Capítulo 3

Mónica Vespucci llevaba una chapa con la inscripción LOS VAMPIROS TAMBIÉN SON PERSONAS. No era un comienzo muy prometedor para la velada. Llevaba una blusa blanca de seda, con cuello alto y volantes que le resaltaba el bronceado de salón de belleza. Tenía el pelo corto y con peinado de estilista, y su maquillaje era perfecto.

La chapa debería haberme dado una pista sobre el tipo de despedida de soltera que había organizado. Pero hay días en los que, simplemente, estoy lela.

Yo llevaba vaqueros negros, botas de caña alta y una blusa granate. Me había arreglado el pelo para que combinara con el atuendo; los rizos negros me caían justo por encima de los hombros. El color marrón oscuro, casi negro, de los ojos me hace juego con el pelo. La piel, demasiado pálida, germánica, contrasta con el moreno latino de todo lo demás. Un ex, muy ex, me describió en una ocasión como una muñequita de porcelana. Creo que lo dijo como un cumplido, pero yo no lo interpreté así. Es uno de los muchos motivos por los que no salgo a menudo con hombres.

Me había puesto una blusa de manga larga, para ocultar la tunda del cuchillo que llevaba en la muñeca derecha y las cicatrices que tengo en el brazo izquierdo. Había dejado la pistola en el maletero. No creía que la despedida fuera a desmadrarse tanto.

– Siento mucho haberlo organizado todo en el último momento, Catherine -dijo Mónica-. Por eso somos sólo tres. Las demás habían hecho planes.

– Qué curioso que la gente tenga planes un viernes por la noche -dije.

Mónica se quedó mirándome sin saber si bromeaba o no.

Catherine me lanzó una mirada de advertencia. Les dediqué a ambas mi mejor sonrisa inocente. Mónica me la devolvió; Catherine no se dejó enredar.

Mónica echó a andar calle abajo, alegre como unas castañuelas borrachas. Y sólo se había tomado dos copas durante la cena. Mala señal.

– Sé amable -susurró Catherine.

– ¿Y ahora qué he hecho?

– Anita… -me dijo con una voz que sonaba como la de mi padre cuando yo volvía a casa demasiado tarde.

– No se te ve muy animada esta noche -dije con un suspiro.

– Pues tengo la intención de animarme mucho -repuso alzando los brazos.

Iba todavía con el traje de oficina, lleno de arrugas. El viento le agitaba el pelo largo y cobrizo. Nunca he sabido si Catherine estaría más guapa si se cortara el pelo para que se le viera bien la cara, o si es el pelo lo que la hace tan atractiva.

– Si tengo que renunciar a una de mis pocas noches libres -añadió-, tengo intención de divertirme… un huevo. -Pronunció las dos últimas palabras como con rabia. Me quedé mirándola.

– No pensarás ponerte ciega de alcohol, ¿verdad?

– Tal vez -dijo. Parecía muy ufana.

Catherine sabía que yo no aprobaba o, mejor dicho, no comprendía que la gente bebiera. A mí no me hacía gracia desinhibirme; si quería desmadrarme, quería controlar hasta qué punto.

Habíamos dejado el coche a dos manzanas, en un aparcamiento. El que tiene alrededor una valla de hierro forjado. No había muchos sitios para aparcar cerca del río; las estrechas calles adoquinadas y las aceras anticuadas del casco antiguo estaban pensadas para caballos, no para automóviles. Una tormenta de verano que había empezado y terminado mientras cenábamos había refrescado las calles. Las primeras estrellas brillaban por encima de nosotras como diamantes cosidos a un paño de terciopelo.

– ¡Más deprisa, tortugas! -gritó Mónica.

Catherine me miró y sonrió. Antes de que me diera cuenta, había echado a correr hacia Mónica.

– Oh, por el amor de Dios murmuré. Quizá, si hubiera bebido en la cena, yo también habría echado a correr, aunque tenía serias dudas.

– No seas quejica- me gritó Catherine.

¿Quejica? Les di alcance caminando. Mónica se reía como una tonta. No sé por qué, pero no me esperaba otra cosa. Catherine y ella reían, apoyadas la una en la otra. Sospeché que se reían de mí.

Mónica se calmó lo suficiente para fingir un susurro teatral.

– ¿Sabéis qué hay al doblar la esquina?

La verdad era que lo sabía. El último asesinato de un vampiro había sucedido a sólo cuatro manzanas de allí. Estábamos en la zona que los vampiros llamaban el Distrito. Los humanos la llamaban la Orilla o Villasangre, según quisieran ser neutros o desagradables.

– El Placeres Prohibidos -dije.

– Vaya, has estropeado la sorpresa.

– ¿Qué es el Placeres Prohibidos? -preguntó Catherine.

– Ah, estupendo, no se ha estropeado tanto -dijo Mónica con una risita. Se cogió del brazo de Catherine-. Te va a encantar, te lo prometo.

Tal vez le encantaría a Catherine; a mí, seguro que no, pero las seguí y doblé la esquina. El letrero era una espiral de neón rojo sangre. No se me escapó el simbolismo.

Subimos los tres amplios escalones y vimos a un vampiro delante de la puerta abierta. Llevaba el pelo negro muy corto, y tenía los ojos pequeños y claros. Los anchos hombros amenazaban con romperle la camiseta negra y ceñida. ¿No era un poco absurdo dedicarse a hacer pesas después de morir?

Desde el propio umbral era capaz de oír el murmullo de voces, risas y música. El rumor de muchas personas reunidas en un espacio pequeño y decididas a pasárselo bien.

El vampiro estaba junto a la puerta, muy quieto. Había algo vivo en él, una sensación de movimiento, a falta de un término mejor. Como mucho, llevaría unos veinte años muerto. En la oscuridad parecía casi humano, incluso a mis ojos. Aquella noche ya se había saciado; se le veía la piel sana y con buen color, y tenía las mejillas casi sonrosadas. Es lo que hace una ración de sangre fresca.

– Oh, palpad estos músculos -dijo Mónica apretándole el brazo.

Él sonrió, mostrando los colmillos. Catherine jadeó. La sonrisa del vampiro se ensanchó.

– Buzz y yo somos viejos amigos, ¿verdad, Buzz?

¿Buzz? No me podía creer que un vampiro se llamara Zumbido. Sin embargo, él asintió.

– Adelante, Mónica. Tenéis una mesa reservada.

¿Una mesa? ¿Qué enchufe tenía Mónica? El Placeres Prohibidos era el local por excelencia de la movida del Distrito, y nunca admitía reservas.

En la puerta había un gran cartel en el que ponía:

NO SE PERMITEN CRUCES, CRUCIFIJOS NI OTROS ARTÍCULOS SAGRADOS EN EL INTERIOR.

Lo leí y pasé de largo. No tenía ninguna intención de desprenderme de mi crucifijo.

– Anita, es un verdadero placer contar con tu presencia -dijo una voz grave y melodiosa que flotó a nuestro alrededor.

Era la voz de Jean-Claude, propietario del local y maestro vampiro. Tenía el aspecto que se supone que debe tener un vampiro, con el pelo suavemente ondulado que se enredaba en el cuello alto de encaje de una camisa antigua. El encaje le caía también sobre las manos, pálidas y de largos dedos. Llevaba la camisa abierta y mostraba el pecho lampiño y esbelto, enmarcado por más encaje. A prácticamente cualquier hombre le habría quedado fatal una camisa como aquella, pero el vampiro la hacía parecer de lo más masculina.

– ¿Os conocéis? -Mónica parecía sorprendida.

– Desde luego -dijo Jean-Claude-. La señorita Blake y yo hemos coincidido en otras ocasiones.

– He ayudado a la policía en algunos casos que han ocurrido en la Orilla.

– Es su experta en vampiros. -Jean-Claude hizo que la última palabra sonara suave, cálida y vagamente obscena.

Mónica soltó una risita. Catherine miraba fijamente a Jean-Claude con ingenuidad y los ojos muy abiertos. Le toqué el brazo, y ella se sobresaltó como si despertara de un sueño.

– Un consejo importante para tu seguridad: no mires nunca a un vampiro a los ojos. -No me molesté en susurrar; él me habría oído de todos modos.

Ella asintió, y hubo un asomo de miedo en su expresión.

– Jamás le haría daño a una joven tan encantadora. -Jean-Claude tomó la mano de Catherine y se la llevó a los labios. Apenas la rozó, pero Catherine sé sonrojó.

También le besó la mano a Mónica. Luego me miró y se echó a reír.

– No te preocupes, mi pequeña reanimadora. No voy a tocarte; sería hacer trampa.

Se acercó a mí. Lo miré fijamente al pecho y vi la cicatriz de una quemadura, casi oculta por el encaje. Tenía forma de cruz. ¿Cuántos decenios habrían transcurrido desde que le pusieron una cruz en el pecho?

– Por el mismo motivo, llevar una cruz te daría una ventaja injusta.

¿Qué podía decirle? En cierto modo, tenía razón.

Era una lástima que no bastara con la forma de la cruz para hacerle daño a un vampiro; si así fuera, Jean-Claude habría tenido serios problemas. Por desgracia, tenía que ser una cruz bendecida y respaldada por la fe. Ver a un ateo blandir una cruz ante un vampiro era un espectáculo patético.

– Anita -pronunció mi nombre como un susurro que me erizó la piel-, ¿qué pretendes?

Tenía una voz increíblemente relajante. Estaba deseando levantar la vista y ver la cara que acompañaba a aquellas palabras. A Jean-Claude lo intrigaban mi inmunidad parcial a sus trucos y la quemadura en forma de cruz de mi brazo. Le parecía una cicatriz muy divertida. Cada vez que nos veíamos, él hacía lo posible por hechizarme, y yo hacía lo imposible por resistirme. Hasta aquel momento había ganado yo.

– Nunca te habías opuesto a que llevara una cruz.

– Porque venías por asuntos policiales; esta vez es distinto.

Lo miré al pecho y me pregunté si el encaje sería tan suave como parecía; probablemente no.

– ¿Tan poco confías en tus habilidades, mi pequeña reanimadora? ¿De verdad crees que toda tu resistencia ante mí radica en el trozo de plata que llevas al cuello?

No lo creía, pero sabía que algo contribuía. Jean-Claude afirmaba tener doscientos cinco años, y un vampiro adquiere mucho poder en dos siglos. Me estaba llamando cobarde veladamente. Y de eso nada.

Levanté los brazos para desabrocharme la cadena. Él se apartó y me volvió la espalda. La cruz me inundó las manos de un resplandor plateado. Una humana rubia apareció junto a mí; me entregó un resguardo y cogió el colgante. Qué monos, hasta tenían una consigna para objetos sagrados.

Me sentí repentinamente desnuda sin el crucifijo. Dormía y me duchaba con él.

– El espectáculo de esta noche te resultará irresistible, Anita -dijo Jean-Claude, acercándose de nuevo-. Te van a hechizar.

Más quisieras contesté. Pero es difícil hacerse la dura con alguien a quien se mira al pecho. Para imponer un poco hay que mirar a la otra persona a los ojos, y en aquella situación era impensable.

Él rió. Era un sonido tangible, como la caricia de las pieles: cálido y con un levísimo deje de muerte.

– Te va a encantar, te lo prometo -dijo Mónica, cogiéndome del brazo.

– Sí -dijo Jean-Claude-. Será una noche verdaderamente inolvidable.

– ¿Es una amenaza?

Volvió a reír, con aquel sonido cálido y siniestro.

– Este es un lugar dedicado al placer, no a la violencia.

– Venga, que el espectáculo está a punto de empezar -dijo Mónica, tironeándome del brazo.

– ¿El espectáculo? -preguntó Catherine.

No tuve más remedio que sonreír.

– Bienvenida al único local de boys vampíricos, Catherine.

– Estás de guasa.

– Por mis niños -dije.

No sé por qué, volví a mirar a la puerta. Jean-Claude estaba inmóvil, sin proyectar ninguna sensación, casi como si no estuviera allí. Hasta que de pronto se movió: se llevó una mano pálida a los labios y me lanzó un beso a través de la sala. Empezaba el espectáculo.

Загрузка...