Capítulo 5

El ataúd estaba de lado en el suelo, con la cicatriz blanca de un zarpazo en el barniz oscuro. El forro azul celeste, de imitación de seda, estaba desgarrado y arrancado en parte. Se veía claramente la huella sangrienta de una mano que casi podía haber sido humana. Lo único que quedaba del cadáver era un traje marrón hecho jirones, una falange roída y un fragmento de cuero cabelludo. Era rubio.

Había otro cadáver a poco más de un metro, con la ropa destrozada. Tenía la caja torácica abierta, y las costillas, partidas como palillos. Casi todos los órganos internos había desaparecido, y el cuerpo parecía un tronco hueco. Sólo tenía intacta la cara. Los ojos claros, increíblemente abiertos, estaban dirigidos a las estrellas de la noche de verano.

Me alegré de que estuviéramos a oscuras. No tengo mala visión nocturna, pero la oscuridad atenúa los colores, y toda la sangre era negra. El cadáver del hombre se confundía con las sombras de los árboles. No tendría que verlo de nuevo, salvo que me acercara, y no pensaba repetir; ya había medido las marcas de los mordiscos con la cinta métrica y le había registrado todo el cuerpo con los guantes de plástico, en busca de pistas. No había ninguna.

Podía hacer lo que quisiera en la escena del crimen; ya la habían grabado y fotografiado desde todos los ángulos posibles. Yo siempre era la última «experta» a la que llamaban. La ambulancia esperaba para llevarse los cadáveres en cuanto terminase.

Ya casi estaba. Tenía claro que aquello era obra de algunos, demonios necrófagos. Soy la leche: había reducido la lista de sospechosos a un tipo determinado de no muertos. Aunque eso también lo podría haber deducido cualquier forense.

Estaba empezando a sudar, por culpa del mono que me había puesto para protegerme la ropa. Lo había comprado para matar vampiros, pero desde hacía un tiempo lo usaba también en las escenas de los crímenes. Me había manchado las rodillas y las perneras, a causa de la gran cantidad de sangre que cubría la hierba. Gracias a Dios, no tenía que ver aquello a plena luz del día.

No sé por qué es peor ver cosas así a la luz del día, pero suelo tener pesadillas sobre los lugares que inspecciono de día. La sangre siempre es demasiado roja, pardusca y espesa. La noche lo amortigua todo y hace que parezca menos real, cosa que agradezco.


Me bajé la cremallera del mono y lo dejé abierto, sin quitármelo. Noté un viento sorprendentemente fresco y olor a lluvia. Se aproximaba otra tormenta.

Habían tendido cinta policial amarilla alrededor de los troncos de los árboles y la habían pasado por encima de los arbustos. Un bucle rodeaba los pies de piedra de un ángel. La cinta se movía y crujía por efecto del viento, cada vez más fuerte. El sargento Rudolf Storr la levantó para pasar y avanzó hacia mí.

Medía dos metros y tenía la constitución de un luchador profesional. Caminaba con movimientos bruscos y a grandes zancadas. Su pelo negro, muy corto, le dejaba las orejas al descubierto. Dolph era el jefe de la Santa Compaña, la brigada policial de creación más reciente. Su denominación oficial era Brigada Regional de Investigación Preternatural, es decir, BRIP. Se ocupaba de todos los delitos relacionados con lo sobrenatural, y para Dolph no había significado precisamente un ascenso. Willie McCoy tenía razón; la brigada era sólo un intento poco entusiasta de acallar a la prensa y a los liberales.

Dolph había cabreado a alguien; de lo contrario, no lo habrían destinado allí. Pero, por su forma de ser, estaba decidido a hacerlo lo mejor posible. Era como una fuerza de la naturaleza. No necesitaba levantar la voz; su sola presencia bastaba para que se hicieran las cosas.

– ¿Y bien? -dijo, siempre tan locuaz.

– Ha sido un ataque de algules.

– ¿Y…?

– En este cementerio no hay algules -dije encogiendo los hombros.

Se quedó mirándome con cara de poker. Se le daba bien; no le gustaba influir en los suyos.

– Pero dices que es cosa de algules.

– Sí, pero han venido de otro sitio.

– ¿Y qué?

Que nunca he oído hablar de algules que se alejen tanto de su cementerio. -Lo miré fijamente, intentando averiguar si entendía qué le estaba diciendo.

– Háblame de los algules, Anita. -Había sacado su inseparable libretita y tenía el boli preparado.

– Este cementerio sigue siendo tierra sagrada. Por regla general, las infestaciones de algules se dan en cementerios muy antiguos, o en sitios en los que se han practicado determinados ritos satánicos o de vudú. Es como si el mal fuera desgastando la bendición hasta que la tierra deja de ser sagrada. Cuando ocurre eso, los algules se trasladan a ese cementerio, o salen de la tumba. No se sabe muy bien cómo va la cosa.

– Espera un momento, ¿es que nadie lo sabe?

– Más o menos.

– Explícate -dijo sacudiendo la cabeza mientras miraba con el ceño fruncido las notas que había tomado.

– A ver: a los vampiros los convierten otros vampiros; a los zombis los levantan los reanimadores y los sacerdotes vudú; los algules, por lo que sabemos, salen de la tumba ellos solitos. Según algunas teorías, los malos malísimos se convierten en algules. Yo no me lo creo. Durante una época se dijo que las personas mordidas por un ser sobrenatural, como un cambiaformas, un vampiro o lo que sea, se convertían en algules. Pero yo he visto cementerios enteros vacíos, con todos los cadáveres convertidos en algules. Es imposible que todos fueran atacados en vida por seres sobrenaturales.

– Vale; no sabemos de dónde salen los algules. ¿Qué sabemos de ellos?

– Para empezar, no se pudren, como los zombis. Conservan la forma; en eso se parecen a los vampiros. Son más inteligentes que un perro, pero tampoco mucho más. Son cobardes y no atacan a las personas a menos que estén heridas o inconscientes.

– Pues no han tenido problemas para atacar al guarda.

– Puede que estuviera inconsciente.

– ¿Cómo?

– Igual lo golpeó una persona.

– ¿Lo crees probable?

– No; los algules no colaboran con los humanos ni con ningún otro ser. Los zombis obedecen órdenes; los vampiros tienen voluntad propia; los algules son como manadas de animales, quizá como los lobos, pero más peligrosos. Serían incapaces de entender el concepto de colaboración. Para ellos, todo el que no es un algul es comida o una amenaza.

– Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí?

– Dolph, estos algules han recorrido un buen trecho para venir hasta aquí; no hay ningún otro cementerio en varios kilómetros a la redonda. Los algules no hacen esas cosas, así que tal vez, y sólo tal vez, atacaron al guarda cuando fue a ahuyentarlos. Deberían haber huido de él, pero parece que no.

– ¿Podría ser que algo, o alguien, haya amañado las cosas para que parezca un ataque de algules?

– Quizá, aunque lo dudo. Fuera quien fuera, devoró a ese hombre. Un humano podría hacerlo, pero no podría descuartizar el cuerpo de ese modo; los humanos no tienen tanta fuerza.

– ¿Y un vampiro?

– Los vampiros no comen carne.

– ¿Un zombi?

– Podría ser. Se han dado casos aislados de zombis que han enloquecido y se han puesto a atacar a las personas. Parece que sienten un deseo irrefrenable de comer carne. Si no la consiguen, se empiezan a descomponer.

– Creía que los zombis se descomponían siempre.

– Los zombis que comen carne duran mucho más de lo normal. Hay una que sigue pareciendo humana después de tres años.

– ¿La dejan ir por ahí comiendo personas?

– Le dan carne cruda -dije con una sonrisa-. Creo que en el artículo ponía que su plato favorito era el cordero.

– ¿El artículo?

– Todos los oficios tienen su gaceta, Dolph.

– ¿Cómo se llama?

– El Reanimador, ¿cómo si no? -dije, encogiéndome de hombros.

– Claro -respondió sonriendo-. ¿Qué posibilidades hay de que sea obra de zombis?

– Pocas. Los zombis nunca van en manadas, a menos que se les ordene.

– ¿Ni siquiera los zombis antropófagos? -preguntó, consultando sus notas.

– Sólo hay tres casos documentados, y en los tres eran cazadores solitarios.

– Así que han sido zombis antropófagos o algules de algún tipo nuevo. ¿Eso es todo?

– Sí -confirmé.

– De acuerdo. Gracias y perdón por haberte molestado en tu noche libre. -Cerró la libreta y me miró casi sonriendo-. El secretario me ha dicho que estabas en una despedida de soltera. -Arqueó las cejas-. ¿En un local de boys?

– No me des la vara, Dolph.

– Por nada del mundo.

– Vaaale -dije-. Si no quieres nada más, me largo.

– De momento, es todo. Llámame si se te ocurre algo.

– De acuerdo -dije. Regresé a mi coche. Metí los guantes de plástico manchados de sangre en la bolsa de basura del maletero. No sabía qué hacer con el mono; al final, lo doblé y lo coloqué encima de la bolsa. Se podía usar una vez más.

– Ten cuidado esta noche, Anita -me gritó Dolph-. No vayan a contagiarte algo. Lo miré con odio.

– ¡Te queremos! -gritaron al unísono los hombres, a modo de despedida.

– Que os den.

– De haber sabido que te gustaba ver hombres desnudos -dijo uno-, habríamos montado un numerito.

– Como si tuvieras algo que exhibir, Zerbrowski.

Risas. Alguien lo cogió por el cuello.

– Te ha vacilado, tío… No insistas; siempre te gana por la mano.

Subí al coche con las carcajadas masculinas de fondo. Alguien se ofreció a ser mi esclavo sexual. Probablemente fue Zerbrowski.

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