Capítulo 35

Al anochecer, a las nueve menos cuarto, regresé a la iglesia. El cielo estaba violáceo y había nubes rosadas que parecían algodón dulce arrancado por niños impacientes, a punto de fundirse. Faltaba poco para que llegara la verdadera oscuridad; los algules ya estarían rondando, pero a los vampiros aún les faltaban unos minutos.

Me quedé en los peldaños, admirando la puesta de sol. Ya no quedaba sangre. Los escalones blancos estaban relucientes, como si aquella tarde no hubiera pasado nada. Pero yo lo recordaba, y me había resignado a sudar en el calor de julio para poder llevar un arsenal. El chubasquero no sólo tapaba la pistolera y la nueve milímetros con munición de reserva, sino también un cuchillo en cada antebrazo. Llevaba la Firestar en la funda de la cintura, al alcance de la mano derecha, y hasta un cuchillo atado al tobillo.

Lástima que nada de aquello me valdría contra Malcolm, uno de los maestros vampiros más poderosos de la ciudad. Después de haber visto a Nikolaos y a Jean-Claude en acción, diría que ocupaba el tercer puesto. En semejante compañía, la medalla de bronce no era moco de pavo, de modo que ¿por qué iba a vérmelas con él? Porque no se me ocurría otra cosa que hacer.

Había dejado una carta en la que explicaba mis sospechas respecto a la Iglesia y todos los demás en la caja de seguridad. ¿Acaso no tiene una todo el mundo? Ronnie estaba al corriente, y había otra carta en la mesa de la secretaria de Reanimators, Inc. El lunes por la mañana se la enviarían a Dolph, a menos que yo llamara para impedirlo.

Un pequeño intento de asesinato y me estaba volviendo paranoica por momentos. Mira tú.

El aparcamiento estaba repleto. Pequeños grupos de personas iban entrando en la iglesia. Algunos habían llegado a pie. Los observé detenidamente. ¿Vampiros antes de que oscureciera? No, simples humanos.

Me subí un poco la cremallera del chubasquero. No quería estropear el oficio exhibiendo una pistola.

Una joven con el pelo castaño engominado, que le formaba una onda artificiosa sobre un ojo, repartía panfletos en la puerta. Supuse que eran para la ceremonia.

– Bienvenida -dijo con una sonrisa. ¿Es la primera vez que viene?

Le devolví la sonrisa toda amable, como si no llevara bastantes armas para cargarme a media congregación.

– Tengo cita con Malcolm.

La sonrisa no le cambió; en todo caso se le ensanchó, hasta mostrar un hoyuelo que tenía a un lado de los labios pintados. Me daba que no sabía que había matado a alguien hacía un rato… La gente no me suele sonreír cuando se entera de esas cosas.

– Un momento; voy a buscar a alguien que se ocupe de la puerta. -Se apartó, le dio un golpecito en el hombro a un chaval, le susurró algo al oído y le entregó los panfletos.

Regresó junto a mí alisándose el vestido burdeos.

– Si tiene la amabilidad de seguirme…

Sonó como una pregunta. ¿Y si le hubiera dicho que no? Se habría quedado a cuadros. El chico estaba saludando a una pareja que acababa de entrar en la iglesia. El hombre llevaba traje; la mujer, el típico vestido con medias y sandalias. Podían haber estado entrando en mi iglesia, en cualquier iglesia. Mientras seguía a la chica hacia la puerta por el pasillo lateral, me fijé en una pareja de punkis posmodernos. O como se llamen ahora. El pelo de la chica parecía el de la novia de Frankenstein en rosa y verde. Pero cuando la miré mejor empecé a dudar; igual era un tío con el pelo verde y rosa. En tal caso, su novia llevaba el pelo rapado.

La Iglesia de la Vida Eterna tenía un público muy variado. El truco está en la diversidad. Resultaba atractiva para los agnósticos, los ateos, los creyentes estándar desilusionados y algunos que no habían decidido qué eran. El recinto estaba casi a rebosar, y todavía no era de noche; aún tenían que llegar los vampiros. Hacía mucho que no veía una iglesia tan concurrida, excepto en Pascua o en Navidad, cuando se llenan de cristianos de temporada. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Era la iglesia más concurrida que había visto en años. La iglesia de los vampiros. Puede que el verdadero peligro no fuera el asesino; puede que estuviera allí, en aquel edificio.

Sacudí la cabeza y crucé la puerta en pos de mi guía; atravesamos la nave y la zona del café. Y sí que había café preparado, en una mesa cubierta con un mantel blanco, pero también había un cuenco de ponche rojizo que tenía un aspecto demasiado viscoso para ser ponche.

– ¿Le apetece un café? -dijo la mujer.

– No, gracias.

Me dedicó una sonrisa amable y me abrió la puerta con el letrero OFICINAS. Entré. No había nadie.

– Malcolm la recibirá tan pronto como despierte. Si lo desea, puedo quedarme con usted -dijo, mirando hacia la puerta.

– No se pierda la ceremonia por mí. No me importa esperar sola.

– Gracias. -Volvió a mostrar el hoyuelo con una sonrisa-. Estoy segura de que no tendrá que esperar mucho. -Dicho aquello, se marchó y me dejó sola. Sola frente a la mesa del secretario y la agenda con tapas de cuero de la Iglesia de la Vida Eterna. La vida me sonreía.

Abrí la agenda por la semana anterior al asesinato del primer vampiro. Bruce, el secretario, tenía una letra muy clara, y todas las anotaciones eran muy precisas. Hora, nombre y breve descripción del motivo de la cita. 10:00, Jason MacDonald, reportaje para una revista. 9:00, reunión con el alcalde, problemas de calificación urbanística. La rutina que cabría esperar del Billy Graham del vampirismo. Dos días antes del primer asesinato había una anotación escrita con otra letra, más pequeña, pero no menos pulcra. 3:00, Ned. Aquello era todo, sin apellido, sin el motivo de la reunión. Y no lo había apuntado Bruce. Parecía una pista. Qué emoción.

Ned era un diminutivo de Edward, igual que Teddy. ¿Se había reunido Malcolm con el asesino de los muertos vivientes? Puede que sí, puede que no. También podía ser una reunión clandestina con otro Ned. O quizá Bruce no estaba en su puesto y, sencillamente, otra persona había apuntado la cita. Repasé el resto de la agenda tan deprisa como pude. No había nada más que llamara la atención, y todas las demás anotaciones estaban escritas con la meticulosa caligrafía de Bruce.

Malcolm se había reunido con Edward, si era Edward, dos días antes del primer asesinato. Si aquello era cierto, ¿qué podía significar? Que Edward era el asesino y que Malcolm lo había contratado. Lo que no me cuadraba era que si Edward hubiera querido matarme, se habría encargado personalmente. ¿Podía ser que a Malcolm le hubiera entrado el pánico y hubiera enviado a uno de sus seguidores? Podía ser.

Estaba sentada en una silla junto a la pared, hojeando una revista, cuando se abrió la puerta. Malcolm era alto, y tan flaco que casi daba pena, con unas manos grandes y huesudas que le pegarían más a un hombre musculoso. Su pelo corto y rizado tenía el espantoso tono de las plumas de jilguero. Es el problema de los rubios cuando se tiran casi trescientos años a oscuras.

La última vez que había visto a Malcolm me había parecido guapo, perfecto. En aquel momento lo encontré casi vulgar, como a Nikolaos con su cicatriz. ¿Me habría dado Jean-Claude la capacidad de ver el verdadero aspecto de los maestros vampiros?

La presencia de Malcolm fue llenando la habitación como si fuera agua invisible, que me erizaba la piel y la dejaba helada. Me llegaba por las rodillas y seguía subiendo. Dándole novecientos años más, llegaría a rivalizar con Nikolaos. Aunque yo no estaría para comprobarlo.

Me levanté mientras él cruzaba la habitación. Llevaba un atuendo discreto: traje azul oscuro, camisa azul celeste y corbata de seda azul. La camisa clara hacía que sus ojos parecieran del azul de los huevos de petirrojo. Me sonrió con su cara angulosa, y no intentó nublarme la mente. A Malcolm se le daba muy bien resistir aquel impulso: toda su credibilidad radicaba en que no hacía trampas.

– Me alegro de verla, señorita Blake. -No me tendió la mano; era demasiado listo-. Bruce me ha dejado un mensaje muy confuso. ¿Algo relativo a los asesinatos de vampiros? -preguntó con voz profunda y tranquilizadora, como el sonido del mar.

– Le he dicho a Bruce que tengo pruebas de que su Iglesia está involucrada en los crímenes.

– ¿Y las tiene?

– Sí. -Lo creía de verdad. Si se había reunido con Edward, tenía a mi asesino.

– Hummm, no miente. Y aun así, sé que no es cierto. -Su voz me envolvió, cálida y densa, poderosa.

– ¡Trampa! -Sacudí la cabeza-. Ha usado sus poderes para sondearme la mente. Muy mal.

– Yo controlo mi Iglesia, señorita Blake -dijo encogiéndose de hombros y abriendo las manos-. Nadie de aquí cometería la acción de la que nos acusa.

– Anoche atacaron con porras una fiesta de freaks. Hubo heridos. -La última parte era una suposición.

– Una pequeña facción de nuestros seguidores sigue recurriendo a la violencia -dijo con el ceño fruncido-. Las fiestas de freaks, como usted las llama, son abominaciones, y hay que acabar con ellas, pero siempre por la vía legal. Es lo que les digo a mis seguidores.

– Pero ¿los castiga cuando lo desobedecen? -pregunté.

– No soy un policía ni un sacerdote que tenga que imponer castigos. No son niños; son dueños de sí mismos.

– Sí, claro.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó.

– Que es un maestro vampiro. Ninguno de ellos puede oponerse a su voluntad. Harán todo lo que quiera.

– No utilizo los poderes mentales con mi congregación.

Sacudí la cabeza. Su poder me subía por los brazos como una ola fría. Ni siquiera lo hacía a propósito; sólo rezumaba. ¿Se daba cuenta? ¿Podía ser accidental, realmente?

– Tuvo una reunión dos días antes del primer crimen.

– Tengo muchas reuniones. -Sonrió con cuidado de no enseñar los colmillos.

– Ya lo sé; está muy solicitado, pero seguro que se acuerda de esta. Contrató a un hombre para que matara vampiros. -Le observé la cara, pero era demasiado bueno. Hubo un destello en sus ojos, tal vez de inquietud; pero desapareció, y la seguridad regresó a su mirada azul y brillante.

– Señorita Blake, ¿por qué me está mirando a los ojos?

– Si no intenta hechizarme, no pasa nada -respondí encogiéndome de hombros.

– He intentado convencerla de ello varias veces, pero prefería la… seguridad. En cambio, ahora me mira directamente. ¿Por qué?

Se acercó a mí tan deprisa que lo vi borroso. Saqué la pistola, sin pensarlo. Es lo que tiene el instinto.

– Vaya -dijo.

Lo miré fijamente, dispuesta a encajarle una bala en el pecho si daba un paso más.

– Tiene al menos la primera marca, señorita Blake. La ha tocado un maestro vampiro. ¿Quién?

Solté aire en un largo suspiro. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

– Es una larga historia.

– La creo. -De repente estaba otra vez junto a la puerta, como si no se hubiera movido nunca. Tenía que reconocer que era bueno.

– Contrató a un hombre para que matara a los vampiros que van a las fiestas -dije.

– No -contestó.

Siempre me pone nerviosa que alguien se quede como si nada cuando lo estoy apuntando con una pistola.

– Pero contrató a un asesino.

– Supongo que no esperará que reconozca nada parecido, ¿verdad? -dijo encogiéndose de hombros con una sonrisa.

– Supongo que no. -Qué diablos, podía preguntárselo-. ¿Tienen alguna relación usted o su Iglesia con los asesinatos de vampiros?

Casi se echó a reír. No me extraña. Nadie en su sano juicio habría contestado que sí, pero a veces se pueden deducir cosas por la forma en que una persona niega algo. La mentira que se escoge puede ser casi tan reveladora como la verdad.

– No, señorita Blake.

– Contrató a un asesino. -Hice que sonara como una afirmación.

Se le desdibujó la sonrisa. Me miró fijamente, y su presencia me cosquilleó la piel como un enjambre.

– Señorita Blake, creo que ya va siendo hora de que se vaya.

– Un hombre ha intentado matarme hoy.

– No veo cómo puede ser culpa mía.

– Tenía dos marcas de mordiscos en el cuello. -De nuevo aquel destello en los ojos. ¿Incomodidad? Puede-. Me estaba esperando a la entrada de su iglesia. Me he visto obligada a matarlo en los escalones. -Una pequeña mentira, pero no quería involucrar más a Ronnie.

Tenía el ceño fruncido, y un reguero de ira se propagó como el fuego por la habitación.

– No lo sabía, señorita Blake. Lo investigaré.

Bajé la pistola, pero no la guardé. Sólo se puede apuntar a alguien durante cierto tiempo. Si no tiene miedo, y si nadie va a atacar, queda bastante ridículo.

– No sea demasiado duro con Bruce. No reacciona muy bien ante la violencia.

Malcolm se enderezó, estirándose la americana. ¿Un gesto nervioso? Vaya, vaya. Había puesto el dedo en la llaga.

– Lo investigaré, señorita Blake. Si era miembro de nuestra iglesia, le debemos una humilde disculpa.

¿Qué podía decirle? ¿Gracias? No parecía apropiado.

– Sé que contrató a un asesino, y eso no es buena publicidad para su iglesia. Creo que está detrás de los crímenes. Puede que tenga las manos limpias, pero los asesinatos se cometieron con su aprobación.

– Por favor, váyase inmediatamente, señorita Blake -dijo abriendo la puerta.

– No se preocupe; ya me voy. -Crucé el umbral, aún con la pistola en la mano-. Pero eso no significa que se haya librado de mí.

– ¿Sabe qué significa la marca de un maestro vampiro? -Me miraba furioso.

Lo pensé un momento y no supe qué contestar. La verdad.

– No.

– Ya lo descubrirá, señorita Blake. -Puso una sonrisa capaz de helar el corazón-. Si le resulta difícil de sobrellevar, recuerde que estamos aquí para ayudarla. -Me cerró la puerta en las narices. Con suavidad.

– ¿Y eso qué significa? -le susurré a la puerta. No me contestó.

Guardé la pistola y vi una puertecita con el rótulo SALIDA. La iglesia estaba iluminada débilmente, puede que con velas. Los cantos de la congregación se elevaban en el aire de la noche. No reconocí la letra, pero la música era la de «Como una ofrenda de la tarde». Capté una frase: «Viviremos eternamente, para no morir jamás».

Corrí al coche, esforzándome por no escuchar la canción. Había algo aterrador en aquellas voces que se elevaban hacia el cielo, adorando… ¿qué? ¿A sí mismas? ¿La eterna juventud? ¿La sangre? ¿Qué? Otra pregunta para la que no tenía respuesta.

Edward era el asesino. Lo que no sabía era si podría entregárselo a Nikolaos. ¿Podría entregar a otro ser humano a los monstruos, aunque fuera para salvar el pellejo? Otra pregunta sin respuesta. Diez días antes habría dicho que no, pero ya no estaba tan segura.

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