Capítulo 39

Desperté, cosa que, de por sí, ya fue una agradable sorpresa. Vi una luz eléctrica en el techo. Estaba viva y fuera de la mazmorra. Bueno era saberlo.

¿Por qué me resultaba sorprendente estar viva? Pasé los dedos por la tapicería áspera y nudosa del sofá en el que estaba tumbada. Encima había un cuadro: un paisaje fluvial con barcas, muías, personas… Alguien se me acercó. Tenía una larga melena rubia, la mandíbula cuadrada y un rostro atractivo. No tan inhumanamente hermoso como me había resultado anteriormente, pero aun así atractivo. Supongo que hay que ser muy guapo para hacer striptease.

– Robert -grazné con voz ronca.

– Tenía miedo de que no despertaras antes del amanecer. -Se puso de rodillas junto a mí-. ¿Te duele mucho?

– ¿Dónde…? -Carraspeé y recuperé el habla parcialmente-. ¿Dónde estoy?

– En el despacho de Jean-Claude, en el Placeres Prohibidos.

– ¿Quién me ha traído?

– Nikolaos. Ha dicho: «Aquí tienes a la puta de tu amo». -Vi cómo tragaba saliva. Me recordó algo, pero no supe qué.

– ¿Sabes lo que ha hecho Jean-Claude? -pregunté.

– Mi amo te puso la segunda marca -contestó Robert-. Cuando hablo contigo, hablo con él. – ¿Lo decía en sentido figurado o literal? En realidad, prefería no saberlo-. ¿Cómo te encuentras?

Y había algo en su modo de preguntarlo que significaba que no debería encontrarme bien. Me dolía el cuello. Me lo toqué: sangre seca.

Cerré los ojos, pero no me sirvió de nada. Un sonido leve, muy parecido a un sollozo, se me escapó de la garganta. Tenía la imagen de Phillip grabada a fuego. La sangre que brotaba de su cuello, la carne rosada desgarrada… Sacudí la cabeza y probé a respirar profunda y lentamente. No me sirvió de nada.

– Servicio -dije.

Robert me llevó. Entré, me arrodillé en el suelo frío y vomité hasta que me sentí vacía y no salía nada más que bilis. A continuación me acerqué al lavabo y me mojé la boca y la cara con agua fría. Me miré en el espejo; los ojos parecían negros, no marrones, y la piel tenía un aspecto enfermizo. Estaba hecha una mierda y me sentía peor aún.

Y en el lado derecho del cuello tenía el origen de todos mis males. No las marcas de Phillip, que se estaban cicatrizando, sino marcas de colmillos. Marcas pequeñas, diminutas. Nikolaos me había… contaminado, para demostrar que podía dañar a la sierva humana de Jean-Claude. Había demostrado lo dura que era, desde luego. Muy dura.

Phillip estaba muerto. Muerto. Podía pensarlo, pero ¿podría decirlo en voz alta? Decidí intentarlo.

– Phillip está muerto -le dije a mi imagen.

Hice un ovillo con la toalla de papel marrón y la metí en la papelera metálica. No bastó para ahogar mi rabia. Grité y empecé a darle patadas a la papelera, una y otra vez, hasta que cayó al suelo y se derramó el contenido.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Robert asomándose por la puerta.

– ¿A ti qué te parece? -grité.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó, vacilando en la entrada.

– ¡Ni siquiera fuiste capaz de impedir que se llevaran a Phillip!

Se echó hacia atrás como si le hubiera pegado.

– Hice lo que pude.

– ¡Pues no fue gran cosa! -Seguía gritando enloquecida. Caí de rodillas y sentí que la rabia me ahogaba y se me empezaba a derramar por los ojos-. ¡Vete!

– ¿Estás segura? -preguntó dubitativo.

– ¡Fuera de aquí!

Cerró la puerta al salir. Yo me senté en el suelo, acurrucada en posición fetal, lloré y grité. Cuando tuve el corazón tan vacío como el estómago, me sentí triste y vencida.

Nikolaos había matado a Phillip y me había mordido para demostrar lo poderosa que era. Seguro que pensaba que me estaba cagando por las patas abajo. Y tenía razón, pero resulta que dedico la mayor parte de las horas de vigilia a enfrentarme a lo que me da miedo y destruirlo. Una maestra vampira de mil años era apuntar muy alto, pero una chica ha de tener ambiciones.

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