Capítulo 40

El local estaba oscuro y en silencio. Estaba sola, y ya debía de haber amanecido. Reinaba la tranquilidad, con ese silencio expectante que se adueña de los edificios cuando se va la gente. Como si, al marcharnos, el edificio adquiriera una vida propia de la que podría disfrutar si lo dejáramos en paz. Sacudí la cabeza e intenté concentrarme, sentir algo. Sólo quería irme a casa e intentar dormir. Y a ser posible, no soñar.

En la puerta había una nota adhesiva de color amarillo. Ponía: «Tus armas están detrás de la barra. El ama también las ha traído. Robert».

Me puse las pistolas y los cuchillos. Faltaba el que había usado con Winter y Aubrey. ¿Habría matado a Winter? Quizá. ¿Habría matado a Aubrey? Ojala. Normalmente, sólo los maestros vampiros pueden sobrevivir a una herida en el corazón, pero nunca había hecho la prueba con un cadáver ambulante de quinientos años. Si le sacaban el cuchillo, quizá fuera bastante resistente para sobrevivir. Tenía que avisar a Catherine. ¿Y qué le diría? ¿«Sal de la ciudad: un vampiro va a ir a por ti»? Dudaba que me creyera. Mierda.

Salí a la luz mortecina del amanecer. La calle estaba vacía y se respiraba un agradable aire matutino. El calor no había tenido tiempo de instalarse; casi hacía fresco. ¿Dónde tendría el coche? Oí unos pasos.

– No te muevas -dijo una voz al instante-. Te estoy apuntando con una pistola.

– Buenos días, Edward. -Levanté las manos sin necesidad de que me lo pidiera.

– Buenos días, Anita. Quédate muy quieta, por favor. -Estaba justo detrás de mí, clavándome la pistola en la espalda. Me registró a conciencia, de los pies a la cabeza. Edward es minucioso; es uno de los motivos por los que sigue con vida. Se separó de mí-. Ya puedes volverte.

Tenía la Firestar en el cinturón, y la Browning, sin empuñar, en la mano izquierda. No sé dónde había metido los cuchillos. Me dedicó su sonrisa jovial y encantadora, mientras me apuntaba al pecho sin ningún tipo de titubeo.

– Basta de jugar al escondite. ¿Dónde está esa tal Nikolaos? -me preguntó.

Respiré profundamente. Pensé en acusarlo de ser el asesino de vampiros, pero no parecía un buen momento. Quizá más tarde, cuando no me estuviera apuntando con una pistola.


– ¿Puedo bajar los brazos? -pregunté. Asintió brevemente. Bajé los brazos muy despacio-. Quiero dejar clara una cosa, Edward. Voy a darte la información, pero no porque me des miedo, sino porque hay que acabar con ella. Y quiero entrar.

Se le ensanchó la sonrisa, y los ojos le brillaron de placer.

– ¿Qué pasó anoche?

Aparté la vista hacia la acera y, a continuación, me enfrenté a sus ojos azules.

– Ordenó que mataran a Phillip -dije.

– Continúa. -Me observaba detenidamente.

– Me mordió. Creo que pretende convertirme en su sierva.

Se guardó la pistola en una funda de sobaco, se me acercó y me hizo girar la cabeza para ver mejor el mordisco.

– Tienes que limpiarte esto, pero te va a doler de cojones.

– Ya lo sé. ¿Puedes ayudarme?

– Claro. -Se le suavizó la sonrisa-. Y yo que venía dispuesto a sacarte la información por las malas… Vas y me pides que te ayude a echarte ácido en una herida.

– Agua bendita -puntualicé.

– Arderá igual.

Lo malo es que tenía razón.

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