Capítulo 24

Me detuve en un vado permanente delante del Placeres Prohibidos. Phillip estaba apoyado en la pared, con los brazos colgando. Llevaba un pantalón de cuero negro. Con aquel calor, sólo de pensar en el cuero me salía urticaria en las rodillas. Su camiseta era de malla negra, y dejaba ver las cicatrices y el bronceado. No sé si fue por el cuero o por la malla, pero me vino a la mente la palabra sórdido. Había cruzado cierta línea invisible, la que separa el vicio inocente del enfermizo.

Traté de imaginármelo a los doce años. No pude. Independientemente del motivo, Phillip era como era, y yo tenía que lidiar con ello. No era psiquiatra y no podía permitirme sentir empatia por el pobre desgraciado: la lástima es una emoción que puede conducir a la muerte. Sólo es más peligroso el odio ciego y, quizá, el amor.

Phillip se apartó de la pared y avanzó hacia el coche. Abrí la puerta y subió. Olía a cuero, a colonia cara y ligeramente a sudor.

Arranqué y volví a la calzada.

– Sí que te has puesto provocativo.

Se volvió a mirarme, con un gesto impasible y los ojos ocultos tras las mismas gafas de sol que llevaba por la mañana. Se acomodó con una pierna doblada y apretada contra la puerta, y la otra bien extendida.

– Coge la Setenta Oeste -dijo con voz cascada, casi ronca.

Hay un momento en que una mujer y un hombre están a solas y los dos se dan cuenta. Juntos, a solas, y con un montón de posibilidades. Cada uno está tan pendiente del otro que la sensación resulta casi dolorosa. Puede acabar en algo incómodo, en sexo o en miedo, según la compañía y la situación.

Bueno, estaba clarísimo que lo nuestro no iba de revolcón. Miré a Phillip, que seguía vuelto hacia mí con los labios entreabiertos. Se había quitado las gafas de sol, y la mirada de sus ojos marrones era intensa y directa. ¿Se podía saber qué estaba pasando?

Habíamos entrado en la autopista e íbamos deprisa. Me concentré en el tráfico, en conducir, e intenté no prestarle atención. Pero notaba el peso de su mirada en la piel. Casi sentía su calidez.

Empezó a desplazarse en el asiento hacia mí. De repente fui consciente del roce del cuero y la tapicería. Un sonido cálido, animal. Me pasó el brazo por los hombros y se apoyó en mí.

– ¿Qué haces, Phillip?

– ¿Qué pasa? -Notaba su respiración en el cuello-. ¿No es bastante provocativo para ti?

Me reí. No pude evitarlo. Él se puso tenso, pero no se apartó.

– No me metía contigo. Es que no me esperaba lo del cuero y la malla; nada más.

Seguía demasiado cerca de mí, y sentía su presión, cálida.

– Entonces, ¿qué te gusta? -preguntó con la voz todavía ronca.

Lo miré, pero estaba demasiado cerca; de repente tenía los ojos justo encima de los míos. Su proximidad me sacudió como un calambrazo. Me volví hacia la carretera.

– Vuelve a tu lado del coche, Phillip.

– ¿Qué es lo que te pone? -me susurró al oído.

– ¿Qué edad tenías la primera vez que te atacó Valentine? -Me había hartado.

Se apartó de mí de un salto.

– ¡Vete a la mierda! -Parecía que hablaba en serio.

– Hagamos un trato. Tú no me contestas, y yo no te contesto a ti.

– ¿Cuándo has visto a Valentine? -Preguntó casi sin aliento-. ¿Va a estar en la fiesta? Me prometieron que no iría. -Tenía la voz al borde del pánico. Nunca había visto aparecer tanto miedo tan deprisa.

No quería que Phillip se asustara. Podría empezar a sentir lástima por él, y no podía permitírmelo. Anita Blake, dura como el acero, segura de sí misma, inmune a los hombres que lloran. Ya.

– No hablé de ti con Valentine, de verdad.

– Entonces, ¿cómo…? -Se interrumpió y lo miré. Se había vuelto a poner las gafas, pero se lo veía tenso, frágil. Le estropeaba la imagen.

– ¿Cómo me he enterado? -No pude mantener el tipo. Él asintió-. He hecho averiguaciones sobre ti. Tenía que saber si eras de fiar.

– ¿Y lo soy?

– Aún no lo sé -dije.

Respiró profundamente varias veces. Con las dos primeras tembló, pero a cada inspiración adquiría entereza, hasta que consiguió recuperar el control, por el momento. Pensé en Rebecca Miles y en sus manos pequeñas y de aspecto famélico.

– Puedes confiar en mí, Anita. No te traicionaré, de verdad. -Sonaba perdido, como un niño al que le han arrebatado todas sus ilusiones.

Era incapaz de ensañarme con alguien que tuviera semejante voz de niño perdido. Pero los dos sabíamos que Phillip haría cualquier cosa que le pidieran los vampiros; lo que fuera, incluso traicionarme.


Nos acercábamos a un puente, un gran entramado de metal gris, que cruzaba la autopista por encima. Los árboles bordeaban la carretera. El cielo era de un azul desvaído y acuoso, aclarado por el calor y el intenso sol veraniego. El coche traqueteó al cruzar el puente, y el río Misuri se extendió a nuestros lados; el agua en movimiento producía una sensación de cielo abierto. Una paloma llegó volando y se unió a otras, quizá una docena, que se arrullaban en el puente. Había visto gaviotas en el río alguna vez, pero en el puente, sólo palomas; puede que a las gaviotas no les gustaran los coches.

– ¿Adonde vamos, Phillip?

– ¿Qué?

Estuve a punto de decirle: «¿Es una pregunta demasiado difícil para ti?», pero me contuve. Habría sido violencia gratuita.

– Hemos cruzado el río. Ahora, ¿por dónde?

– Coge la salida de Zumbehl y sigue a la derecha.

Seguí sus indicaciones. La salida gira a la derecha y desemboca directamente en un carril de acceso. Me detuve en el semáforo y me lo salté en rojo al ver que no pasaba nadie. Hay unas cuantas tiendas a la izquierda; luego, un grupo de bloques de viviendas, y más adelante, una zona residencial muy arbolada, casi un bosque tachonado de casas. Más adelante hay una residencia de ancianos y un cementerio bastante grande. Siempre me preguntaba qué opinaban los ancianos de vivir al lado del cementerio. ¿Lo considerarían un recordatorio de mal gusto o les parecería bien tenerlo a mano?

El cementerio llevaba allí mucho más tiempo que la residencia, y algunas de las tumbas se remontaban a principios del siglo XIX. Siempre había pensado que el constructor tenía que ser un sádico consumado para haber orientado las ventanas de la residencia a las colinas llenas de lápidas. La vejez ya es bastante recordatorio de lo que llega a continuación; no hacen falta refuerzos visuales.

Hay más cosas en Zumbehl: un videoclub, una tienda de ropa para niños, un sitio donde venden cristal coloreado, gasolineras y una urbanización enorme con un cartel en el que pone LAGO SUN VALLEY. E incluso había un lago en el que se podía navegar si se iba con mucho cuidado.

Unas manzanas más y llegamos a las afueras. La carretera estaba bordeada de casas con jardines pequeños abarrotados de árboles gigantescos. Había que bajar una colina; el límite era de cincuenta kilómetros por hora, y era imposible bajar la pendiente a aquella velocidad sin pisar el freno. ¿Habría un guardia al pie de la colina?

Si nos paraban, con Phillip y su camiseta de malla, todo lleno de cicatrices, ¿sospecharían algo? ¿Adonde va, señorita? Lo siento, agente, llegamos tarde a una fiesta ilegal. Pisé el freno al bajar la pendiente, y por supuesto, no había ningún policía. Pero si me hubiera saltado el límite de velocidad, lo habría habido. La ley de Murphy es casi la única constante en mi vida.

– Es la casa grande de la izquierda -dijo Phillip-. Aparca en el camino de la entrada.

La casa era de ladrillo rojo oscuro, de dos pisos o puede que tres, tenía un montón de ventanas y por lo menos dos porches. Aún quedan casas de estilo Victoriano estadounidense. El jardín era grande, con su propio bosque de árboles altos y vetustos. El césped había crecido demasiado y le daba al sitio cierto aspecto de abandono. El camino era de grava y pasaba entre los árboles hasta llegar a un garaje moderno diseñado para hacer juego con la casa; casi lo conseguía.

Sólo había dos coches más, pero no podía ver el interior del garaje, así que quizá hubiera más dentro.

– No te vayas del salón con nadie, excepto conmigo -dijo Phillip-. No podría ayudarte.

– Ayudarme, ¿en qué? -pregunté.

– Esto es lo que diremos: tú eres el motivo por el que me he saltado tantas fiestas. He dado a entender que no sólo somos amantes, sino que te he estado -abrió las manos como si buscara la palabra-… cultivando hasta que estuvieras lista para venir a una fiesta.

– ¿Cultivándome? -Apagué el motor, y se hizo el silencio entre nosotros. Estaba mirándome; incluso a través de los cristales podía sentir el peso de su mirada. Se me erizaron los pelos de la nuca.

– Sobreviviste a un ataque real; no eres ni freak ni yonqui, pero he conseguido convencerte para que me acompañes a una fiesta. Esa es la historia.

– ¿Lo has hecho alguna vez de verdad? -pregunté.

– ¿Te refieres a si les he traído a alguien?

– Sí -dije.

– No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad? -Dejó escapar un gruñido.

¿Qué se suponía que tenía que contestarle? ¿Que no?

– Si somos amantes, tendremos que actuar como tales toda la noche.

Sonrió. Aquella sonrisa fue diferente, de expectación.

– Qué hijo de puta -añadí.

Se encogió de hombros e hizo girar el cuello como si tuviera los hombros agarrotados.

– No voy a tirarte al suelo y violarte, si eso es lo que te preocupa.

– Ya, ya sé que eso no es lo que pretendes esta noche. -Me alegré de que no supiera que iba armada. Puede que se llevara una sorpresa.

– Tú sígueme la corriente -dijo con el ceño fruncido-. Si hago algo que te incomode, me lo dices y lo hablamos. -Me dedicó su sonrisa deslumbrante, con los dientes blancos y parejos en contraste con el bronceado.

– Nada de hablar. Dejas de hacerlo y punto.

– Te cargarás la coartada y conseguirás que nos maten -me dijo, encogiéndose de hombros.

El coche se estaba calentando. Una gota de sudor resbalaba por la cara de Phillip. Abrí la puerta y salí. El calor me cubrió como una segunda piel. Las cigarras zumbaban en lo alto de los árboles. Cigarras y calor. Ah, el verano.

Phillip rodeó el coche; sus pisadas crujieron en la grava.

– Será mejor que dejes el crucifijo -dijo.

Sabía que tocaría, pero eso no hacía que me gustara más la idea. Dejé el crucifijo en la guantera, estirándome por encima del asiento. Cuando cerré la puerta, me llevé la mano al cuello. Estaba tan acostumbrada a la cadena que me sentía desnuda sin ella.

Phillip me tendió la mano y, tras dudar un instante, la acepté. La palma de su mano era calor concentrado, un poco húmeda en el centro.

Un arco con una celosía blanca guarecía la puerta trasera; una espesa clemátide le trepaba por un lado, llena de flores grandes como mi mano que ofrecían su color morado al sol que se filtraba entre los árboles. Había una mujer en el umbral, a la sombra de la celosía, fuera de la vista de vecinos y los coches que pasaban. Llevaba medias negras muy finas sujetas con liguero. Un conjunto de bragas y sujetador, de color violeta oscuro, dejaba a la vista buena parte de su piel pálida. Unos tacones de aguja de diez centímetros le hacían las piernas largas y esbeltas.

– Llevo demasiada ropa -le dije en voz baja a Phillip.

– Puede que por poco tiempo -me susurró contra el pelo.

– No dejes de respirar mientras esperas. -Lo miré al decirlo y vi que la confusión le transfiguraba la cara, pero no duró mucho: enseguida volvió a curvar los labios. La serpiente debió de sonreír así a Eva. Mira qué manzana más bonita tengo para ti. ¡Qué niña más guapa! ¿Quieres un caramelo?

No sabía qué intentaba venderme Phillip, pero no estaba dispuesta a comprarlo. Me pasó el brazo por la cintura, jugueteó con una mano con las cicatrices de mi brazo y me hurgó con delicadeza en el tejido cicatrizal. Dejó escapar un breve suspiro. Virgen santa, ¿dónde me había metido?

La mujer me dirigía una sonrisa, pero no apartó sus grandes ojos marrones de la mano de Phillip mientras este me acariciaba la cicatriz. Se estaba relamiendo, y vi que se le agitaba la respiración.

– «Pasa a la sala, le dijo la araña a la mosca.»

– ¿Qué has dicho? -preguntó Phillip.

Sacudí la cabeza. De todos modos, no creía que conociera el poema, y yo no recordaba el final: no sabía si la mosca conseguía escapar. Tenía el corazón en un puño. Cuando la mano de Phillip me rozó la espalda desnuda, me sobresalté. La mujer rió, con una risa aguda y quizá algo beoda.

– «Oh, no. -Susurré las palabras de la mosca mientras subía las escaleras-. No, no me lo pidas más, porque aquel que sube no regresa jamás.»

No regresa jamás. Sonaba francamente mal.

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