Capítulo 17

Cuando Ronnie se fue, tenía dos opciones: volver a dormir, que no era mala idea, o empezar a resolver el caso que todo el mundo quería que resolviera cuanto antes. Era capaz de tirar cierto tiempo con cuatro horas de sueño diarias, pero no duraría tanto si Aubrey me arrancaba la garganta. Mejor trabajar.

Es difícil ir armada en San Luis en verano. Tanto con pistolera de sobaco como de cadera, siempre se tiene el mismo problema. Con una chaqueta para tapar la pistola, se pasa un calor insoportable. Y con la pistola en el bolso, no hay nada que hacer: no hay tía capaz de encontrar algo en el bolso en menos de doce minutos. Es impepinable.

Hasta aquel momento, no me habían disparado nunca; era alentador. Es una pena que me hubieran secuestrado y hubieran estado a punto de matarme. No tenía intención de que volviera a pasarme nada sin plantar cara. Levanto cincuenta kilos empresa de banca, que no está nada mal. Pero pesar sólo cuarenta y ocho kilos es una desventaja. Las tenía todas conmigo contra un humano de mi tamaño; el problema es que no había muchos malos de mi tamaño. Y con los vampiros… Bueno, a menos que pudiera levantar camiones, tenía todas las de perder. Así que llevaría pistola.

Al final me decidí por un aspecto informal. La camiseta era enorme; me llegaba por medio muslo y me hacía parecer un zepelín. Lo único que la salvaba era el dibujo que tenía delante, de unos pingüinos jugando al voley playa y pingüinitos haciendo castillos de arena a un lado. Me gustan los pingüinos. Me había comprado la camiseta para dormir y no imaginaba que acabaría saliendo con ella a la calle, pero mientras no me encontrara con la patrulla de la moda, estaría a salvo.

Me puse un cinturón en el pantalón corto negro, para sujetar la pistolera interior. Era una Únele Mike's Sidekick, y me encantaba, pero no servía para la Browning. Tenía otra pistola, más cómoda y fácil de ocultar: una Firestar, pequeña y compacta, de nueve milímetros y con cargador para siete balas.

Completaban mi atuendo unos calcetines deportivos blancos, con unas bonitas rayas azules a juego con la franja azul de las zapatillas blancas. Parecía una quinceañera patosa y me sentía exactamente igual, pero cuando me miré en el espejo no había ni rastro de la pistola que llevaba en el cinturón. La camiseta la cubría, la rodeaba y la volvía invisible.

Tengo la parte superior del cuerpo esbelta, menuda si queréis, musculosa y de buen ver. Por desgracia, a mis piernas les faltan unos diez centímetros para llegar a piernas ideales. No tendré los muslos delgados en la vida, pero tampoco dejaré de tener las pantorrillas musculosas. Aquel atuendo me realzaba las piernas y ocultaba todo lo demás, pero dispondría de la pistola sin asarme. No se puede tener todo.

Llevaba el crucifijo colgado por dentro de la camiseta, pero añadí una pulsera de dijes en la muñeca izquierda, con tres crucecitas que colgaban de la cadena de plata. Tenía las cicatrices a la vista, pero en verano prefiero hacer como si no existieran. No soporto la idea de usar manga larga a cuarenta grados con una humedad del cien por cien; se me derretirían los brazos. Además, las cicatrices no son lo que más llama la atención cuando llevo los brazos al aire. En serio.

Las oficinas de Reanimators, Inc. eran nuevas: sólo llevábamos tres meses en ellas. Enfrente teníamos la consulta de un psicólogo de los de al menos cien dólares por hora. Al final del pasillo había un cirujano plástico; también había dos abogados, un consejero matrimonial y una agencia inmobiliaria. Cuatro años antes, la sede de Reanimators, Inc. no era más que un cuartucho, encima de un garaje. El negocio prosperaba.

La buena racha se la debíamos en gran medida a Bert Vaughn, nuestro jefe. Era un hombre de negocios, un artista, una máquina de hacer dinero, un marrullero y un tramposo. Nada ilegal del todo, pero… Casi todo el mundo prefiere considerarse honrado, buena gente, y son muy pocos los que se enorgullecen de ir de canallas por la vida. A Bert le iba el rollo intermedio. Sospecho que si le abrieran las venas, en vez de sangre le saldrían billetes verdes recién impresos.

Bert había convertido un talento infrecuente, una tara bochornosa o una experiencia religiosa, es decir, la capacidad de levantar a los muertos, en un negocio rentable. Los reanimadores teníamos el don, pero Bert sabía sacarle el jugo. No es algo que dejara mucho margen para discutir, pero yo pensaba intentarlo.

El papel pintado que tenemos en recepción es de colores pastel: verde claro con pequeños estampados orientales en tonos verdes y marrones. La moqueta es gruesa y también verde, pero demasiado clara para parecer césped, aunque esa era la intención. Hay plantas por todas partes.

A la derecha de la puerta hay un Ficus benjamina, esbelto como un ciprés, de hojas verdes y brillantes, que se comba por encima del sillón que tiene delante. Hay otro árbol en el rincón opuesto, alto y firme, con una copa de hojas rígidas y puntiagudas como las palmeras; es una

Dracaena marginata. O eso es lo que pone en las etiquetas que hay atadas a los troncos larguiruchos. Los dos árboles rozan el techo. Y además hay docenas de tiestos con plantas más pequeñas en todos los espacios libres de la habitación verde claro.

Bert opina que el verde pastel es relajante y que las plantas dan un toque hogareño. A mí me parece un híbrido desafortunado de funeraria y floristería.

Mary, nuestra secretaria de día, tiene más de cincuenta años. Cuántos más es asunto suyo. Lleva el pelo estilo casco, con tanta laca que ni el viento se lo despeina; Mary no es muy partidaria del aspecto natural. Tiene dos hijos adultos y cuatro nietos. Cuando crucé la puerta me dedicó su mejor sonrisa profesional.

– ¿Qué desea…? Oh, Anita, creía que no entrabas hasta las cinco.

– Creías bien, pero tengo que hablar con Bert y coger unas cosas del despacho.

Miró la agenda con el ceño fruncido.

– Pues ahora lo está usando Jamison. Está con una clienta.

Sólo tenemos tres despachos. Bert está instaladísimo en uno, y los demás nos turnamos para usar los otros dos. Lo nuestro es sobre todo el trabajo de campo o, mejor dicho, de cementerio, así que rara vez necesitamos todos los despachos a la vez. Es como tener un piso en la playa en régimen de tiempo compartido.

– ¿Tiene para mucho?

– Es una madre -dijo comprobando sus notas- cuyo hijo se está planteando unirse a la Iglesia de la Vida Eterna.

– ¿Y Jamison intenta convencerlo para que entre o para que no?

– ¡Anita! -me reprendió Mary, pero era cierto. La Iglesia de la Vida Eterna era la iglesia de los vampiros. La primera que podía prometer la vida eterna con pruebas tangibles. Nada de esperas ni de misterios: la eternidad en bandeja de plata. Casi todo el mundo ha dejado de creer en la inmortalidad del alma. Ya no está de moda preocuparse por el cielo y el infierno, ni por merecerse la inmortalidad. De manera que la Iglesia ganaba adeptos a mansalva: si el alma no estaba en juego, ¿qué se podía perder? La luz del sol. La comida. Ya ves tú qué terrible.

Lo que me molestaba era la parte relacionada con el alma. La mía no está en venta, ni siquiera a cambio de la eternidad. Veréis: yo sabía que los vampiros podían morir. Lo había comprobado, y a nadie parecía interesarle qué pasaba con el alma de los vampiros cuando morían. ¿Se podía ser un vampiro bueno e ir al cielo? Me daba que no.

– ¿Bert también está reunido?

– No, está libre -dijo Mary tras volver a consultar la agenda. Levantó la vista y sonrió como si se alegrara de poder ayudarme. Puede que fuera así.

También hay que decir que Bert se quedó con el despacho más pequeño. Las paredes son claras, azul pastel, y la moqueta es dos tonos más oscura. Bert insiste en que el azul tranquiliza a los clientes, y yo insisto en que es como estar metido en un cubito de hielo.

Bert no hace juego con su despacho: es cualquier cosa menos pequeño. Mide uno noventa, y tiene los hombros anchos y una figura de atleta universitario con principio de michelines. Tiene el pelo muy rubio, y lo lleva cortado al ras encima de sus pequeñas orejas. Luce un bronceado marinero para resaltar el pelo y los ojos claros, de un gris tan neutro que parecen cristales sucios. Tiene mérito conseguir que brillen unos ojos así, pero en aquel momento brillaban. Bert estaba encantado de verme. Eso no podía ser bueno.

– Anita, qué agradable sorpresa. Siéntate. -Me mostró un sobre-. Hemos recibido el cheque.

– ¿Qué cheque? -pregunté.

– Por investigar los asesinatos de vampiros.

Lo había olvidado. Había olvidado que en algún momento de toda esta historia me habían prometido dinero. Me parecía ridículo, indecente incluso, que Nikolaos quisiera arreglar nada con dinero. Y a juzgar por la cara de Bert, era un montón de pasta.

– ¿Cuánto?

– Diez mil dólares -alargó las palabras, haciéndolas durar.

– Tampoco es para tirar cohetes.

– ¿Te has vuelto ambiciosa con los años, Anita? -Se rió-. Creía que ese era mi trabajo.

– Eso no paga la vida de Catherine, ni la mía.

Se le desdibujó levemente la sonrisa, y me miró con recelo, como si estuviera a punto de decirle que los reyes son los padres. Casi podía oír cómo se preguntaba si iba a tener que devolver el cheque.

– ¿Qué quieres decir?

Le conté lo ocurrido, con algunas omisiones de poca monta. No mencioné el Circo de los Malditos. Ni el fuego azul. Ni la primera marca vampírica.

– No te lo crees ni tú -dijo cuando llegué a la parte en la que Aubrey me estampaba contra la pared.

– ¿Quieres ver los cardenales?

Acabé el relato y observé su cara angulosa y solemne. Tenía las manos, grandes y de uñas cortas, cruzadas sobre la mesa. El cheque estaba junto a él, encima de unas carpetas cuidadosamente apiladas. Intentaba parecer atento y preocupado, pero fingir empatia no era lo suyo; saltaba a la vista cómo le giraban los engranajes mientras hacía cálculos.

– No te preocupes, Bert, podrás cobrar el cheque.

– Joder, Anita, no era eso lo que…

– Déjalo.

– En serio, Anita. Sería incapaz de ponerte en peligro a propósito.

– Paparruchas. -Reí.

– ¡Anita! -Parecía escandalizado, con los ojos pequeños muy abiertos y una mano en el pecho. La sinceridad personificada.

– No me lo trago, así que guárdate el numerito para los clientes. Te conozco demasiado bien.

Entonces sonrió. Fue su única sonrisa auténtica. El verdadero Bert Vaughn había hecho acto de presencia. Le brillaban los ojos, no de afecto, sino de placer. Hay algo calculador y descaradamente taimado en la sonrisa de Bert. Como si se hubiera enterado de un secreto muy comprometedor y estuviera dispuesto a mantener la boca cerrada… a cambio de algo.

Resulta turbador que alguien se considere mal tipo y le dé igual. Atenta contra todo lo sagrado. Se nos enseña, por encima de todo, a ser amables y cultivar la amistad. Alguien que prescinde de todo eso es un individualista y un peligro en potencia.

– ¿Hay algo que pueda hacer Reanimators, Inc. para ayudarte?

– Ya he puesto a Ronnie a trabajar en ciertos aspectos. Cuantas menos personas se involucren, menos personas correrán peligro.

– Tú siempre tan altruista.

– No como otros que yo me sé.

– No tenía ni idea de qué querían.

– Ya, pero sabías lo que opino de los vampiros.

Me dedicó una sonrisa que decía: «Conozco tu secreto; conozco tus sueños más oscuros». Así era Bert. Un chantajista en ciernes. Yo le sonreí amablemente.

– Como me vuelvas a mandar un cliente vampiro sin consultarme primero, me largo.

– ¿Y adonde vas a ir?

– Me llevaré mi cartera de clientes, Bert. ¿A quién entrevistan los de la radio? ¿A quién se menciona más en la prensa? Y fue idea tuya, Bert. Te pareció que yo daba la imagen más comercial, la de aspecto más inofensivo, la más sugerente. Como un cachorrito en la perrera municipal. Cuando llaman a Reanimators, Inc., ¿por quién preguntan?

Se le había borrado la sonrisa, y sus ojos parecían dos bloques de hielo.

– No llegarías ni a la esquina sin mí.

– Mejor, pregúntate adonde llegarías tú sin mí.

– Me las arreglaría perfectamente.

– Y yo.

Nos quedamos enfrentados con la mirada durante un momento eterno. Ninguno de los dos quería apartar la vista ni ser el primero en parpadear. Bert empezó a sonreír sin dejar de sostenerme la mirada, y yo no pude evitar que se me dibujara una sonrisa. Nos reímos juntos, y ahí se acabó el mal rollo.

– De acuerdo, Anita, se acabaron los vampiros.

– Gracias -dije levantándome.

– ¿De verdad estarías dispuesta a dejarlo? -Tenía una expresión amable y risueña, toda una máscara de candor.

– Sabes que no tengo por costumbre tirarme faroles.

– Sí -dijo-, ya lo sé. Sinceramente, no se me ocurrió que este trabajo pudiera poner tu vida en peligro.

– ¿Habría supuesto alguna diferencia?

Se lo pensó un momento y rió.

– No, pero habría cobrado más.

– Sigue ganando dinero, Bert. Eso se te da bien.

– Y que lo digas.

Lo dejé para que pudiera acariciar el cheque en privado. E incluso para que pudiera reírse a sus anchas. Era dinero manchado de sangre, y no sólo en sentido figurado. Puede que a Bert le diera igual, pero a mí no.

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