Capítulo 32

El pitido estridente del despertador me arrancó del sueño. Sonó como una alarma de coche espantosamente alta. Les di a los botones a tientas; por suerte, se apagó. Parpadeé y miré el reloj con los ojos entrecerrados. Las nueve de la mañana. Mierda. Me había olvidado de desconectar la alarma. Tenía el tiempo justo para vestirme y llegar a misa. No quería levantarme ni ir a la iglesia; seguro que Dios me perdonaría el plantón.

Claro que en aquel momento necesitaba toda la ayuda posible. Igual tenía una revelación y me encajaban todas las piezas. No es coña; me ha pasado. No es que me fíe ciegamente de la ayuda divina, pero a veces se me da mejor pensar cuando estoy en la iglesia.

En un mundo lleno de vampiros y engendros de todo tipo, en el que un crucifijo bendecido puede ser lo único que se interponga ante la muerte, se ve la Iglesia con otros ojos. Por decirlo de alguna manera.

Salí de la cama a rastras, refunfuñando. Sonó el teléfono. Me quedé sentada hasta que saltó el contestador.

– Anita, soy el sargento Storr. Tenemos otro vampiro asesinado.

– Hola, Dolph -saludé cogiendo el auricular.

– Qué bien. Me alegro de haberte pillado antes de que salgas.

– ¿Otro vampiro muerto?

– Aja.

– ¿Como los otros?

– Eso parece. Necesito que vengas a echar un vistazo.

– De acuerdo -dije después de asentir y darme cuenta de que no podía verme-. ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

Suspiré. Ya me podía olvidar de la iglesia. No podían dejar el cadáver allí hasta mediodía, o más tarde, sólo por mi cara bonita.

– Dame la dirección. Un momento; voy a coger un boli que funcione. -Tenía una libreta en la mesilla, pero el bolígrafo se había muerto sin avisarme-. De acuerdo, dispara.

El lugar estaba a sólo una manzana del Circo de los Malditos.

– Eso está fuera del Distrito. Hasta ahora, no había habido ningún asesinato tan lejos de la Orilla.

– Cierto -dijo.

– ¿Qué más tiene este caso de diferente?

– Ya lo verás cuando llegues. -La locuacidad personificada.

– Bien, estaré allí en media hora.

– Vale. Hasta ahora. -El teléfono quedó en silencio.

– Vale, buenos días a ti también, Dolph -le dije al auricular. Puede que tuviera tan mal café como yo.

Se me estaban curando las manos. La noche anterior me había quitado las tiritas, que habían quedado empapadas en sangre de cabra. Las heridas se estaban cerrando, así que no me molesté en volver a vendarlas.

Ya tenía bastante con la venda que me cubría el corte del brazo; pronto no me quedaría sitio para más marcas en el brazo izquierdo. El mordisco del cuello empezaba a ponerse morado; parecía el chupetón más bestia del mundo. Si Zerbrowski lo veía, no me dejaría en paz. Me lo tapé con un esparadrapo; pareció que intentaba ocultar un mordisco de vampiro. Mierda. Lo dejé tapado. Que la gente pensara lo que quisiera; tampoco era asunto suyo.

Me puse un polo rojo metido por dentro de los vaqueros, las zapatillas deportivas y una funda de sobaco para la pistola. Ya estaba lista. La pistolera tiene un compartimiento para munición; metí en él unos cuantos cargadores nuevos. Veintiséis balas. Cuidado, villanos. La verdad es que la mayoría de los tiroteos duran menos de ocho disparos, pero alguna vez tiene que ser la primera.

Llevaba un chubasquero amarillo fosforito bajo el brazo. Lo había cogido por si la pistola empezaba a poner nerviosa a la gente, aunque estaría rodeada de policías y de montones de armas a la vista. ¿Por qué yo no podía hacer lo mismo? Además, estaba harta de juegos. Que se enteraran de que iba armada y dispuesta a todo.

Siempre hay demasiadas personas en la escena de un crimen. Y no lo digo por los mirones y la gente se acerca a cotillear, que son inevitables: hay algo fascinante en la muerte de los demás. El problema es la plaga de policías: un montón de inspectores salteado con unos pocos de uniforme. Tanto agente de la ley para un solo crimen.

Incluso había una furgoneta de televisión con una parabólica gigante en la parte trasera a modo de cañón de rayos de una película de ciencia ficción de los cuarenta. Seguro que llegarían más. Lo que no sabía era cómo habían logrado mantenerlo en secreto tanto tiempo.

Vampiros asesinados. La leche, sensacionalismo puro. Ni siquiera había que inventarse nada para darle morbo.

Procuré que la multitud quedara entre el cámara y yo. Una periodista rubia de pelo corto y traje de chaqueta de última moda le había plantado a Dolph un micrófono en los morros. Mientras me mantuviera cerca de la casquería, estaría a salvo. Podrían grabarme, pero no les permitirían emitir las imágenes, por aquello del buen gusto y toda la pesca.

Tenía una identificación plastificada, con foto y todo, que me permitía acceder a las zonas policiales. Siempre me sentía como una novata del FBI cuando me la ponía en la solapa.

Un agente me detuvo junto a la cinta amarilla. Se quedó mirando la identificación durante unos segundos, como si no acabara de decidir si servía. ¿Me dejaría cruzar la línea o llamaría antes a un inspector?

Me quedé quietecita y con los brazos colgando, tratando de parecer inofensiva. Se me da muy bien: resulto monísima. El uniformado levantó la cinta y me dejó pasar. Contuve las ganas de decirle «Buen chico» y le di las gracias.

El cadáver estaba cerca de una farola, con las piernas abiertas. Tenía un brazo retorcido debajo del tórax, probablemente roto. Le faltaba el centro de la espalda, como si alguien hubiera metido la mano en la caja torácica y se hubiera llevado lo de dentro. Faltaría el corazón, fijo.

El inspector Clive Perry estaba junto al cadáver. Era negro, alto y delgado, el flamante fichaje de la Santa Compaña. Siempre era educado y agradable. No podía imaginarme a Perry haciendo algo tan chungo como para cabrear a alguien, pero cuando asignaban a alguien a aquella brigada era por algo.

– Hola, Blake -dijo, levantando la vista de la libreta.

– Hola, inspector Perry.

– El sargento Storr dijo que vendrías. -Me sonrió.

– ¿Los demás han terminado?

– Todo tuyo -dijo asintiendo.

Un charco de sangre marrón oscuro se extendía bajo el cadáver. Me arrodillé al lado. La sangre estaba coagulada y tenía una consistencia pegajosa, como de pegamento. Ya no quedaba ni rastro del rigor mortis, si es que lo había habido. El cuerpo de los vampiros no reacciona ante la «muerte» igual que el de las personas, por lo que resulta más difícil calcular la hora de la defunción. Pero eso era el cometido del forense, no el mío.

El refulgente sol del verano caía a plomo sobre el cadáver. Por la forma del cuerpo y el corte del traje de chaqueta negro, me pareció que se trataba de una mujer. Era difícil saberlo porque estaba tendida boca abajo, con el tórax destrozado, y le faltaba la cabeza. Se veía la columna vertebral, blanca y reluciente. La sangre se había derramado desde el cuello como de una botella rota de vino tinto. Tenía la piel desgarrada y retorcida; era como si le hubieran arrancado la cabeza de cuajo.

Tragué saliva. Hacía meses que no vomitaba en la escena de un crimen. Me incorporé y me alejé un poco del cadáver.

¿Podía ser obra de un humano? No; o sí. Rayos. Si era que sí, se había esforzado un huevo en disimularlo. Daba igual qué revelara el examen superficial; el forense siempre acababa encontrando marcas de cuchillo, pero no estaba claro si eran anteriores o posteriores a la muerte. ¿Era un humano que intentaba hacerse pasar por monstruo o un monstruo que intentaba hacerse pasar por humano?

– ¿Dónde está la cabeza?

– ¿Te encuentras bien?

Levanté la vista para mirar al policía. ¿Estaba pálida?

– Sí. -La gran cazadora de vampiros, tan dura ella, no iba a ponerse a vomitar por una cabeza cortada. Ya.

Perry arqueó las cejas, pero era demasiado educado para insistir. Me condujo a un par de metros escasos de distancia, en la misma acera. Habían tapado la cabeza con un plástico. Otro charco de sangre coagulada, más pequeño, salía por debajo. Perry se inclinó y llevó una mano al plástico.

– ¿Preparada?

Asentí; no confiaba en mi voz. Lo levantó como si fuera un telón y reveló lo que había en la acera.

Una larga melena negra rodeaba una cara blanquísima. El pelo estaba apelmazado y pegajoso por la sangre. Había sido guapa, pero ya no: tenía las facciones inexpresivas, casi de muñeca, irreales… Tardé unos segundos en procesar la información que le transmitían los ojos.

– ¡Joder!

– ¿Qué pasa?

Me puse en pie rápidamente y me alejé un par de pasos. Perry se me acercó.

– ¿Te encuentras bien?

Volví a mirar hacia el plástico y su siniestro contenido. ¿Que si me encontraba bien? Buena pregunta. Podía identificar aquel cadáver.

Era el de Theresa.

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