Capítulo 33

Llegué al despacho de Ronnie poco antes de las once. Me detuve con la mano en el picaporte. No podía sacarme de la cabeza la imagen de Theresa en la acera. Era cruel y probablemente había matado a cientos de humanos. ¿Por qué me daba pena? Porque soy tonta, supongo. Respiré profundamente y empujé la puerta.

El despacho de Ronnie está lleno de ventanas. Le entra luz desde el sur y el oeste, lo que significa que por la tarde es como una caldera solar. No hay aire acondicionado que pueda con tanto sol.

Desde las soleadísimas ventanas de Ronnie se ve el Distrito. Si es que a alguien le interesa verlo.

Ronnie me invitó con un gesto a sumergirme en la luz cegadora de su despacho.

Había una mujer de aspecto delicado sentada ante la mesa. Era asiática, con el pelo negro y brillante, peinado hacia atrás con esmero. La chaqueta morada, pulcramente doblada en el brazo de la silla, le hacía juego con la falda. Una blusa de satén lila le resaltaba los ojos rasgados y el tono suave, también lila, de la sombra de ojos. Tenía los tobillos cruzados y las manos recogidas en el regazo. Tenía un aspecto fresco, a pesar del sol abrasador.

No me esperaba verla después de tantos años. Cuando conseguí reaccionar, cerré la boca y avancé con la mano tendida.

– ¡Beverly! ¡Cuánto tiempo!

Se levantó con elegancia y puso una mano fría en la mía.

– Tres años. -Beverly siempre tan exacta.

– ¿Os conocíais? -preguntó Ronnie.

– ¿No te lo ha comentado Bev? -le pregunté volviéndome hacia ella. Ronnie sacudió la cabeza. Miré a la recién llegada y le pregunté-: ¿Por qué no se lo has dicho a Ronnie?

– No me ha parecido que hiciera falta. -Beverly tuvo que levantar la cara para mirarme a los ojos. No hay mucha gente que tenga que hacer eso; es tan poco habitual que siempre me produce una sensación extraña, y tengo que reprimir el impulso de agacharme.

– ¿Alguna de las dos me va a decir de qué os conocéis? -preguntó Ronnie. Pasó junto a nosotras y se sentó a su mesa; reclinó el respaldo hacia atrás, cruzó las manos y se quedó a la espera, mirándome con sus ojos grises, suaves como un gatito.

– ¿Te importa que se lo cuente, Bev?

Bev había vuelto a sentarse, elegante y refinada. Era la dignidad personificada, y siempre me había parecido toda una dama en el mejor sentido de la palabra.

– Si lo consideras necesario -dijo-, no tengo nada que objetar.

No fue un visto bueno muy entusiasta, pero tendría que valer. Me instalé en la otra silla, muy consciente de mis vaqueros y mis zapatillas deportivas. Al lado de Bev parecía una niña mal vestida. Me sentí así durante un momento; después se me pasó. No olvidemos que, como dijo Eleanor Roosevelt, nadie puede hacer que otra persona se sienta inferior sin su consentimiento. Es una máxima que intento aplicar, y casi siempre funciona.

– La familia de Bev fue víctima de un grupo de vampiros -dije-. Sólo sobrevivió ella. Yo fui una de las personas que ayudaron a acabar con ellos.

Había sido breve, había ido al grano y me había dejado mucho en el tintero. Sobre todo las partes dolorosas.

– Se le ha olvidado mencionar que arriesgó su vida para salvarme -dijo Bev con aquella voz tranquila y precisa. Bajó la mirada a las manos, en el regazo.

Recordé lo primero que había visto de Beverly Chin: una pierna blanca que golpeaba el suelo. El destello de los colmillos cuando el vampiro echó la cabeza hacia atrás para morder. Un atisbo de un semblante pálido que gritaba, y un cabello oscuro. El terror puro de aquel grito. Mi mano, que lanzaba un cuchillo de plata que acertó al vampiro en el hombro. No fue un golpe mortal; no había tenido tiempo. La criatura se puso en pie de un salto, con un rugido, y me enfrenté a ella yo sola, con el último cuchillo que me quedaba. Hacía mucho que se me habían acabado las balas.

Y recordé cómo Beverly Chin golpeó al vampiro en la cabeza con un candelabro de plata cuando el monstruo se había abalanzado sobre mí y sentía su aliento en el cuello. Los gritos de Beverly resonaron en mis sueños durante semanas; no dejaba de gritar mientras machacaba la cabeza del vampiro, hasta dejar el suelo cubierto de sangre y sesos.

Y todo había ocurrido sin que cruzáramos una palabra. Nos habíamos salvado la vida mutuamente; un vínculo así perdura. La amistad puede enfriarse, pero ese compromiso, ese conocimiento forjado con terror, sangre y violencia compartida, es imperecedero. Seguía entre nosotras después de tres largos años, tenso y palpable.

Ronnie, una chica lista, rompió el incómodo silencio.

– ¿Os apetece tomar algo?

– Sin alcohol -dijimos Bev y yo al unísono. Nos reímos, y la tensión desapareció. No seríamos nunca amigas de verdad, pero quizá pudiéramos dejar de ser fantasmas del pasado.

Ronnie nos tendió unos refrescos sin azúcar. Puse cara de asco, pero acepté el mío de todas formas: sabía que no tenía otra cosa en la pequeña nevera del despacho. Habíamos tenido verdaderas discusiones sobre los refrescos dietéticos, pero ella juraba que le gustaba el sabor. ¿De verdad le gustaba eso? ¡Puaj!

Bev cogió la lata como si fuera la cosa más normal; quizá bebiera lo mismo en casa. A mí, que me den cosas que engorden y sepan a algo.

– Ronnie me dijo por teléfono que puede que haya un escuadrón de la muerte relacionado con la LAV. ¿Es cierto? -pregunté.

Bev bajó la vista a la lata, que sostenía por debajo con una mano, para no mancharse la falda.

– No lo sé a ciencia cierta, pero creo que sí.

– Dime todo lo que sepas.

– Durante un tiempo se habló de formar una patrulla para cazar vampiros. Para matarlos, igual que ellos habían matado a nuestras… familias. Por supuesto, el presidente vetó la propuesta. Respetamos la ley y no formamos patrullas parapoliciales. -Lo dijo como si quisiera convencerse a sí misma y no a nosotras. La mera posibilidad la alteraba: su pequeño y apacible mundo amenazaba con derrumbarse de nuevo-. Pero de un tiempo a esta parte he oído conversaciones… Hay gente de nuestra organización que presume de haber matado vampiros.

– ¿Cómo se supone que los matan? -pregunté.

– No lo sé -dijo mirándome, dubitativa.

– ¿No tienes ni idea?

Negó con la cabeza.

– Creo que podría averiguarlo. ¿Es importante?

– La policía ha evitado divulgar ciertos detalles. Cosas que sólo podría saber el asesino.

– Comprendo. -Bajó la vista a la lata y a continuación me miró-. No creo que sean asesinatos, aunque hayan hecho lo que pone en los periódicos. Matar animales peligrosos no debería ser delito.

En parte estaba de acuerdo con ella. En otro tiempo habría dicho que del todo.

– Entonces, ¿por qué nos ayudas?

Me miró fijamente y sentí sus ojos oscuros, casi negros, clavados en mi cara.

– Porque estoy en deuda contigo.

– Tú también me salvaste la vida. No me debes nada.

– Siempre habrá una deuda entre nosotras; siempre.

La miré a la cara y comprendí. Bev me había suplicado que no le dijera a nadie que le había destrozado la cabeza al vampiro. Creo que la horrorizaba ser capaz de tanta violencia, daba igual el motivo.

Le había dicho a la policía que Bev había distraído al vampiro para que yo pudiera matarlo y siempre se había mostrado desproporcionadamente agradecida por aquella mentirijilla. Quizá, si nadie más lo sabía, pudiera fingir que no había ocurrido. Quizá.

Se puso en pie y se alisó la falda por detrás. Colocó el refresco con cuidado en el borde de la mesa.

– Le dejaré un mensaje a la señorita Sims cuando averigüe algo más.

– Te agradezco lo que estás haciendo -dije asintiendo. Podía estar traicionando su causa por mí.

Se colgó la chaqueta morada del brazo y aferró el pequeño bolso.

– La violencia no es la solución. Tenemos que trabajar dentro de la legalidad. La Liga Antivampiros está a favor de la ley y el orden, no de que cada cual se tome la justicia por su mano. -Sonaba a discurso enlatado, pero lo dejé estar. Todos necesitamos creer en algo.

Nos estrechó la mano. La tenía fresca y seca. Salió con los esbeltos hombros muy erguidos. Cerró la puerta con firmeza, pero sin hacer ruido. Viéndola, nadie diría que había sufrido tanta violencia, y puede que eso fuera precisamente lo que deseaba. ¿Quién era yo para reprochárselo?

– Bien, ahora infórmame tú -dijo Ronnie-. ¿Qué has descubierto?

– ¿Y cómo sabes que he descubierto algo? -pregunté.

– Porque cuando has entrado tenías las branquias verdosas.

– Genial. Y yo que creía que no se me notaba…

– No te agobies -dijo, dándome un golpecito en el brazo-. Te conozco demasiado; eso es todo.

Asentí; había interpretado la explicación como lo que era: una mentira piadosa. Pero la acepté de todos modos. Le conté lo de la muerte de Theresa; se lo conté todo, excepto los sueños en los que intervenía Jean-Claude. Eso quedaba en privado.

Dejó escapar un silbido.

– Joder, si que has estado ocupada. ¿Y tú crees que se trata de un escuadrón de la muerte formado por humanos?

– ¿Te refieres a la LAV? -Asintió; respiré profundamente y añadí-: No lo sé. Si son humanos, no tengo ni idea de cómo lo hacen. Hace falta una fuerza sobrehumana para arrancar una cabeza.

– ¿Un humano muy fuerte? -preguntó.

– Puede ser. -Visualicé los cachos de brazos de Winter-. Pero tanta, tanta fuerza…

– Hay abuelitas que, bajo presión, han levantado coches.

Tenía razón.

– ¿Te apetece visitar la Iglesia de la Vida Eterna? -pregunté.

– ¿Estás pensando en convertirte? -Fruncí el ceño, y ella se echó a reír-. Vale, vale, deja de mirarme así. ¿Qué se nos ha perdido allí?

– Anoche atacaron la fiesta. Llevaban porras. No digo que quisieran matar a nadie, pero cuando se va por ahí pegando a la gente… -Me encogí de hombros-. Es fácil que ocurran accidentes.

– ¿Crees que la Iglesia anda detrás de esto?

– No lo sé, pero si odia esas fiestas tanto como para irrumpir en ellas, puede que odie a los asistentes tanto como para matarlos.

– La mayoría de los miembros de la Iglesia son vampiros.

– Exacto -dije-. Fuerza sobrehumana y facilidad para acercarse a las víctimas.

– No está mal, Blake, no está mal -dijo Ronnie con una sonrisa. -Ahora sólo hace falta demostrarlo. -Bajé la cabeza con modestia. -A menos, claro, que sea una pista falsa. -Todavía le brillaban los ojos, divertidos.

– Bah, cierra el pico. Al menos es un sitio por donde empezar. -Oye, si no me quejo -dijo extendiendo las manos-. Mi padre me decía siempre: «No critiques nada que no sepas hacer mejor». -Tú tampoco tienes ni idea de qué está pasando, ¿verdad?

– Ya me gustaría. -La cara se le ensombreció. Y a mí.

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