Capítulo 25

La mujer se apartó para cedernos el paso y cerró la puerta después. No me habría extrañado que la cerrara con llave para que no pudiéramos escapar, pero no fue así. Aparté la mano de Phillip de mis cicatrices, y él la enroscó en mi cintura y me condujo por un pasillo largo y estrecho. La casa estaba fresca; el aire acondicionado ronroneaba ahuyentando el calor. Un distribuidor cuadrangular desembocaba en una habitación.

Era un salón, con todo lo que aquello conllevaba: un sofá grande, otro pequeño, dos sillones, plantas colgadas frente a un ventanal, sombras vespertinas que trazaban dibujos sobre la moqueta… Hogareño. En el centro de la habitación había un hombre de pie con una copa en la mano. Parecía recién salido del Emporio del Cuero. Llevaba cintas de cuero entrecruzadas por todo el abdomen y los brazos; parecía una versión hollywoodiense de un gladiador sexoadicto.

Le debía una disculpa a Phillip: su atuendo era de lo más conservador y normalito. La alegre anfítriona entró detrás de nosotros, luciendo su corsetería violeta, y le puso una mano a Phillip en el brazo. Tenía las uñas pintadas de morado oscuro, casi negro. Se las pasó rascando por la piel y le dejó unas tenues marcas rojizas.

Phillip se estremeció y me apretó la cintura con más fuerza. ¿Aquella era su idea de la diversión? Esperaba que no.

Una mujer negra y alta se levantó del sofá. Su más que generosos pechos amenazaban con escapar de un sujetador de alambre negro. Una falda escarlata, con más agujeros que tela, colgaba del sujetador y se movía con cada paso, dejando al descubierto retazos de piel oscura. Estaba segura de que no llevaba nada debajo.

Tenía cicatrices sonrosadas en una muñeca y el cuello; una yonqui inexperta, nueva, poco usada. Nos rodeó como si estuviéramos en venta y quisiera inspeccionar la mercancía. Me rozó la espalda con la mano; me aparté de Phillip y la miré de frente.

– Esa cicatriz de la espalda, ¿qué es? No es un mordisco de vampiro. -La voz era demasiado ronca para una mujer; casi de contratenor.

– Un siervo humano me clavó un palo afilado. -No añadí que el «palo afilado» era una de mis estacas, ni que había matado al siervo humano aquella misma noche.

– Me llamo Rochelle -dijo.

– Anita.

La alegre anfítriona se acercó a mí y me acarició el brazo. Me aparté de ella, y sus uñas me recorrieron la piel, dejándome pequeñas marcas rojas. Contuve el impulso de frotármelas. Era una cazadora de vampiros dura como el acero; no me importaban los arañazos. Pero la mirada de la mujer, sí. Parecía estar haciendo conjeturas sobre mi sabor y cuánto tiempo duraría. Nunca me había mirado así ninguna mujer. Y no me gustaba ni un poco.

– Me llamo Madge. Este es Harvey, mi marido -dijo, señalando al fanático del cuero, que se había situado junto a Rochelle-. Bienvenida a nuestra casa. Phillip nos ha hablado mucho de ti, Anita.

Harvey intentó acercárseme por detrás, pero yo retrocedí hacia el sofá para verlo de frente. Me rodeaban como tiburones. Phillip me miraba muy serio. Vale; se suponía que tenía que estar pasándomelo bien, en vez de comportarme como si todos tuvieran enfermedades contagiosas.

¿Quién era el menor de los males? La pregunta del millón. Madge se relamió de forma lenta y sugerente; vi en sus ojos que pensaba en las guarrerías que quería hacerme. Ni hablar. Rochelle se movió la falda y mostró demasiado muslo. Tenía razón: no llevaba nada debajo. Ni loca.

Así que sólo quedaba Harvey. Sus manos pequeñas y de uñas cortas jugaban con la combinación de cuero y remaches del diminuto faldellín. Frotaba el cuero una y otra vez con los dedos. Mierda.

Le dediqué mi mejor sonrisa profesional; no era muy seductora, pero era mejor que fruncir el ceño. Abrió mucho los ojos y dio un paso hacia mí mientras me acercaba la mano al brazo derecho. Aspiré y contuve el aire, dejándome la sonrisa congelada en la cara.

Me rozó el interior del codo con los dedos y me provocó un cosquilleo, hasta que me estremecí. Harvey se lo tomó como una invitación y se acercó más, hasta que nuestros cuerpos quedaron a punto de tocarse. Le puse una mano en el pecho para impedir que siguiera avanzando. Tenía el vello del pecho negro, áspero y denso. Los pechos peludos no han sido nunca santo de mi devoción; me van más los lampiños. Me empezó a rodear la espalda con un brazo, y yo no sabía qué hacer. Si retrocedía tendría que sentarme en el sofá, y no me parecía muy buena idea. Si avanzaba me quedaría pegada a todo aquel cuero y aquella piel.

– Me moría por conocerte -dijo con una sonrisa.

Dijo «moría» como si fuera una obscenidad, o un guiño privado. Todos los demás rieron, menos Phillip, que me cogió del brazo y me apartó de Harvey. Me apoyé en Phillip, y hasta le rodeé la cintura con los brazos. No había abrazado nunca a nadie que llevara una camiseta de malla. Era una sensación interesante.

– Recordad lo que os he dicho -dijo Phillip.

– Vale, de acuerdo -dijo Madge-. Es tuya, toda tuya; nada de compartir, nada de tríos. -Se acercó a él contoneándose con sus ceñidas bragas de encaje. Con los tacones podía mirarlo directamente a los ojos-. De momento puedes mantenerla a salvo, pero cuando llegue la plana mayor la compartirás. Ya se encargarán.

Phillip se quedó mirándola hasta que ella apartó la vista.

– Ha venido conmigo, y yo la llevaré a casa.

– ¿Piensas plantarles cara? -Preguntó Madge, arqueando una ceja-. Phillip, cariño, no me cabe duda de que tu chica tiene un culito adorable, pero no creo que valga la pena cabrearlos por un calentón.

Me aparté de Phillip; puse una mano abierta contra el estómago de la mujer y empujé, lo justo para hacerla retroceder. Los tacones la desequilibraban y estuvo a punto de caerse.

– Vamos a dejar las cosas claras -dije-. Ni mi culo es asunto tuyo, ni soy el calentón de nadie.

– Anita… -dijo Phillip.

– Caramba, la chica tiene carácter -dijo Madge-. ¿De dónde la has sacado, Phillip?

Me saca de quicio que me encuentren graciosa cuando me cabreo. Me acerqué más a ella, y me miró desde arriba sonriendo.

– ¿Sabes que cuando sonríes se te marcan un montón las arrugas de los lados de la boca? Los cuarenta ya no los cumples, ¿verdad?

– Zorra -bufó, y se me apartó de encima.

– Procura no hablar de mi culito, Madge, cariño. Rochelle se reía en silencio, y su copioso pecho temblaba como gelatina oscura. Harvey estaba muy serio. Si se hubiera atrevido a sonreír, creo que Madge se le habría echado encima. Le brillaban mucho los ojos, pero no mostraba ni el rastro de una sonrisa.

Una puerta se abrió y se cerró en el pasillo, dentro de la casa. Una mujer entró en la habitación. Rondaría los cincuenta años, aunque igual tenía cuarenta mal llevados. Una melena muy rubia le enmarcaba la cara redonda. ¿Cuánto va a que era rubio de bote? En sus manos regordetas relucían anillos con piedras auténticos. Arrastraba un camisón transparente negro por el suelo, a juego con el salto de cama abierto. El color del camisón era el apropiado para su figura, pero no la arreglaba lo suficiente: no había forma de ocultar que estaba hecha una foca. Tenía aspecto de profesora, jefa de exploradoras, pastelera o la madre de alguien. Y estaba en el umbral mirando fijamente a Phillip.

Soltó un gritito y echó a correr hacia él. Me aparté de su paso para que no me aplastara la estampida. Phillip tuvo el tiempo justo de prepararse antes de que ella le echara encima su tonelaje. Durante un instante creí que se iba a caer de espaldas con ella encima, pero enderezó la columna, tensó las piernas y consiguió mantenerse en pie.

Qué fuerte era mi Phillip, capaz de levantar con las dos manos a una ninfómana con sobrepeso.

– Te presento a Crystal -dijo Harvey.

Crystal se puso a besarle el pecho a Phillip mientras sus manitas regordetas y afables intentaban sacarle la camiseta de los pantalones para tocarle la piel. Era como un alegre cachorrito en celo.

Phillip trataba de disuadirla sin éxito. Se quedó mirándome, y yo recordé lo que había dicho de que había dejado de ir a aquellas fiestas. ¿Sería aquel el motivo? ¿Crystal y similares? ¿Madge y sus uñas afiladas? Lo había obligado a llevarme, pero también lo había obligado a ir.

Visto así, yo tenía la culpa de que Phillip estuviera allí. Mierda, estaba en deuda con él.

Le di unas palmaditas en la mejilla, y la mujer parpadeó. Me pregunté si sería miope.

– Crystal -dije, con mi mejor sonrisa angelical-. Crystal, no me gusta ser maleducada, pero le estás metiendo mano a mi pareja.

– ¿Pareja? -Chilló, ojiplática-. Nadie tiene pareja en las fiestas.

– Pues yo soy nueva en esto; todavía no conozco las reglas, pero en mi pueblo, las mujeres no andan sobando a la pareja de otras. Al menos espera a que vuelva la espalda, ¿vale?

Le empezó a temblar el labio inferior y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había sido educada con ella, incluso atenta, y aun así se iba a poner a llorar. ¿Qué pintaba Crystal entre aquella gente?

Madge se le acercó, la rodeó con el brazo y se la llevó, haciendo sonidos tranquilizadores y acariciándole los brazos cubiertos de seda negra.

– ¿Cómo puedes ser tan fría? -dijo Rochelle. Se apartó de mí y se dirigió a un mueble bar que había junto a una pared.

Harvey también se había apartado, y había seguido a Madge y a Crystal sin siquiera mirar atrás.

Ni que le hubiera dado una patada a un cachorro. Phillip dejó escapar un suspiro prolongado y se hundió en el sofá. Juntó las manos y se las puso entre las piernas. Me senté a su lado, doblando la falda debajo de las piernas.

– Creo que no puedo con esto -susurró.

Le toqué el brazo. Estaba temblando de una forma que no me gustó ni un poco. No se me había ocurrido pensar qué representaba para él ir allí, pero estaba empezando a darme cuenta.

– Podemos marcharnos -dije.

– ¿Qué quieres decir? -Se volvió lentamente y me miró.

– Que podemos marcharnos.

– ¿Te irías ahora, sin averiguar nada, porque yo tengo problemas?

– Digamos que te prefiero en plan ligón tirando a creído. Si te sigues comportando como una persona de verdad, acabarás confundiéndome por completo. Si no puedes soportarlo, nos vamos y ya está.

– Puedo hacerlo. -Aspiró profundamente y soltó el aire; después se sacudió como un perro mojado-. Si tengo elección, puedo hacerlo.

– ¿Y antes no tenías elección? -Me tocaba a mí mirarlo fijamente.

– Tenía la impresión de que debía traerte si querías venir -dijo desviando la mirada.

– No, joder, no era eso lo que ibas a decir. -Le giré la cara para obligarlo a mirarme-. Te ordenaron que fueras a verme el otro día, ¿no es cierto? No fue sólo para averiguar dónde estaba Jean-Claude, ¿verdad? -Tenía los ojos muy abiertos, y sentía latir el pulso en mis dedos-. ¿De qué tienes miedo, Phillip? ¿Quién te da órdenes?

– Anita, por favor, no puedo…

– ¿Qué te han ordenado, Phillip? -Dejé caer la mano.

– Tengo que mantenerte a salvo, eso es todo. -Tragó saliva y observé cómo movía la garganta. El pulso le saltaba bajo las marcas de mordiscos del cuello. Se humedeció los labios, pero no de forma seductora, sino nerviosa. Me estaba mintiendo. Lo jodido era que no sabía hasta qué punto mentía, ni respecto a qué.

Oí que Madge se acercaba por el pasillo, toda alegría y seducción. Qué buena anfitriona. Acompañó a dos personas al salón. Una era una mujer de pelo rojo y corto, con exceso de maquillaje, como si se hubiera frotado con tiza verde alrededor de los ojos. La segunda era Edward, sonriente, encantador, con el brazo alrededor de la cintura desnuda de Madge. Ella emitió una risita gutural cuando él le susurró algo.

Me quedé troquelada. Era algo tan inesperado que me dejó helada. Si hubiera sacado una pistola, habría podido matarme mientras yo me quedaba boquiabierta mirándolo. ¿Qué coño hacía Edward allí?

Madge los acompañó al mueble bar. Edward se volvió para mirarme y me dedicó una sonrisa educada dejando sus ojos azules vacíos como los de un muñeco.

Sabía que no habían transcurrido las veinticuatro horas. Lo sabía. Edward había decidido ir allí en busca de Nikolaos. ¿Nos habría seguido? ¿Habría oído el mensaje de Phillip en mi contestador?

– ¿Qué pasa? -preguntó Phillip.

– ¿Qué pasa? -repetí-. Que obedeces órdenes, probablemente de algún vampiro… -Terminé la frase mentalmente: «… y la Muerte acaba de entrar haciéndose pasar por freak en busca de Nikolaos». Sólo había un motivo por el que Edward podía estar buscando a un vampiro: para matarlo.

Era posible que el asesino hubiera dado por fin con la horma de su zapato. Hasta aquel momento creía que quería estar presente el día en que Edward fuera derrotado. Quería ver la presa que resultara ser un bocado demasiado grande para la Muerte. Pero en aquella ocasión había visto a la presa de cerca y en persona. Si Edward y Nikolaos llegaban a conocerse y ella sospechaba que yo había tenido algo que ver… Mierda. ¡Mierda, mierda, mierda!

Debería haber delatado a Edward. Me había amenazado, y seguro que cumpliría su amenaza. Me torturaría sin pestañear para obtener información. ¿Estaba en deuda con él? No, pero aun así no lo iba a delatar; no podía. Un ser humano no entrega a otro ser humano a los monstruos. Por ningún motivo.

Mónica había roto aquella regla, y yo la despreciaba por ello. Creo que yo era lo más parecido a una amiga que tenía Edward. Una persona que sabía qué y quién era, y que a pesar de ello seguía apreciándolo. Me caía bien, a pesar de lo que era, o a causa de ello. ¿Aun sabiendo que me mataría si pintaban bastos? Sí, aun así. Desde ese punto de vista, no tenía mucho sentido. Pero no podía preocuparme por la moral de Edward. Yo era la única persona a la que veía cuando me miraba al espejo; el único dilema moral que podía resolver era el mío.

Observé a Edward mientras saludaba a Madge con unos besitos. Era mucho mejor actor que yo. También era mejor farsante.

No iba a decir nada, y Edward lo sabía. A su manera, él también me conocía. Se había apostado la vida a mi integridad, y eso me cabreaba. Odio que me utilicen. En la virtud llevaba la penitencia.

Todavía no sabía cómo, pero quizá pudiera utilizar a Edward igual que él a mí. Quizá pudiera usar su falta de escrúpulos tal como él se aprovechaba de mis principios.

La idea tenía su punto.

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