata empezó a subir los escalones. Se movía con agilidad sobre la punta de sus pies alargados, clavando en la piedra los fuertes dedos rematados en uñas.

Los cambiaformas son más fuertes y rápidos que los humanos. No recurren a la hipnosis ni a las ilusiones ópticas; simplemente son mejores. No lograría sorprender al hombre rata como había hecho con el primero que me atacó. Dudaba que fuera posible cabrearlo lo suficiente para que se obcecara, pero ¿no dicen que la esperanza es lo último que se pierde? Estaba herida, desarmada y en inferioridad de condiciones. Si no lograba que cometiera un error, lo tendría muy, muy crudo.

Se pasó una lengua larga y rosada por los dientes.

– Sangre fresca -dijo. Acto seguido aspiró sonoramente-. Apestas a miedo, humana. Sangre y miedo: eso me huele a comida.

Volvió a sacar la lengua y rió. Yo me llevé la mano ilesa a la espalda, como si buscara algo.

– Ven aquí, hombre rata, y veamos si te gusta la plata.

El hombre rata vaciló, y se quedó quieto y medio agazapado en el escalón superior.

– No tienes plata.

– ¿Te apuestas la vida?

Se frotó las manos. Una de las ratas mayores chilló algo; el le gruñó.

– ¡No tengo miedo!

Si las otras lo azuzaban, mi farol no iba a colar.

– Ya has visto cómo he dejado a tus amigos. Y sin armas. -Mi voz sonó firme y grave. Esta es mi Anita.

Me miró con sus ojos enormes. El pelaje le relucía a la luz de las antorchas como si estuviera recién lavado. Dio un salto y se plantó en el rellano, pero fuera de mi alcance.

– No había visto nunca una rata rubia -dije. Chorradas para llenar el silencio e impedir que diera aquel último paso. Seguro que Jean-Claude acudiría pronto a por mí. Entonces solté una carcajada, brusca y medio ahogada. El hombre rata se quedó inmóvil, mirándome fijamente.

– ¿De qué te ríes? -Su voz denotaba intranquilidad. Toma ya.

– Estaba deseando que los vampiros vinieran a salvarme. Tienes que reconocer que es divertido.

No pareció hacerle gracia. Hay un montón de gente que no entiende mis bromas. Si fuera más insegura, pensaría que no tienen gracia. Qué va.

Moví la mano que tenía a la espalda, todavía fingiendo que sostenía un cuchillo. Una de las ratas gigantes chilló, y hasta a mí me pareció un chillido de burla. Si se tragaba el farol, el hombre rata no sobreviviría. Si no se lo tragaba, la que podía palmarla era yo.

Cuando se enfrenta con un hombre rata, la mayoría de la gente se queda paralizada o se deja llevar por el pánico. Yo había tenido tiempo de hacerme a la idea, así que no iba a desmayarme si él me tocaba. Tenía una posibilidad de salvarme, pero si la cagaba, me mataría. El estómago me dio un salto mortal, y tuve que tragar saliva. Antes muerta que peluda: si me atacaba, prefería que me matara. Puestos a convertirse en mujer algo, lo de mujer rata no era mi primera opción, pero con un poco de mala suerte, un simple rasguño me podía infectar.

Si era rápida y afortunada, podría llegar a tiempo a un hospital. Era casi como tener la rabia. Claro que el tratamiento no siempre funcionaba; en ocasiones, aceleraba la conversión.

– ¿Te ha probado alguna vez un cambiaformas? -me preguntó enroscándose la cola larga y desnuda en las patas.

No sabía si se refería al sexo o a la comida, pero ninguna de las dos cosas sonaba apetecible. Estaba reuniendo valor y preparándose; cuando estuviera listo, vendría a por mí. Como quería que viniera a por mí cuando yo estuviera lista, me decidí por el sexo.

– No tienes lo que hay que tener, hombre rata -le dije.

Se puso tenso y se recorrió el cuerpo con una mano, peinándose el pelaje con las uñas.

– Ya veremos quién tiene qué.

– ¿Es que sólo consigues follar por la fuerza? ¿Eres igual de feo en forma humana?

Siseó con la boca muy abierta, enseñando los dientes. De su cuerpo surgió un sonido, profundo y agudo, como un gruñido lastimero que no se parecía a nada que hubiera oído en mi vida; subió y bajó de volumen y llenó la habitación de ecos violentos y susurrantes. Tensó los hombros dispuesto a saltar.

Contuve la respiración. Lo había cabreado. Era el momento de ver si mi plan funcionaba, o si me mataba. Saltó hacia delante. Me dejé caer, pero él se lo esperaba. Se me abalanzó a una velocidad increíble; gruñía y sacaba las uñas mientras me chillaba en la cara.

Doblé las piernas contra el pecho, para evitar que quedara tendido encima de mí. Me puso una mano en las rodillas y empezó a abrirlas. Me agarré las piernas y resistí, pero era como luchar contra acero en movimiento. Volvió a gritar con un sonido agudo y sibilante mientras me ponía perdida de baba. Se puso de rodillas en busca de un ángulo mejor para hacerme bajar las piernas, y le lancé un patadón con todas mis fuerzas. Al verlo llegar intentó retroceder, pero le di de lleno con los dos pies entre las patas. El golpe lo levantó en vilo, y se derrumbó sobre el rellano, arañando la piedra. Emitía un sonido agudo, quejumbroso y jadeante. Parecía que le costaba respirar.

Un segundo hombre rata entró por el túnel, y las ratas se dispersaron, chillando, en todas direcciones. Me quedé sentada en el rellano, tan lejos como me era posible del hombre rata rubio que se retorcía. Miré al nuevo hombre rata sintiéndome cansada y furiosa.

Mierda, tenía que haber funcionado. No sé quién les había dado permiso a los malos para recibir refuerzos cuando ya eran más que yo. El pelaje del nuevo era de un negro azabache uniforme. Se cubría las patas, algo curvadas, con unos vaqueros cortados. Hizo un gesto suave y grácil.

Tragué saliva, y se me aceleró el corazón. El recuerdo del peso de los cuerpecitos deslizándose sobre mí me puso la carne de gallina. Sentía un dolor punzante en la mano, donde la rata me había mordido. Iban a destrozarme.

– ¡Jean-Claude!

Las ratas se movieron como una marea parda, se apartaron de los escalones y echaron a correr hacia el túnel, chillando. Yo no podía hacer nada más que mirar.

Las ratas gigantes sisearon y señalaron a su compañera caída, gesticulando con el hocico y las patas.

– Ella se estaba defendiendo. ¿Qué le habéis hecho? -La voz del hombre rata era grave y profunda, y tenía bastante buena pronunciación. Si hubiera cerrado los ojos, habría dicho que pertenecía a alguien humano.

Pero no cerré los ojos. Las ratas gigantes se fueron, arrastrando a su amiga; no estaba muerta, pero sí maltrecha. Una de ellas levantó la vista hacia mí mientras las otras desaparecían en el túnel. La mirada de sus ojos vacíos y negros era amenazadora y me prometía cosas muy dolorosas si volvíamos a encontrarnos.

El hombre rata rubio había dejado de retorcerse y yacía muy quieto, resollando, con las manos en la zona dañada.

– Te dije que no vinieras -le dijo el recién llegado.

– Si el ama llama, yo obedezco -respondió el primero. Trató de incorporarse, pero el movimiento pareció dolerle.

– Soy tu rey y es a mí a quien debes obediencia. -El hombre rata de pelo negro empezó a subir las escaleras moviendo la cola con furia, de un modo casi felino.

Me levanté y apoyé la espalda en la puerta, por enésima vez en lo que iba de noche.

– Sólo serás nuestro rey hasta que mueras. Y si te enfrentas al ama, el reinado durará bien poco. Es poderosa, mucho más poderosa que tú -concluyó el hombre rata herido. Apenas tenía un hilo de voz, pero se estaba recuperando; enfadarse siempre pone las pilas.

El rey de las ratas saltó, un borrón negro en movimiento. Con los codos levemente doblados, levantó al otro hasta que los pies le colgaron en el aire y lo sostuvo a escasos centímetros de su cara.

– Soy tu rey, y como no me obedezcas, te mato. -Cogió al rubio por el cuello hasta casi cortarle la respiración, y lo arrojó escaleras abajo. Cayó rodando y quedó hecho un guiñapo. Nos miró desde abajo, dolorido y jadeante. El odio de su mirada habría encendido una hoguera.

– ¿Cómo estás? -preguntó el recién llegado.

Tardé un momento en darme cuenta de que me estaba hablando a mí. Al parecer, había venido a rescatarme, por mucho que no me hiciera ninguna falta. Qué va.

– Bien, muchas gracias.

– No había venido a salvarte -dijo-, sino porque les tengo prohibido a los míos que cacen para la vampira.

– Vale, te importo poco más que una pulga. Pero gracias de todos modos y al margen de tus motivos.

– De nada -dijo inclinando la cabeza.

Me fijé en la quemadura con forma de corona que tenía en el antebrazo izquierdo. Lo habían marcado.

– ¿No sería más fácil llevar una corona y un cetro?

Se miró el brazo y esbozó una de esas sonrisas de rata que muestran todos los dientes.

– Así me quedan libres las manos.

Lo miré a los ojos para saber si me tomaba el pelo, pero no logré salir de dudas. A ver quién es el listo que interpreta la expresión de una rata.

– ¿Para qué te quieren los vampiros? -me preguntó.

– Quieren que trabaje para ellos.

– Accede. Te harán daño si te niegas.

– ¿Igual que a ti si mantienes apartadas a las ratas?

– Nikolaos se cree la reina de las ratas, porque son los animales que puede convocar. -Se encogió de hombros con torpeza-. Pero no sólo somos ratas; también somos personas, y podemos escoger. Yo puedo escoger.

– Haz lo que diga y no te hará daño -dije.

– Doy buenos consejos -dijo, volviendo a sonreír-, pero no siempre los sigo.

– Yo tampoco -dije.

Me miró de reojo con sus ojos negros y se volvió a la puerta.

– Ya vienen.

Sabía a quiénes se refería. Se había acabado la fiesta: llegaban los vampiros. El rey de las ratas bajó de un salto los escalones y recogió a la rata caída. Se la cargó al hombro como si nada, corrió hacia el túnel y desapareció a toda velocidad, apenas un borrón oscuro que me recordó un ratón sorprendido por la luz de la cocina.

Oí el golpeteo de unos tacones en el pasillo y me aparté de la puerta. Se abrió y entró Theresa, que se quedó en el rellano. Me miró y después examinó la habitación vacía con los brazos en jarras y los labios apretados.

– ¿Dónde están?

– Han hecho su trabajo y se han ido. -Le mostré la mano herida.

– No se tenían que ir -dijo Theresa. Un gruñido exasperado brotó del fondo de su garganta-. Ha sido ese rey que tienen, ¿verdad?

– Se han ido; no sé por qué -dije. Me encogí de hombros.

– Mírala, qué tranquila y valiente. ¿No te han asustado las ratas?

Volví a encogerme de hombros. Si algo funciona, insiste.

– Se suponía que no tenían que hacerte sangre. -Me miró fijamente-. ¿Ahora cambiarás en la próxima luna llena? -preguntó como con curiosidad. Ya dice la sabiduría popular que la curiosidad pica y es malsana; ojala fuera verdad y tuviera picores insalubres.

– No -dije, sin más explicaciones. Si las quería, podía machacarme contra la pared hasta que le dijera lo que quería oír, y no le costaría nada. Aunque, ups, era una pena que a Aubrey lo hubieran castigado por haberme hecho daño.

– Las ratas tenían que asustarte, reanimadora -dijo, observándome con el ceño fruncido-, pero parece que no han hecho su trabajo.

– Puede que no me asuste fácilmente. -La miré a los ojos sin esfuerzo; sólo eran ojos.

Theresa me sonrió de repente, mostrando los colmillos.

– Nikolaos ya encontrará algo que te asuste, reanimadora. Porque el miedo es poder. -Susurró las últimas palabras como si temiera decirlas en voz demasiado alta.

¿Qué era lo que atemorizaba a los vampiros? ¿Acaso los atormentaban visiones de estacas afiladas y ajos, o había cosas peores? ¿Cómo se asusta a los muertos?

– Camina delante de mí, reanimadora. Vamos a conocer a tu ama.

– ¿No es también tu ama, Theresa?

Me miró fijamente con la cara inexpresiva, como si la risa de antes hubiera sido irreal. Tenía unos ojos fríos y oscuros. Los de las ratas tenían más personalidad.

– Antes de que acabe esta noche, reanimadora, Nikolaos será el ama de todo el mundo.

– Me parece que no -dije, sacudiendo la cabeza.

– El poder de Jean-Claude te ha vuelto imbécil.

– No -dije-, no es eso.

– Entonces ¿qué es, mortal?

– Que prefiero morir a convertirme en la marioneta de un vampiro.

Theresa no se inmutó; sólo asintió, muy despacio.

– Puede que se cumpla tu deseo.

Se me erizó el vello de la nuca. Podía sostenerle la mirada, pero el mal provoca una sensación especial. Una sensación que da escalofríos, seca la garganta y retuerce el estómago. También la he sentido con humanos, no es necesario ser un no muerto para ser malvado, aunque no viene mal.

Eché a andar delante de ella. Las botas de Theresa resonaban por el pasillo. Puede que sólo fuera el miedo, pero sentía su mirada en la espalda, como si un cubito de hielo me bajara por la columna.

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