Capítulo 19

En el exterior, el calor era palpable, un muro de bochorno y humedad que se pegaba a la piel como el plástico de cocina.

– Te vas a asar con esa cazadora -dije.

– Hay mucha gente a la que no le gustan las cicatrices.

Dejé de abrazar las carpetas y alargué el brazo izquierdo. La cicatriz relució al sol, más brillante que el resto de la piel.

– Si tú no se lo cuentas a nadie, yo tampoco.

Se quitó las gafas de sol y me miró. No fui capaz de interpretar su expresión. Sólo sabía que estaba pasando algo detrás de aquellos grandes ojos marrones.

– ¿Es tu única mordedura? -preguntó en voz baja.

– No -dije.

De repente, apretó los puños y sacudió la cabeza, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Un temblor le recorrió la espalda y los brazos, hasta los hombros, y giró el cuello, como para sacudírselo. Volvió a ocultarse tras las gafas negras y devolvió a sus ojos el anonimato. Se quitó la cazadora. Las cicatrices del interior de los codos eran blancuzcas y le contrastaban con el bronceado. La de la clavícula asomaba por encima de la camiseta. Tenía un cuello bonito, grueso pero no demasiado musculoso, con la piel tersa y bronceada. Conté cuatro marcas de colmillos en aquella piel perfecta, y eso sólo en el lado derecho. El izquierdo estaba oculto bajo el vendaje.

– Puedo volver a ponerme la chaqueta, si quieres -dijo al ver que lo miraba fijamente.

– No, es sólo que…

– ¿Qué?

– Nada. No es asunto mío.

– Pregunta lo que quieras, mujer.

– Vale. ¿Por qué lo haces?

– Es una pregunta muy personal. -Sonrió, pero era una sonrisa agria y sarcástica.

– Has dicho que podía preguntar lo que quisiera. -Miré al otro lado de la calle-. Suelo comer en Mabel's, pero podrían vernos.

– ¿Te avergüenzas de mí? -Su voz había sonado áspera, como el papel de lija. No podía verle los ojos, pero sí que tenía tensos los músculos de la mandíbula.

– No es eso -aclaré-. Eres tú el que se ha presentado en mi despacho fingiendo ser mi «amigo». Si vamos a un local donde me conozcan, tendremos que seguir con la farsa.

– Hay mujeres que pagarían por tenerme de acompañante.

– Lo sé; las vi anoche.

– Cierto, pero el caso es que te da vergüenza que te vean conmigo. Por culpa de esto. -Se tocó el cuello con la mano, tímidamente y con la delicadeza de un pajarito.

Empezaba a sospechar que lo había ofendido. No es que me preocupara demasiado, pero sabía qué se sentía al ser diferente; sabía cómo sienta estar con gente que se avergüenza de una. No se trataba de ofender o dejar de ofender a Phillip; era una cuestión de principios.

– Vamos.

– ¿Adonde?

– A Mabel's.

– Gracias -dijo, y me recompensó con una de aquellas sonrisas deslumbrantes. Si yo no hubiera sido tan profesional, me habría derretido allí mismo. La sonrisa tenía un toque malicioso y prometía mucho sexo, pero por debajo asomaba un niño pequeño e inseguro. Y allí radicaba su encanto: no hay nada más atractivo que un hombre guapo que se siente un poco inseguro. Además del atractivo sexual, despierta el instinto maternal de las tías, y eso es una combinación muy peligrosa. Por suerte, yo era inmune. Ja. Pero había visto la idea que tenía Phillip del sexo y… Vamos, que no era mi tipo.

Mabel es un autoservicio, pero la comida es buena, y el precio, razonable. Entre semana está hasta arriba de gente en traje de oficina con maletines estrechos y portafolios. Los sábados está prácticamente desierto.

Beatrice me sonrió desde detrás del mostrador de comida caliente. Era alta y regordeta, con el pelo castaño y cara de cansada. El uniforme rosa le quedaba grande de hombros, y la redecilla del pelo le hacía la cara muy alargada. Pero siempre sonreía, y siempre charlábamos.

– Hola, Beatrice -dije, y continué, sin esperar a que me hiciera la pregunta-: Te presento a Phillip.

– Hola, Phillip.

Él le dirigió una sonrisa tan deslumbrante como la que le había dedicado a la agente inmobiliaria. Ella se sonrojó, apartó la vista y soltó una risita. No sabía que Beatrice pudiera ponerse así. ¿Se había fijado en las cicatrices? ¿Le habían importado?

Hacía demasiado calor para comer pastel de carne, pero lo cogí de todas formas. Siempre estaba muy jugoso, y la salsa de tomate, en su punto justo de acidez. Hasta me llevé un postre, cosa que no hago casi nunca. Me moría de hambre. Conseguimos pagar y encontrar una mesa sin que Phillip coqueteara con nadie más. Todo un logro.

– ¿Qué ha pasado con Jean-Claude? -preguntó.

– Un momento. -Bendije la mesa. Cuando levanté la vista, Phillip me miraba fijamente. Comimos, y le resumí los sucesos de la noche anterior. Sobre todo le hablé de Jean-Claude, de Nikolaos y del castigo.

Cuando terminé, él había dejado de comer. Tenía la mirada perdida, por encima de mi cabeza.

– ¿Phillip? -Sacudió la cabeza y me miró.

– Nikolaos podría haberlo matado -dijo.

– Me dio la impresión de que sólo pensaba castigarlo. ¿Tienes idea de en qué consiste el castigo?

– Los encierra en ataúdes -dijo en voz baja mientras asentía- y los mantiene dentro con crucifijos. Una vez, Aubrey desapareció durante tres meses. Cuando volví a verlo, estaba como ahora: como una cabra.

Me estremecí. ¿Se volvería loco Jean-Claude? Cogí el tenedor y me di cuenta de que estaba comiéndome un trozo de tarta de zarzamoras. Odio las zarzamoras. Hay que joderse; me permito un capricho y cojo una tarta que no me gusta. ¿Qué me pasaba? Aún notaba el sabor intenso en la boca. Di un trago de refresco para que bajara, pero no sirvió de mucho.

– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó.

Aparté la tarta a medio comer y abrí una carpeta. La primera víctima, un tal Maurice, vivía con una mujer llamada Rebecca Miles. Habían cohabitado durante cinco años. Cohabitar sonaba mejor que arrejuntarse. Hablaré con los amigos y amantes de los vampiros muertos.

– Puede que yo conozca a alguien.

Lo miré. No sabía si quería compartir información con él, pues sabía que el bueno de Phillip era el espía diurno de los no muertos. Pero había hablado con Rebecca Miles en presencia de la policía, y no había soltado prenda. No tenía tiempo para andarme con remilgos; necesitaba información cuanto antes. Nikolaos quería resultados, y si Nikolaos quería algo, más le valía al mundo que lo consiguiera.

– Rebecca Miles -dije.

– La conozco. Era… propiedad de Maurice. -Encogió los hombros, como disculpándose por la palabra, pero no se corrigió. Me pregunté qué habría querido decir-. ¿Adonde vamos primero?

– Tú a ningún sitio. No quiero tener a ningún civil encima.

– Te podría ser útil.

– No te ofendas; pareces fuerte y puede que hasta seas rápido, pero con eso no basta. ¿Sabes luchar? ¿Vas armado?

– No llevo pistola, pero sé defenderme.

Lo dudaba. Mucha gente no consigue reaccionar ante la violencia y se queda paralizada. Durante unos cuantos segundos, el cuerpo vacila y la mente se queda en blanco. Y esos segundos pueden suponer la muerte. Sólo se consigue dejar de vacilar a base de práctica, cuando la violencia acaba formando parte del modo de pensar. Es la única forma de volverse cauteloso y desconfiar de la propia sombra, de prolongar la esperanza de vida. Phillip estaba familiarizado con la violencia, pero sólo en calidad de víctima, y lo último que necesitaba era que me siguiera por ahí una víctima profesional. Por otro lado, necesitaba información de gente que no querría hablar conmigo pero que a lo mejor estaría dispuesta a hablar con Phillip.

No esperaba meterme en un tiroteo a plena luz del día, ni que nadie me atacara… al menos en las horas siguientes. A veces me equivoco, pero si Phillip podía ayudarme, tampoco tenía nada de malo. Mientras no escogiera el momento equivocado para exhibir una de sus sonrisas y conseguir que lo persiguiera un grupo de monjas, estaríamos a salvo.

– Si me amenazan, ¿serías capaz de quedarte al margen y dejarme hacer mi trabajo, o te daría por acudir al rescate? -le pregunté.

– Uf. -Contempló su bebida durante unos instantes-. No lo sé.

Un punto para él: la mayoría de la gente habría mentido.

– En ese caso, prefiero que no vengas.

– ¿Y cómo piensas convencer a Rebecca de que trabajas para el ama? ¿La Ejecutora al servicio de los vampiros?

– Buena pregunta. -Hasta a mí me había sonado ridículo.

– Entonces está decidido -dijo sonriendo-. Te acompañaré y te ayudaré a calmar esos ánimos.

– No he dicho que sí.

– Tampoco has dicho que no.

Tenía razón. Terminé la bebida y observé su gesto de autosuficiencia. Él no dijo nada; se limitó a devolverme la mirada. Estaba relajado, pero no desafiante. No era ningún concurso de egos, como con Bert.

– Vamos -dije.

Nos levantamos, dejé la propina y salimos en busca de pistas.

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