Capítulo 34

El edificio principal de la Iglesia de la Vida Eterna está al final de la avenida Page, lejos del Distrito. A la Iglesia no le gusta que la asocien con la chusma. Locales de striptease de vampiros, el Circo de los Malditos… Quita, quita, qué espanto. No, a sus miembros les gusta considerarse nomuertos respetables.

La iglesia está en un terreno pelado; unos arbolitos se esforzaban por crecer y dar sombra al blanco resplandeciente del edificio. Parecía brillar bajo el cálido sol de julio como trozo de luna atrapado en la tierra.

Entré en el aparcamiento y dejé el coche en el asfalto nuevo y reluciente. Sólo la tierra parecía normal: rojiza, desnuda y embarrada. El césped no había tenido ninguna posibilidad.

– Qué bonito -dijo Ronnie, señalando el edificio con un gesto.

– Si tú lo dices… -Me encogí de hombros-. La verdad es que no me acostumbro al efecto genérico.

– ¿Efecto genérico? -preguntó.

– Los dibujos de las vidrieras son abstractos. No hay ningún pasaje bíblico, ni santos ni símbolos sagrados. Todo limpio y pulcro como un traje de novia recién sacado del plástico.

Bajó del coche y se puso las gafas de sol. Miró hacia la iglesia con los brazos cruzados.

– Es como si la acabaran de desenvolver y todavía no le hubieran puesto los adornos -comentó.

– Sí, una iglesia sin dios. ¿Qué es lo que no me cuadra?

– ¿Habrá alguien despierto a estas horas? -preguntó sin reírse.

– Sí, claro, hacen proselitismo durante el día.

– ¿Proselitismo?

– Ya sabes: van de puerta en puerta, como los mormones y los testigos de Jehová.

– Estás de guasa. -Me miraba fijamente.

– ¿Tengo cara de estar bromeando?

– Vampiros a domicilio. -Sacudió la cabeza y se retorció las manos-. Qué práctico.

– Sí -dije-. A ver quién hay en el despacho.

Una escalinata blanca ascendía hasta la enorme puerta doble. Una hoja estaba abierta; la otra tenía un cartel en el que ponía: ENTRA, AMIGO, Y CONOCERÁS LA PAZ. Me daban ganas de arrancarlo y pisotearlo.

Se aprovechaban de uno de los miedos primordiales de la humanidad: la muerte. Todo el mundo teme a la muerte. A la gente que no cree en Dios le cuesta asimilarla. Morir y dejar de existir. Plof, se acabó. Pero la Iglesia de la Vida Eterna promete exactamente lo que dice su nombre, y puede demostrarlo. Nada de fe ciega, nada de esperas y nada de incógnitas. ¿Quieres saber qué se siente al estar muerto? Pues pregúntaselo a otro feligrés.

Ah, y además no se envejece. Ni liftings ni liposucciones: juventud eterna pura y dura. No está nada mal para quien no crea en el alma.

Para quien no crea que el alma queda atrapada en el cuerpo del vampiro y no puede alcanzar el cielo. O peor aún, que los vampiros son intrínsecamente malignos y están condenados al infierno. Para la iglesia católica, el vampirismo voluntario equivale al suicidio, y yo estoy casi de acuerdo. Aunque el Papa también excomulgó a los reanimadores, a menos que dejáramos de levantar muertos. Me hice episcopaliana.

Unos bancos de madera encerada se extendían en dos amplias hileras hasta donde se suponía que iba un altar. Había un pulpito, pero no llegaba a altar: sólo era una pared azul vacía rodeada de paredes blancas vacías.

Las vidrieras eran de cristal rojo y azul. El sol se filtraba por ellas, trazando dibujos de tonos pastel en el suelo blanco.

– Hay mucha paz -dijo Ronnie.

– Y en los cementerios.

– Sabía que dirías eso -dijo con una sonrisa.

– Basta de coñas. -Fruncí el ceño-. Hemos venido a trabajar.

– ¿Qué quieres que haga exactamente?

– Sólo que me apoyes. Pon cara de pocos amigos, y busca pistas.

– ¿Pistas? -preguntó.

– Sí, ya sabes. Pistas: resguardos, notas a medio quemar… Indicios.

– Ah, eso.

– Deja ya el cachondeo, Ronnie.

Se ajustó las gafas de sol y adoptó su mejor pose de frialdad absoluta. Se le daba muy bien. Acojonaría a cualquier matón, pero habría que ver si funcionaba con los fieles de la Iglesia.

A un lado del seudoaltar había una puertecita que daba a un pasillo alfombrado. Nos envolvió el rumor del aire acondicionado. A la izquierda estaban los servicios, y a la derecha había una sala con la puerta abierta. Puede que allí tomaran… ¿el café de después de las ceremonias? No, probablemente no sería café. ¿Qué tal un apasionante sermón seguido de un chupito de sangre?


Las oficinas estaban identificadas con un cartel pequeño en el que ponía OFICINAS. Qué ingenioso. Había una sala de recepción que incluía la típica mesa de secretaria y un joven sentado detrás. Era delgado, con el pelo castaño bien cortado. Unas gafas de montura metálica enmarcaban un par de ojos marrones muy bonitos. Tenía una marca de mordisco a medio curar en el cuello.

Se levantó y rodeó la mesa con la mano extendida y una sonrisa.

– Hola, amigas. Me llamo Bruce. ¿Qué desean?

El apretón de manos fue firme, pero sin apretar; fuerte, pero no avasallador; amistoso y duradero, pero no sexual. Así dan la mano los mejores vendedores de coches, y también los agentes inmobiliarios. Tengo un alma pequeña y bonita, casi sin usar. El precio es razonable, confía en mí. Si aquellos grandes ojos marrones hubieran parecido un poco más sinceros, le habría dado una galleta para perros y unas palmaditas en la cabeza.

– Quería pedir cita para hablar con Malcolm -dije.

– Siéntense -dijo tras parpadear una sola vez.

Me senté. Ronnie se apoyó en la pared, a un lado de la puerta, cruzada de brazos y con pinta de guardaespaldas.

Bruce regresó a su sitio tras la mesa, después de ofrecernos un café, y se sentó con las manos entrelazadas.

– Bien, señorita…

– Blake. -No se estremeció; no había oído hablar de mí. Qué efímera es la fama.

– ¿Por qué desea ver a la máxima autoridad de nuestra Iglesia, señorita Blake? Tenemos varios asesores muy competentes y comprensivos que la ayudarán a tomar una decisión.

Le sonreí. Seguro que los tenéis, merluzo.

– Creo que Malcolm me recibirá. Dile que tengo información sobre los asesinatos de vampiros.

– Si sabe algo -dijo mientras se le desdibujaba la sonrisa-, acuda a la policía.

– ¿Aunque tenga pruebas de que ciertos miembros de su Iglesia son los responsables? -Un farol de nada, también conocido como mentira.

Tragó saliva y clavó los dedos en la mesa hasta que se le pusieron blancos.

– No entiendo. Quiero decir que…

– Entre nosotros, Bruce. -Le sonreí-. No estás preparado para hablar de asesinatos. No entraba en el programa de formación, ¿verdad?

– Bueno, no, pero…

– Entonces, basta con que me des hora para que venga esta noche y hable con Malcolm.

– No sé…

– No te preocupes por eso. Malcolm es la máxima autoridad de la Iglesia. Él se ocupará.

Asintió, demasiado deprisa. Dirigió una mirada a Ronnie y volvió a mirarme a mí. Pasó las hojas de una agenda con tapas de cuero que tenía en la mesa.

– Esta noche a las nueve. -Cogió un bolígrafo-. Si me dice su nombre completo, lo apuntaré.

– Anita Blake. -Seguía sin caer en la cuenta. ¿No se suponía que yo era el terror de Vampirolandia?

– Y la entrevista está relacionada con… -Estaba recuperando la profesionalidad.

– Los asesinatos, está relacionada con los asesinatos -dije, poniéndome en pie.

– Oh, sí… -Escribió algo-. Esta noche a las nueve en punto, Anita Blake, asesinatos. -Se quedó mirando la anotación con el ceño fruncido, como si algo no le cuadrara.

– No te preocupes -le dije. Había decidido ayudarlo-. Lo has escrito bien. -Levantó la vista. Estaba un poco pálido-. Volveré. Asegúrate de que recibe el recado.

Bruce volvió a asentir, demasiado deprisa, con los ojos muy abiertos detrás de las gafas.

Ronnie abrió la puerta y salí delante de ella, que me siguió cual guardaespaldas de peli mala. Cuando llegamos a la nave, se echó a reír.

– Creo que lo hemos acojonado.

– Bruce es fácil de acojonar.

Asintió con un brillo en la mirada. Había bastado con mencionar la violencia y el crimen para que el chico se derrumbara. Seguro que de mayor quería ser vampiro. Fijo.

El sol resultaba casi cegador después de la penumbra de la iglesia. Entrecerré los ojos y me puse la mano de visera. Vi un movimiento por el rabillo del ojo.

– ¡Anita! -gritó Ronnie.

Todo pareció ocurrir a cámara lenta; me sobró tiempo para mirar al hombre y la pistola que tenía en la mano. Ronnie se abalanzó contra mí; las dos caímos hacia el interior de la iglesia. Las balas se estrellaron en la puerta, en el lugar donde yo estaba un momento antes.

Ronnie pasó gateando por detrás de mí, pegada a la pared. Yo había sacado la pistola y estaba tumbada de lado, apretada contra la puerta. El corazón me retumbaba en los oídos, pero podía oírlo todo. El crujir de mi chubasquero era como la estática. El hombre subía los escalones. El muy cabrón iba a por nosotras.

Me adelanté un poco. Terminó de subir, y su sombra se proyectó en la puerta. Ni siquiera se tomaba la molestia de ocultarse, así que igual no esperaba que fuera armada. Pues iba a llevarse una sorpresita.

– ¿Qué pasa? -gritó Bruce.

– Vuelve adentro -contestó Ronnie.

Yo mantenía los ojos fijos en la puerta; no quería que me dispararan sólo porque Bruce me distrajera. Sólo me importaban la sombra de la puerta y los pasos que acababan de detenerse. Nada más.

El hombre entró, pistola en mano, y recorrió la iglesia con la mirada. Aficionado. Podría haberlo tocado con el cañón de la pistola. -Quieto -dije. «Manos arriba» parecía muy melodramático. Giró sólo la cabeza hacia mí, muy lentamente.

– Eres la Ejecutora -dijo en voz baja y vacilante. ¿Tenía que negarlo? Quizá. Si tenía intención de matar a la Ejecutora, desde luego.

– No -dije. Empezó a girarse.

– Entonces debe de ser ella. -Miraba a Ronnie. Mierda. Levantó el brazo y empezó a apuntar.

– ¡No! -gritó Ronnie.

Demasiado tarde. Le disparé en el pecho a quemarropa. El disparo de Ronnie fue un eco del mío. El impacto lo levantó del suelo y lo hizo retroceder dando tumbos, mientras una mancha de sangre le afloraba en la camisa. Chocó con la puerta entreabierta y cayó de espaldas al otro lado del umbral; sólo quedaron a la vista las piernas.

Vacilé y me quedé a la escucha. No oí nada y me asomé a la puerta. No se movía, pero aferraba la pistola. Me acerqué sin dejar de apuntarlo. Si se hubiera movido un ápice, habría disparado otra vez.

Aparté la pistola de una patada y comprobé su pulso. Nada. Muerto. La munición que uso puede acabar con un vampiro, si no tiene muchos años y doy en el blanco. La bala le había hecho un pequeño orificio de entrada en un costado, pero parte del otro había desaparecido. La bala había hecho lo que debía hacer: fragmentarse y provocar un enorme orificio de salida.

El cuello le caía hacia un lado. Tenía dos marcas de mordiscos. ¡Joder! Con mordiscos o sin ellos, estaba muerto. No le quedaba corazón ni para enhebrar una aguja. Un disparo afortunado, y un estúpido con pistola menos.

Ronnie estaba apoyada en la entrada, pálida, sin dejar de apuntar al muerto. Las manos le temblaban un poco. Esbozó una sonrisa.

– No suelo ir armada de día, pero como había quedado contigo…

– ¿Eso es un insulto? -pregunté.

– No -dijo-. Un hecho.

No podía reprochárselo. Me senté en los frescos peldaños de piedra; se me habían aflojado las rodillas. La adrenalina me abandonaba como el agua una taza rota.

Bruce estaba en el umbral, pálido como la cera.

– Ha… ha intentado matarla. -La voz le temblaba de miedo.

– ¿Lo reconoces? -pregunté.

Sacudió la cabeza una y otra vez con movimientos rápidos y descontrolados.

– ¿Estás seguro?

– Nosotros… no… aprobamos la violencia. -Su voz era apenas un susurro trémulo. Tragó saliva y añadió-: No lo conozco.

El miedo parecía auténtico. Puede que no lo conociera, pero eso no descartaba que el muerto fuera miembro de la Iglesia.

– Llama a la policía, Bruce. -No reaccionó; miraba fijamente el cadáver-. Llama a la policía, ¿vale?

Me miró con los ojos vidriosos. No me quedé muy convencida de que me hubiera oído, pero al final volvió adentro. Ronnie se sentó a mi lado y se quedó mirando el aparcamiento. La sangre bajaba por los escalones blancos en riachuelos escarlata.

– Dios mío -susurró.

– Sí. -Todavía tenía la pistola en la mano. El peligro parecía haber pasado, así que supuse que podía guardarla-. Gracias por darme el empujón.

– De nada. -Hizo una inspiración profunda y temblorosa-. Gracias por dispararle antes de que me disparara a mí.

– No hay de qué. Además, tú también le has dado.

– No me lo recuerdes.

– ¿Cómo estás? -dije mirándola fijamente.

– Cagada.

– Ya.


Por supuesto, a Ronnie le habría bastado con mantenerse apartada de mí. Acompañarme era como estar en la línea de fuego. Me había convertido en una amenaza con patas para mis amigos y compañeros. Ronnie podía haber muerto, y habría sido culpa mía. Había tardado en disparar un instante más que yo, y le podría haber costado la vida. Claro que de no ser por ella, yo podía haber muerto. Con una bala en el pecho, la pistola no me habría servido de una mierda.

Oí el sonido distante de las sirenas. La policía debía de estar muy cerca, o quizá se tratara de otro crimen. Podía ser. ¿Me creerían si les decía que sólo había sido un fanático que había intentado matar a la Ejecutora? Quizá, pero Dolph no se lo tragaría.

El sol se nos pegaba como un plástico amarillo brillante. Ninguna de las dos dijo una palabra. Puede que no hubiera nada que decir. Gracias por salvarme la vida. De nada. ¿Qué más?

Me sentía liviana y vacía, casi tranquila. Aturdida. Debía de estar acercándome a la verdad, cualquiera que fuera. Querían matarme: era buena señal. O casi. Significaba que sabía algo importante, lo bastante para matarme por ello. El problema era que no sabía qué era lo que se suponía que sabía.

Загрузка...